De la caja cuadrada salía una barra vertical de unos treinta centímetros de longitud. Había insertado en ella un aro de unos cuantos centímetros de diámetro que estaba apoyado en el fondo de la caja. Parecía uno de esos juegos infantiles que consisten en lanzar anillas para intentar ensartarlas en un palo. Lo único distinto era que la caja tenía un interruptor y de ella salía un cable.
—¿Para qué servirá esto? —dijo Kusanagi mirando el artilugio con curiosidad.
—Será mejor no tocarlo —le advirtió Kishitani.
—No pasa nada. Seguro que si fuera peligroso, este tío no lo habría dejado ahí tirado.
Kusanagi pulsó el interruptor. Al hacerlo, el aro que estaba insertado en la barra comenzó a levitar de repente. El policía se sobresaltó e, instintivamente, dio un paso atrás. El aro vibraba y seguía levitando.
—Prueba a empujarlo hacia abajo —dijo una voz detrás de ellos.
Kusanagi se volvió y vio que se trataba de Yukawa, quien, cargado con varios libros y carpetas, se disponía a entrar en la habitación.
—Hola. ¿Estabas en clase? —Mientras lo decía, Kusanagi intentó empujar el aro hacia abajo con la punta de los dedos, tal como le había dicho Yukawa. Pero antes de que pasara un segundo ya había retirado la mano—. ¡Eh! ¡Cómo quema!
—Tienes razón. No suelo dejar por ahí los artilugios peligrosos, salvo que tenga previsto que vaya a tocarlos alguien con unos conocimientos mínimos de ciencias. —Yukawa se acercó y apagó el artilugio pulsando el interruptor—. Esto es un cacharro para realizar experimentos de física del nivel de un instituto.
—Yo es que en el instituto no elegí física… —dijo Kusanagi, soplándose los dedos. A su lado, Kishitani intentaba contener la risa.
—¿Y tu amigo? Su cara no me suena —preguntó Yukawa mirando a Kishitani.
Kishitani adoptó una expresión seria, se puso en pie e inclinó la cabeza para presentarse.
—Me llamo Kishitani y soy compañero de trabajo de Kusanagi. He oído hablar mucho de usted, profesor Yukawa. Dicen que ha colaborado con las investigaciones de la policía en numerosas ocasiones. En nuestro departamento lo llaman Profesor Galileo.
Yukawa frunció el ceño e hizo un gesto de negación con la mano.
—No me llames así, por favor. Y que sepas que yo no colaboré en esas investigaciones por gusto. Sencillamente, me resultaba imposible quedarme de brazos cruzados ante la forma de pensar tan absolutamente ilógica que tiene este compañero tuyo. De modo que al final me involucré en aquello sin que nadie me lo pidiera. Ve con cuidado: si trabajas mucho tiempo con un tipo como éste, al final se te acabará contagiando su esclerosis de mollera…
Kishitani soltó una carcajada mientras Kusanagi lo fulminaba con la mirada.
—¿Dejamos ya de reírnos de mí, o qué? —dijo—. Además, tú mucho decir que no querías, que no querías, pero luego bien que disfrutabas intentando descifrar los interrogantes de aquellos casos.
—¿Qué yo disfrutaba? Si gracias a ti tuve que suspender casi todos los trabajos de investigación que tenía entonces en marcha. Eh, espera un momento. No irás a decirme ahora que hoy también vienes con otro rollo de los tuyos, ¿verdad?
—Tranquilo, que hoy no vengo con nada de eso. Simplemente estábamos por la zona y nos hemos acercado a saludar.
—Pues no sabes lo mucho que me alegra oír eso. —Yukawa se acercó al fregadero, llenó de agua el hervidor y lo puso a calentar en el hornillo de gas. Mientras echaba el consabido café instantáneo en una taza, añadió—: Por cierto, ¿ya habéis resuelto el asunto del cadáver que encontraron en Kyu-Edogawa?
—¿Y tú cómo sabes que somos nosotros los que nos ocupamos de ese caso?
—Basta con pensar un poco. Ten en cuenta que la noticia salió en todos los telediarios la misma noche que recibiste la llamada telefónica. Y, a juzgar por la cara que traes, no parece que la investigación vaya viento en popa. ¿Me equivoco?
