Viernes por la mañana
Víctor llegó al trabajo, furioso todavía por la muerte de la gata.
Marsha estaba cada vez más preocupada por VJ, y por si fuera poco un tipo misterioso hostigaba a la familia. Había que actuar con rapidez para prevenir un nuevo ataque, sobre todo porque cada uno era peor que el anterior. ¿Qué sucedería después de la muerte de la gata? Víctor se estremeció al considerar las perspectivas.
Aparcó el coche en el lugar que tenía reservado y apagó el motor. VJ y Philip, que venían juntos en el asiento trasero, bajaron rápidamente y se dirigieron a la cafetería. Víctor se preguntó, mientras los veía alejarse, si Marsha no tendría razón al pensar que el chico demostraba una conducta potencialmente peligrosa desde el punto de vista psiquiátrico. La noche anterior, en la cama, Marsha le había referido el resto de su conversación con el profesor Remington. El hecho de que VJ se hubiera peleado con alguien le había inquietado más que cualquier otra cosa. Eso no correspondía con la personalidad del chico. Le parecía imposible. Y si era verdad, no sabía qué pensar. En cierto sentido, era para estar orgulloso de su hijo. ¿Qué tenía de malo que se defendiera? El mismo profesor Remington había expresado cierta admiración por el modo en que había actuado.
—¿Quién sabe? —dijo Víctor en voz alta al bajar del coche y dirigirse a la puerta del edificio. Antes de que diera una docena de pasos, apareció un hombre vestido con uniforme de policía.
—¿Es usted el doctor Víctor Frank?
—Sí.
Le entregó un sobre.
—Es para usted, de comisaría —dijo—. Buenos días.
Víctor abrió el sobre. Era una citación para responder a una querella judicial. La carátula decía: «Sharon Carver contra Víctor Frank y “Chimera Inc”».
No hacía falta leer más. Sabía de qué se trataba: Sharon le llevaba a juicio por discriminación sexual. Sintió el impulso de arrojar las hojas de papel al aire. Su furia iba en aumento a medida que subía las escaleras hacia la entrada.
En la oficina reinaba una tensión casi eléctrica. Todos lo miraban pasar y luego murmuraban entre ellos. Cuando llegó al despacho, llamó a Colleen y le preguntó qué diablos pasaba.
—Se ha hecho famoso —dijo—. Han dicho en las noticias que fue usted el que descubrió los cadáveres de la familia Gephardt.
—¡Lo que me faltaba! —dijo Víctor. Entregó la citación a Colleen para que la hiciera llegar al abogado de la empresa. Luego se sentó:
—Bueno, ¿qué tenemos para hoy?
—De todo un poco —dijo Colleen. Le entregó una hoja—: El informe preliminar sobre las investigaciones de Hurst. Han encontrado irregularidades importantes nada más empezar. Quieren tenerle informado. Usted siempre es portadora de gratas nuevas —dijo Víctor, echando un vistazo al informe. No era para sorprenderse dada la reacción de Hurst al conocer su decisión de investigar el asunto, pero había pensado que las irregularidades no aparecían tan pronto. Hurst parecía un hombre hábil para cubrirse.
—¿Qué más? —preguntó, dejando el informe a un lado.
—El miércoles próximo habrá una reunión de dirección para resolver la venta de acciones. —Le entregó una hoja para que la incluyera en su agenda.
—Es como una invitación a jugar a la ruleta rusa —dijo Víctor—. ¿Qué más?
Colleen siguió recorriendo la lista y señalando los sucesivos problemas: casi todos eran de poca importancia, pero había que ocuparse de ellos. Tomó nota de las instrucciones de Víctor. Terminaron en media hora.
—Ahora me toca a mí —dijo Víctor—. ¿Me han llamado de alguna agencia de seguridad?
—No.
—Bueno. Quiero que coja el teléfono y que utilice todos sus encantos para averiguar dónde estaban Ronald Beekman, William Hurst y Sharon Carver ayer al mediodía.
Colleen tomó nota y aguardó el resto de las instrucciones. Cuando Víctor le dijo que eso era todo, asintió y se dirigió hacia su mesa.
Víctor cogió los papeles listos para su lectura y firma y se puso a trabajar.
Media hora más tarde, Colleen volvió con la información que había pedido: el doctor Beekman y el doctor Hurst habían pasado el día en «Chimera», aunque este había desaparecido a la hora de comer y nadie sabía dónde había ido. Sobre la señorita Carver no se sabía nada.
Víctor le dio las gracias. Cogió el teléfono y llamó a «Able Protection», una de las agencias de seguridad. Una telefonista atendió la llamada y le hizo esperar. Luego se puso al teléfono un hombre de voz grave, con quien Víctor contrató un servicio de vigilancia para su casa entre las 18 y las 6.
Colleen volvió con una lista del instrumental sustraído por Gephardt.
Víctor recorrió la lista: sintetizador de polipéptidos, contratadores intermitentes, centrifugadoras, microscopio electrónico…
—¡Un microscopio electrónico! —chillo Víctor—. ¿Cómo diablos lo sacó de aquí? ¿Cómo consiguió ocultarlo y después venderlo? La demanda de microscopios electrónicos no es tan grande, que yo sepa. —Víctor la miró, pero en su mente tenía la imagen de la furgoneta aparcada frente a la puerta de Gephardt.
—No tengo la menor idea —dijo la secretaria.
—Pero lo peor de todo es que pudiera hacerlo durante tanto tiempo. Contabilidad y seguridad van a tener que dar explicaciones.
