11

Nada más salir de la estación de Shinozaki, en la línea Toei-Shinjuku, Kusanagi sacó el móvil. Buscó en la agenda de contactos el número de Manabu Yukawa y pulsó el botón de llamada. Se llevó el aparato al oído y miró alrededor. Para ser las tres de la tarde, había mucha gente por la calle. Delante del supermercado vio la habitual hilera de bicicletas aparcadas.

Kusanagi esperó a oír el tono de llamada. En breves instantes se establecería la comunicación. Sin embargo, antes de que eso ocurriera, colgó: tenía ante sus ojos a la persona que estaba llamando.

Yukawa estaba tomando un helado de cucurucho sentado en la barrera protectora que había delante de una librería. Vestía un pantalón corto blanco y un niqui negro, además de unas pequeñas gafas de sol.

Kusanagi cruzó la calle y se acercó a él por la espalda. Yukawa parecía distraído contemplando la zona del supermercado.

—¡Profesor Galileo!

El detective pretendía darle un susto, pero la reacción de Yukawa fue inesperadamente parsimoniosa. Sin dejar de lamer su helado, volvió tan despacio la cabeza hacia Kusanagi que pareció hacerlo a cámara lenta.

—Qué buen olfato tienes. Ahora entiendo por qué la gente os llama perros a los detectives —dijo sin variar un ápice su impasible rostro.

—¿Qué haces tú por aquí? Y espera, no me contestes ninguna chorrada tipo «Estoy comiendo un helado», ¿vale?

Yukawa esbozó una sonrisa.

—Yo iba a preguntarte exactamente lo mismo, pero en tu caso la respuesta es evidente: has venido a buscarme. O, mejor dicho, has venido a husmear qué estaba haciendo.

—Pues, ya que sabes tanto, deberías contestarme con franqueza: ¿Qué estás haciendo tú aquí?

—Esperarte.

—¿A mí? ¿Bromeas?

—En absoluto. Lo digo muy en serio. Hace un rato llamé al laboratorio y uno de los estudiantes me dijo que habías ido a buscarme. Además, también estuviste preguntando por mí anoche, ¿verdad? Así que supuse que si te esperaba por aquí, tarde o temprano acabarías apareciendo, pues el estudiante que te atendió te dijo que había venido a Shinozaki, ¿no?

Yukawa tenía razón. Había ido a verlo a la universidad y, al igual que la víspera, le habían dicho que Yukawa había salido. Supuso que estaría en Shinozaki, a tenor de lo que le había dicho la noche anterior aquel estudiante de posgrado.

—Ya. Pero lo que te he preguntado no es eso, sino para qué has venido aquí —repuso Kusanagi elevando el tono. Aunque ya estaba acostumbrado a los exasperantes rodeos verbales de su amigo el físico, esta vez le estaba costando contener su irritación.

—No te me pongas impaciente. ¿Qué tal un café? Es de máquina, pero seguro que aun así es más bueno que el instantáneo que tomamos en el laboratorio cuando vas a verme —dijo Yukawa poniéndose en pie para tirar el cucurucho en una papelera.

Sacaron cafés de las máquinas expendedoras colocadas en la entrada del supermercado. Luego Yukawa se montó en una de las bicicletas que había aparcadas y empezó a beberse el suyo.

Kusanagi, que seguía de pie, miró alrededor y bebió un sorbo de café.

—¿Quieres dejar de montarte en las bicis de los demás sin permiso?

—No pasa nada. No creo que su propietario aparezca hasta dentro de un rato.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque lo he visto entrar en la estación de metro después de dejarla aparcada. Así que, aunque sólo haya ido hasta la próxima estación, entre que termina lo que haya ido a hacer y regresa, pasará por lo menos media hora.

Kusanagi dio otro sorbo a su café y refunfuñó.

—¿A eso te dedicas ahora? ¿A comer helados mientras observas lo que hace la gente?

—Observar a la gente es mi afición preferida. Deberías probarlo, resulta muy interesante.

