6

Aquel día, como de costumbre, la asistencia a clase era escasa. Si se apretaban, en aquella aula cabrían unas cien personas, pero en ese momento, redondeando al alza, habría sentadas unas veinte. Además, la mayoría de los estudiantes se habían situado en los asientos del fondo con la presumible intención de abandonar el aula nada más pasar el control de asistencia, o para dedicarse tranquilamente a tareas ajenas al contenido de la asignatura.

En particular, escaseaban los aspirantes a seguir el camino de las matemáticas. Casi podría decirse que Ishigami era el único. Y es que esa asignatura, en la que se explicaba el trasfondo histórico de la física aplicada, no gozaba de ninguna popularidad entre los estudiantes.

Al propio Ishigami tampoco le interesaba especialmente, pero aun así, siguiendo su costumbre, se había sentado en el segundo asiento, empezando por la izquierda, de la primera fila. En todas las clases se sentaba siempre en ese sitio o en otro próximo a él. El hecho de que no lo hiciera en el centro se debía a su interés en obtener una visión lo más objetiva posible de las explicaciones del profesor. Era consciente de que, por muy docto y excelso que fuera el catedrático de turno, no todo lo que dijera iba a ser siempre correcto.

Por lo general se sentaba solo, pero ese día había otro estudiante detrás de él. Ishigami no se percató de ello, ya que tenía algo que hacer hasta la llegada del profesor. Sacó su cuaderno y se puso a bregar con un problema.

—¿Tú también eres seguidor de Erdos?

Ishigami no se dio cuenta de que la pregunta iba dirigida a él. Tras un instante, levantó la cabeza del cuaderno para saber quién había pronunciado el nombre de Erdos. Entonces se volvió hacia atrás.

El chico que estaba sentado a su espalda tenía las manos apoyadas en las mejillas, una larga melena le caía hasta los hombros y llevaba la pechera de la camisa desabrochada. En su cuello lucía un collar dorado.

Su cara le resultó familiar. Era un estudiante de Física.

Pensó que era imposible que ese chico de pelo largo se hubiese dirigido a él, pero el muchacho, aún con las manos en las mejillas, dijo:

—El lápiz y el papel tienen sus limitaciones. No digo que no tenga sentido intentarlo, pero…

Ishigami se sorprendió al comprobar que se trataba de la misma voz.

—¿Sabes lo que estoy haciendo? —le preguntó.

—Bueno, lo he visto de refilón. No es que te estuviera espiando, ¿eh? —repuso el otro, señalando con el dedo el pupitre de Ishigami.

Éste volvió la mirada hacia su cuaderno. Había fórmulas escritas, pero se trataba de una pequeña parte del desarrollo que estaba efectuando, y sólo iba por la mitad. Que con una mirada el chico de la melena hubiera sido capaz de saber qué estaba intentando resolver, significaba que ya se había enfrentado antes a ese problema.

—¿Tú también has intentado hacerlo? —le preguntó Ishigami.

El chico apartó por fin las manos de las mejillas y esbozó una media sonrisa.

—Yo soy partidario de no hacer nada que no sea necesario. A fin de cuentas, soy físico. Me limito a usar los teoremas que elaboráis los matemáticos. Las demostraciones os las dejamos a vosotros.

—Ya, pero esto sí que te interesó, ¿eh? —replicó Ishigami tomando el cuaderno.

—Porque ya está demostrado. No hay nada de malo en saber que algo ya ha sido demostrado, ¿no crees? —Lo miró a los ojos y prosiguió—: El teorema de los cuatro colores ya ha sido demostrado. Sabemos que cualquier mapa puede ser coloreado en todas sus regiones usando sólo cuatro colores diferentes.

—Cualquiera, no.

—Bueno, vale, siempre que se trate de un mapa diseñado sobre plano o sobre superficie esférica.

Aquél era uno de los teoremas más famosos del mundo de las matemáticas. Enunciado por primera vez por Arthur Cayley en 1879, consistía en determinar si, utilizando sólo cuatro colores, un mapa político trazado sobre un plano o una esfera podía ser coloreado sin que quedaran regiones adyacentes del mismo color y, en consecuencia, los países siempre resultasen claramente diferenciables. Bastaba con demostrar que aquello era posible, o con diseñar un mapa en que se apreciara que resultaba imposible, pero se necesitaron casi cien años para hacerlo. En 1976 lo consiguieron dos expertos matemáticos de la Universidad de Illinois, Kenneth Appel y Wolfgang Haken, quienes, con la ayuda de un ordenador, constataron que todas las variantes de mapas resultaban subsumibles en unos cien modelos básicos y demostraron que todos se podían colorear usando cuatro colores.

