Prólogo

11 de octubre de 1978

—¡Ay, Dios mío! —exclamó Mary Millman, agarrando las sábanas con las manos. El dolor se extendía desde el bajo vientre hacia el pubis y la base de la columna como una lanza de acero fundido—. ¡Deme algo para calmar el dolor! ¡Por favor, no aguanto más! —Soltó un alarido.

—Todo marcha muy bien, Mary —dijo el doctor Stedman serenamente—. Respira hondo. —Se puso los guantes de cirujano y ajustó los dedos.

—¡No aguanto más! —gritó Mary. Torció el cuerpo para acomodarse mejor, pero no sintió alivio. El dolor se intensificaba.

Contuvo el aliento, y sus músculos reaccionaron con una fuerte contracción.

—¡Mary! —El doctor Stedman le cogió el brazo con firmeza—: Mary, no hagas fuerza. No sirve de nada mientras no se dilate el cuello. ¡Y además podrías hacerle daño al bebé!

Mary abrió los ojos y trató de relajarse. La simple respiración le producía más dolor.

—No puedo evitarlo —gimió entre lágrimas—. ¡Ayúdeme, por favor! ¡No aguanto más!

Mary Millman, una mujer de veintidós años, era secretaria en una gran tienda de Detroit. Cuando leyó el anuncio en el que se pedía una madre de alquiler, le pareció un regalo caído del cielo: con el dinero podría cancelar las deudas que habían quedado después de la larga enfermedad de su madre. Pero nunca había sufrido un embarazo ni visto un parto, salvo en el cine; no tenía la menor idea de lo que entrañaba. En ese momento no se le ocurría pensar en los treinta mil dólares que recibiría después de que todo terminara, aunque era una cantidad mucho mayor que la vigente en el «mercado» de madres de alquiler de Michigan, el único Estado que admitía la adopción prenatal. Creía que iba a morir. El dolor fue creciendo hasta alcanzar un determinado nivel.

Mary aprovechó el momento para respirar.

—Quiero una inyección para el dolor —dijo. Sentía la boca reseca.

—Ya te hemos dado dos —replicó el doctor Stedman. Se quitó los guantes que había contaminado al coger el brazo de la muchacha y se puso un nuevo par esterilizado.

—No me han hecho efecto —gimió Mary.

—En el momento de la contracción, no. Pero hace unos instantes estabas dormida.

—¿De verdad? —Mary buscó la ratificación de los ojos de Marsha Frank, la madre adoptiva, que le humedecía la frente con un pañuelo mojado en agua fresca. Marsha asintió con una sonrisa cálida y comprensiva. Mary la quería, le gustaba tenerla a su lado durante el parto. Esa había sido una de las condiciones impuestas por los Frank, aunque a Mary no le gustaba el futuro padre, con su actitud hosca y autoritaria.

—Recuerda que lo que te inyectan a ti, también se lo dan al bebé —decía Frank en ese momento—. No vamos a poner en peligro su vida sólo para aliviar tu dolor.

El doctor Stedman le echó una ojeada. La presencia de aquel tipo lo ponía nervioso. Era el peor futuro papá que jamás había admitido en la sala de partos. Lo más extraño era que Frank también era médico y se había especializado en obstetricia antes de dedicarse a la investigación. Si tenía alguna experiencia, no la demostraba en la sala de partos. Mary soltó un suspiro, y el doctor Stedman volvió a concentrarse en la paciente.

La mueca de dolor se borraba de su cara. Evidentemente, la contracción había pasado.

—Muy bien —dijo el médico, y le indicó a la enfermera que quitara la sábana que cubría las piernas de Mary—: Veamos cómo marcha esto. —Se inclinó y alzó las piernas de Mary hasta la posición ginecológica.

—¿Qué le parece si le aplicamos ultrasonido? —sugirió Víctor—. Esto no va muy rápido que digamos.

El doctor Stedman se enderezó.

—¡Doctor Frank! Si me permite… —dejó la frase inconclusa, pensando que su tono de fastidio lo decía todo.

Víctor Frank levantó los ojos y en ese momento Stedman advirtió que estaba aterrado. Su rostro estaba lívido y le caían gotas de sudor de la frente. Tal vez el empleo de una madre de alquiler producía una tensión insoportable, aunque el futuro padre fuera médico.