—Bueno, vale, déjate de rollos y responde de una vez. ¿Qué estás haciendo aquí? Y no intentes decirme que no tiene nada que ver con el crimen, porque no voy a creerte.

Yukawa giró el torso y, sin bajar de la bicicleta, dirigió la mirada hacia el guardabarros trasero.

—Últimamente ya casi nadie pone su nombre en los guardabarros, ¿has visto? Supongo que consideran peligroso dar a conocer su identidad. Antiguamente todo el mundo marcaba las bicis con su nombre. Pero esto es lo que hay. Cambian las épocas y las costumbres.

—Y ahora la tomas con las bicicletas. Vale, ya sé que el otro día dije aquello, lo admito. —No obstante, Kusanagi se había dado cuenta de adónde quería ir a parar su amigo.

Yukawa asintió con la cabeza.

—El otro día dijiste que considerabas poco probable que hubieran abandonado la bicicleta adrede para generar la falsa apariencia de que el crimen había sido cometido allí.

—No, lo que dije fue que, como maniobra de distracción, no tenía sentido. ¿Para qué iban a tomarse la molestia de poner en la bici las huellas de la víctima, si luego le iban a quemar la yema de los dedos? De hecho, precisamente gracias a las huellas de la bicicleta pudimos averiguar la identidad de la víctima.

—Muy bien, pero ¿y si no hubiera habido huellas en la bicicleta? ¿Os habría impedido eso averiguar la identidad del cadáver?

Kusanagi guardó silencio más de diez segundos antes de responder. Era una cuestión que nunca se había planteado.

—No —admitió finalmente—. Averiguamos su identidad porque las huellas coincidían con las del hombre desaparecido del hostal, pero supongo que, aunque no hubiera habido huellas, habríamos logrado saber su identidad de todos modos. Creo que te comenté que también se hicieron pruebas de ADN, ¿no?

—Sí, me lo dijiste. Y pareces insinuar que el hecho de quemarle los dedos al cadáver no tuvo ningún sentido. Ahora bien, ¿y si el asesino ya contaba con eso desde el principio?

—¿Te refieres a que se tomó la molestia de quemarle los dedos sabiendo de que no iba a servir de nada?

—Para él seguro que tenía algún sentido. Pudo hacerlo no para ocultar la identidad del cadáver, sino para que la policía pensara que lo de la bicicleta no era una maniobra de distracción, ¿no crees?

La ingeniosa opinión de Yukawa pilló desprevenido a Kusanagi, que se quedó sin réplica por unos instantes.

—O sea, que en realidad dejar allí la bici sí era una maniobra de distracción. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Sí. Ahora bien, la cuestión es qué buscaba con ella —dijo Yukawa descendiendo de la bicicleta—. Parece claro que lo que pretendía era aparentar que la víctima había ido hasta el lugar de los hechos por sus propios medios, montada en la bici en cuestión. ¿Qué significa eso?

—Que la víctima realmente no podía moverse por sus propios medios, pero quieren hacernos creer que sí —respondió Kusanagi—. Que ya lo habían matado y lo que trasladaron al lugar de los hechos fue su cadáver. Mi jefe también se decanta por esta teoría.

—Pero tú te mostrabas contrario a ella. Creo recordar que dijiste que era porque Yasuko Hanaoka, la principal sospechosa, no tenía carné de conducir.

—Ya, pero si cuenta con un cómplice, la cosa cambia —respondió Kusanagi.

—Vale, dejémoslo ahí por ahora. Me preocupa más el momento en que la bicicleta fue robada. Sé que se ha determinado que el robo tuvo lugar entre las once de la mañana y las diez de la noche, pero, la verdad, eso no deja de sonarme raro, ya que… ¿cómo pudisteis establecer la franja temporal del robo con tanta precisión?

—Porque nos lo dijo la dueña de la bicicleta. Tampoco es tan complicado…

—Ahí está el quid de la cuestión —dijo Yukawa apuntando a Kusanagi con su café—. ¿Y cómo conseguisteis dar con la dueña tan fácilmente?

