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Ishigami salió de su apartamento a las siete y treinta y cinco de la mañana, como todos los días. Aunque ya era marzo, el viento continuaba siendo frío. Comenzó a andar intentando mantener la barbilla protegida bajo la bufanda. Y antes de encaminarse hacia la vía principal, dirigió la mirada a la zona de estacionamiento de las bicicletas. Había varias aparcadas, pero no la verde que a él le interesaba.

Tras caminar unos veinte metros en dirección sur, llegó a una amplia avenida, la de Shin-Ohashi. Yendo hacia la izquierda, o sea, hacia el este, se encontraba el distrito de Edogawa, mientras que por el oeste se salía a Nihonbashi. Antes de llegar a Nihonbashi estaba el río Sumida, que la avenida de Shin-Ohashi cruzaba a través del puente del mismo nombre.

La forma más rápida que Ishigami tenía para ir de su apartamento al trabajo consistía, simplemente, en caminar así, todo recto, en dirección sur. Tras avanzar unos cientos de metros, se alcanzaba el parque de Kiyosumi Teien, y su lugar de trabajo era el instituto privado que estaba justo antes de llegar a dicho parque. En definitiva, era profesor. Enseñaba matemáticas.

Al ver que el semáforo que tenía enfrente se ponía en rojo, dobló a la derecha y se encaminó hacia el puente de Shin-Ohashi. El viento que soplaba en dirección contraria levantó su abrigo. Ishigami hundió las manos en los bolsillos, encorvó ligeramente el cuerpo y aceleró el paso.

Unas densas nubes cubrían el cielo. El río Sumida las reflejaba, enturbiando el color de sus aguas. Una pequeña embarcación remontaba el curso del río, aguas arriba. Ishigami cruzó el puente de Shin-Ohashi contemplándola.

Al llegar al extremo opuesto del puente, descendió por la escalera, pasó por debajo y anduvo por la ribera del río. En ambas orillas habían construido unos paseos arbolados. Sin embargo, las parejas y las familias preferían pasear por la zona del puente de Kiyosu, y no esta de Shin-Ohashi, a la que ni siquiera los días de fiesta solía acercarse mucha gente. La razón se comprendía de inmediato si uno iba por allí: una larga hilera de chabolas, cubiertas por plásticos y lonas azules, se extendía a lo largo de la ribera. Como justo por encima de ese lugar pasaba la autopista, debía de ser un sitio ideal para guarecerse del frío y del viento. La prueba de ello era que al otro lado del río no había nada parecido. Por supuesto, también debía de contribuir el hecho de que a sus moradores debía de resultarles más cómodo, a su manera, eso de vivir agrupados.

Ishigami pasó tranquilamente por delante de las chabolas azules. Su altura era, a lo sumo, la de una persona, pero también las había que apenas le llegaban a la cintura. Más que chabolas parecían cajas. De todos modos, si sólo se trataba de dormir dentro de ellas, quizá resultaran suficiente. Al lado de las chabolas había instalados, como si todos se hubiesen puesto de acuerdo, varios tendederos de ropa que delimitaban el espacio vital.

Apoyado en el pasamanos de uno de los extremos del muro de contención, un hombre se cepillaba los dientes. Ishigami ya lo había visto en otras ocasiones. Debía de superar los sesenta años de edad y llevaba el cabello entrecano recogido hacia atrás. Tal vez ya no tuviera intención de trabajar. Y es que, si pensaba encontrar un trabajo físico para ese día, a esas horas no andaría por ahí merodeando, porque los tratos para esa clase de tareas siempre se hacen a primera hora de la mañana. Tampoco parecía tener previsto acudir a la oficina de empleo. Además, aunque le hubieran ofrecido un trabajo, con semejante pelo ni siquiera habría podido asistir a la entrevista. Y ello sin contar con que, además, las posibilidades de que a uno le ofrezcan un empleo a esa edad son realmente infinitesimales.

Había un hombre aplastando un montón de latas vacías al lado de su chabola. Ishigami, que ya lo había visto hacer eso en varias ocasiones, le apodaba el Hombre Lata. Éste rondaba los cincuenta años. Su indumentaria era, en general, bastante correcta, y hasta tenía una bicicleta. Seguramente necesitaba disponer de una mayor movilidad para dedicarse a recoger las latas vacías. Y ese rincón más apartado, situado en un extremo del grupo de chabolas, tenía todo el aspecto de ser un lugar privilegiado. Por eso Ishigami creía que el Hombre Lata seguramente era una de las personas que llevaba allí más tiempo.