Mary soltó una exclamación y un chorro de líquido fluyó sobre la cama. El doctor Stedman se olvidó de Frank y se volvió hacia ella.

—Bueno, has roto la bolsa —dijo—. Es normal, ya te lo dije antes. A ver cómo viene el bebé.

Mary cerró los ojos al sentir los dedos hurgando en su cuerpo.

Tendida sobre sábanas empapadas con sus propios fluidos, se sentía humillada, vulnerable. Se había autoconvencido que no lo hacia sólo para ganar dinero, sino también para dar felicidad a una pareja que no podía tener un segundo hijo. Marsha se había mostrado muy dulce y persuasiva. Ahora se preguntaba si había hecho lo correcto. Pero en ese momento la nueva contracción le dejó la mente en blanco.

—¡Bien, muy bien! —exclamó el doctor Stedman—. Lo haces muy, pero que muy bien, Mary. —Se quitó los guantes y los dejó a un lado—. La cabeza del bebé ya ha bajado y tu cuello casi está en la máxima dilatación. ¡Perfecto! —Se volvió hacia la enfermera—: Bueno, vamos a la sala.

—¿No me dan algo para el dolor? —preguntó Mary.

—En la sala de partos —dijo el doctor Stedman. El momento de máxima tensión había pasado. Pero una mano le cogió del brazo.

—¿No tiene demasiado grande la cabeza? —preguntó Víctor, atrayéndolo con brusquedad.

El doctor Stedman advirtió el temblor de la mano que le agarraba el brazo y la apartó con suavidad.

—He dicho que la cabeza ya ha bajado. Eso significa que está alojada en el canal pelviano. ¡No lo habrá olvidado en tan poco tiempo!

—¿Está seguro de que ha bajado?

La ira estuvo a punto de hacerle estallar, pero se contuvo al advertir la ansiedad de Víctor.

—Sí, no hay duda de que ha bajado. —Y añadió—: Está muy nervioso. Seria mejor que esperara fuera.

—¡No puedo! —exclamó Víctor—. Tengo que seguir hasta el final.

Los médicos se miraron cara a cara. El doctor Stedman había advertido desde el comienzo algo extraño en la actitud del futuro padre. Al principio había atribuido la tensión al hecho de recurrir a una madre de alquiler, pero había algo más. El doctor Frank no era el típico padre ansioso.

—«Tengo que seguir hasta el final». Qué extraño escuchar esas palabras en boca de un futuro padre, a pesar de la situación. Parecía como si se tratara de una misión en lugar de una experiencia feliz —aunque traumática— para los seres humanos.

Marsha era consciente de la extraña actitud de su esposo. Pero al seguir la camilla de Mary hacia la sala de partos estaba tan concentrada en el alumbramiento que no pensó en ello. Deseaba de todo corazón haber sido ella la mujer tendida en esa camilla.

Hubiera soportado el dolor, aunque el parto de su hijo David, cinco años antes, le había provocado una hemorragia tan violenta que el médico había practicado una histerectomía para salvarle la vida. Anhelaban tanto tener un segundo hijo que estudiaron diversas posibilidades, hasta que finalmente optaron por la de la madre de alquiler. Marsha se sentía feliz, sobre todo porque el niño era legalmente suyo incluso antes del parto, pero de todos modos hubiera deseado llevar al bebé en su seno. Se preguntó cómo era posible que Mary aceptara que se lo quitaran. Justamente por eso estaba satisfecha con las leyes de Michigan.

Las enfermeras trasladaron a Mary a la mesa de parto.

—Todo marcha bien —dijo Marsha—. Falta muy poco.

—La quiero de costado —dijo a la enfermera el anestesista doctor Whitehead. Cogió el brazo de Mary—: Voy a hacerle un bloqueo epidural, como le dije hoy.

—Me parece que no conviene hacerle un epidural —dijo Víctor, que se había acercado a la camilla—. Sobre todo si piensa hacerlo por vía caudal.

—¡Doctor Frank! —dijo Stedman con tono severo—. Le doy a elegir: deje de entrometerse o salga de la sala de partos. Escoja.