—Eso tampoco es ninguna proeza. La dueña había denunciado el robo, así que bastó con consultar las denuncias de las bicicletas robadas ese día.

Yukawa emitió un gruñido de desagrado. Que su mirada se había ensombrecido se advertía incluso a través de los cristales de sus gafas.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que no te convence ahora?

Yukawa lo miró fijamente.

—¿Sabes dónde fue robada esa bici?

—Claro que lo sé. ¡Fui yo quien interrogó a la dueña!

—Pues entonces, ¿podrías mostrarme el lugar? Creo que está cerca, ¿no?

Kusanagi le sostuvo la mirada. Deseó preguntarle para qué narices quería que lo llevara allí, pero se contuvo. Los ojos de Yukawa despedían el agudo fulgor de cuando estaba a punto de formular una hipótesis.

—Es por aquí —dijo Kusanagi iniciando la marcha.

El lugar en cuestión se hallaba a menos de cincuenta metros del sitio en que habían estado tomando los cafés. Kusanagi se detuvo delante de la hilera de bicicletas que había allí aparcadas.

—La dueña dijo que la bicicleta estaba encadenada a la barandilla de esta acera.

—Entonces el delincuente tuvo que cortar la cadena, ¿correcto?

—Correcto.

—O sea, que vino provisto de alicates o una cizalla… —coligió Yukawa contemplando la fila de bicicletas—. Pero está claro que son muchas más las bicis que no llevan cadena. Entonces, ¿para qué se tomó la molestia de cortar una?

—Ni idea. ¿Tal vez porque la que le gustaba era casualmente la que tenía cadena?

—¿«La que le gustaba»? —murmuró Yukawa como si hablara consigo mismo—. ¿Y qué era lo que le gustaba?

—¿Se puede saber adónde quieres llegar? —se impacientó Kusanagi.

Yukawa se volvió hacia él.

—Como sabes, ayer también vine aquí. Y, al igual que hoy, estuve observando la zona. Aquí hay bicis aparcadas todo el día. Además, en gran número. Las hay que llevan puesta su cadena y las hay también que parecen resignadas a que las roben. Pero, de entre todas ellas, ¿por qué el asesino eligió ésa?

—No está claro que fuera el propio asesino.

—Vale, también cabe pensar que la robara la propia víctima. Pero, en cualquier caso, ¿por qué concretamente ésa?

Kusanagi negó con la cabeza.

—No entiendo adónde pretendes llegar. La bicicleta que robaron era normal y corriente, sin nada especial. Seguramente la escogió al azar.

—No lo creo —dijo Yukawa haciendo un gesto de negación con su dedo índice—. Te contaré mi hipótesis: la bicicleta en cuestión era nueva o seminueva. ¿Me equivoco?

Kusanagi recordó su conversación con la dueña de la bicicleta.

—Era nueva —dijo—. La dueña me contó que hacía un mes que la había comprado.

Yukawa asintió. Su rostro parecía decir: «Lógico».

—Claro. Precisamente por eso llevaba la cadena puesta y, al ser sustraída, el robo fue inmediatamente denunciado a la policía. Dicho de otro modo, el criminal quería robar una bicicleta nueva. Y por eso vino provisto de una herramienta para cortar cadenas, a pesar de que sabía que había un montón de bicicletas sin protección y, por tanto, más fáciles de robar.

—O sea, que buscaba expresamente una bicicleta nueva.

—Eso he dicho.

—¿Y para qué?

—Ahí está la clave. Viéndolo así, sólo hay una cosa que pudiera pretender con ello, y es que el dueño de la bici denunciara el robo sí o sí. Y cabe pensar que eso conllevaba algún tipo de ventaja para él: la de desviar la atención policial hacia una dirección errónea, pues la dueña iba a declarar que el robo se había producido en la estación de Shinozaki.

Kusanagi contuvo la respiración un instante. Luego miró a su amigo.

—¿Insinúas que fue una artimaña para hacer que la policía centrara su atención en la zona de la estación de Shinozaki?

—Creo que es una posibilidad.