A las once y media pudo salir por fin de su despacho para ir al laboratorio. Las tareas administrativas de la mañana le habían puesto extraordinariamente nervioso, pero en el laboratorio se relajó casi al instante. Era una reacción inmediata, casi refleja. Había creado «Chimera» para dedicarse a la investigación, no al papeleo engorroso.
Cuando entraba en su despacho del laboratorio, una de las técnicas se dirigió hacia él, apresuradamente.
—Robert lo anda buscando. Nos ha dicho que le avisáramos.
Víctor le dio las gracias y salió en busca del técnico, a quien encontró en la unidad de electroforesis.
—¡Doctor Frank! —exclamó Robert con una sonrisa feliz—. Dos de sus muestras habían dado positivo.
—O sea que…
—En las dos muestras de sangre hemos detectado la presencia de cefaloclor.
Víctor se quedó un instante sin aliento. Jamás se le había ocurrido que ese análisis pudiera dar un resultado positivo. Sólo lo había encargado porque conservaba el espíritu del estudiante de medicina.
—¿Está seguro? —preguntó, articulando con dificultad.
—Es lo que dice Harry. Y si hay un tipo competente, es él. ¿No lo esperaba?
—La verdad es que no —respondió. Su mente ya consideraba las implicaciones del hecho. Se volvió hacia Robert—: Compruébelo usted personalmente.
Sin decir una palabra más, dio medio vuelta para volver a su despacho del laboratorio. En uno de sus cajones guardaba un frasco con cápsulas de cefaloclor. Cogió una cápsula, salió del despacho y atravesó el laboratorio y la sala de disección hacia la sala de animales. Cogió dos ratas inteligentes, las puso en una jaula aparte y agregó el contenido de la cápsula al tazón con agua.
Esperó que el polvo blanco se disolviera antes de colocar el tazón en la jaula.
Salió de su departamento de biología, recorrió un largo pasillo y subió una escalera hasta el departamento de inmunología. Fue directamente al despacho de Hobbs.
—¿Cómo se encuentra ahora después de volver al trabajo? —preguntó.
—No consigo concentrarme al cien por cien —confesó Hobbs—. Pero el trabajo me va bien. En casa pensaba que me iba a volver loco. A Sheila también le ha ido bien volver.
—Bueno, me alegro. Quería preguntarle una vez más si existe la posibilidad de que a su hijo le suministraran cefaloclor.
—En absoluto —dijo Hobbs—. ¿Por qué? ¿Cree que el cefaloclor provocó el edema?
—Si no lo tomó, no —dijo Víctor en un tono que no dejaba lugar a dudas.
Dejó a un Hobbs un tanto perplejo y fue al departamento de contabilidad para preguntar a Murray. La respuesta fue la misma.
Ninguno de los niños había toma cefaloclor.
De vuelta al laboratorio, pasó por el centro de ordenadores para hablar con Louis y enterarse del plan para la noche.
—Estaremos preparados —dijo Louis—. Los técnicos de la telefónica vendrán hacia las seis para montar el aparato. Todo depende de que el hacker se conecte y trabaje un rato. Toco madera.
—Y yo —dijo Víctor—. Estaré en el laboratorio. Que me llamen cuando se conecte. Vendré inmediatamente.
—De acuerdo, doctor Frank.
Mientras se dirigía al laboratorio, trató de poner orden en sus pensamientos. Una vez sentado, en su despacho, dejó que su mente indagara en el significado del cefaloclor encontrado en las muestras de sangre de los niños muertos. Evidentemente, el antibiótico había penetrado en sus organismos y activado el gen FDN, el cual estimuló las células del cerebro hasta el extremo de que empezaron a dividirse. Dentro de la caja craneana, el cerebro tenía un espacio limitado para crecer. Superado ese limite, el cerebro penetraba en el canal de la médula espinal, tal como había revelado la autopsia.
Víctor se estremeció. Era imposible que hubieran tomado el cefaloclor accidentalmente. Por otra parte, alguien se lo había suministrado a los dos niños al mismo tiempo. Por consiguiente, cabía suponer que se les había suministrado adrede, para matarlos.
Víctor se frotó los ojos con fuerza, y luego se alisó el pelo con las manos. ¿Qué motivo habría para matar a dos niños extraordinarios, de inteligencia prodigiosa? ¿Quién lo habría hecho?
Incapaz de contenerse, empezó a pasear por el despacho. Sólo se le ocurría una idea estrafalaria: un idiota, un moralista reaccionario, había descubierto casualmente los detalles del experimento FDN y había asesinado a los niños en su afán por frustrar la obra de Víctor.
Pero en ese caso, ¿porqué no había matado las ratas inteligentes? O a VJ. Además, muy pocas personas tenían acceso al ordenador y a los laboratorios. Un hacker había borrado los archivos.
¿Pero cómo había podido penetrar en los laboratorios y en la guardería? Víctor sabía que el único punto de intersección en las vidas de los niños Hobbs y Murray era la guardería. Por consiguiente, ¡allí les habían subministrado el cefaloclor!
De pronto recordó la amenaza de Hurst: «Usted no es un santo como quieres hacernos creer». Tal vez Hurst estaba al tanto del proyecto FDN y se había vengado de él por esa vía.
Empezó a pasearse otra vez. La hipótesis de Hurst no explicaba todos los hechos. Si se trataba de una venganza, ¿por qué no había recurrido al chantaje? ¿O por qué no había revelado todo a la Prensa? Eso tenía más sentido que la muerte de un par de niños inocentes. No, la explicación era otra, más maligna y menos sencilla.