Un poco más allá de las chabolas había un hombre sentado en un banco. Su abrigo, que en tiempos debió de ser beige, se había desteñido hasta adquirir una tonalidad gris. Debajo del abrigo llevaba una americana y, debajo de ésta, una camisa. Ishigami imaginó que tal vez llevara la corbata en el bolsillo. A este hombre le apodaba el Ingeniero, porque días antes lo había visto leer unas revistas sobre temas relacionados con la industria. Llevaba el pelo corto e iba bien afeitado. Tal vez todavía no hubiese perdido la esperanza de encontrar un trabajo. A lo mejor se disponía a salir en ese mismo momento hacia la oficina de empleo. Pero seguramente nadie lo contrataría. Para eso debería desprenderse antes de su orgullo. Ishigami lo había visto por primera vez hacía unos diez días. El Ingeniero todavía no se había acostumbrado a la vida en ese lugar. Parecía querer marcar una línea de separación entre él y las chabolas. Aun así estaba claro que si había acabado allí era porque no tenía otro sitio al que ir.

Ishigami continuó caminando por la ribera del Sumida. Justo antes de llegar al puente de Kiyosu se encontró con una mujer mayor que paseaba a sus tres perros. Eran tres salchicha miniatura con sendos collares de distintos colores: uno rojo, otro azul y otro rosa. A medida que se aproximaba, la mujer reparó en la presencia de Ishigami, al que sonrió y saludó con una leve inclinación de la cabeza. Ishigami le devolvió el saludo haciendo lo propio.

—Buenos días —dijo él tomando la iniciativa.

—Buenos días. Esta mañana también hace frío, ¿eh?

—Y que lo diga —repuso él con una mueca.

Cuando pasaba por su lado, ella le hizo un gesto de asentimiento.

—Que tenga un buen día.

Ishigami la había visto llevar unas de esas bolsas de plástico que dan en las tiendas abiertas las veinticuatro horas. Parecían contener bocadillos. Tal vez fuera su desayuno, de lo que Ishigami había inferido que debía de vivir sola. Su casa tampoco debía de estar muy lejos de allí, porque en alguna ocasión la había visto pasear con sandalias, y con ese calzado no se puede conducir. Quizás hubiera perdido a su esposo y ahora vivía con sus tres perros en un apartamento de los alrededores, que debía de ser bastante amplio. Por eso podía tener nada menos que tres perros. O tal vez fuera eso precisamente lo que le impedía mudarse a otro apartamento más pequeño y coqueto. Puede que ya hubiera terminado de pagar la hipoteca, pero seguiría teniendo sus gastos, de ahí que se viera obligada a ahorrar. De hecho, durante todo el invierno no había ido ni una sola vez a la peluquería. Y tampoco se había teñido el pelo.

Al llegar al puente de Kiyosu, Ishigami empezó a subir por la escalera. Para ir al instituto tenía que cruzar por allí. Sin embargo, se volvió y echó a andar en dirección contraria.

Desde allí se veía un cartel que daba a la calle y en el que ponía Bententei. Se trataba de un pequeño establecimiento de bento[1]. Ishigami abrió la puerta de cristal.

—Buenos días. Pase, por favor —dijo la voz que provenía de detrás del mostrador. Aunque Ishigami estaba muy acostumbrado a ella, siempre le reconfortaba oírla. Era la voz de Yasuko Hanaoka, que le sonreía con su gorro blanco en la cabeza.

No había ningún otro cliente en la tienda. Eso hizo que el corazón de Ishigami se acelerara todavía más.

—Esto… Un especial de la casa.

—Claro. Marchando un especial. Muchas gracias.

La mujer lo dijo con una voz simpática, pero Ishigami no supo qué cara había puesto porque, incapaz de mirarla de frente, estaba muy concentrado en el contenido de su cartera. Dado que ambos eran vecinos de apartamento, pensó en aprovechar la ocasión para hablarle de algo distinto de su pedido de bento, pero no se le ocurrió nada.

Cuando por fin llegó el momento de pagar, a duras penas se atrevió a decir: «Qué frío, ¿no?». Pero esa tenue frase suya, apenas murmurada, resultó ahogada por el sonido de la puerta de cristal, que en ese instante un cliente abría detrás de él. La atención de Yasuko ya se había desplazado hacia el intruso.

Con su caja de bento en la mano, Ishigami salió de la tienda. Esta vez sí se dirigió hacia el puente de Kiyosu. En Bententei se hallaba la razón del rodeo que había dado.

Superada la hora punta de la mañana, Bententei volvía a la calma. Pero ello sólo significaba que los clientes dejaban de acudir, porque lo cierto era que, al fondo del establecimiento, en el obrador de cocina, comenzaban las labores de cara al mediodía. Varias empresas tenían concertado el suministro diario de los almuerzos de sus trabajadores, y había que servirles los pedidos antes de las doce. Así que, cuando no había clientes en la tienda, Yasuko iba también a echar una mano en el obrador.