Kusanagi puso cara de disgusto y se frotó la nariz con el dedo.
—Bueno, tampoco es que no hayamos avanzado nada. De hecho, ya han aparecido varios sospechosos. Estamos a punto de despegar.
—Ah… Sospechosos… —dijo Yukawa sin mostrar especial interés, como quien quiere desentenderse del asunto.
—Yo no estoy muy seguro de que la investigación marche en la dirección correcta —terció Kishitani—, pero…
—¿Ah, no? —Yukawa se volvió hacia él con una expresión de sorpresa e incertidumbre al mismo tiempo—. O sea, que tienes alguna objeción en lo que a vuestra línea de actuación se refiere.
—Yo no lo llamaría objeción; es sólo que…
—No hace falta que lo califiques —lo interrumpió Kusanagi con aspereza.
—Lo siento.
—Tampoco hace falta que te disculpes —dijo Yukawa—. Yo creo que lo ideal es que, sin dejar por ello de obedecer las órdenes, uno tenga también su propia opinión. Si no hubiera gente así, el mundo apenas avanzaría en su proceso de racionalización.
—Sí, claro…, como si las quejas de este tío contra la investigación tuvieran algo que ver con eso —masculló Kusanagi—. A éste lo único que le pasa es que se le ha despertado un inusitado interés por proteger precisamente a las personas que perseguimos.
—No es eso… —objetó Kishitani.
—A mí no me engañas —dijo Kusanagi—. Las dos te dan lástima: madre e hija. Y que conste que a mí tampoco me apetece nada sospechar de ellas, pero…
—Vaya, parece que la cosa está complicada —intervino Yukawa mirando alternativamente a los dos policías con una sonrisa burlona.
—No tiene nada de complicada. Resulta que el tipo al que encontramos muerto tenía una esposa con la que había roto hacía mucho tiempo, pero parece que, poco antes de que ocurrieran los hechos, él estuvo intentando averiguar el paradero de ella. De ahí que ahora tengamos que comprobar si la exesposa en cuestión cuenta con alguna coartada que la excluya como sospechosa. Nada más que eso.
—Ya veo. ¿Y la tiene?
—Bueno, pues en eso estamos. Sin embargo… —dijo Kusanagi rascándose la cabeza.
—Huy, huy, huy… Eso ha sonado fatal. —Yukawa se echó a reír al tiempo que se ponía en pie. El agua empezaba a hervir—. ¿Os pongo café a los dos?
—A mí sí, gracias —respondió Kishitani.
—A mí no —dijo Kusanagi—. En cuanto a lo de su coartada, hay algo que no termina de convencerme.
—Yo creo que es impensable que ellas mientan.
—Deja ya de decir cosas sin fundamento. Sabes que eso aún no hemos podido constatarlo.
—Pero si fuiste tú quien le dijo al jefe que era imposible realizar este tipo de comprobaciones en sitios como cines y restaurantes…
—Yo sólo le dije que era muy complicado, no que fuese imposible.
—Entiendo —intervino Yukasawa—. O sea, que la señora en cuestión aduce que a la hora en que se produjo el crimen ella se encontraba en un cine. —Cogió una taza de café para él y le tendió otra a Kishitani.
El detective le dio las gracias al tiempo que abría los ojos como platos al ver lo sucia que estaba la taza. Kusanagi hizo esfuerzos por contener la risa.
—Si su única coartada es lo del cine, va a resultar difícil de comprobar —añadió Yukawa sentándose en una silla.
—Pero es que luego también fueron al karaoke. Y eso sí que lo ha corroborado el empleado del establecimiento —dijo Kishitani en tono contundente.
—Ya, pero no por ello hay que desechar lo del cine. Ten en cuenta que también podrían haber ido al karaoke después de cometer el crimen —señaló Kusanagi.
—Las Hanaoka estuvieron en el cine sobre las siete o las ocho de la tarde. Por muy despoblada que fuera la zona en que se cometió el crimen, ésa no es la hora ideal para matar a nadie. Piensa que no sólo lo mataron, sino también lo desvistieron —dijo Kishitani.
—Yo lo veo igual, pero no estarán limpias hasta que hayamos descartado todas las posibilidades —repuso Kusanagi, y pensó: «Ni hasta que el testarudo de Mamiya quede plenamente convencido de ello».
