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—Un día debería intentar analizar detenidamente qué entiendes tú por pensamiento lógico. —Con las manos apoyadas en las mejillas y expresión de aburrimiento, Manabu Yukawa bostezó aparatosamente, como si lo hiciera adrede. Un rato antes se había quitado las pequeñas gafas de montura metálica y las había dejado a un lado, como diciendo: «Ya no voy a necesitaros».

Y quizá fuese verdad. Porque Kusanagi llevaba más de veinte minutos con la mirada fija en el tablero de ajedrez que tenía delante, sin encontrar la manera de romper el asedio. Su rey no tenía escapatoria y él ni siquiera podía lanzarse a un ataque a tumba abierta, como hace el ratón cuando se ve acorralado por el gato. Se le ocurrían varias jugadas, pero enseguida se daba cuenta de que todas estaban condenadas al fracaso.

—Esto del ajedrez no va conmigo… —murmuró Kusanagi.

—Ya estamos otra vez…

—Pues claro. Para empezar, no entiendo que uno no pueda emplear las piezas que ha conseguido arrebatarle al adversario. Las piezas son el botín de guerra, ¿no? Entonces, ¿por qué no puede uno volver a usarlas?

—Deja ya de cuestionar los fundamentos del juego. Además, las piezas no son el botín. Las piezas son los soldados. Comerte una pieza significa matar al soldado. Y no se puede volver a usar a un soldado muerto, ¿no?

—Pues en el shogi sí que se puede…

—Me maravilla la flexibilidad mental que debía de tener el tipo que lo inventó. Es posible que en el shogi comerse una pieza no signifique matar al combatiente que representa sino obligarlo a rendirse. De ahí que se permita utilizar las piezas capturadas al adversario.

—Pues ya podrían dejar hacer lo mismo en el ajedrez…

—Y tú ya podrías saber que el transfuguismo y el chaqueteo van en contra del espíritu de la caballería. Así que déjate ya de excusas y examina con lógica la situación de la batalla. Te toca mover y, obviamente, sólo puedes hacerlo una vez. Además, te quedan muy pocas piezas útiles. Y muevas la que muevas no podrás evitar que luego mueva yo y haga mi jugada, que será avanzar el caballo y darte jaque mate.

—Lo dejo. Esto del ajedrez es una lata —dijo Kusanagi mientras se echaba hacia atrás en la silla.

Yukawa se puso las gafas y echó un vistazo al reloj de la pared.

—¿Nos hemos tirado así cuarenta y dos minutos? Claro que te has pasado casi todo el tiempo pensando. Y, por cierto, ¿seguro que no hay problema en que estés holgazaneando conmigo en lugar de dedicarte a tus cosas? ¿No te echará luego la bronca ese jefe tan intratable que tienes?

—Bueno, acabamos de resolver el asunto del asesinato del acosador, así que de vez en cuando habrá que tomarse un respiro, ¿no? —dijo Kusanagi alargando una mano hacia su taza ennegrecida. El café instantáneo que le había servido Yukawa ya estaba helado.

En ese momento eran los únicos presentes en el laboratorio trece del departamento de Física de la Universidad de Teito. Los estudiantes se habían ido a clase. Kusanagi, por supuesto, lo sabía; por eso había elegido precisamente esa hora para pasarse por ahí.

De pronto, sonó el teléfono en el bolsillo de Kusanagi. Mientras se ponía su bata blanca, Yukawa esbozó una media sonrisa.

—¿Lo ves? Ahí lo tienes. Ya están buscándote.

Kusanagi miró la pantalla de su teléfono con expresión de disgusto. Yukawa tenía razón. El que llamaba era un joven compañero de su misma brigada policial.

El lugar de los hechos estaba en Kyu-Edogawa, en la ribera misma del río. Cerca de allí había una planta de tratamiento de aguas residuales. Al otro lado de la orilla se hallaba la prefectura de Chiba. Total, por un poco más ya podía haberles caído el caso a ellos, pensó Kusanagi mientras se alzaba el cuello del abrigo.

El cadáver yacía a un lado de uno de los muros de contención del cauce, bajo una lona de plástico azul supuestamente traída de alguna obra.

Lo había descubierto un anciano que hacía footing por la ribera. Dado que por un extremo de la lona sobresalía algo parecido a los pies de una persona, decidió, no sin temor, echar un vistazo y se encontró con el cuerpo.