En Bententei trabajaban cuatro personas, incluida Yasuko. La comida la preparaban Yonezawa, el dueño del establecimiento, y su esposa Sayoko. Kaneko, que trabajaba a tiempo parcial, se encargaba de los repartos, mientras Yasuko atendía a los clientes prácticamente en solitario.

Antes de entrar a trabajar allí, Yasuko lo hacía en un bar nocturno de Kinshi-cho. Yonezawa era uno de los clientes habituales. Yasuko no supo que Sayoko, la encargada del bar en que trabajaba, era la esposa de Yonezawa, hasta el momento mismo en que ésta se despidió. Se lo dijo la propia Sayoko.

«Pasa de madame de un garito de copas a esposa del de la tienda de bento. Si es que con la gente nunca se sabe, ¿eh?», rumoreaban los clientes. Pero, según Sayoko, lo de regentar algún día un establecimiento de bento había sido el sueño del matrimonio durante largos años, y ella había trabajado en el bar precisamente para poder cumplirlo.

Cuando Bententei abrió sus puertas, Yasuko empezó a pasarse por allí de vez en cuando. Parecía que el negocio iba bastante bien. Al cumplirse un año desde la apertura del establecimiento, le propusieron trabajar en él. Era físicamente imposible que el matrimonio se hiciera cargo de todo.

—Yasuko, tú tampoco te vas a quedar toda la vida en un negocio como ése, ¿no? —dijo Sayoko—. Dentro de nada, Misato también se hará mayor y es posible que le acompleje saber que su madre se dedica a servir copas en un bar de ésos. De todos modos, no es asunto mío, pero…

Misato era la única hija de Yasuko. No tenía padre. Hacía cinco años que se habían divorciado. No era necesario que Sayoko se lo dijera. Yasuko también era consciente de que no podía seguir siempre así. Por supuesto, estaba Misato, pero además, dada su propia edad, tampoco sabía a ciencia cierta hasta cuándo conservaría el trabajo.

Sólo necesitó un día para pensárselo. Al fin y al cabo, no había nada que la retuviese en el bar. Sus compañeros de trabajo le dijeron que se alegraban de su decisión, y así fue como supo que su entorno había estado preocupado por el futuro de una camarera madura como ella.

En la primavera anterior, aprovechando que Misato empezaba la escuela secundaria, se habían mudado a su actual apartamento. El otro estaba demasiado alejado de Bententei. Y, a diferencia del horario que cumplía en el bar, ahora tendría que trabajar por las mañanas desde muy temprano. Se levantaba a las seis, salía del apartamento a las seis y media y se montaba en su bicicleta. Una bicicleta verde.

—¿Esta mañana también ha venido ese profesor de instituto? —le preguntó Sayoko durante el descanso.

—Claro. Si viene todos los días…

Mientras Yasuko hablaba, Sayoko sonreía e intercambiaba una mirada de complicidad con su marido.

—¿Qué pasa? ¿Queréis dejar ya los dos de hacer eso?

—No pasa nada. Es sólo que ayer comentábamos si no será que al profesor en cuestión le gustas…

—¿Quéee? —Yasuko echó el cuerpo hacia atrás en señal de sorpresa, sin soltar la taza de té que tenía en la mano.

—Es que, verás, tú ayer tuviste fiesta, ¿verdad? Pues el profesor no vino. ¿Qué te parece? Qué coincidencia, viene todos los días excepto cuando no estás tú. ¿No te parece curioso?

—Habrá sido casualidad.

—¿A ti no te parece que no? —dijo Sayoko buscando la conformidad de su marido.

Yonezawa asintió con una sonrisa.

—Según este hombre, siempre es así. Los días en que tienes fiesta, el profesor no viene a comprar bento. Hace tiempo que lo sospechábamos, pero ayer lo confirmamos.

—Pero si yo, excepto los días en que cerramos, no tengo días de fiesta fijos —dijo Yasuko—. Y tampoco sé qué día de la semana me va a tocar librar…

—Pues precisamente por eso resulta aún más sospechoso. El profesor ese es vecino tuyo, ¿no? Bueno, pues tal vez espera a ver si te marchas, y así comprueba si ese día tienes fiesta.

—¿Eeeh? ¡Pero si nunca me lo he encontrado al salir de casa!

—Pues te estará observando desde algún sitio, como la ventana…

—No creo que pueda verme desde su ventana.