Se sentó, cogió los resultados de sus últimos experimentos de laboratorio y trató de concentrarse. Pero no pudo. Sus pensamientos volvían una y otra vez al experimento FDN. Dada la magnitud del problema, no podía comunicar sus sospechas a la Policía porque en tal caso debería revelar el proyecto FDN, lo cual era imposible. Sería un suicidio profesional, y además destruiría su familia. Hubiera dado cualquier cosa por volver atrás el reloj y anular el experimento desde sus comienzos.
Se echó atrás en la silla, entrelazó los dedos en la nuca y contempló el techo. Cuando VJ sufrió la pérdida de su inteligencia, a Víctor ni se le había ocurrido hacerle una prueba de cefaloclor.
¿Acaso había quedado almacenado un resto del antibiótico en su cuerpo desde el nacimiento, que se había lixiviado entre los dos y cuatro años? Pero Víctor se dijo que ningún proceso fisiológico podía causar semejante fenómeno.
Los sucesos de los últimos días pasaron por su mente en torbellino: el asesinato de Gephardt, la muerte posiblemente intencionada de dos niños sometidos a ingeniería genética, la escalada de amenazas contra su familia, el fraude, la malversación. ¿Acaso estos incidentes sin relación aparente formaban parte de una siniestra conspiración?
Víctor negó con la cabeza. Imposible: el hecho de que todo sucediera a la vez era una mera coincidencia. Pero no era tan fácil descartar esa idea. Nuevamente pensó en VJ. ¿Estaba en peligro? ¿Cómo impedir que le suministraran cefaloclor si una mano siniestra estaba empeñada en ello?
Miró fijamente la pared. Desde el miércoles anterior le rondaba por la cabeza la idea de que VJ corriera peligro. Se preguntó si se había mostrado suficientemente enérgico al advertirle que no se acercara a Beekman ni a Hurst. De pronto se puso en pie y se dirigió a la puerta: no le permitiría seguir paseando a solas por la empresa.
Empezó por el laboratorio, como el miércoles anterior. Nadie había visto a VJ ni a Philip en las últimas horas. Se dirigió a la cafetería. Era casi mediodía y el personal se preparaba para la hora punta de la comida. Algunos trabajadores ya estaban comiendo. El encargado, Curt Tarkington, supervisaba la cocina.
—Estoy buscando a mi hijo otra vez —dijo Víctor.
—No ha venido por aquí —replicó Curt—. Tal vez debería darle un transmisor.
—No es mala idea —dijo Víctor—. Por favor, si lo ve, avise a mi secretaria.
—Lo haré, no se preocupe.
Fue a la biblioteca, que estaba en el mismo edificio, pero la encontró desierta. Pensaba dirigirse a la guardería y al gimnasio, pero cambió de idea y fue a la garita de los vigilantes.
Era una pequeña dependencia entre las barreras de entrada y salida de «Chimera». Un hombre manejaba las barreras, y otro estaba sentado ante una pequeña mesa. Los dos vestían uniformes pardos con el símbolo de «Chimera» cosido en la manga, cerca del hombro. El hombre sentado a la mesa se levantó de un salto al ver a Víctor.
—Buenos días, señor —dijo el guardia. Llevaba una placa con su nombre en el uniforme: Sheldon Farber.
—Buenos días. Siéntese, por favor. —Sheldon se sentó—. Quiero hacerle una pregunta. Cuando sale un camión o una furgoneta ¿se comprueba la carga?
—Sí, señor —dijo Sheldon—. Lo hacemos siempre.
—Y si lleva instrumental, ¿se aseguran que la salida ha sido autorizada?
—Por supuesto —replicó Sheldon—. Comprobamos la orden de salida o llamamos a mantenimiento. Es un procedimiento de rutina.
—¿Qué sucede si el conductor del vehículo es empleado de «Chimera»?
—No importa. El procedimiento es el mismo.
—¿Y si es un ejecutivo?
—Bueno, en ese caso no es lo mismo —dijo Sheldon tras una pausa—. Es decir, me parece, ¿no?
—Entonces, si aparece una furgoneta conducida por uno de los ejecutivos, ¿le franquean el paso sin más?
—Bueno, no sé —dijo Sheldon, nervioso.
—De ahora en adelante quiero que revisen cada camión furgoneta o vehículo de carga de cualquier tipo que salga dé aquí.
No importa quién lo conduzca. Aunque sea yo mismo. ¿Entendido?
—Si, señor. Entendido.
—Otra pregunta. ¿Han visto a mi hijo?
—Yo no —dijo Sheldon. Llamó al hombre de la barrera— Tú George, ¿has visto a VJ?
—Cuando llegó con el doctor Frank.
Sheldon le indicó que esperara. Fue a un transmisor de radio y llamó a Hal.
—Hal ha estado patrullando esta mañana —explicó. La voz de Hal le llegó envuelta en un montón de ruidos. Sheldon le preguntó si había visto a VJ.
—Esta mañana lo he visto cerca de la presa —dijo la voz en medio de fuertes ruidos.
Víctor dio las gracias a los empleados de seguridad y salió de la garita. Estaba molesto por la terquedad de VJ. Le había dicho por lo menos cinco veces que no se acercara al río.
Se ajustó la bata del laboratorio y se dirigió al río. Estaba a punto de volver a su despacho para buscar el abrigo, pero cambió de parecer. Aunque la temperatura era más baja que el día anterior, sentía menos frío.