—Es verdad que hemos dedicado mucho tiempo y personal en investigar esta zona. Si tu suposición es acertada, todo habrá sido en vano.

—Bueno, en vano no. A fin de cuentas, lo de que la bici fue robada allí es un hecho. Otra cosa es que se logre extraer algo de él. El caso no es tan simple. Ha sido elaborado muy minuciosamente. —Dicho eso, Yukawa dio media vuelta y echó a andar.

Kusanagi lo siguió precipitadamente.

—¿Adónde vas?

—Me vuelvo a casa, ¿no es evidente?

—Espera un momento —dijo Kusanagi agarrándolo por el hombro—. Todavía no te he preguntado lo más importante: ¿por qué te interesa tanto este caso?

—¿Qué pasa? ¿Es que no puede interesarme?

—Eso no responde a mi pregunta.

Yukawa quitó la mano de su hombro.

—¿Acaso me estás interrogando oficialmente?

—Anda ya…

—En tal caso puedo hacer lo que me plazca, ¿no? De todos modos, no tengo ninguna intención de estorbaros.

—¿Ah, no? Pues escúchame bien: le mentiste al profesor de Matemáticas vecino de Yasuko Hanaoka y encima usaste para ello mi nombre. ¿Acaso no le dijiste que yo quería que colaborara con nosotros en la investigación? Así que tengo derecho a preguntarte por qué.

Los ojos de Yukawa lo miraban fijamente. Su semblante se había vuelto inusualmente tenso y frío.

—¿Fuiste a verlo?

—Sí. Como tú no me contabas nada…

—¿Y qué te dijo?

—Un momento. El que está preguntando soy yo. ¿Crees que el profesor tiene algo que ver con el caso?

Sin responder, Yukawa apartó la mirada y se encaminó de nuevo hacia la estación.

—¡Oye, espera! —gritó Kusanagi a sus espaldas.

Yukawa se detuvo y dio media vuelta.

—Que te quede claro: esta vez no voy a colaborar plenamente en el caso. Estoy siguiendo este asunto por razones personales, así que no cuentes demasiado conmigo.

—Pues me temo que yo tampoco voy a poder seguir proporcionándote información como hasta ahora.

Yukawa bajó la mirada hacia el suelo y luego asintió.

—Qué remedio… Esta vez tendremos que ir cada uno por su lado —dijo antes de echar a andar de nuevo. Su silueta mostraba una firme determinación.

Kusanagi no volvió a intentar detenerlo.

Antes de dirigirse hacia la estación, fumó un cigarrillo para hacer tiempo, porque no quería coincidir en el tren con Yukawa. No sabía el motivo, pero al parecer su amigo tenía algún tipo de implicación personal en el asunto y pretendía resolverlo por su cuenta. Desde luego, él no pensaba disuadirlo.

¿Qué le preocupaba tanto a Yukawa?, siguió preguntándose Kusanagi ya en el metro.

Sin duda debía de tratarse de ese profesor de Matemáticas, el tal Ishigami. Pero, por el momento, no había nada que apuntara hacia él. Era simplemente el vecino de Yasuko Hanaoka. Entonces, ¿por qué a Yukawa le preocupaba tanto?

La escena que había contemplado en la tienda de bento cobró de nuevo vida en su cabeza. Al atardecer, el Profesor Galileo se había presentado allí acompañado de Ishigami. Según este último, Yukawa le había dicho que quería ir a Bententei.

Pero él no era de los que se dedican a hacer cosas porque sí. Había acudido a esa tienda con Ishigami por algún motivo. La cuestión era para qué.

Y, ahora que lo pensaba, al poco tiempo había aparecido Kudo. Sin embargo, no parecía que Yukawa contara con ello.

Kusanagi empezó a recordar lo que Kudo le había contado. A lo largo de toda la conversación, nunca se refirió a Ishigami. A decir verdad, nunca se refirió a nadie. Kudo le había dicho claramente que él no acostumbraba a dar soplos.