—¿Y qué más da? Si de veras tiene interés en Yasuko, en algún momento se dirigirá a ella. De todos modos, en lo que a mí respecta, el caso es que gracias a Yasuko hemos conseguido a un cliente fijo más, lo cual siempre es de agradecer. Cómo se nota que te formaste en Kinshi-cho… —dijo Yonezawa para concluir.

Yasuko forzó una media sonrisa y apuró su taza de té. Se puso a pensar en el profesor de instituto del que hablaban.

Se apellidaba Ishigami. La noche en que ella se mudó, pasó a saludarle. Fue entonces cuando se enteró de que enseñaba en un instituto. Era grande, de cuerpo rechoncho y cara redonda. En contraste, sus ojos rasgados eran finos como hilos. El cabello, corto y ralo, le hacía aparentar unos cincuenta años, pero probablemente tuviese menos. No parecía preocuparle mucho su aspecto y siempre llevaba la misma ropa. Aquel invierno solía llevar un jersey marrón, y encima un abrigo. Y con ese atuendo iba a comprar bento. De todos modos, debía de hacerse la colada regularmente, porque en su pequeño balcón se veía de vez en cuando la ropa puesta a secar. Parecía soltero. Yasuko supuso que nunca había estado casado.

Por más que le dijeran que ese profesor sentía un particular interés en ella, a Yasuko aquello no le cuadraba. Le ocurría lo mismo que con las grietas de la pared de su apartamento: aunque sabía que estaban ahí, no era especialmente consciente de su existencia. Más aún, estaba convencida de que tampoco era necesario saberlo.

Si se lo encontraba, lo saludaba. También le había hecho alguna consulta acerca de la administración del edificio. Pero Yasuko no sabía casi nada sobre él. Tanto era así, que hacía muy poco que se había enterado de que lo que enseñaba en el instituto eran matemáticas, a tenor de los viejos libros atados con cuerdas que había visto ante su puerta.

Yasuko pensó que ojalá no fuera a pedirle una cita. Un segundo después, esbozó una sonrisa. ¿Con qué cara se atrevería a sacar el tema un personaje tan serio como aquél, si realmente quisiera invitarla a salir?

Como todos los días, el trabajo fue en aumento a medida que se acercaba la hora del almuerzo, y llegó a su punto culminante poco después del mediodía. Sólo pasada la una pudieron, por fin, tomarse un respiro. Y así todos los días.

Ocurrió cuando Yasuko estaba cambiando el rollo de papel de la máquina registradora. La puerta de cristal se abrió y alguien entró en la tienda. Mientras le daba la bienvenida al cliente, lo miró a la cara. Un instante después se quedó de piedra. Abrió los ojos como platos, incapaz de articular sonido.

—Se te ve bien, ¿eh? —dijo el hombre riendo. Su mirada era sombría.

—¿Tú…? Pero ¿qué haces aquí?

—Tampoco es para sorprenderse tanto, ¿no? Hasta yo, si me lo propongo, soy capaz de dar con el sitio donde trabaja mi exesposa. —El hombre metió las manos en los bolsillos de su cazadora azul oscuro y miró alrededor, como si buscara algo en concreto.

—¿Y qué quieres esta vez? —dijo Yasuko en tono inquisitivo, bajando la voz. No quería que los Yonezawa, que estaban en la parte de atrás del establecimiento, se enteraran de nada.

—No te pongas así, mujer, que hacía mucho que no nos veíamos. Ya podrías obsequiarme con una simple sonrisa, aunque fuera fingida. —El hombre continuaba con aquella desagradable mueca risueña dibujada en el rostro.

—Pues venga, si no quieres nada, vete ya.

—Claro que he venido por algo. Tengo que contarte una cosa en privado. ¿No podrías escaparte un momento?

—Pero qué tonterías dices. ¿Es que no se ve a la legua que ahora mismo estoy trabajando? —Yasuko se arrepintió de inmediato de haber contestado así, pues parecía haberle dado a entender que, de no encontrarse trabajando en ese momento, sí habría estado dispuesta a escucharle.

El hombre se humedeció los labios.

—¿Y a qué hora sales de trabajar? —preguntó.

—No tengo ninguna intención de escuchar lo que quieres contarme, así que vete, por favor. Y no vuelvas.

—Vaya bienvenida…

—Es lo lógico, ¿no te parece? —Yasuko dirigió su mirada hacia el exterior con la esperanza de que se presentara algún cliente, pero allí no había nadie.

—Si me tratas con esa frialdad, me temo que no vas a dejarme otra opción… Bien, ¿y qué tal si me paso por allí a echar un vistazo? —dijo él frotándose la nuca.

—¿Qué quieres decir con eso? —Yasuko tuvo un mal presagio.

—Si mi mujer no quiere escucharme, sólo me queda dirigirme a mi hija, ¿no? Creo que su escuela estaba por aquí cerca, ¿verdad? —El hombre pronunció exactamente las palabras que Yasuko temía.