—Yo no creo que eso sea una demostración plena —dijo Ishigami.

—Lo suponía. Por eso intentas resolverlo a base de papel y lápiz.

—El tamaño de la demostración que llevó a cabo esa gente es tan enorme que resulta imposible de corroborar por un humano sin ayuda tecnológica. Por eso precisamente tuvieron que usar un ordenador, pero, por la misma razón, tampoco existe forma de constatar a ciencia cierta si su demostración es correcta. Si también para verificarlo se necesita usar un ordenador, entonces no se trata de auténticas matemáticas.

—Lo que suponía: eres erdosiano hasta la médula —respondió el chico de la melena con una sonrisa.

Paul Erdos era un matemático húngaro famoso por haber viajado por el mundo llevando a cabo investigaciones conjuntas con matemáticos de todas partes. Estaba convencido de que todo buen teorema tenía siempre su demostración clara y sencilla, una demostración provista de belleza natural. Respecto al teorema de los cuatro colores, decía también que la demostración de Appel y Haken debía ser cierta, pero desde luego no era nada bonita.

El chico del pelo largo había sabido captar la verdadera naturaleza de Ishigami: era claramente un erdosiano.

—Ayer fui a ver al profesor para comentarle uno de los problemas del examen de análisis de control numérico —dijo el chico cambiando de tema—. No es que hubiera un error en el planteamiento del problema, pero la respuesta que salía no quedaba muy fina. Total, que se trataba de un error de impresión, tal como yo suponía. Pero mi sorpresa vino cuando el profesor me contó que otro alumno había ido a preguntarle lo mismo. Para ser franco, me dio cierta rabia. Y yo que creía haber sido el único en detectar el fallo…

—Bueno, una nimiedad como ésa… —Ishigami prefirió no seguir y se mordió la lengua.

—Una nimiedad como ésa es natural que se detecte si quien está resolviendo el problema es el tal Ishigami. Sí, eso fue también lo que dijo el profesor. En fin, está claro que siempre hay alguien por encima de uno. Entonces me di cuenta de que yo no estaba hecho para las matemáticas.

—Bueno, ya has comentado antes que eras de Física.

—Me llamo Yukawa. Encantado —dijo el otro tendiéndole la mano.

Ishigami se la estrechó mientras se sorprendía a sí mismo pensando en lo raro que era ese tipo. Hasta entonces, siempre había pensado que el raro era él.

Su relación con Yukawa no se afianzó como una estrecha amistad, pero cuando se encontraban siempre intercambiaban unas palabras. Él era bastante erudito y sabía de muchas otras materias, no sólo de física y matemáticas. También estaba muy versado en cosas que a Ishigami, en su fuero interno, siempre le habían parecido tonterías, como la literatura o las artes escénicas. Sin embargo, desconocía el grado de profundidad de sus conocimientos. Por un lado, porque carecía de criterio suficiente para enjuiciarlos, y por el otro, porque, tal vez consciente de que Ishigami sólo mostraba interés por las matemáticas, Yukawa pronto dejó de sacar temas de conversación que no guardaran relación con sus respectivas especialidades.

Aun así, Yukawa era para Ishigami el primer compañero con quien podía conversar desde que había entrado en la universidad, y un personaje capaz.

Pronto dejaron de verse, pues los distintos caminos de la física y las matemáticas los separaron. Una vez alcanzadas determinadas calificaciones, a los alumnos les estaba permitido cambiar de especialidad, pero ninguno de los dos se lo planteó nunca. Ishigami consideraba que ésa era precisamente la respuesta correcta para ambos. Cada uno había elegido la especialidad más adecuada. Ambos tenían en común su ambición por intentar construir el mundo mediante teorías, pero sus métodos de aproximación eran absolutamente opuestos. Mientras Ishigami quería lograrlo a base de apilar bloques y más bloques de fórmulas matemáticas, Yukawa comenzaba emprendiendo una labor de observación para, a partir de ahí, sacar a la luz las incógnitas que luego se dedicaba a resolver. A Ishigami le gustaban las simulaciones. A Yukawa le motivaban más los experimentos.