El cielo había estado despejado, pero empezaba a cubrirse de nubes. La brisa del Nordeste traía el aroma del océano. Varias gaviotas volaban en círculos y lanzaban sus chillidos penetrantes. Frente a él se alzaba la torre del reloj, con las agujas del Big Ben detenidas en las 2.15. Recordó su idea de proponer la restauración de la estructura y el reloj en la reunión del viernes.
A medida que se acercaba al río, crecía el rugido del agua al pasar por el vertedero de la presa.
—¡VJ! —gritó Víctor al llegar a la orilla del río, pero el rugido del agua era más potente que cualquier voz. Bordeó la pared oriental del edificio de la torre, cruzó un puente de madera sobre la compuerta de salida del sótano del edificio y llegó al muelle de granito que se alzaba río abajo de la presa. Contempló el agua blanca que seguía su curso turbulento hacia el océano. A la izquierda se extendía la presa a todo lo ancho del río, con su amplio embalse aguas arriba. El agua saltaba sobre el vertedero central, en un imponente arco verde esmeralda. Víctor sentía la vibración del muelle de granito bajo sus pies. Era un testimonio imponente del poder de la Naturaleza, originado meses antes con los primeros y suaves copos de nieve.
Cuando se dio la vuelta para llamar de nuevo a VJ, se lo encontró a sus espaldas. Se dio un buen susto. Philip esperaba a prudencial distancia.
—Ah, ¿estás aquí? —dijo Víctor—. Te he buscado por todas partes.
—Me lo imaginaba —dijo VJ—. ¿Qué pasa?
—Quiero que… —Vaciló. No sabía bien qué quería—. ¿Qué estabas haciendo?
—Nada. Estábamos jugando.
—No me gusta que andes solo por todas partes, y menos aún cerca del río —dijo Víctor en tono severo—. Quiero que vuelvas a casa. Os llevará un coche de la empresa, a ti y a Philip.
—Pero yo no quiero ir a casa… —replicó VJ, quejumbroso.
—Después hablaremos —dijo Víctor con firmeza—. Quiero que vayas a casa ahora mismo. Es por tu bien.
Marsha abrió la puerta del consultorio que daba al pasillo y Joyce Hendricks salió furtivamente. Le había dicho que le aterraba la idea de encontrarse con un conocido cuando salía del consultorio del psiquiatra, y por el momento Marsha le seguía la corriente. Con el tiempo la convencería de que la consulta al psiquiatra no conllevaba el estigma social de otras épocas.
Hizo algunas anotaciones en el expediente de Hendricks. Después se asomó a la sala de espera y dijo que salía a comer. Ocupada como siempre con el teléfono, Jean agitó la mano para indicar que la había oído.
Marsha iba a comer con la doctora Valerie Maddox, una colega suya a quien admiraba y respetaba, y que tenía su consultorio en el mismo edificio. Además de colegas, eran amigas intimas.
—¿Tienes hambre? —preguntó Marsha cuando Valerie le abrió la puerta.
—Digamos mejor que estoy famélica.
Tenía todo el aspecto de una mujer al borde de los sesenta que era en efecto su edad. Fumadora empedernida durante muchos años de su boca irradiaban finas arrugas, como los rayos de sol que dibujan los niños.
Bajaron en el ascensor y cruzaron hacia el hospital. En la cafetería, buscaron una mesa apartada donde poder conversar tranquilamente. Las dos pidieron ensalada de atún.
—Te agradezco que hayas venido a comer —dijo Marsha—. Quiero hacerte una consulta sobre VJ.
Con una sonrisa, Valerie la alentó a seguir hablando.
—Me ayudaste muchísimo cuando sufrió aquella caída de inteligencia. Bueno, últimamente he estado preocupada por él, pero no sé qué decir. Soy su madre. Tratándose de él, no tengo la menor objetividad.
—¿Cuál es el problema?
—Ni siquiera sé si hay un problema. En todo caso, no es un hecho concreto sino un conjunto de hechos. Le apliqué una serie de tests. Mira los resultados.
Valerie cogió la carpeta que le tendía Marsha y estudió los resultados atentamente.
—No veo nada que se aparte de lo normal —dijo—. Lo único que me llama la atención es esa escala de validez del MMPI, pero salvo eso no veo que haya nada de qué preocuparse.
—Tal vez tengas razón —dijo Marsha, y a continuación le explicó lo de las faltas repetidas, las notas falsificadas y las peleas en la escuela.
—Parece un chico muy despierto —sonrió Valerie—. No recuerdo su edad.
—Diez años —dijo Marsha—. También me preocupa que tenga un solo amigo de su edad, un chico llamado Richie Blakemore a quien ni siquiera conozco.
—¿VJ nunca lo invita a casa?
—Nunca.
—Tal vez deberías hablar con la señora Blakemore para saber si realmente son tan amigos.
—Sí, creo que es buena idea.
—Y si quieres que examine a VJ, lo haré con mucho gusto.
—Te lo agradecería muchísimo. No estoy en condiciones de evaluarlo yo misma. Pero al mismo tiempo estoy muy asustada. No sé por qué, tengo la impresión de que está desarrollando un trastorno serio de personalidad.
Las dos mujeres se despidieron en el ascensor. Marsha le dio las gracias una vez más por atenderla y ofrecerse a examinar a VJ. Quedaron en que Marsha llamaría a la secretaria de Valerie para pedir hora.
—Ha llamado su esposo —dijo Jean al verla—. Dice que no deje de llamar.
—¿Hay algún problema?
—Me parece que no. No dijo nada, pero por la voz no parecía preocupado.
Marsha recogió la correspondencia y se encerró en el consultorio. Llamó a Víctor mientras hojeaba las cartas. Colleen pasó la llamada al laboratorio donde estaba Víctor.