—Ni se te ocurra. Nada de ir a verla a ella.

—Entonces tendrás que hacer algo. A mí me da igual hablar con una que con otra, así que tú decides.

Yasuko suspiró. Fuera como fuese, lo que quería era librarse de ese hombre cuanto antes.

—Termino a las seis.

—¿Desde temprano por la mañana y hasta las seis de la tarde? Pues sí que te hacen currar…

—¿Y eso a ti qué te importa?

—De acuerdo. Entonces volveré a las seis.

—No, aquí no vengas. Si sales a la calle y sigues todo recto hacia la derecha, verás un cruce bastante grande. Justo antes hay un restaurante familiar. Espérame allí a las seis y media.

—De acuerdo, pero no me falles. Mira que como no vengas…

—Iré, tranquilo. Y ahora vete de una vez.

—Vale, vale. Desde luego, hay que ver cómo te pones… —Tras mirar de nuevo alrededor, el hombre salió dando un violento portazo a la puerta de cristal.

Yasuko se llevó la mano a la frente. Empezaba a sentir un leve dolor de cabeza. También tenía náuseas. Un sentimiento de desesperación se iba extendiendo lentamente por su pecho.

Se había casado con Shinji Togashi hacía ocho años. En aquella época Yasuko trabajaba de camarera en un bar del barrio de Akasaka. Él era uno de los clientes que más frecuentaban el local.

Togashi, que se dedicaba a la venta de automóviles extranjeros, gozaba de una buena posición. Le regalaba cosas caras y la llevaba a cenar a restaurantes de categoría. De ahí que cuando él le propuso matrimonio, ella se sintiera como Julia Roberts en Pretty Woman. Yasuko, cuyo primer matrimonio había fracasado, estaba cansada de esa vida de madre soltera que la obligaba a trabajar y hacerse cargo de su hija sin ayuda de nadie.

Los primeros tiempos de su matrimonio fueron felices. Los ingresos de Togashi eran estables, de modo que Yasuko pudo apartarse del mundo de los bares y la hostelería nocturna. Además, él se volcó de lleno con Misato y, por su parte, ésta también pareció esforzarse por aceptarlo como a su verdadero padre.

Pero pronto llegó la ruptura. Fue algo repentino. Togashi fue despedido. En su trabajo se descubrió que llevaba mucho tiempo distrayendo fondos hacia su bolsillo. Que la empresa no acabara demandándole se debió únicamente a que los altos directivos, temerosos de que se cuestionara su responsabilidad como administradores, decidieron echar tierra sobre el asunto y ocultar hábilmente lo sucedido. Nada grave. Sólo que ahora se sabía que todo aquel dinero que Togashi despilfarraba por Akasaka era sucio.

A partir de entonces Togashi cambió. O no. Tal vez sería más adecuado decir que se reveló su auténtica personalidad.

No trabajaba. O se pasaba el día tumbado en casa, o salía a jugar por ahí. Y si Yasuko se quejaba, se ponía violento. Bebía cada vez más. Siempre estaba ebrio y un destello de ferocidad brillaba en sus ojos.

Como inevitable consecuencia de estas circunstancias, Yasuko tuvo que ponerse a trabajar de nuevo. Pero todo el dinero que obtenía, Togashi se lo arrebataba por la fuerza. La situación degeneró hasta tal punto que Yasuko empezó a esconder el dinero y él llegó incluso a presentarse en su puesto de trabajo para adelantarse y cobrar la paga en nombre de su mujer.

Misato pasó a tenerle pánico a su padrastro. No quería quedarse a solas con él en casa, y hasta hubo ocasiones en que, para evitarlo, se fue al bar donde trabajaba su madre.

Yasuko le pedía el divorcio, pero eso a él le entraba por un oído y le salía por el otro. Si insistía, volvía a ponerse violento. Así estaban las cosas.

Cuando, después de padecer lo indecible, no fue capaz de aguantar más, Yasuko consultó a un abogado que le recomendó un cliente. Gracias a la intervención del letrado, Togashi estampó por fin, a regañadientes, su firma en la solicitud de divorcio. Al parecer, también él era consciente de que si llegaban a juicio no tenía ninguna opción de ganar y, además, podían exigirle el pago de una pensión.

Sin embargo, con ello no se solucionó el problema. Tras el divorcio, Togashi siguió presentándose a menudo ante madre e hija. Siempre era lo mismo. Le decía a Yasuko que iba a cambiar, que se pondría a trabajar en serio, que reconsiderara la posibilidad de retomar su relación con él, y cosas similares. Si Yasuko lo evitaba, recurría a Misato. En ocasiones, incluso fue a esperarla a la salida de la escuela.