Apenas se veían, pero a oídos de Ishigami llegaban a veces rumores sobre Yukawa. En el otoño de segundo año de posgrado, cuando supo que una empresa norteamericana se interesaba por la adquisición del «engranaje de campo magnético» que Yukawa había ideado, Ishigami reconoció que lo admiraba.

Le perdió la pista tras acabar el posgrado, pues él mismo había abandonado la universidad. Y así, sin verse, habían pasado más de veinte años.

—Sigues igual, ¿eh? —exclamó Yukawa al entrar en el apartamento y mirar las estanterías abarrotadas de libros.

—¿A qué te refieres?

—A que sigues viviendo por y para las matemáticas. Ni siquiera entre los matemáticos de nuestra universidad creo que haya ninguno que tenga tantos libros de su especialidad en casa.

Ishigami no respondió. Pero en las estanterías no había sólo libros sobre matemáticas, sino también archivadores que contenían documentación de sociedades académicas y grupos de investigación de varios países. La mayoría la había obtenido a través de Internet, pero, aun así, estaba convencido de que él estaba más al día, en todo lo relacionado con el mundillo matemático actual, que cualquier investigador de medio pelo.

—Bueno, siéntate. Voy a preparar un café…

—Un café no estaría mal, pero por si acaso he traído esto —dijo Yukawa al tiempo que, de la bolsa de papel que llevaba en la mano, extraía una caja de cartón. Contenía una botella de una buena marca de sake.

—¡Vaya! No tenías que haberte molestado…

—Con el tiempo que hacía que no nos veíamos, no iba a venir con las manos vacías, ¿no?

—Gracias. Bueno, entonces voy a pedir sushi para acompañarlo. Supongo que no habrás cenado todavía, ¿no?

—Anda, ahora eres tú el que no tiene que molestarse…

—No, si es que yo tampoco he cenado aún.

Cogió el teléfono supletorio y abrió la carpeta que tenía preparada para las ocasiones en que pedía comida a domicilio. Al leer el listado de platos del restaurante de sushi, vaciló un poco, porque él siempre pedía el surtido de sushi normal.

Finalmente llamó y pidió el surtido de sushi supremo y también una ración de sashimi. Mientras tomaba nota del pedido, el empleado se mostró algo sorprendido de que esa vez no encargara lo de siempre. Ishigami se preguntó cuántos años haría que no recibía una visita interesante.

—Menuda sorpresa. Quién iba a imaginar que vendrías a verme —dijo sentándose.

—Es que me enteré por casualidad, a través de un amigo, de que vivías aquí y quise pasar a saludarte.

—¿Un amigo? No imagino quién.

—Bueno, es una historia un tanto rara… —Yukawa se frotó la nariz con el dedo, como si le costara explicarse—. Un día vino a verte un detective de la Jefatura de Policía, ¿verdad? Uno que se llama Kusanagi.

—¿Un detective? —Ishigami se sobresaltó, pero intentó que no se le notara. Volvió a mirar a su antiguo amigo de la universidad. ¿Sabría algo?

—Sí, es que ese detective era compañero mío en la universidad.

Aquellas palabras lo pillaron por sorpresa.

—¿«Compañero»?

—Sí, en la sección de bádminton. Ahí donde lo ves, él también se graduó en la misma universidad que nosotros. Aunque en la Facultad de Ciencias Sociales, pero…

—Ah… Así que fue por eso… —La intranquilidad que empezaba a expandirse por el pecho de Ishigami se desvaneció—. Claro, ahora que lo dices, recuerdo que se fijó mucho en un sobre que me había llegado de la facultad. Así que por eso se interesaba tanto en lo de la Universidad de Teito. Pues la verdad, ya podía habérmelo dicho en aquel momento…

—Para él, los graduados en Ciencias de la Universidad de Teito no somos ni compañeros de curso ni nada. Piensa que somos de otra raza.

Ishigami asintió. A él le ocurriría lo mismo. Se sintió extraño al pensar que una persona que había asistido a la misma universidad y en la misma época que él, era ahora policía.

—Kusanagi me dijo que ahora enseñabas matemáticas en un instituto —añadió Yukawa mirándolo directamente a los ojos.

—En uno que está por aquí.

—Pues sí.

—¿Y tú? Estarás en la universidad, ¿no?

—Sí. En el laboratorio trece —dijo Yukawa con llaneza. A Ishigami le pareció que no estaba actuando, que lo había dicho sin intención de jactarse.

