Epílogo

Un año después

—Queda un paciente y después puede irse —dijo Jean, asomando la cabeza por la puerta.

—¿Lo ha añadido a última hora? —preguntó Marsha, molesta.

Quería irse a las cuatro. El nuevo paciente la tendría ocupada hasta las cinco. En otra ocasión no le hubiera importado, pero tenía una cita a las seis con Joe Arnold, el profesor de historia de David. Irían a una tienda de animales del centro a buscar el cachorro que ella había comprado inducida por él. «Le irá bien —le había dicho—. No hay mejor terapia que un perrito. Si todo el mundo lo supiera, ustedes los psiquiatras se quedarían en la calle».

Poco después de haber leído las noticias de la tragedia en el diario, la había llamado para expresarle su pésame y para decirle que siempre había lamentado no haberla llamado cuando murió David. Poco a poco se habían hecho amigos. Joe quería sacarla de su voluntaria soledad.

—La mujer insistió —dijo Jean—. Si no, hasta la semana que viene no podría recibirla. Dice que es un caso urgente.

—¡Un caso urgente! —dijo taciturna. En psiquiatría, afortunadamente había pocos casos urgentes—. Está bien —dijo con un suspiro.

—Es usted encantadora —dijo Jean, y cerró la puerta.

Marsha se sentó de nuevo. Dictó sus apuntes sobre la sesión que había concluido y luego giró la silla para mirar por la ventana.

Se acercaba la primavera. El césped estaba más verde y el azafrán no tardaría en brotar. Los árboles lucían sus primeros brotes.

Marsha tomó aliento. Había pasado mucho tiempo, algo más de un año desde la noche fatal en que había perdido a su esposo y a su segundo hijo en un suceso que los diarios calificaron de accidental. Incluso habían publicado fotos del perno oxidado de una compuerta que había cedido cuando el Merrimack había alcanzado su máximo caudal durante el deshielo de primavera. Marsha no había revelado la verdad. Había permitido que la tragedia aparentemente accidental pusiera fin a la pesadilla. La verdad era mucho más compleja.

No había sido fácil afrontar su dolor. Había vendido la gran casa donde había vivido con Víctor y también sus acciones de «Chimera». Se había comprado una pequeña casa frente a una cala en Ipswich, cerca de la playa, con hermosos médanos. Había pasado sola muchos fines de semana, sin escuchar otro ruido que el de las olas y los chillidos de las gaviotas. Desde niña siempre había encontrado consuelo en la Naturaleza.

Los cadáveres de Víctor y VJ no habían aparecido. Sólo Dios sabía adónde los habría arrastrado el agua con su tremenda fuerza. Pero la desaparición de los cadáveres había dificultado aún más el proceso de adaptación, aunque no por las razones que suponen los psiquiatras. Jean le había sugerido que hiciera un poco de terapia, pero Marsha se había negado. ¿A quién podría decirle que la desaparición de los cadáveres generaba en ella la horrible sensación de que la pesadilla aún no había concluido? Tampoco se habían encontrado los restos de los cuatro fetos, y en realidad nadie conocía su existencia. Pero durante varios meses Marsha tuvo pesadillas en las que hallaba un dedo o un brazo en la playa por donde paseaba.

Su tabla de salvación había sido el trabajo. Pasados los primeros días de shock y dolor, se había puesto a trabajar con ansiedad, e incluso dedicaba largas horas a distintas organizaciones comunitarias. Valerie Maddox también la había ayudado mucho y con frecuencia pasaba los fines de semana con Marsha en su casa junto a la playa. Tenía una gran deuda con su colega.

Marsha se volvió hacia la mesa. Eran casi las cuatro, la hora de recibir al último paciente antes de ir a la tienda de animales. Tocó el timbre para indicar que podían pasar, y luego fue a la puerta.