—¿Y el abuelo en cuestión tiene setenta y cinco años? Pues sí que hay que tener ganas de correr, a su edad y con este frío… De todos modos, mira que encontrarse algo así… Lo siento por él, de veras.

Kishitani, el joven compañero que había llegado un poco antes al lugar, puso a Kusanagi al corriente de la situación. Éste torció el gesto. El faldón de su abrigo aleteaba al viento.

—Kishi, ¿has visto el cadáver?

—Sí —respondió Kishitani con cara de asco—. Es que el jefe me dijo que, sobre todo, me fijara bien en el cadáver. De modo que…

—Ese tipo, siempre igual: él no los mira, pero nos obliga a hacerlo a los demás…

—¿Y tú, Kusanagi, no vas a echarle un vistazo?

—Ni hablar. Además, ¿de qué iba a servir?

Según Kishitani, el cadáver se encontraba en un estado lamentable: desnudo, y sin zapatos ni calcetines. Tenía el rostro completamente aplastado. En palabras de Kishitani, parecía una sandía reventada. Sólo con oír eso, Kusanagi empezó a encontrarse mal. Además, le habían quemado los dedos de las manos para destruir las huellas dactilares.

Correspondía a un hombre. En el cuello presentaba signos de haber sido estrangulado. Aparte de eso, no se apreciaba ninguna herida externa.

—A ver si los de la policía científica encuentran algo —dijo Kusanagi caminando entre los matorrales. Como había varios ojos mirándolo, se agachó y se puso a simular que buscaba alguna pertenencia del muerto. Confiaba en que los especialistas en la materia lo ayudaran, pues de otro modo no se veía capaz de encontrar nada importante.

—Había una bicicleta tirada al lado. Ya la hemos llevado a la comisaría de Edogawa…

—¿Una bici? Tal vez sea de alguien que quería deshacerse de ella.

—Me temo que está demasiado nueva para eso. Tenía las ruedas pinchadas, con un clavo o algo parecido, pero por lo demás…

—Quizá perteneciera a la víctima…

—¿Quién sabe? Está inscrita en el registro, así que puede que localicemos al dueño.

—Ojalá sea del muerto —dijo Kusanagi—. Porque de lo contrario lo tenemos claro, ya verás.

—¿Sí?

—¿Es la primera vez que te toca un cadáver sin identificar, Kishi?

—Sí…

—Pues piénsalo. Que se hayan tomado la molestia de borrarle la cara y las huellas indica que quien lo ha hecho intenta ocultar la identidad del difunto. Dicho de otro modo: si conseguimos identificarlo pronto, es posible que ello nos conduzca fácilmente hasta el asesino. Lo cual puede suponer un importante cambio en el destino. Y me refiero al nuestro, por supuesto.

En cuanto Kusanagi hubo dicho eso, el teléfono de Kishitani comenzó a sonar. Tras intercambiar unas pocas palabras con su interlocutor, éste se volvió hacia su compañero y dijo:

—Que vayamos a la comisaría de Edogawa.

—Uf, qué bien, salvados. —Kusanagi, que seguía agachado entre los matorrales, se incorporó y se dio un par de golpes en la cadera para desentumecerla.

Al llegar a la comisaría de Edogawa, Mamiya estaba en la sección de detectives calentándose al lado de la estufa. Era el jefe del grupo de homicidios al que pertenecía Kusanagi. Los numerosos hombres que se movían, atareados, a su alrededor parecían ser los detectives adscritos a esa comisaría. Debían de estar preparándolo todo para establecer en ésta la sede provisional de las investigaciones del caso, dada su proximidad al lugar de los hechos.

—¿Hoy has venido en tu coche? —le preguntó Mamiya a Kusanagi nada más verlo aparecer por la puerta.

—Sí… Es que venir hasta aquí en tren resultaba muy incómodo y…

—Imagino que conocerás bien la zona.

—Un poco.

—Entonces no necesitas que te hagan de guía. Ve a ese lugar y llévate contigo a Kishitani —dijo mientras le entregaba una nota.

En ella había garrapateados un domicilio de Shinozaki, en el distrito de Edogawa, y un nombre de mujer: Yoko Yamabe.

—¿De quién se trata?

—¿Le has contado lo de la bicicleta? —le preguntó Mamiya a Kishitani.

—Sí.