—No sé muy bien de qué va todo esto, pero deduzco que la hora del crimen ya ha sido determinada, ¿no? —preguntó Yukawa.
—Según el informe de la autopsia, la muerte se produjo después de las seis de la tarde del día diez —respondió Kishitani.
—Cuando se habla con gente ajena al caso, no hay que irse tanto de la lengua —lo reconvino Kusanagi.
—Pero si el profesor ya ha colaborado con nosotros en otras investigaciones…
—Sí, pero sólo en casos relacionados con fenómenos paranormales, pseudocientíficos y demás. En éste no tiene sentido consultar a personas que no sean expertas en investigación policial.
—Ciertamente, soy lego en la materia —admitió Yukawa—. Sin embargo, no olvidéis que, ahora mismo, también soy el que os está ofreciendo este espacio para vuestra cháchara —añadió, y bebió un sorbo de café instantáneo.
—De acuerdo, ya nos vamos. —Kusanagi se puso de pie.
—¿Y qué hay de las propias interesadas? —preguntó Yukawa—. ¿No tienen ningún modo de probar que fueron al cine?
—Al parecer, conocen bien la película. Pero, claro, seguimos sin saber si realmente fueron a verla ese día y a esa hora.
—¿Y los resguardos de las entradas?
Kusanagi se volvió hacia Yukawa y lo miró a los ojos.
—Los tenían.
—Mmm… ¿Y de dónde los sacaron cuando te los enseñaron? —Las gafas de Yukawa emitieron un destello.
Kusanagi sonrió al tiempo que resoplaba brevemente por la nariz.
—Ya veo por dónde vas. Soy perfectamente consciente de que los resguardos de unas entradas de cine no son nada que uno guarde en su casa como si de un tesoro se tratase. Si Yasuko Hanaoka los hubiera sacado de un armario o algo así, soy el primero que habría sospechado.
—Deduzco entonces que no los sacó de un sitio así.
—Al principio creía que los había tirado. Pero luego dijo que tal vez los tuviera en alguna parte. Entonces se le ocurrió mirar dentro del programa que compraron en el cine, y resultó que estaban allí, entre sus hojas.
—De modo que en el programa, ¿eh? Bueno, no suena nada extraño… —Yukawa cruzó los brazos—. Y la fecha de los resguardos era la misma que la del día de los hechos, claro.
—Por supuesto. Pero eso tampoco prueba que realmente fueran al cine. Pudieron recoger los resguardos de una papelera o de cualquier otro sitio, e incluso pudieron comprar las entradas pero no entrar a ver la película.
—Bueno, pero en todo caso tendrían que haber ido al cine o a algún sitio cercano.
—Lo mismo pensamos nosotros. Así que esta mañana fuimos a investigar por la zona para ver si encontrábamos algún testigo. Pero resultó que la chica que ese día se encargaba de recoger las entradas hoy libraba, de modo que para hablar con ella hemos tenido que ir a su casa. Y de regreso nos hemos tomado la libertad de hacerte una visita, pues nos venía de paso.
—Por vuestra cara deduzco que no ha merecido la pena ir a ver a esa chica —afirmó Yukawa riendo entre dientes.
—Dice que ya han pasado varios días y que, además, no puede acordarse de la cara de cada espectador. Bueno, la verdad es que nunca contamos con que fuera de mucha ayuda, así que tampoco podemos decir que nos haya decepcionado. Bien, creo que ya hemos abusado demasiado de la amabilidad del profesor. Será mejor que nos vayamos —dijo Kusanagi dándole una palmada en la espalda a Kishitani, que aún no había acabado el café.
—¡Mucho ánimo, detectives! —exclamó Yukawa—. Como esa sospechosa vuestra sea la verdadera autora del crimen, os va a hacer falta, porque me temo que será un caso complicado.
Kusanagi se volvió hacia él.
—¿Qué quieres decir?
—Pues lo que he dicho hace un momento. Una persona corriente que esté preparando una coartada, no se agencia unas entradas de cine e incluso piensa dónde guardarlas. Si fue capaz de dejar a propósito los resguardos entre las páginas del programa en previsión del momento en que la policía fuera a verla a su casa, os enfrentáis a una adversaria bastante dura. —Al decir esto último, Yukawa dejó de sonreír.