Cogió el nuevo expediente que le había dado Jean y vio a una mujer de unos cuarenta y cinco años. Marsha le devolvió la sonrisa y le hizo un gesto para que la siguiera. Dejó entornada la puerta y fue a la silla que ocupaba durante las sesiones, junto a una mesita donde había pañuelos de papel para los pacientes que no podían dominar el llanto. Frente a la mesita había otras dos sillas.

Se volvió para recibir a la mujer. Pero no estaba sola. La seguía una adolescente muy delgada, de tez amarillenta. Su largo pelo rubio estaba desgreñado y muy sucio. En sus brazos llevaba un bebé rubio de unos dieciocho meses, que tenía una revista en la mano.

Marsha se preguntó quién de las dos era la paciente, porque la otra tendría que salir. Por el momento dijo «siéntense, por favor» y esperó a que le explicaran el motivo de la visita. La experiencia indicaba que ese método era mucho más eficaz para obtener información que el de las preguntas y respuestas.

La mujer mayor cogió al niño mientras la joven se sentaba frente a Marsha, y después lo puso sobre su regazo. El bebé parecía absorto en las ilustraciones de la revista. Marsha se preguntó por qué lo habían traído. No era tan difícil conseguir un canguro.

Era evidente que la salud física de la adolescente no era buena.

Parecía débil, y su palidez indicaba un estado de depresión, además de una posible desnutrición.

—Me llamo Josephine Steinburger y ella es mi hija Judith —dijo la mujer—. Gracias por recibirnos. Estamos desesperadas.

Marsha asintió para alentarla a seguir hablando.

La señora Steinburger se inclinó hacia ella como si quisiera decirle algo en confianza, pero no bajó la voz:

—Mi hija no es demasiado despierta, ¿comprende? Tiene muchos problemas. Drogas, escapadas de casa, peleas con el hermano, malas compañías, en fin, todo eso que usted sabe.

Marsha asintió de nuevo y miró a la muchacha para ver cómo reaccionaba ante las críticas, pero Judith tenía la mirada perdida.

—Usted ya sabe cómo son los chicos de hoy en día —prosiguió Josephine—. El sexo y todo eso. Nada que ver con mi propia juventud. No conocí el sexo hasta que fui mayor y nunca pude disfrutarlo, ya me entiende.

Marsha asintió de nuevo. Esperaba que la hija hablara, pero siguió en silencio. Marsha se preguntó si no estaría drogada.

—Bueno, pero Judith dice que tampoco conoce el sexo, y resulta que hace cosa de un año y medio me sorprendió con esta pequeña alegría del hogar —dijo con sorna.

Marsha no pareció impresionada. La negativa era el mecanismo de defensa más frecuente. Muchos adolescentes negaban que tenían contactos sexuales, incluso cuando las pruebas eran concluyentes.

—Judith dice que el padre es un jovencito que le ofreció dinero para meterle el tubito —dijo Josephine, guiñando el ojo—. Sé que lo llaman de muchas maneras, pero nunca había escuchado la palabra tubito. De todos modos…

Marsha no tenía la costumbre de interrumpir a los pacientes, pero en este caso la joven no había tenido oportunidad de hablar.

—Tal vez sería mejor que la paciente me explicara todo con sus propias palabras.

—¿Sus palabras? —preguntó Josephine, perpleja.

—Sí, sus palabras —insistió Marsha—. Es el paciente quien debe explicar su problema. Al menos, debe tener la oportunidad de participar.

Josephine soltó una carcajada, pero luego se dominó:

—Perdone, pero es que me ha hecho gracia. Judith está muy bien. Incluso se ha vuelto un poco más responsable, ahora que tiene un hijo. El que tiene problemas es el chico. Él es el paciente.

—Ah, claro —dijo Marsha, perpleja. Había tratado algunos niños, pero no tan pequeños.

—Este crío es un monstruito —prosiguió Josephine—. No podemos controlarlo.

Eso no significaba nada. Muchos padres decían que sus bebés eran unos monstruitos. Había que conocer los síntomas concretos.

—¿Qué clase de problemas les causa? —preguntó.