—¿Cómo estás? —preguntó Marsha. Víctor no la llamaba con frecuencia.
—Como siempre.
—Tienes voz de cansado —dijo Marsha, aunque en realidad hubiera querido decir que tenía una voz extraña, de quien acaba de sufrir un choque emocional y hace esfuerzos por dominarse.
—Es que cada día sucede algo nuevo dijo Víctor, sin mayor explicación.
—Sólo quería decirte que VJ y Philip están en casa.
—¿Ha habido algún problema?
—No. Ningún problema. Pero voy a trabajar hasta muy tarde, así que no me esperéis a cenar. Ah, antes de que se me olvide: estarán vigilando la casa de 18 a 6.
—¿Tu demora tiene algo que ver con las amenazas que hemos recibido?
—Tal vez. Ya te lo explicaré cuando llegue a casa.
Marsha colgó el auricular lentamente. De nuevo tuvo la sensación de que Víctor le ocultaba algo importante, que ella debería saber. ¿Por qué no confiaba en ella? Se sentía cada vez más sola.
Reinaba un silencio extraño en el laboratorio cuando Víctor estaba allí solo. De vez en cuando se encendía un aparato electrónico, pero no había más ruidos. Pasadas las ocho y media, no quedó nadie salvo él. Con las puertas cerradas, ni siquiera se oían los ruidos de los animales al pasearse por sus jaulas o hacer girar sus pequeñas norias.
Inclinado sobre una mesa, Víctor estudiaba unas filminas surcadas por oscuras franjas horizontales. Cada franja representaba una porción de ADN. Estudiaba el ADN de su hijo David —un análisis previo a la enfermedad que lo había matado— y lo comparaba con una muestra del tumor canceroso. Lo asombroso era que no había coincidencia total entre las dos muestras. Su primera impresión fue que el doctor Shryack se había equivocado de muestra: era un tumor de otro paciente. Sin embargo, había una gran homología entre las dos muestras: las semejanzas superaban ampliamente a las diferencias.
Sometió las muestras a un análisis de ordenador programado para señalar las zonas de homología y heterogeneidad, y llegó a la conclusión de que los dos ADN diferían en un solo punto.
Para colmo de confusiones, la muestra analizada por Robert contenía zonas de tejido hepático normal, además del tumor. La comparación entre el ADN del hígado normal y el anterior a la enfermedad indicaba que la homología era total.
No era frecuente descubrir un cáncer con una alteración documentada del ADN. Víctor no sabía si sentirse emocionado ante la perspectiva de un importante hallazgo científico o aterrado ante la posibilidad de descubrir algo que no podría explicar o no le convendría saber.
Empezó a aislar la parte del ADN que aparecía alterada en el tumor. Con este proceso de aislamiento, a Robert le seria más fácil terminar el trabajo por la mañana.
Salió del laboratorio, atravesó la sala de disección y entró en la sala de animales. Al encender la luz se produjo una conmoción en las jaulas.
Fue directamente a la jaula donde había alojado las ratas inteligentes con una cápsula de cefaloclor disuelta en el agua. Observó con estupor que una estaba muerta y la otra en estado semicomatoso.
Llevó el animal muerto a la sala de disección y efectuó una rápida autopsia. Al abrir el cráneo, el cerebro se hinchó como si alguien lo inflara con aire.
Seccionó una muestra de tejido cerebral y la preparó para la mañana siguiente. En ese momento sonó el teléfono.
—Doctor Frank, soy Phil Moscone, de parte de Louis Kaspwicz.
El hacker acaba de entrar en el ordenador.
—Ya voy —dijo Víctor. Guardó la muestra de cerebro de rata, apagó las luces y salió.
Corrió hasta el centro de ordenadores, donde Louis le salió al encuentro.
—Parece que podremos localizarlo. Hace siete minutos que está operando. Esperemos que no produzca daños.
—¿Pueden determinar en qué parte del sistema se encuentra?
En este momento está en Personal —dijo Louis—. Primero ha metido unas cantidades importantes y después ha pasado a la parte Compras. Es algo muy raro.
—¿Se ha metido en Personal? —repitió Víctor. Había pensado que el hacker no era un chico travieso sino un agente de la competencia. La biotecnología era una área sumamente competitiva, y casi todos querían sacar ventaja a las empresas grandes como «Chimera». Pero a un espía industrial le interesarían los programas de investigación, no los de Personal.
—¡Lo pillamos! —anunció con una sonrisa el hombre que operaba el aparato de radio.
Bueno —dijo Louis—. Ya tenemos el número. Ahora sólo falta el nombre.
El hombre de la radio levantó la mano para indicar silencio, escuchó un instante y dijo:
—Es un número no registrado.
Esta vez se elevó un coro de protestas de los hombres que ya guardaban su equipo.
—¿Eso significa que no pueden averiguar el nombre? —preguntó Víctor.
—No —dijo Louis—. Significa que van a tener que trabajar un poco más.
Víctor se apoyó contra la impresora y se cruzó de brazos.
De pronto, el hombre de la radio se llevó el auricular al oído y pidió una hoja de papel. Alguien le entregó una libreta. El hombre hizo una anotación, dijo «gracias, cambio y fuera» al micrófono, apagó la unidad y recogió la antena.
Entregó la hoja a Louis este leyó el nombre y la dirección anotados y palideció. Entregó la hoja a Víctor sin decir palabra. Este la leyó y releyó, atónito. ¡Era su nombre y dirección!