El doctor Stedman estaba harto de lidiar con Frank. Se había sometido a sus exigencias, que incluían una batería completa de análisis prenatales, desde la amniocentesis hasta una biopsia de la microvellosidad coriónica. Durante las tres primeras semanas del embarazo le había administrado un antibiótico llamado cefaloclor. Consideraba que nada de esto era necesario, pero lo había aceptado ante la insistencia del doctor Frank y en vista de las peculiaridades de la situación. Además, Mary no se oponía; ya que era parte de su acuerdo con los Frank. Pero el parto era otra cosa: el doctor Stedman no iba a alterar sus métodos de trabajo sólo para complacer a un colega neurótico. Se preguntó qué clase de medicina habría estudiado Frank. Seguramente conocía las técnicas quirúrgicas usuales. Sin embargo, a cada paso ponía sus objeciones.

Víctor y el doctor Stedman se miraron a los ojos, furiosos los dos mientras crecía la tensión. El doctor Frank había crispado los puños y por un instante Stedman pensó que le iba a golpear.

Pero Víctor optó por alejarse a un rincón para seguir el proceso desde allí.

El corazón le latía con violencia y sentía el estómago revuelto.

«Por favor, que sea un bebé normal», rogó para sus adentros. Miró a su esposa con los ojos llenos de lágrimas. ¡Quería tanto ese bebé!

Nuevamente empezó a temblar. «Hice mal —se dijo—. Pero, por el amor de Dios, que sea un bebé normal». Miró el reloj de pared.

El segundero tardaba una eternidad en barrer el circulo completo. Se preguntó si seria capaz de soportar la tensión hasta el final.

Las hábiles manos del doctor Whitehead colocaron en pocos segundos el analgésico caudal. Marsha cogió a Mary de la mano y sonrió para darle ánimos mientras se disipaba el dolor. Mary sintió entonces que la despertaban, porque había llegado el momento de empujar. La segunda etapa del parto fue rápida y sin tropiezos, y a las 18.04 nacía un lozano bebé: Víctor Frank, hijo.

En el momento del alumbramiento, Víctor contenía el aliento y trataba de no perderse detalle desde la posición que ocupaba, detrás del doctor Stedman. Estudió rápidamente al niño mientras el doctor Stedman cortaba el cordón umbilical. Luego entregó el recién nacido al pediatra, quien lo llevó a una incubadora con temperatura regulada por termostato. Víctor lo siguió, observando cuando lo examinaba. Experimentó una sensación de alivio. El bebé parecía normal.

—Apgar diez —dijo el médico. Era la máxima calificación para un recién nacido.

—Perfecto —dijo Stedman, ocupado con el postalumbramiento.

—Pero no llora —objetó Víctor, con una sombra de duda en medio de la euforia.

El pediatra palmeó suavemente las plantas de los pies del bebé y le frotó la espalda, pero no lloró.

—Respira bien —dijo.

Cogió la jeringa succionadora para limpiarle la nariz, y casi se cayó de espaldas cuando el bebé levantó la mano, le arrancó la jeringa y la arrojó al suelo.

—Bueno, no cabe duda —dijo con una sonrisa—. No tiene ganas de llorar.

—¿Me permite? —preguntó Víctor.

—Pero que no coja frío.

Víctor se inclinó sobre la incubadora y alzó al bebé rodeándole el torso con las manos. Era hermoso, con cabello rubio y mejillas regordetas y rosadas que le daban un aire de querubín. Pero lo más destacado eran los ojos, azules y brillantes. Al contemplarlos Víctor advirtió, atónito, que el bebé lo miraba.

—Qué hermoso, ¿no? —dijo Marsha, mirando sobre su hombro.

—Si, es hermoso —asintió Víctor—. ¿Pero de dónde le viene el pelo rubio? Los dos tenemos pelo castaño.

—Yo fui rubia hasta los cinco años —dijo Marsha, y rozó la piel rosada del bebé con un dedo.

Víctor miró a su esposa, que estaba embelesada con el bebé.

Su cabello era castaño oscuro con algunos mechones grises. Tenía unos ojos de color azul gris ceo y unos rasgos muy marcados, a diferencia de la cara regordeta del niño.

—¡Y qué ojos! —dijo Marsha.

Víctor miró nuevamente al bebé.

—Son increíbles, ¿no? Hace un momento tuve la impresión de que me estaba mirando.

—Parecen zafiros —dijo Marsha.