—Ah de todo tipo. Todos los que usted pueda imaginarse. Nos vuelve locas. —Se volvió hacia el niño—: ¡Mira a la señora, Jason!

Pero Jason estaba concentrado en la lectura.

—¡Jason! —exclamó la mujer. Le quitó la revista con violencia y la arrojó sobre la mesa. Marsha observó que era una revista especializada en biología celular.

—Ya lee mejor que su madre. Nos ha pedido un juego de química.

Marsha sintió la primera punzada de miedo en la garganta, y alzó los ojos lentamente.

—Tengo miedo de comprarle eso. Apenas tiene un año y medio. No es normal. A ver si incendia la casa.

Marsha miró al bebé sentado sobre el regazo de Judith. El niño le devolvió la mirada con sus penetrantes ojos azules. Tenía una mirada inteligente que no se correspondía con sus dieciocho meses de edad. Marsha retrocedió en el tiempo. El niño era la viva imagen de VJ.

Inmediatamente supo quién era: el producto del quinto cigoto, el que según VJ se había perdido cuando empezó sus trabajos sobre implantación. Su sexto hijo.

Estaba paralizada, y no pudo reprimir un grito al comprender la espantosa verdad: la pesadilla no había terminado.

Josephine se puso en pie y se inclinó sobre ella, asustada.

—Doctora Frank, ¿se siente mal?

—No…, sí, estoy bien —dijo Marsha—. Perdóneme. Estoy bien, de verdad. —No podía apartar la mirada del niño.

—Entonces, como le decía —prosiguió Josephine—, este crío nos vuelve locas. El otro día…

—Señora Steinburger —interrumpió Marsha, tratando de reprimir el temblor de la voz—, quiero concertar una entrevista con Jason. Tendré que hablar con él a solas. Pero hoy no puedo.

—Bueno, como quiera —suspiró Josephine—. Usted es la que entiende. Supongo que no va de unos días. Espero que pueda ayudarnos.

En cuanto hubieron salido, Marsha cerró la puerta y se apoyó de espaldas contra ella.

—Yo también lo espero —dijo en voz alta.

Tenía que hacer algo para detener al niño, un prodigio cuya maldad tal vez superaría la de VJ. Pero ¿qué podía hacer?

Cogió el teléfono para avisar a Joe Arnold que llegaría tarde. Al oír su voz se serenó.

—Me alegro de que no intente dejarme plantado, porque no lo voy a permitir —dijo con su voz risueña y cordial—. He pensado que hoy podríamos comer en casa. A un cachorro no se le puede dejar solo la primera noche en su nuevo hogar. Espero que pueda hacer frente a mi salsa picante. Ya la estoy preparando.

En realidad era mucho más grave lo que tenía que afrontar.

Para empezar, la verdad misma. Y de todas sus amistades —Valerie, Joe, Jean—, él parecía le persona en quien más podía confiar.

—Me gusta la salsa picante —dijo—. Y también, me parece mejor comer en casa.

Estuvo a punto de hablarle de Jason, pero decidió que esperaría. No quería decir nada por teléfono.

—De acuerdo. Ya empezaba a temer que tendría que pedir hora en su consultorio para hablar a solas. ¿Nos vemos en la tienda de animales a las siete? Creo que está abierta hasta las ocho.

—Sí, a las siete está bien. Gracias, Joe.

Colgó el teléfono y fue a buscar el abrigo.

Subió al coche y se dirigió hacia la tienda. Se sentía mejor al pensar que diría la verdad sobre la muerte de Víctor y VJ. Se había contenido tanto tiempo, que sería un gran alivio poder desahogarse por fin. Era una suerte tener un amigo como Joe. La había ayudado muchísimo.

Aparcó el coche cerca de la tienda de animales y apagó el motor. Se cogió al volante y estalló en llanto. Tenía que hacer frente al último demonio y, con ayuda de Joe, poner fin a la pesadilla iniciada por su esposo.