—¿Se refiere a la bicicleta que han encontrado junto al cadáver? —dijo Kusanagi mirando el severo rostro de su jefe.

—Exacto. Hemos comprobado que habían denunciado su robo. El número de registro coincide. Esa mujer es la dueña. Ya se lo hemos comunicado. Así que ahora id los dos para allá y a ver qué os cuenta.

—¿Se han encontrado huellas en la bicicleta?

—Tú no hace falta que pienses en eso. ¡Venga, largaos ya!

Kusanagi y su joven acompañante salieron disparados de la comisaría de Edogawa como si el vozarrón de su jefe los hubiera expulsado de allí.

—Maldita sea. Es robada. De todos modos, ya me lo imaginaba, pero… —Kusanagi chasqueó la lengua en señal de fastidio mientras hacía girar el volante de su querido coche. Hacía ocho años que tenía ese Skyline negro.

—¿La dejaría allí el asesino después de usarla?

—Es posible. De todos modos, me temo que oír lo que la verdadera dueña tenga que contarnos no va a servir de mucho. Porque no creo que sepa quién se la robó. Aunque…, bueno, si al menos averiguamos dónde se la robaron, tal vez logremos reconstruir en parte el itinerario del asesino.

Guiándose con la nota y un plano del lugar, Kusanagi llegó a las inmediaciones del domicilio en Shinozaki. Por fin dieron con la vivienda a la cual se refería la nota. Era una casa de estilo occidental que tenía las paredes blancas y en la entrada un letrero que rezaba: «Yamabe».

Yoko Yamabe era un ama de casa de unos cuarenta y tantos años. Seguramente porque sabía que recibiría la visita de la policía se había maquillado con esmero.

—Sí, no hay duda: se trata de mi bici —dijo con pleno convencimiento mientras miraba la foto que Kusanagi le había tendido.

—De todos modos, le estaríamos muy agradecidos si nos acompañara a comisaría y lo corroborara.

—No tengo ningún inconveniente. Me la devolverán, ¿verdad?

—Claro. Pero después de que hagamos algunas diligencias.

—Pues menudo fastidio si no me la devuelven pronto. Porque sin ella me resulta complicado hasta ir a comprar… —La señora Yamabe frunció el ceño, insatisfecha. Hablaba como si la culpa de que le hubieran robado la bicicleta fuese de la policía, como si aún no se hubiera enterado de que existía la posibilidad de que la bicicleta estuviese relacionada con un caso de homicidio. Si lo supiera, tal vez se le quitarían de golpe las ganas de volver a montar en ella.

Kusanagi pensó que la señora Yamabe era la clase de persona que, al enterarse de que también le habían pinchado las ruedas, intentaría obtener una indemnización.

Según ella, la bicicleta se la habían sustraído el día anterior, o sea, el diez de marzo, y más concretamente entre las once de la mañana y las diez de la noche. Al parecer había quedado con una amiga en el exclusivo barrio de Ginza, habían ido juntas a comer y de compras, y había regresado a la estación de Shinozaki pasadas las diez de la noche. Y al no encontrar su bicicleta allí, no había tenido más remedio que ir hasta su casa en autobús.

—¿La había dejado en el estacionamiento para bicicletas de la estación?

—No, en la calle.

—Y la dejaría con un candado puesto, supongo.

—Sí. La aseguré con una cadena a una barandilla que había en la acera.

A Kusanagi nadie le había dicho que se hubiera encontrado una cadena en el lugar de los hechos.

Subieron al coche y se dirigieron a la estación de Shinozaki, pues Kusanagi quería echar un vistazo a la zona exacta donde se había producido el robo.

—Era por aquí —dijo la señora Yamabe, señalando una calle que estaba a unos veinte metros del supermercado contiguo a la estación. Allí, en ese momento, había varias bicicletas aparcadas.

Kusanagi estudió el lugar. Había también una sucursal de un banco de crédito, una librería y otros establecimientos similares. Era de suponer que, tanto de día como al atardecer, por allí circulara mucha gente. Tal vez, si se hacía con maña, no resultase tan difícil cortar la cadena con rapidez y llevarse una bicicleta ajena poniendo cara de estar llevándose la propia, pero para eso era necesario que pasara poca gente.

Después se dirigieron a la comisaría de Edogawa para que la señora Yamabe viera la bicicleta in situ y confirmara si se trataba de la suya.