Víctor giró el cuerpo del bebé para que mirara a Marsha. ¡Pero los ojos del niño siguieron clavados en los suyos! Eran de un profundo azul turquesa, fríos y brillantes como el hielo. Sintió una punzada de miedo.

Víctor Frank giró el volante de su «Oldsmobile Cutlass» para coger el camino de gravilla que conducía a su casa, una vieja granja restaurada, de paredes de madera. Los Frank estaban eufóricos.

Muchos planes, mucha angustia en los viajes a Detroit hasta hallar la madre adecuada, mucha tensión durante el proceso de fertilización in vitro, y finalmente el premio anhelado. Tenían un hijo. Mientras lo acunaba en sus brazos, Marsha agradeció en silencio la bondad de Dios.

Cuando el vehículo cogió la última curva, Marsha alzó al niño y le apartó la manta del rostro para que viera su hogar. Como si comprendiera, Víctor hijo parpadeó al contemplar la casa, bonita aunque modesta, por la ventanilla del coche. Se volvió hacia Víctor sonrió.

—Parece que te gusta, ¿no, campeón? —rio el padre—. Aunque sólo tiene tres días, no me sorprendería que fuera capaz de hablar.

—¿Qué te gustaría que dijera? —preguntó Marsha al acomodar a VJ sobre su regazo. Le habían puesto ese sobrenombre para diferenciarlo de Víctor padre.

—No sé —dijo este mientras detenía el coche frente a la puerta—. Tal vez que le gustaría ser médico, como su viejo.

—¡Por Dios! —exclamó Marsha al abrir la puerta del coche.

Víctor corrió a ayudarla. Era un hermoso día de octubre, muy soleado y claro. Los árboles detrás de la casa mostraban sus mejores galas otoñales: las hojas escarlatas del arce, las anaranjadas del roble, las amarillas del abedul. En ese momento se abrió la puerta y Janice Fay, la niñera, salió corriendo.

—Déjeme verlo dijo mientras se precipitaba hacia Marsha.

Se llevó la mano a la boca, asombrada.

—¿Le gusta? —preguntó Víctor.

—¡Ay, es un ángel! —exclamó Janice—. ¡Qué hermoso! ¡Y esos ojos azules! —Extendió los brazos—. Déjeme tenerlo un poco. —Cogió al niño y lo acunó suavemente—.Qué extraño que sea rubio, ¿verdad?

—A nosotros también nos sorprendió —dijo Marsha—. Pero le viene de mi familia.

—Claro que si —observó Víctor—. Entre los hunos de Atila había infinidad de rubios.

—¿Dónde está David? —preguntó Marsha.

—En casa —dijo Janice, sin quitar los ojos de VJ.

—¡David! —llamó Marsha.

El niño apareció en la puerta, cargado con un osito de peluche que había abandonado tiempo atrás. Tenía cinco años y era menudo, con el cabello oscuro y ensortijado.

—Ven a conocer a tu hermanito.

David se acercó a regañadientes al grupo, que sólo tenía ojos para el bebe.

Janice se inclinó para mostrárselo. David se lo quedó mirando y arrugó la nariz.

—Huele feo.

Víctor se echó a reír. Marsha lo besó y le dijo que cuando VJ tuera más grande tendría un bonito olor como él. Cogió a VJ en sus brazos y fue hacia la casa. Janice suspiró con placer. Era un día feliz. Le gustaba cuidar bebés recién nacidos. Sintió que David le cogía la mano. Bajó la vista. El niño la miraba.

—No me gusta mi hermanito —dijo—. Devolvedlo.

—Vamos, no seas así —dijo Janice, abrazándolo—. Él es un bebé, y tú un chico grande.

Entraron en la casa cogidos de la mano, justamente cuando Marsha y Víctor entraban en el flamante cuarto del bebé en la planta alta. Fueron a la cocina, donde Janice estaba preparando la cena. David se sentó en una silla y puso el osito en otra, frente a él.

—A quién quieres más, ¿a mí o al bebé?

Janice dejó las legumbres que estaba lavando, cogió a David en sus brazos y apoyó la frente contra la suya.

—Yo te quiero más que a nadie en el mundo —dijo, y lo abrazó con fuerza. David le devolvió el abrazo.

No sabían que les quedaban pocos años de vida.