En ese instante, algo se quedó trabado en la cabeza de Kusanagi: ¿de qué estaban hablando cuando Kudo le dijo que él no era un soplón?

El policía recordó el rostro de Kudo intentando contener su ira mientras le decía: «Hay clientes que van a su tienda de bento sólo por verla a ella». Inspiró hondo y estiró los músculos de su espalda. La joven que tenía sentada enfrente lo miró con desagrado. Luego dirigió su mirada hacia el plano del metro expuesto en la parte alta del vagón y decidió bajarse en Hamacho.

Llevaba mucho tiempo sin coger un volante, pero a los treinta minutos ya se había habituado a la conducción. Sin embargo, aparcar era otra historia. Le estaba costando lo suyo. Tenía la impresión de que, aparcara donde aparcase, iba a estorbar al resto de vehículos. Afortunadamente, un pequeño camión estaba estacionado de mala manera y él se decidió por fin a hacer lo propio detrás del mismo.

Era la segunda vez que alquilaba un coche. Cuando estaba de profesor adjunto en la universidad, había tenido que acompañar a los estudiantes en una visita a una central eléctrica, así que no le había quedado más remedio que alquilar un coche para moverse con libertad por la localidad. En aquella ocasión se trataba de un monovolumen con capacidad para siete personas, pero esta vez conducía un pequeño utilitario de fabricación nacional, mucho más manejable.

Ishigami observó el pequeño edificio que tenía a su derecha. Desde su posición veía el cartel exterior con la inscripción «Gráficas Hikari S. L.». Se trataba de la empresa de Kuniaki Kudo.

No le había costado demasiado dar con él. El detective Kusanagi le había proporcionado las dos pistas necesarias para ello: que se apellidaba Kudo y que regentaba una imprenta. A partir de ahí, se había puesto a buscar en Internet y había encontrado una página en la que se ofrecía un listado de enlaces con las empresas de artes gráficas del país. Tras ello, había ido averiguando, una por una, todas la que estaban en Tokio y sólo había encontrado una cuyo director se apellidara Kudo: «Gráficas Hikari».

Ese día, al salir de clase, se había dirigido directamente a la agencia de alquiler de vehículos para llevarse el coche que había reservado de antemano. Luego se había trasladado hasta allí.

Por supuesto, alquilar un coche tenía sus riesgos. Con ello se generaban pruebas de todo tipo. Pero, tras sopesar los pros y los contras, se había arriesgado.

Cuando el reloj digital del salpicadero indicaba las 17:50, un grupo de hombres y mujeres salió por la puerta principal del edificio. Ishigami se tensó al comprobar que uno de ellos era Kuniaki Kudo.

Tendió la mano hasta la cámara digital que tenía en el asiento del copiloto. La encendió y miró por el visor. Ajustó el enfoque en Kudo y acercó la imagen con el zoom.

Kudo llevaba, como siempre, una indumentaria impecable. A Ishigami le resultaba difícil imaginar siquiera dónde se podía comprar esa ropa. ¿Aquél era el tipo que le gustaba a Yasuko? Y tal vez no sólo a ella. Pensó que, si a la mayoría de las mujeres de este mundo les dieran a elegir ineludiblemente entre uno de los dos, o él o Kudo, sin duda elegirían a su competidor.

Embargado por los celos, pulsó el obturador. Había desactivado el flash para que no se disparara automáticamente. Aun así, Kudo salía perfecto en la pantalla. El sol estaba aún muy alto, de modo que el entorno seguía bien iluminado.

Kudo se dirigió a la parte posterior del edificio. Ishigami ya había constatado que allí era donde se encontraba el aparcamiento. Esperó a que saliera el coche. Al poco apareció un Mercedes-Benz verde. Al ver que lo conducía Kudo, Ishigami arrancó su vehículo precipitadamente.

Condujo intentando no perder de vista la trasera del Mercedes. Pero, como no estaba acostumbrado a conducir, no le resultaba nada fácil. Se intercalaban otros coches entre ambos y temía perder de vista el Mercedes. Coordinar los cambios de los semáforos le resultaba especialmente engorroso. Pero, por suerte, Kudo conducía de modo muy prudente. Ni corría demasiado ni se saltaba los semáforos en ámbar.