—¿Catedrático?

—No, aún deambulo unos peldaños por debajo de la cátedra. Por arriba está todo atascado —explicó con despreocupación.

—Vaya. Pues yo creía que, como inventor del «engranaje de campo magnético», a estas alturas serías catedrático.

Yukawa se echó a reír y se frotó la cara.

—Debes de ser el único que aún recuerda ese nombre. Al final no se le encontró aplicación práctica, así que todo quedó en una mera elucubración teórica. —Mientras lo decía, empezó a destapar la botella de sake.

Ishigami se puso en pie y sacó dos vasos de la estantería.

—Pero bueno, ¿y tú? ¿Qué ha sido de Ishigami el Buda? Pensaba que te habrías quedado de catedrático en alguna universidad y ahora estarías intentando resolver la conjetura de Riemann o algo por el estilo —dijo Yukawa—. O que tal vez estarías por ahí, emulando a Erdos y dándotelas de matemático vagabundo.

—No, nada de eso —dijo Ishigami soltando un leve suspiro.

—Bueno, sea como sea, brindemos. —Yukawa no indagó más y empezó a verter el sake en los vasos.

Por supuesto, Ishigami también quería consagrar su vida a la investigación matemática. Al igual que Yukawa, tras terminar el posgrado había decidido quedarse en la universidad e iniciar el doctorado.

No lo logró porque había tenido que ocuparse de sus padres. Ambos eran enfermos crónicos y de edad muy avanzada.

Aunque podía compatibilizar la investigación en el posgrado con sus trabajos a tiempo parcial, con ello no le alcanzaba para atender los gastos cotidianos de sus padres.

En aquella época, un catedrático le había hablado de una nueva universidad en la que necesitaban profesores adjuntos. El centro en cuestión quedaba a una distancia razonable de su casa y creyó que allí podría continuar con sus investigaciones matemáticas, así que decidió hacer caso al profesor y entrar en ella. Pero aquello acabó por poner su vida patas arriba.

En la nueva universidad no pudo hacer nada que se asemejara siquiera a la investigación. Los catedráticos no pensaban más que en sus batallitas de poder y en protegerse a sí mismos de las andanadas rivales. Ninguno tenía intención de formar a investigadores de categoría, ni ambición de llevar a cabo proyectos de investigación de los que marcan época. Los trabajos de investigación que Ishigami había conseguido terminar, a fuerza de sufrimiento y perseverancia, dormían el sueño de los justos en el cajón de la mesa del catedrático. Para colmo, el nivel de los estudiantes era tan bajo que Ishigami tenía que malgastar su tiempo en atender a muchos de ellos, que ni siquiera sabían las matemáticas del instituto. Además, para el esfuerzo que se le exigía, el sueldo era exasperantemente bajo.

Intentó recolocarse en otras universidades, pero sin éxito. Para empezar, eran pocas las que contaban con departamento de Matemáticas y, aun cuando lo tuvieran, su presupuesto era tan bajo que no contaban con margen suficiente para contratar a un ayudante. No era como en las facultades de Ingeniería, en las que a menudo hay empresas que financian los proyectos.

Estaba obligado a dar un giro a su vida. Así pues, decidió utilizar el certificado de aptitud pedagógica obtenido en su época universitaria como medio para ganarse la vida, al tiempo que renunciaba a sus sueños de convertirse en investigador matemático.

No le importó contarle todo eso a Yukawa. Qué más daba… A fin de cuentas, seguramente todos los académicos que en algún momento se habían visto obligados a renunciar al camino de la investigación, lo habrían hecho por causas parecidas. En ese sentido, Ishigami era consciente de que su caso no era nada especial.

Llegó el pedido con el sushi y el sashimi. Con la comida, bebieron más sake. Cuando acabaron con la botella, Ishigami sacó whisky. Él no solía beberlo, pero en algunas ocasiones, como cuando conseguía dar con la solución de alguno de los enrevesados problemas matemáticos a los que solía enfrentarse, le gustaba beber un poco, sorbo a sorbo, para despejar la cabeza tras el esfuerzo.

Tampoco es que la conversación fuera excitante, pero a Ishigami le resultó muy grato hablar de matemáticas entremezclando los recuerdos de su época en la universidad. Y volvió a ser consciente de que llevaba mucho tiempo perdiéndose momentos agradables como ése. De hecho, puede que fuera el primero desde que saliera de la universidad. Mirando a Yukawa, pensó que ese hombre era el único capaz de comprenderle, y tal vez también el único al que podía tratar de igual a igual.