A Yasuko le daba pena verlo de rodillas en el suelo implorando perdón, aun cuando sabía perfectamente que aquello era puro teatro. Era probable que, por haber estado unidos en matrimonio, todavía le tuviera cariño. De modo que, cuando quiso darse cuenta, Yasuko ya le había entregado el dinero.

Aquello fue un grave error. Tras probar el dulce sabor del dinero de Yasuko, Togashi quiso más y más, y empezó a visitarlas con mayor frecuencia. Aunque adoptaba una actitud cada vez más servil y humillante, su desvergüenza a la hora de pedir iba en aumento.

Yasuko cambió de trabajo y se mudó de apartamento. Lo sintió por la pobre Misato, porque también tuvo que cambiarla de escuela. Desde que empezó a trabajar en el club de Kinshi-cho, Togashi no había aparecido ni una sola vez. Además, ella había vuelto a trasladarse de domicilio y ya llevaba un año trabajando en Bententei. Pensaba que ya se había librado por completo de aquel tormento de hombre.

No podía causarles trastornos a los Yonezawa. Tampoco quería que Misato se enterara. Tenía que arreglárselas por sí sola para conseguir que aquel hombre no volviera a molestarlas. Yasuko adoptó esa firme decisión, mientras miraba fijamente el reloj de la pared.

Al llegar la hora convenida, se dirigió hacia el restaurante. Togashi estaba sentado al lado de la ventana, fumando. Encima de la mesa había una taza de café. Al tiempo que se sentaba, Yasuko le pidió a la camarera una taza de chocolate. Cuando se trataba de bebidas sin alcohol, el cliente podía repetir gratuitamente tantas veces como quisiera, pero ella no tenía intención de quedarse allí mucho tiempo.

—Y bien, ¿qué es lo que quieres? —le preguntó con cara de enfado a quien había sido su esposo.

La tensión en los labios de Togashi viró hacia una sonrisa.

—¿A qué viene tanta prisa, mujer?

—Tengo un montón de cosas que hacer, así que, si piensas decirme algo, hazlo ya.

—Yasuko… —Togashi alargó un brazo, como si fuera a tocar la mano que ella tenía sobre la mesa.

Al darse cuenta, Yasuko la retiró. Él hizo una mueca.

—Estás de malas, ¿eh? —exclamó.

—Pues claro. ¿Qué razones tienes para acosarme de esta manera?

—Tampoco hace falta que me hables así, ¿no? Mira, aunque no lo parezca, esta vez voy muy en serio.

—¿Cómo que «en serio»?

La camarera regresó con el chocolate. Yasuko tendió de inmediato las manos hacia la taza. Su intención era beberse el chocolate lo antes posible y salir de allí enseguida.

—Todavía sigues sola, ¿no? —dijo Togashi bajando la cabeza y poniendo ojos de cordero degollado.

—¿Y eso a ti qué más te da?

—Es que criar a una hija es algo muy duro para una mujer sola. Además, de ahora en adelante también te resultará cada vez más caro. Y trabajando en esa tienda de bento no puedes garantizarle un buen futuro. Por eso te pido que lo pienses de nuevo. He cambiado; ya no soy el de antes.

—¿Ah, sí? ¿Y se puede saber en qué has cambiado? Está bien, te lo preguntaré directamente: ¿acaso tienes un trabajo estable?

—Lo tendré. Ya he encontrado uno.

—O sea, que hoy por hoy no tienes ninguno.

—Pero ¿no te digo que ya he encontrado uno? Empiezo el mes que viene. Es una empresa nueva, pero en cuanto se lance y coja fuerza seguro que ganaré una pasta y también podré hacerme cargo de vosotras.

—No, gracias. Si de veras vas a ganar tanto, es mejor que te busques a otra compañera. Te lo pido por favor: olvídate de nosotras.

—Yasuko, te necesito…

Togashi volvió a tender el brazo e intentó coger la mano de Yasuko, que en ese momento asía la taza de chocolate. Ella masculló un «No me toques» al tiempo que agitaba la mano para liberarla. Con el gesto, un poco de chocolate caliente salpicó la mano de Togashi, que al quemarse soltó un quejido. Un segundo después, la mirada que dirigió a Yasuko reflejaba su odio.

—Ahora no me vengas con ésas —dijo ella—. No esperarás que te crea, ¿verdad? Ya te lo he dicho muchas veces: no tengo la más mínima intención de volver contigo. Así que déjalo ya, ¿vale? —Se puso de pie.

Togashi la miró fijamente sin pronunciar palabra. Ella no le hizo caso, dejó el dinero del chocolate sobre la mesa y se dirigió hacia la salida.