—Qué mala suerte —dijo ella desde el asiento trasero—. La compré hace un mes… Así que, cuando me di cuenta de que me la habían robado, me enfadé muchísimo y, antes de tomar el autobús para volver a casa, denuncié el robo en la comisaría que hay delante de la estación.

—Y cuando puso la denuncia, ¿se sabía usted de memoria el número de registro de la bici?

—¿No le digo que acababa de comprarla? Como aún tenía el resguardo en casa, llamé por teléfono y mi hija me lo dio.

—Ah, claro.

—Y, por cierto, ¿de qué asunto se trata? La persona que llamó a mi casa tampoco me lo explicó con claridad y… Bueno, la verdad es que estoy preocupada.

—Nosotros tampoco conocemos los detalles. De hecho, ni siquiera sabemos si hay caso.

—¿En serio? Hay que ver, ustedes los policías no sueltan prenda, ¿eh?

Kishitani, que iba sentado en el asiento del acompañante, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para contener la risa. Kusanagi se sintió afortunado al pensar que le había tocado visitar a la señora Yamabe ese día, porque si hubiera sido después de que el caso se hiciera público, seguro que lo habría bombardeado a preguntas.

Yoko Yamabe vio la bicicleta en la comisaría de Edogawa y aseguró que se trataba de la suya. Pero no se limitó a eso. También puso claramente de manifiesto que le habían pinchado las ruedas y que presentaba algunos daños, y le preguntó a Kusanagi a quién debía dirigirse para hacer una reclamación.

En cuanto a la bicicleta, se tomaron huellas dactilares del manillar, el marco, el sillín, etcétera.

Por añadidura, a unos cien metros del lugar de los hechos se encontraron unas prendas que seguramente pertenecían a la víctima. Estaban apretujadas dentro de un bidón y habían sido parcialmente quemadas. Se trataba de una cazadora, un jersey, unos pantalones, unos calcetines y un conjunto de ropa interior. Al parecer, el homicida les prendió fuego antes de marcharse, pero las prendas no continuaron ardiendo como él esperaba, sino que el fuego debió de apagarse solo.

Investigar su procedencia no tenía mucho sentido, pues se trataba de ropa corriente, fabricada en serie, que podía encontrarse en cualquier parte. En cambio, pidieron a un especialista que, a partir de sus características y de las del cadáver, elaborara un retrato del aspecto de la víctima en el momento previo a su muerte. Tras ello, retrato en mano, un grupo de investigadores salió a interrogar a posibles testigos, especialmente por los alrededores de la estación de Shinozaki, para averiguar si alguien había visto a un individuo de esas características el día de los hechos. Pero, debido tal vez a que la ropa en cuestión no era nada del otro mundo, la información que obtuvieron no fue significativa.

El retrato de la víctima también fue difundido a través de los telediarios. Esto sí que provocó un alud de información por parte de los ciudadanos. Pero nada de lo recibido parecía estar relacionado con el cadáver encontrado en la ribera del Kyu-Edogawa.

Por otro lado, se llevaron a cabo comprobaciones y cotejos minuciosos en relación con las personas cuya desaparición había sido denunciada recientemente.

Tomando como referencia el distrito de Edogawa, se investigó exhaustivamente, tanto en domicilios particulares como en establecimientos de hostelería, la posible existencia de un varón que viviera solo y hubiese desaparecido recientemente sin avisar a nadie. Por fin, la búsqueda dio su fruto y la policía se concentró en una de las informaciones obtenidas.

Un huésped había desaparecido sin más del hostal Ogiya, donde se alojaba, situado en Kamedo. Notaron su ausencia el once de marzo, es decir, el mismo día en que fue hallado el cadáver. Puesto que ya había pasado la hora en que debían abandonarse las habitaciones, un empleado fue a investigar, pero no encontró allí más que unas pocas pertenencias personales y ni rastro del huésped. Informado de ello, el dueño del hostal decidió no dar parte a la policía, habida cuenta de que el alquiler lo había cobrado por adelantado.

La policía científica se desplazó hasta el lugar de inmediato para recoger muestras de cabellos y tomar huellas dactilares. El cabello analizado coincidía con el del cadáver encontrado. Además, una de las huellas dactilares obtenidas en la bicicleta concordaba con las tomadas en la habitación y en las pertenencias del muerto.

Éste se había registrado como Shinji Togashi, residente en Nishi-Shinjuku.