—Ah, se me olvidaba —dijo Yukawa de improviso mientras sacaba de la bolsa de papel un sobre grande marrón, que puso ante los ojos de Ishigami.

—¿Y esto qué es?

—Tú mira qué hay dentro —contestó Yukawa esbozando una sonrisa.

El sobre contenía varios folios atiborrados de fórmulas matemáticas. En cuanto ojeó el primero de ellos, Ishigami supo de qué se trataba.

—¿Estás intentando refutar la conjetura de Riemann?

—Ja, lo has pillado a la primera.

De la conjetura de Riemann se dice que es una de las cuestiones más difíciles de las matemáticas modernas. Para resolverla, bastaría con demostrar que la hipótesis lanzada en su día por el matemático Riemann es cierta, pero nadie lo ha conseguido hasta ahora.

Aquel trabajo de investigación intentaba demostrar que la hipótesis de Riemann no era cierta. Por supuesto, Ishigami sabía que había matemáticos trabajando en ella por todo el mundo, así como que, hasta la fecha, nadie había sido capaz de demostrar su falsedad.

—Esta tesis me la dejó fotocopiar un catedrático de Matemáticas, porque todavía no ha sido publicada en ningún sitio. La conjetura no se ha refutado, pero parece que la cosa va por buen camino —dijo Yukawa.

—¿Habéis probado que la hipótesis de Riemann no es cierta?

—Bueno, como digo, la cosa va por buen camino. Si la hipótesis es cierta, entonces esta tesis tiene algún fallo.

Yukawa tenía la mirada del pícaro que está repasando la jugarreta que acaba de pergeñar, para averiguar si le va a salir bien o mal. De pronto, Ishigami comprendió lo que realmente pretendía: lo estaba desafiando. Y, de paso, quería averiguar hasta qué punto el Buda había perdido energía en esos años.

—¿Puedo echar un vistazo?

—Claro, para eso la he traído.

Ishigami examinó la tesis. Luego se puso en pie y fue a su escritorio. Sacó unos cuantos folios, los puso a un lado y cogió el bolígrafo.

—Por supuesto, conoces la cuestión de las complejidades, ¿verdad? —dijo Yukawa a su espalda.

Ishigami se volvió.

—Se trata de saber si, ante un problema matemático, resulta más sencillo encontrar la respuesta por ti mismo o comprobar si la hallada por otro es correcta. Eso, o determinar cuál es la diferencia entre el grado de dificultad de ambas posibilidades. Es uno de los problemas a cuya solución ha ofrecido un importante premio en metálico el prestigioso Clay Mathematics Institute.

—Cómo no ibas a saberlo… —Yukawa rio, alzó su vaso y lo inclinó hacia Ishigami en señal de reconocimiento, como si brindara con él a distancia.

Ishigami recobró su posición en el escritorio.

Para él, las matemáticas se asemejaban a la búsqueda de un tesoro. Lo primero era determinar en qué punto empezar a cavar e idear una ruta que pudiera conducir hasta el mismo. Luego, siguiendo el plan establecido, se iban ensamblando fórmulas para obtener indicios que indicaran la posición del tesoro. Si eso no funcionaba, porque por esa vía no se conseguía ninguna pista, había que cambiar de ruta. De este modo, con constancia, tenacidad y paciencia, pero también con atrevimiento, se podía llegar hasta ese tesoro nunca hallado por nadie o, lo que es lo mismo, hasta la respuesta correcta.

Siguiendo con esta metáfora, podría pensarse que verificar la solución obtenida por otro es lo más fácil, pues se trata sólo de volver a recorrer la ruta trazada por él. Pero lo cierto es que no es así. A veces, como cuando uno sigue una ruta equivocada y llega hasta un tesoro falso, resulta más difícil demostrar que ese tesoro es una falsificación que buscar el auténtico. De ahí que se planteen extravagantes cuestiones como la de las complejidades.

Ishigami se olvidó del tiempo. Su espíritu combativo y sus ansias de búsqueda, unidos a su orgullo, lo habían enardecido. Sus ojos no se separaron ni un instante de las fórmulas matemáticas y sus neuronas se centraron únicamente en manipularlas.