Ya en la acera, montó en la bicicleta que había aparcado al lado de la entrada y se marchó todo lo rápido que pudo. Le preocupaba que, por entretenerse demasiado, Togashi tuviera tiempo de salir e ir tras ella. Habría sido un fastidio. Avanzó todo recto hasta el puente de Kiyosu y, nada más cruzarlo, giró a la izquierda.

Le había dicho cuanto tenía que decirle, pero estaba convencida de que Togashi no se iba a dar por vencido. Pronto aparecería de nuevo por la tienda. Empezaría a seguirla a todas partes y, al cabo de poco, también acabaría molestando a sus jefes. Era probable incluso que se dejara caer por la escuela de Misato. Estaba esperando a que Yasuko se diese por vencida. Pero la subestimaba si pensaba que terminaría derrumbándose y soltando el dinero.

Volvió al apartamento y empezó a preparar la cena. Aunque eso sólo consistía en recalentar unas sobras de verduras que le habían dado en la tienda, le costaba concentrarse. Sus manos se detenían solas a cada instante. Las imágenes desagradables se multiplicaban en su cabeza y, sin querer, perdía el hilo de lo que estaba haciendo.

Misato no tardaría en regresar. Tras el entrenamiento se quedaba a charlar un rato con las compañeras de bádminton, así que solía llegar a casa pasadas las siete.

De pronto, sonó el portero automático. Yasuko, extrañada, se dirigió al recibidor. No podía ser Misato, porque tenía sus propias llaves.

—¿Sí? —preguntó Yasuko—. ¿Quién es?

Tras una breve pausa, una voz dijo al otro lado de la puerta:

—Soy yo.

Yasuko sintió que la vista se le nublaba. No había podido evitar que sus malos presagios se cumplieran. Togashi había conseguido dar con su apartamento. Tal vez algún día la había seguido a la salida de Bententei.

Como Yasuko no respondía, Togashi empezó a golpear la puerta.

—¡Oye!

Ella sacudió la cabeza e hizo girar la llave en la cerradura. Pero dejó puesta la cadena.

Abrió la puerta unos diez centímetros y comprobó que, justo al otro lado, estaba el rostro de Togashi. Éste sonrió. Tenía los dientes amarillos.

—Vete. ¿Por qué has venido?

—Porque aún no he acabado de decirte lo que quería. Y tú sigues teniendo la misma mala leche de siempre, ¿eh?

—Te he dicho ya mil veces que dejes de perseguirme.

—¿Y qué tal si esta vez, para variar, me escucharas? En todo caso, déjame pasar.

—Ni hablar. ¡Qué te vayas!

—Pues si no me dejas entrar, esperaré aquí. Seguro que pronto llegará Misato. Si no puedo hablar contigo, lo haré con ella.

—¿Qué tiene que ver ella en todo esto?

—Entonces déjame entrar.

—Voy a llamar a la policía.

—Como quieras. Hazlo. ¿Qué hay de malo en que uno visite a su exesposa? La policía se pondrá de mi parte. Te dirán: «Venga, señora, al menos podría usted dejarlo pasar, ¿no?».

Yasuko se mordió el labio inferior. Le daba rabia, pero Togashi tenía razón. Ya había llamado a la policía otras veces, y lo cierto era que nunca le había servido de ayuda.

Además, tampoco quería montar una escena allí. Precisamente porque le habían dejado entrar en aquel apartamento sin exigirle la firma de un garante, corría el riesgo de que, al mínimo escándalo que se produjera, la echaran sin contemplaciones.

—Pero te vas enseguida, ¿de acuerdo?

—Vale. —El rostro de Togashi reflejaba el orgullo de la victoria.

Ella quitó la cadena y volvió a abrir la puerta. Togashi se descalzó sin dejar de mirar con curiosidad el interior de la estancia. Se trataba de un pequeño apartamento de dos habitaciones y cocina. Nada más entrar había una washitsu[2] que mediría unos seis jo[3] y una pequeña cocina a la derecha. Al fondo había otra pequeña washitsu de unos cuatro jo y medio, que disponía de balcón.

—Es viejo y algo pequeño, pero no está nada mal, ¿eh? —dijo Togashi al tiempo que, con toda su cara dura, se sentaba sobre el tatami e introducía sus piernas bajo el kotatsu[4] que había instalado en el centro de la habitación principal.

»¿Qué es esto? —exclamó—. Si ni siquiera está enchufado… —Y pulsó el interruptor.

—Sé exactamente lo que pretendes. —Yasuko, que seguía de pie, bajó la mirada hacia Togashi—. Vienes aquí diciendo que si esto, que si lo otro, pero lo que de veras quieres es dinero.