Tras asimilar el sentido de las palabras de su amigo, Kusanagi asintió con la cabeza.
—Lo tendré en cuenta.
Se despidió y se dispuso a abandonar la estancia, pero antes de abrir la puerta se acordó de algo y se volvió hacia Yukawa.
—Por cierto, en el apartamento contiguo al de la sospechosa vive un compañero tuyo de la universidad, aunque algo más veterano.
—¿Un compañero mío mayor que yo? —Yukawa ladeó la cabeza, intrigado.
—Se llama Ishigami y es profesor de Matemáticas en un instituto. Dijo que se había graduado en la Universidad de Teito, por lo que supuse que sería compañero tuyo en la Facultad de Ciencias.
—Ishigami… —Tras repetir el nombre en voz baja, Yukawa enarcó las cejas y dijo—: Ishigami el Buda…
—¿«El Buda»?
Yukawa les pidió que esperaran un momento y desapareció en la habitación contigua. Kusanagi y Kishitani se quedaron mirándose el uno al otro.
El profesor volvió enseguida. Llevaba en las manos una carpeta de tapas negras que abrió delante de Kusanagi.
—¿No sería este tipo?
En la página que Yukawa le mostraba aparecían las fotos tipo carné de varias personas, todas jóvenes y con pinta de estudiantes. En la parte superior de la orla rezaba en letras de imprenta: «Trigésima octava promoción del máster predoctoral en Ciencias».
Yukawa señalaba con el dedo la foto de un estudiante del curso de posgrado que tenía la cara algo regordeta. Su semblante era inexpresivo y sus ojos, finos como hilos, miraban fijamente al frente. Su nombre era Tetsuya Ishigami.
—Pues sí, es él —respondió Kishitani—. Aquí está bastante más joven, pero seguro que es él. —Tapó con un dedo la parte superior de la cabeza y asintió—. Sí. Ahora tiene bastante menos pelo que en la foto, así que al principio me costó reconocerlo, pero se trata del profesor en cuestión. ¿Lo conocías?
—Sí —contestó Yukawa—, y no es mayor que yo. Íbamos al mismo curso. Lo que pasa es que en aquella época, en nuestra universidad, los estudiantes de la Facultad de Ciencias teníamos que elegir especialidad al llegar a tercero. Entonces yo me pasé a Física y él eligió Matemáticas. —Cerró la carpeta y exclamó—: ¡Lo que significa que ese abuelete tiene la misma edad que yo! Aunque siempre aparentó ser mayor de lo que era. —Hizo una pausa y, con expresión de sorpresa, añadió—: Has dicho que era profesor en un instituto, ¿no?
—Sí. Parece ser que enseña matemáticas en un instituto de la zona. Y también me dijo que era asesor técnico en la sección de judo.
—Sí, creo que aprendió judo desde muy pequeño. Es más, me parece que su abuelo tenía un gimnasio. No sé, de todos modos, mira que acabar como profesor de instituto… ¿Estás seguro de lo que dices?
—Absolutamente.
—Pues sí que… En fin, si tú lo dices, será verdad. Como no sabía nada de él, suponía que estaría por ahí investigando en alguna universidad privada, pero jamás imaginé que terminaría como profesor en un instituto. Nada menos que Ishigami… —La mirada de Yukawa se perdió en el vacío.
—¿Tan bueno era? —preguntó Kishitani.
Yukawa suspiró.
—No me gusta usar la palabra «genio» gratuitamente, pero creo que en su caso es la más adecuada. Había catedráticos que decían que tipos como él sólo aparece uno cada cincuenta o cien años. Elegimos especialidades distintas, pero los ecos de sus hazañas llegaban hasta nuestra facultad. Era de esos que no tenían ningún interés en las soluciones obtenidas a fuerza de ordenador, y se pasaba las noches encerrado en su despacho hasta las tantas afrontando los problemas más enrevesados con la única ayuda de papel y lápiz. Su silueta regordeta, sentado de espaldas, siempre pensando, era impresionante, así que en algún momento empezaron a llamarlo el Buda. Y que conste que era un mote respetuoso.
Al oír aquello, Kusanagi, que tenía a Yukawa por un auténtico genio, pensó que eso de que siempre hay alguien que te supera era una gran verdad.