De golpe, Ishigami se puso en pie. Cogió la tesis en su mano y se dio la vuelta. Yukawa estaba dormido, acurrucado con el abrigo por encima a modo de manta. El matemático le sacudió el hombro con suavidad.

—Levanta, ya lo tengo.

Yukawa se incorporó lentamente con ojos somnolientos. Se frotó la cara y miró a Ishigami.

—¿Qué?

—Lo he resuelto. Es una lástima, pero en el intento de refutación hay un fallo. Es un ensayo interesante, pero hay un error de base en cuanto a la distribución de los números primos…

—Espera un momento —dijo Yukawa levantando una mano—. ¿Cómo pretendes que entienda la compleja explicación que estás a punto de endilgarme si acabo de despertarme? Es más, me costaría entenderla aunque tuviera la cabeza completamente despejada. La verdad, hace tiempo que dejé de interesarme por cosas como la hipótesis de Riemann. La he traído simplemente porque creí que te interesaría.

—Pero ¿no dijiste que estabais en el buen camino?

—Sólo estaba repitiendo lo que me contó el catedrático que me prestó la tesis. Lo cierto es que él sabe que hay un error en la refutación y por eso no llegó a publicarla.

—¿Quieres decir que no te extraña que yo también lo haya descubierto? —repuso Ishigami, decepcionado.

—¡Qué va! ¡Lo tuyo es increíble! El catedrático me dijo que ni siquiera un matemático de alto nivel sería capaz de descubrir el error en el acto. —Yukawa miró su reloj de pulsera—. ¡Lo has desentrañado en sólo seis horas! ¡Alucinante!

—¿Seis horas? —Ishigami miró por la ventana. Ya empezaba a clarear. El reloj marcaba casi las cinco.

—Sigues igual, ¿eh? Me tranquiliza saberlo —dijo Yukawa—. Ishigami el Buda continúa vivo e igual de fuerte que siempre. Sabes, eso es lo que pensaba mientras te veía trabajando reconcentrado en tu mesa.

—Lo siento. Se me había olvidado que estabas aquí.

—No pasa nada. Tal vez deberías dormir un poco. Supongo que hoy también tendrás que ir al colegio, ¿no?

—Tienes razón. Pero no creo que pueda dormir con lo excitado que estoy. Hacía tiempo que no me concentraba tanto. Muchas gracias. —Ishigami le tendió la mano.

—Me alegro de haber venido —dijo Yukawa, estrechándosela.

Hasta las siete durmió un poco. Tal vez fuera porque su mente estaba agotada, o tal vez por la intensa satisfacción espiritual que había experimentado, pero lo cierto es que durante ese corto lapso durmió profundamente. Al despertar, su cabeza estaba más despejada que de costumbre.

Mientras Ishigami se preparaba para marcharse, Yukawa dijo:

—Qué pronto sale la vecina, ¿no?

—¿La vecina?

—Hace un rato la he oído salir. Serían poco más de las seis y media.

Eso significaba que Yukawa estaba despierto a esa hora.

Cuando Ishigami iba a responder, Yukawa añadió:

—Según Kusanagi, ese detective que te mencioné, tu vecina podría ser sospechosa. Por eso vino a preguntarte.

Ishigami intentó mantener la calma y se puso la americana.

—¿Es que te cuenta detalles de los casos que lleva?

—Bueno, a veces. Se pasa de vez en cuando por mi trabajo, refunfuña un rato y luego se va.

—¿Y de qué va el caso? El tal detective… ¿Kusanagi? A mí no me explicó casi nada…

—Parece que asesinaron a un hombre. El exmarido de tu vecina.

—¿En serio? —dijo Ishigami manteniendo el rostro inexpresivo.

—¿Tienes relación con ella? —preguntó Yukawa.

Ishigami reflexionó. A juzgar por el tono, su amigo no parecía haberlo preguntado con ninguna intención especial, así que tal vez podía ignorar la pregunta como quien no quiere la cosa. Pero Yukawa y el detective eran amigos. Por tanto, era muy probable que, cuando se vieran, Yukawa le contara que había estado allí de visita. Así pues, debía contestar algo.

—Bueno, relación no es que tenga mucha, pero sí que la veo en la tienda de bento donde ella, que se llama Hanaoka, trabaja. Ahora que lo pienso, se me pasó comentárselo al detective Kusanagi…

—Mmm… Una tienda de bento, ¿eh? —asintió Yukawa.