—¿Qué es esto, una broma? —dijo Víctor mirando a Louis. Luego miró a los demás.
Nadie dijo nada. Fue Louis quien rompió el silencio:
¿Alguna vez programó su PC para acceder automáticamente al directorio principal a determinada hora?
Víctor miró al jefe de sistemas y comprendió que le daba pie para buscar una salida a la situación.
—Sí, eso es —asintió, tratando de dominarse. Dio las gracias.
Del centro de ordenadores fue a la administración a buscar su abrigo y de allí a su coche, sin saber bien lo que hacía. Se sentía aturdido. La mera idea de que alguien usara su ordenador para penetrar en el directorio principal de «Chimera» era monstruosa. Y además, absurda.
Recordaba haber anotado el número de teléfono del ordenador y su código de acceso en la cara inferior del tablero, pero ¿quién los usaba? ¿Marsha? ¿VJ? ¿La asistenta? Seguramente había un error. O tal vez el hacker era tan astuto que había introducido una derivación para burlar una eventual localización. No se le había ocurrido, pero al día siguiente se lo preguntaría a Louis. Esa parecía la hipótesis más sensata.
Oyó el coche de Víctor antes de ver las luces de los faros. Estaba en su estudio, tratando vanamente de concentrarse en el montón de revistas especializadas amontonadas sobre la mesa. Al ponerse en pie, vio las ramas sin hojas iluminadas por los faros. El automóvil desapareció de vista al bordear la casa hacia el garaje. Después oyó el ruido de la puerta.
—Se sentó sobre el sofá tapizado con zaraza floreada y contemplo su estudio. Lo había decorado con papel rayado de colores suaves, una alfombra rosa viejo y muebles blancos. Antes era su refugio, donde podía distenderse, pero últimamente nada aliviaba su ansiedad. La conversación con Valerie había sido reconfortante pero la sensación se había disipado rápidamente.
Sonó una salva de aplausos.
En la sala, VJ y Philip miraban una película de terror que habían alquilado. Los abundantes gritos de la banda sonora tampoco servían para serenarla. No lograba acallarlos aunque cerrara la puerta.
Oyó un portazo, voces en la sala y finalmente una llamada a la puerta.
—Víctor entró y la besó maquinalmente. Parecía muy cansado. Las arrugas entre las cejas se habían vuelto casi permanentes.
—¿Has visto al vigilante ahí fuera? —preguntó Víctor.
—Si, y me siento mucho más tranquila. ¿Has cenado?
—No, pero no tengo hambre.
—Voy a prepararte unos huevos revueltos y unas tostadas.
—Víctor la contuvo: Prefiero darme un chapuzón en la piscina y una ducha. Me sentarán bien.
—¿Pasa algo malo?
—Lo de siempre —dijo Víctor, y salió sin cerrar la puerta.
Volvió la música siniestra de la película. Marsha trató de concentrarse en la lectura, pero la sobresaltó un nuevo grito. Cerró la puerta con violencia.
Víctor volvió media hora después. Vestía ropa deportiva y no parecía tan cansado.
—Acepto los huevos —dijo.
Fueron junto a la cocina. Marsha se puso a cocinar mientras Víctor ponía la mesa. De la sala llegaba una serie de gritos ahogados y repugnantes. Marsha le pidió que cerrara la puerta.
—¿Se puede saber qué diablos están viendo?
—Una de esas películas de terror que tanto les gustan.
Marsha le sirvió los huevos revueltos. Luego se preparó una taza de té y se sentó frente a él.
—Me gustaría hablar contigo de un asunto —dijo, mientras se enfriaba el té.
—¿Qué pasa?
Le refirió su conversación con Valerie Maddox y el ofrecimiento de la psiquiatra para atender a VJ.
—Bueno, ¿qué opinas?
—Tú eres la experta en esas cuestiones —dijo Víctor, limpiándose los labios con la servilleta—. Si te parece necesario, estoy de acuerdo.
—Me alegro —dijo Marsha—. Sí, me parece necesario. Ahora sólo me falta convencer a VJ.
—Espero que lo consigas.
Víctor terminó de limpiar el plato con la tostada y se la comió antes de volver a hablar:
—¿Has utilizado el ordenador hoy?
—No, ¿por qué?
—Cuando he subido a cambiarme, he visto que la impresora estaba caliente. ¿No sabes si la ha usado VJ?
—No sabría decirte.
Víctor se balanceó en la silla, y Marsha apretó los dientes, como siempre lo hacía. Temía que cayera hacia atrás y se golpeara la cabeza contra las baldosas del suelo.
—Esta noche ha sucedido algo de lo más interesante en la sala de ordenadores de «Chimera» —dijo Víctor, balanceándose en la silla. Explicó todo lo sucedido, incluso el hecho de que el hacker llamaba desde su propia casa.
A pesar de todo, Marsha se echó a reír. Luego se apresuró a disculparse.
—Perdona, pero me imagino la cara que habrás puesto cuando te lo dijeron en medio de tanta tensión.
—Te aseguro que no me hizo la menor gracia. Voy a hablar seriamente con VJ. Parece ridículo, pero nadie salvo él ha podido penetrar en el directorio principal de «Chimera».
—¿Vas a hablarle tan seriamente como cuando te enteraste de que había falsificado tu firma para faltar a la escuela? —preguntó en tono burlón.
—Ya veremos —replicó molesto.
Marsha se inclinó hacia él y le cogió el brazo, antes de que pudiera levantarse.
Es sólo una broma. En realidad no me parecería bien que lo acorralaras, poniéndolo entre la espada y la pared. Hay un aspecto de la personalidad de VJ que desconocemos. Por eso quiero que Valerie hable con él.