—Y siendo una persona tan increíble, ¿cómo es posible que no haya llegado a ser catedrático de universidad? —preguntó Kishitani.
—La verdad es que el de las universidades es un mundo aparte. Aquí te puedes encontrar de todo… —dijo Yukawa entre dientes, algo muy inhabitual en él.
Kusanagi supuso que, en no pocas ocasiones, el propio Yukawa debía de haberse sentido estresado por los condicionamientos que imponían las relaciones humanas.
—¿Y cómo le va? ¿Estaba bien? —preguntó Yukawa mirando a Kusanagi.
—Pues no lo sé… Hombre, enfermo no se lo veía, pero tampoco sabría decirte. Lo cierto es que cuando estuve hablando con él lo noté algo reacio a conversar, algo arisco incluso.
—Cuesta imaginar lo que está pensando, ¿eh? —dijo Yukawa con una media sonrisa.
—Exacto. Por lo general, cuando a uno se le presenta sin más la policía en casa, o se sorprende un poco, o se siente azorado, o lo que sea. En definitiva, reacciona de alguna forma. Pero ese tipo parecía estar hecho de plástico. No sé, es como si no tuviera interés en nada que no sea él mismo.
—No tiene interés en nada que no sean las matemáticas —lo corrigió Yukawa—. Pero la verdad es que, a su manera, es un tipo fascinante. ¿Podríais darme su dirección? Me gustaría pasar a verlo un día de éstos, cuando tenga tiempo.
—¿Cómo puedes decir eso tú, con lo poco que te gusta visitar a los amigos?
Kusanagi sacó su agenda y le dio a Yukawa la dirección de los apartamentos donde vivía Yasuko Hanaoka. Mientras la anotaba, el profesor de Física parecía haber perdido el interés en el asesinato.
A las seis y veintiocho minutos de la tarde, Yasuko Hanaoka regresó a casa montada en su bicicleta. Ishigami la vio llegar desde la ventana de su apartamento. En el escritorio que tenía ante sí se apilaba una gran cantidad de papeles llenos de fórmulas matemáticas. Al regresar de la escuela, solía pelearse con ellas. Pero, a pesar de que ése era el preciado día en que no había clases de judo, no estaba aprovechándolo. No lograba progresar. Y llevaba varios días así. Espiar en silencio lo que ocurría en el apartamento contiguo estaba convirtiéndose en una costumbre. Quería comprobar si los detectives se presentaban de nuevo.
Al parecer, habían vuelto la noche anterior. Era la misma pareja que había ido a verlo la primera vez. Recordaba que uno de ellos se apellidaba Kusanagi, según figuraba en la placa que le había mostrado.
Según el relato de Yasuko, los detectives se habían presentado, tal como imaginaban, para comprobar su coartada en lo referente al cine. Y la interrogaron a fondo. Le preguntaron si en la sala no había ocurrido nada especial; si no se habían encontrado con nadie al entrar, al salir, o incluso dentro; si tenían los resguardos de las entradas; si, en caso de que hubieran comprado algo antes de entrar a ver la película, guardaban el recibo; si recordaban el argumento de ésta; qué actores aparecían en ella, etcétera.
Sobre el karaoke no le preguntaron nada, de modo que, al parecer, eso lo daban por bueno. Por supuesto, era lógico que así fuera, pues habían elegido ese lugar adrede.
Yasuko le contó que les había mostrado los resguardos de las entradas y el ticket del programa del modo y en el orden en que Ishigami le había indicado. A excepción de las preguntas sobre el contenido de la película, a las que sí contestó, en todo lo demás se mantuvo en sus trece y respondió que no recordaba nada especial. También en esto había actuado en todo momento tal como Ishigami le había indicado.
Después de hablar con Yasuko, los detectives se habían marchado, pero no parecía probable que fueran a darse por satisfechos. Que se hubiesen presentado de nuevo para comprobar la coartada del cine significaba que disponían de información suficiente para sospechar de Yasuko Hanaoka.
¿Qué información sería?
Ishigami se puso en pie y cogió su cazadora. Tomó también su cartera, la tarjeta telefónica, las llaves, y salió del apartamento. Cuando se disponía a bajar las escaleras, oyó unos pasos en la planta baja. Aflojó el paso y bajó la cabeza.