Tanto era así que, al poco tiempo, más que perderlo de vista empezó a preocuparle que Kudo pudiera descubrirlo por acercarse demasiado. Pero no por eso iba a abandonar la persecución. Ishigami ya contaba con la posibilidad de ser descubierto.

De vez en cuando echaba un vistazo al GPS, pues no conocía bien la zona. El Mercedes parecía dirigirse hacia el barrio de Shinagawa.

El tráfico se fue haciendo más denso y cada vez le resultaba más difícil seguir a Kudo. En un momento de descuido, un camión se coló delante de él y perdió de vista el Mercedes. Para más inri, mientras dudaba si cambiar de carril, el semáforo se puso en rojo. El primer vehículo que se detuvo en la línea del semáforo fue el camión que tenía delante. O sea, el Mercedes había pasado y él se había quedado allí.

Chasqueó la lengua, contrariado.

Sin embargo, al poco de reanudar la marcha comprobó que, en el siguiente semáforo, había un Mercedes-Benz cuyo intermitente derecho indicaba que iba a girar. Era el coche de Kudo.

A la derecha había un hotel. Al parecer, Kudo iba a entrar en él. Esta vez Ishigami no vaciló y fue directamente tras el Mercedes. Puede que resultara sospechoso, pero ya no podía echarse atrás.

Cuando el semáforo que permitía girar a la derecha cambió a verde, el Mercedes se puso en marcha. Ishigami lo siguió de cerca. Una vez superada la entrada principal del hotel, había una rampa que conducía al subsuelo. Debía de ser el aparcamiento subterráneo. Ishigami metió su vehículo detrás del Mercedes.

En el momento de tomar el ticket de la entrada, Kudo se volvió levemente hacia atrás. Ishigami bajó la cabeza. ¿Lo había descubierto?

El garaje estaba semivacío. El Mercedes aparcó cerca de la entrada al hotel. Ishigami dejó su vehículo en una plaza bastante más lejos. Apagó el motor y tomó la cámara. Enfocó el Mercedes.

Kudo se apeó mientras Ishigami tomaba una instantánea, y miró hacia el lugar en que se encontraba el matemático. Efectivamente, parecía sospechar algo. Ishigami bajó aún más la cabeza. Pero Kudo siguió hacia la entrada al hotel. Tras comprobar que había desaparecido, Ishigami puso en marcha el coche.

«Supongo que, por ahora, bastará con estas dos fotos», se dijo.

Permaneció tan poco tiempo en el garaje del hotel que, al pasar por la barrera de salida, no tuvo que abonar nada. Maniobrando con precaución, ascendió lentamente por la estrecha rampa.

Mientras tanto, pensaba en el texto más adecuado para acompañar a ese par de fotografías. Su cabeza iba elaborando lo siguiente: «Como podrás comprobar por las fotos que te adjunto, sé perfectamente quién es ese hombre con el que te ves tan a menudo. Me gustaría preguntarte qué significa para ti. Consideraría un gravísimo ultraje que la relación que mantienes con ese hombre fuera amorosa. ¿Eres consciente de lo que yo he sido capaz de hacer por ti? Eso me da derecho a ordenártelo: rompe inmediatamente con él. De lo contrario, descargaré mi ira sobre él. Hoy por hoy, hacer que tuviera el mismo final que Togashi me resultaría muy sencillo. Estoy resuelto a ello y, además, cuento con los medios para hacerlo. Permíteme que te lo repita: no consentiré que mantengas una relación con ese hombre. No toleraré semejante traición. Y tomaré serias represalias».

Ishigami murmuró en su interior aquellas palabras de advertencia. Intentaba averiguar si la amenaza que contenía resultaría efectiva.

El semáforo se había puesto verde e Ishigami se disponía ya a salir del hotel cuando de pronto la vio. Él abrió los ojos como platos: Yasuko Hanaoka entraba en el hotel desde la acera.