Víctor asintió. Después se levantó y abrió la puerta.
—VJ, ¿puedes venir un momento? Quiero hablar contigo.
Oyó la voz de VJ que protestaba, pero Víctor se mantuvo firme.
Entonces se apagó el sonido y apareció por la puerta. Sus ojos penetrantes tenían la característica mirada vidriosa de quien ha pasado varias horas frente al televisor.
—Siéntate —dijo Víctor.
VJ se sentó en silencio a la izquierda de Marsha, con aire aburrido. Víctor tomó asiento frente a los dos y fue directamente al grano.
—¿Hoy has usado el ordenador?
—Sí.
Miraba al padre directamente a los ojos, con insolencia. Víctor vaciló, y después apartó la mirada. Probablemente quería concentrarse. Tras una pausa, prosiguió:
—¿Has utilizado el PC para acceder al directorio principal de «Chimera»?
—Sí —contestó VJ sin la menor vacilación.
—¿Por qué? —Su voz no expresaba ira sino confusión. La misma que había experimentado Marsha cuando VJ confesó que había hecho novillos.
—Porque con la memoria adicional, los videojuegos se vuelven más difíciles.
Víctor abrió los ojos, atónito.
—¿Utilizas esa memoria gigantesca para el Pac-man y los juegos?
—Como cuando estoy en el laboratorio.
—Sí, supongo que sí —vaciló Víctor—. ¿Quién te ha enseñado a usar el módem?
—Tú.
—¿Yo? No recuerdo… —Víctor vaciló y entonces se le hizo la luz—. ¡Eso fue hace más de siete años!
—Puede ser, pero el método sigue siendo el mismo.
—¿Entras en el ordenador de «Chimera» todos los viernes por la noche?
—Casi todos —dijo VJ—. Juego un rato y después me meto en los archivos de Personal y Compras. A veces en los de investigación, pero esos son más difíciles.
—¿Y por qué lo haces?
—Quiero saber todo sobre la empresa —dijo VJ—. Algún día seré el jefe, tu sucesor. Siempre me has animado a que use el ordenador. Si no quieres, no lo haré más.
—Creo que será lo mejor.
—Bueno —dijo VJ—. ¿Puedo seguir mirando la película?
—Sí, vete.
VJ se puso en pie y salió. A los pocos segundos se oyó de nuevo la banda sonora de gritos y chillidos.
Marsha miró a su esposo. Víctor se encogió de hombros. Sonó el timbre.
—Lamento molestarles a estas horas —dijo el sargento Cerullo—. Les presento al sargento Dempsey, de la Policía de Lawrence. —El otro agente se adelantó, llevándose la mano a la visera de la gorra.
Era un joven pelirrojo y muy pecoso.
—Tenemos que informarles de algo y al mismo tiempo queremos hacerles algunas preguntas —dijo Cerullo.
Víctor los invitó a pasar. Los policías entraron y se quitaron las gorras. Marsha les ofreció café.
—No, muchas gracias, señora —dijo Cerullo—. Trataremos de ser lo más breve que sea posible. Sucede que los de la comisaría de North Andover y los de Lawrence somos muy amigos, además de vecinos. Intercambiamos información. Ellos están investigando el múltiple asesinato de la familia Gephardt, el suceso denunciado por el doctor Frank. Bueno, al revisar la casa encontraron los borradores de las notas que ustedes recibieron, atadas a la gata y al ladrillo. Así que eso está resuelto. Pensamos que les interesaría saberlo.
—Ya lo creo —dijo Víctor con un suspiro de alivio.
Dempsey carraspeó.
—El análisis de balística ha revelado que las armas empleadas para matar a los Gephardt son idénticas a las utilizadas en ciertas batallas que han habido entre bandas de traficantes de droga sudamericanos. Ese informe ha venido de Boston. Allí están muy interesados en descubrir el contacto en Lawrence. Tienen motivos para creer que se está gestando algo importante. Lo que les interesa saber, ya que Gephardt era empleado suyo, es qué vínculos podía tener con el mundo de la droga. ¿Usted tiene alguna idea sobre el particular?
—Ni la menor idea —dijo Víctor—. ¿Sabían que estaba implicado en una malversación de fondos?
—Sí, eso ya lo sabíamos —dijo Dempsey—. ¿Está seguro de que no puede añadir nada más? En Boston dicen que es muy importante.
—Sospechamos que había sustraído equipo de laboratorio —dijo Víctor—. Habíamos iniciado una investigación poco antes de su muerte. Pero nunca se me ocurrió pensar que tuviera algo que ver con el tráfico de drogas.
—Bueno. Cualquier cosa que recuerde, le agradeceremos que nos avise inmediatamente. Una guerra entre narcotraficantes es justo lo que nos faltaba en este pueblo…
Cuando salieron los policías, Víctor apoyó la espalda contra la puerta y miró a Marsha.
—Bueno, un problema resuelto. Ahora sabemos quién era el autor de las amenazas, y sobre todo que no se van a repetir.
—Qué amables al venir a avisarnos —dijo Marsha—. Tal vez podríamos decirle al vigilante que se vaya a su casa.
—Lo haré mañana por la mañana —dijo Víctor—. De todos modos, igualmente tendremos que pagarle.
Víctor se sentó en la cama tan bruscamente que destapó a Marsha y la despertó. La oscuridad era total.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, asustada.
—No sé —dijo Víctor—. Me ha parecido oír el timbre.