La que subía era Yasuko. Al principio ésta no se percató de la presencia de Ishigami, pero justo antes de pasar por su lado se sobresaltó y se detuvo por un instante. Incluso con la cabeza agachada y mirando hacia el suelo como estaba, Ishigami se dio cuenta de que quería contarle algo. Así que decidió anticiparse y, antes de que ella pudiera abrir la boca, dijo, intentando emplear el mismo tono grave que cuando se cruzaba con alguien:
—Buenas noches.
Procuró no mirarla a los ojos y siguió descendiendo las escaleras en silencio.
No sabían dónde podían estar acechando los detectives, de modo que, si se encontraban por azar, debían comportarse en todo momento como dos simples vecinos. Ésa era también una de las instrucciones que Ishigami le había dado a Yasuko. Y ella parecía no haberla olvidado, porque, tras devolverle el saludo en voz baja, continuó subiendo las escaleras en silencio.
Ishigami fue andando hasta el teléfono público de siempre, descolgó el auricular e insertó la tarjeta. A unos treinta metros de allí había un bazar, y el que parecía ser su dueño ya estaba bajando la persiana para cerrar. A excepción de él, no había nadie más por los alrededores.
—Sí, soy yo —respondió enseguida la voz de Yasuko. Su tono denotaba que sabía de antemano que quien llamaba era Ishigami, lo cual hizo que él se sintiese feliz de algún modo.
—Hola, soy Ishigami. ¿Ha habido alguna novedad?
—Sí. La policía ha vuelto. Esta vez a la tienda.
—¿A Bententei?
—Sí, los dos detectives de siempre.
—¿Y qué querían?
—Querían saber si Togashi había venido alguna vez a la tienda.
—¿Y qué respondió usted?
—Por supuesto, respondí que no. Entonces dijeron que tal vez hubiera venido cuando yo no estaba, y con esa excusa pasaron hasta el fondo a averiguar. Según me contaron después los jefes, les enseñaron una foto de Togashi y les preguntaron si el hombre que aparecía en ella había ido alguna vez por allí. Está claro que esos detectives sospechan de mí.
—Que sospechen de usted era lo previsto. No hay nada que temer. ¿Y no preguntaron nada más?
—Bueno, luego me interrogaron sobre el establecimiento en el que trabajaba antes, un bar que está en Kinshi-cho. Querían saber si todavía iba por allí, si seguía manteniendo contacto con mis antiguos compañeros de trabajo, cosas así. Yo, tal como usted me dijo, respondí que no. Pero fui más allá y les pregunté por qué me interrogaban acerca de un bar en el que yo ya no trabajo, y me dijeron que era porque últimamente Togashi había visitado el local.
—Ajá. Claro… —Ishigami asintió—. Es que seguramente intentaba localizarla.
—Eso parece. Y allí debió de enterarse de que yo trabajaba en Bententei. Por eso, ante la evidencia de que Togashi andaba buscándome, los detectives no se creen que no fuera a verme a Bententei. Pero a pesar de lo mucho que insistieron les dije que lo cierto era que él no había pasado por la tienda, que así eran las cosas y que yo no podía hacer nada al respecto.
Ishigami se acordó de Kusanagi, el detective. Parecía un buen tipo. Tenía un aire amigable y una forma de hablar suave, nada autoritaria. Pero el mero hecho de que formara parte de la Sección Primera del Departamento de Investigación Criminal significaba, sin duda alguna, que tenía una alta capacidad para obtener información, por mucho que fuese a su manera. No debía de ser de esos que atemorizan a sus interlocutores hasta hacerles escupir la información, sino más bien de los que te van sonsacando la verdad sin que te des cuenta, poco a poco, como quien no quiere la cosa. Y además, tendrían que ir con cuidado con su capacidad de observación. La había dejado bien patente cuando descubrió el sobre de la Universidad de Teito entre todos los demás envíos postales de ese día.
—¿Y le preguntaron algo más?
—No, a mí sólo eso. Pero a Misato…
Ishigami apretó inconscientemente el auricular con fuerza.
—¿Es que también han ido a verla a ella?