—¿Qué dices? ¿A qué te refieres con eso? —Togashi sacó el paquete de Seven Stars del bolsillo de la cazadora. Encendió un pitillo con su mechero desechable y echó un vistazo alrededor. Parecía buscar un cenicero, pero se percató de que no había ninguno a mano. En busca de algo en lo que echar la ceniza, se estiró hasta alcanzar la papelera y extrajo de ella una lata vacía.

—Me refiero a que lo único que pretendes es sacarme dinero —respondió Yasuko—. En definitiva, sólo se trata de eso, ¿no?

—Bueno, pues vale, si es así como quieres verlo…

—Pero no pienso darte un solo yen.

—¿Ah, no?

—De modo que vete. Y no vuelvas.

Nada más decir aquello, la puerta se abrió enérgicamente y entró Misato vestida de uniforme. Al advertir que había una visita en casa, se quedó un instante inmóvil. Cuando comprendió de quién se trataba, su semblante pasó a reflejar una mezcla de temor y desesperación. La raqueta de bádminton se le cayó de la mano.

—Misato, ¡cuánto tiempo! —dijo Togashi con tono displicente—. Pero qué mayor te has hecho…

Misato miró de reojo a Yasuko, se quitó las zapatillas de deporte en el recibidor y entró en silencio en la habitación. Siguió de ese modo hasta el cuarto del fondo y, una vez allí, cerró la puerta corredera que, a modo de tabique, separaba ambas estancias.

Togashi se tomó su tiempo antes de continuar.

—No sé lo que piensas tú, pero yo lo único que quiero es que nos reconciliemos. ¿Tan grave es que te lo pida?

—Pero yo ya te he dicho que no quiero. Es más, sabes perfectamente que es imposible que acceda. Sólo lo usas como excusa para acosarme constantemente.

Sin duda, esas palabras dieron de lleno en el blanco. Pero Togashi no respondió. Pulsó el botón del mando a distancia y encendió el televisor. En pantalla aparecieron unos dibujos animados.

Yasuko soltó un suspiro y se fue a la cocina. Tenía el monedero guardado en el cajón que había a un lado del fregadero. Extrajo dos billetes de diez mil yenes y dejando el dinero encima del kotatsu, dijo:

—Coge esto y déjanos vivir en paz.

—Pero ¿qué haces? ¿No decías que no ibas a darme dinero?

—Es la última vez.

—No lo quiero.

—No me digas que pensabas irte de vacío. Supongo que habrías preferido que te diera más, pero es que aquí también vamos bastante apuradas, ¿sabes?

Togashi miró fijamente los veinte mil yenes y luego volvió sus ojos hacia el rostro de Yasuko.

—En fin, si no hay más remedio… Vale, me voy. Pero que conste que yo te he dicho que no lo quería. Eres tú la que me obliga a cogerlo.

Togashi se metió el dinero en el bolsillo de la cazadora. Arrojó la colilla a la lata y sacó las piernas de debajo del kotatsu. Pero, en lugar de dirigirse directamente hacia la puerta del apartamento, se encaminó a la habitación del fondo y, de repente, abrió la puerta corredera. Misato soltó un breve e involuntario grito.

—¡Pero ¿se puede saber qué haces?! —gritó Yasuko.

—Supongo que no te importará que me despida de mi hijastra, ¿no?

—Ella ya no es tu hijastra.

—Bueno, qué más da… Venga, Misato, hasta otra —dijo Togashi dirigiendo su voz hacia la habitación en que se encontraba Misato, que se hallaba fuera del alcance de la vista de Yasuko.

Togashi se dirigió por fin al recibidor, dispuesto a marcharse.

—Se va a convertir en una mujer estupenda —soltó—. Qué ganas tengo de que llegue ese día…

—¡No digas estupideces!

—De estupideces, nada. Dentro de tres años ya se podrá ganar la vida por sí misma. Se van a pelear por contratarla.

—Déjate de chorradas. ¡Y lárgate de una vez!

—Vale, vale, ya me voy. Al menos por hoy…

—No se te ocurra volver.

—Eso ya lo veremos…

—Eres un…

—Te lo repito: no te librarás de mí. La que se acabará dando por vencida serás tú, no yo —dijo Togashi con una risa socarrona. Luego se agachó con la intención de ponerse los zapatos.

Fue en ese mismo instante. Yasuko oyó un ruido seco a sus espaldas. Al volverse, Misato se encontraba a su lado, vestida todavía con el uniforme. Tenía algo en su mano alzada.

Yasuko no fue capaz ni de detenerla ni de articular palabra: Misato había golpeado en la nuca a Togashi, que se desplomó en el suelo.