Aguzaron los oídos, pero sólo se oía el silbido del viento bajo el alero del tejado y el repiqueteo de la lluvia contra las ventanas.
Marsha miró el reloj de la mesita de noche.
—Son las cinco y cuarto de la mañana —dijo. Se dejó caer sobre la cama y se arropó—. Tal vez lo estabas soñando.
En ese momento sonó el timbre.
—¿Ves? —exclamó Víctor, y se levantó de un salto—. Sabía que no era un sueño. —Trató de ponerse la bata pero no acertaba con las mangas. Marsha encendió la luz.
—¿Quién diablos será? —preguntó—. ¿Otra vez la Policía?
Víctor terminó de ponerse la bata y se anudó el cinturón.
—Enseguida lo sabremos —dijo, y se dirigió resueltamente a la escalera.
Tras un momento de vacilación, Marsha se puso la bata y las pantuflas y lo siguió. Al llegar a la puerta, vio a Víctor con un hombre y una mujer en el recibidor. Se habían formado charcos de agua a sus pies y tenían la cara empapada. La mujer tenía en la mano un spray de pintura. El hombre sujetaba a la mujer.
—¡Marsha! —dijo Víctor sin apartar la vista de los recién llegados—. Llama a la Policía.
Marsha se acercó, ajustándose la bata, y contempló a las dos personas. El hombre llevaba un amplio impermeable con la capucha echada hacia atrás. Estaba preparado para soportar la intemperie. La mujer vestía un anorak, que evidentemente estaba empapado hasta el forro.
—Te presento al señor Peter Norwell agente de «Able Protection» —dijo Víctor.
—Buenas noches, señora —dijo el agente.
Y a la señorita Sharon Carver —añadió Víctor señalando a la mujer—. Una extrabajadora de «Chimera» que acaba de entablarnos un juicio por discriminación sexual.
Iba a pintar la puerta del garaje —prosiguió el agente—. Le dejé que pintara un poco para acusarla de algo más serio que un simple allanamiento de propiedad privada.
Algo compadecida por el aspecto de la mujer, Marsha corrió al teléfono para llamar a la Policía de North Andover. El operador dijo que enviarían un coche inmediatamente.
Después fueron a la cocina, donde Marsha les preparó un té.
Apenas lo habían probado, cuando sonó el timbre. Víctor abrió la puerta para que pasaran Widdicomb y O’Connor.
—Parece que tienen ganas de hacernos trabajar —dijo el sargento Widdicomb con una sonrisa. Entraron y se quitaron los impermeables. Peter Norwell trajo a Sharon Carver de la cocina.
—Así que esta es la jovencita —dijo el sargento, y sacó las esposas.
—¡Por Dios, no hace falta que me esposen! —exclamó Sharon.
Lo siento, jovencita. Son órdenes.
Momentos después, los policías partieron con su prisionera.
—Espere a terminar el té —dijo Marsha a Norwell.
—Gracias, señora, ya he terminado. Buenas noches. —Al salir, cerró la puerta a sus espaldas. Víctor echó el cerrojo.
Marsha se lo quedó mirando, y sonrió sacudiendo la cabeza.
Todavía no había conseguido salir de su estupor.
—Es increíble. Parece una película.
—Suerte que el agente de seguridad estaba ahí. —La cogió de la mano—. Vamos, todavía nos quedan un par de horas de sueño.
Pero no resultaba fácil dormir. Una hora después, Víctor seguía despierto y escuchaba el aullido de la tormenta. Las ráfagas de viento estremecían las ventanas. Su mente era un torbellino que oscilaba entre el ADN de David y el cefaloclor en las muestras.
«Marsha», susurró un par de veces, pero ella no respondió. Se levantó, se puso otra vez la bata y fue al estudio de la planta alta.
Encendió el PC y enlazó con el ordenador central de «Chimera» por medio del módem. Había olvidado lo fácil que era. Se preguntó si alguna vez había transcrito los archivos Hobbs y Murray en el disco duro del PC. Llamó al directorio para comprobarlo.
Para su sorpresa, había pocos archivos aparte de los programas operativos. Pero justo antes de apagar el aparato, advirtió que el disco estaba usado en casi su totalidad.
Se rascó la cabeza, perplejo. Era imposible, dada la gran capacidad de almacenamiento de datos de un disco duro. Trató de hallar la respuesta en el ordenador, pero la máquina se negaba a colaborar. Finalmente apagó el maldito aparato con fastidio.
Iba a volver a la cama cuando advirtió que ya eran las siete. No valía la pena. Decidió prepararse un café y algo para comer.
Mientras bajaba, cayó en la cuenta de que no había preguntado a VJ sobre los archivos borrados. Lo haría hoy. Espiar en los archivos tenía un pase, pero borrarlos era imperdonable.
Al llegar a la cocina se dio cuenta de que también le preocupaba el problema de la seguridad de VJ, sobre todo cuando estaba en «Chimera». Philip podía vigilar un poco, pero sus habilidades eran muy limitadas. Lo mejor sería llamar a «Able Protection», que se había mostrado tan eficiente en la vigilancia de la casa.
Asignarían un agente experimentado para acompañar al muchacho. Sería caro, pero valía la pena si con ello se conseguía la tranquilidad. Mientras no terminara de esclarecer la muerte de los dos niños, se sentiría mejor sabiendo que VJ estaba bien protegido.
—Cuando preparaba el café le asaltó otro pensamiento. Aunque no había pensado conscientemente en ello, las similitudes entre los tumores de David y Janice eran notables, sobre todo a la luz del análisis del ADN del muchacho. Tendría que investigarlo.