—Sí. Acaba de contármelo. Dice que estaban esperándola a la salida de la escuela, y que se pusieron a hablar con ella. Creo que eran los dos mismos detectives que vinieron a verme a mí.
—¿Está Misato con usted?
—Sí, un momento, que se la paso.
Misato debía de estar junto a su madre, pues enseguida se oyó su voz en el auricular.
—Dígame.
—Misato, ¿qué te preguntó la policía?
—Me enseñaron la foto de aquel hombre; querían saber si había venido a mi casa.
Era de suponer que con lo de «aquel hombre» se refería a Togashi.
—Responderías que no, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y aparte de eso?
—También me preguntaron por el cine: que si de verdad había ido a ver la película el día diez, que si no me estaría confundiendo… Yo les dije que no, que estaba segura de que había sido el diez.
—Y ellos ¿qué dijeron?
—Me preguntaron si le había dicho a alguien que había visto la película, o bien se lo había contado a alguien por correo electrónico o algo así.
—¿Qué les respondiste?
—Que por correo electrónico no, pero que se lo había dicho a una amiga. Entonces me pidieron su nombre.
—¿Se lo diste?
—Bueno, sólo les dije que se llamaba Mika.
—¿Esta Mika es la amiga a la que el día doce le contaste que habías ido al cine?
—Sí.
—Muy bien. ¿Te preguntaron algo más?
—Nada importante. Que si me lo pasaba bien en la escuela, que si los entrenamientos de bádminton eran muy duros… Cosas así. Por cierto, ¿cómo sabían que yo jugaba al bádminton? Si cuando hablamos ni siquiera llevaba la raqueta conmigo…
Ishigami supuso que debían de haber visto la raqueta en el apartamento de la muchacha. Desde luego, estaba claro que debían tener mucho cuidado con la capacidad de observación de aquel detective.
—Bueno, ¿qué tal? —La voz que sonaba ahora en el auricular era la de Yasuko.
—Ningún problema —respondió Ishigami en tono firme y tranquilizador—. Todo se está desarrollando según lo previsto. Supongo que seguirán viniendo, pero si usted y su hija siguen mis instrucciones no habrá ningún problema.
—Muchas gracias. Es usted la única persona en la que podemos confiar.
—Sean fuertes. Hay que aguantar, que ya falta poco. Bien, hasta mañana.
Ishigami colgó el auricular y, mientras extraía la tarjeta telefónica, sintió una ligera sensación de arrepentimiento por haber pronunciado esas últimas palabras. No debería haber dicho que «ya faltaba poco», porque ¿cuánto tiempo en concreto era «poco»? En adelante debía evitar decir cosas tan cuantitativamente indeterminables como ésa.
En cualquier caso, era cierto que todo se estaba desarrollando según lo previsto. Al fin y al cabo, tarde o temprano se sabría que Togashi había estado buscando a Yasuko, y precisamente por eso Ishigami había insistido en que necesitaban una coartada. Que luego la policía dudase de la misma entraba dentro de lo previsto.
También había contado con que fueran a ver de nuevo a Misato, pues tal vez los detectives pensaran que lo más cómodo y rápido para desmontar la coartada fuese probar con la muchacha. De hecho, él ya había tomado varias medidas, pero no estaba de menos comprobarlas de nuevo para cerciorarse de que no existían fisuras.
Pensando en todo esto, Ishigami llegó a su apartamento. Había un hombre esperando junto a la puerta. Era alto y llevaba un fino abrigo de color negro. Debía de haber oído los pasos de Ishigami, porque estaba vuelto hacia él, mirándolo. Los cristales de sus gafas brillaban.
Al principio pensó que se trataba de un detective. Pero enseguida comprendió que se equivocaba. Sus zapatos brillaban como si fuesen nuevos.
Sin bajar la guardia en ningún momento, se acercó a él. Entonces el hombre dijo:
—Ishigami, ¿verdad?
Al oír su voz, Ishigami alzó la mirada hacia el desconocido. Éste tenía una amplia sonrisa pintada en el rostro. Y esa sonrisa le sonaba de algo.
Ishigami respiró hondo y, abriendo mucho los ojos, preguntó:
—¿Manabu Yukawa?
Recuerdos que llevaban más de veinte años dormidos despertaron en ese preciso instante, frescos y vividos, como si se hubieran producido la víspera.