—No es que vaya a comprar allí porque trabaje la vecina, es sólo que se trata de la tienda en que suelo comprar mi almuerzo. Como está cerca del instituto…

—¿Ah, sí? Pero bueno, de todos modos supongo que no te resultará agradable que una conocida esté siendo investigada como sospechosa de un crimen.

—Para serte franco, me da igual. No me incumbe.

—Eso también es verdad.

Yukawa no parecía sospechar nada.

A las siete y media ambos salieron del apartamento. Yukawa no se dirigió hacia la estación de Morishita, que era la más próxima, sino que quiso acompañar a Ishigami hasta cerca de su instituto. Adujo que de ese modo podía volver haciendo menos transbordos.

Yukawa ya no volvió a hablar del caso ni de Yasuko Hanaoka. Antes, Ishigami había llegado incluso a pensar que a Yukawa podía haberlo enviado Kusanagi para sonsacarle, pero parecía que no, que simplemente le daba demasiadas vueltas a la cabeza. Para empezar, no había ninguna razón por la que Kusanagi quisiera llegar hasta ese extremo para investigarlo.

—Es un trayecto muy interesante para ir al trabajo —comentó Yukawa cuando, tras haber pasado por debajo del puente de Shin-Ohashi, enfilaban la ribera del río Sumida. Tal vez lo había dicho burlonamente por la hilera de chabolas y casuchas de vagabundos que allí había.

El hombre del cabello entrecano recogido en una coleta estaba tendiendo la colada. Algo más adelante, el que Ishigami había apodado Hombre Lata se encontraba, como siempre, aplastando unas latas vacías.

—Es siempre la misma escena —dijo Ishigami—. En este último mes no ha cambiado absolutamente nada. Todos llevan su ritmo de vida con la precisión y la puntualidad de un reloj.

—Es lo que le pasa a la gente cuando se libra del reloj: acaba viviendo con tiempos más rígidos que antes.

—Así es.

Subieron por la escalera antes de llegar al puente de Kiyosu. Justo al lado había un edificio de oficinas. Al ver sus figuras reflejadas en la puerta de cristal, Ishigami ladeó ligeramente la cabeza.

—Hay que ver lo bien que te conservas, ¿eh, Yukawa? Se te ve muy joven, sigues teniendo abundante pelo… Menuda diferencia conmigo.

—Qué va, si he perdido un montón. Y la cabeza que hay bajo el pelo ya no me funciona como antes, ni de lejos.

—Anda ya, tampoco te pases.

A pesar del tono jocoso y distendido, Ishigami se sentía tenso. Si seguían así, al final Yukawa iba a acompañarle hasta Bententei. Y le preocupaba que, en tal caso, ese genio de la física, con la aguda capacidad de observación que le caracterizaba, acabara intuyendo su relación con Yasuko Hanaoka. Tampoco podía descartarse que ella se mostrara discreta si lo veía entrar en la tienda con un desconocido.

Cuando el cartel del establecimiento empezó a vislumbrarse, Ishigami dijo:

—Aquélla es la tienda de la que te hablé antes.

—Mmm… Bententei. Un nombre muy interesante.

—Hoy también voy a entrar a comprar el almuerzo.

—¿Sí? Bueno, en tal caso yo me despido aquí —dijo Yukawa deteniendo su paso.

A Ishigami le sorprendió, pero a la vez se sintió aliviado por esa decisión de Yukawa.

—Lamento no haberte atendido mejor.

—Tonterías. Lo he pasado muy bien —dijo Yukawa con una amplia sonrisa—. ¿No te apetecería volver a la universidad a investigar?

Ishigami negó con la cabeza.

—¿Para qué? Lo que haría en la universidad, también puedo hacerlo solo. Además, a mi edad, no habría ninguna universidad dispuesta a acogerme.

—No creo que sea así, pero, de todos modos, tampoco voy a presionarte. Cuídate mucho, ¿eh?

—Tú también.

—Me ha alegrado mucho verte de nuevo.

Tras estrecharse la mano, Ishigami observó a Yukawa mientras éste se alejaba. No es que fuera de esos que, apesadumbrados por una despedida, la alargan innecesariamente. Era sólo que no quería que Yukawa lo viera entrar en Bententei.

Cuando la figura de su amigo se hubo desvanecido en la distancia, giró sobre los talones y se encaminó hacia la tienda.