8

Jueves por la mañana

Mientras conducía su automóvil en medio de un tráfico normal para las horas punta de Boston, Víctor se preguntó cómo era posible que tanta gente lo hiciera todos los días.

La circulación se hacia un poco más fluida en Storrow Drive pero se congestionaba de nuevo en el Fenway. Poco después de las nueve llegó al ajetreado hospital de niños y se dirigió a Patología.

—¿Está el doctor Shryack? —preguntó. La secretaria levantó la vista y señaló el pasillo sin quitarse los auriculares del dictáfono.

Recorrió el pasillo, leyendo los nombres en las placas de cada puerta.

—¿Doctor Shryack? —dijo Víctor. La puerta estaba abierta. El patólogo, de aspecto juvenil, levantó la vista del microscopio.

—Soy el doctor Frank, ¿me recuerda? Asistí a la autopsia de un niño apellidado Hobbs.

—Claro que lo recuerdo —respondió Shryack. Se levantó del asiento y le extendió la mano—. Me alegro de verlo en circunstancias menos desagradables. Y llámeme Stephen.

Víctor le estrechó la mano.

—Todavía no tenemos el diagnóstico definitivo —prosiguió el patólogo—. Bueno, en el caso de que este sea el motivo de su visita. Estamos preparando los portaobjetos.

—Me interesa el diagnóstico, desde luego —dijo Víctor—. Pero en realidad, he venido a pedirle otro favor. Quisiera saber si habitualmente toman muestras fluidas.

—Por supuesto —dijo Stephen—. Siempre hacemos un análisis toxicológico.

—Lo que quisiera es una muestra de fluido —dijo Víctor.

—Me impresiona tanto interés —dijo Stephen—. La mayoría de los internistas huyen de nosotros como la peste. Acompáñeme, le enseñaré lo que tenemos.

Recorrieron un largo pasillo hasta una gran sala de laboratorio, donde el patólogo se detuvo a hablar con una mujer de unos cuarenta años, de aspecto severo. La mujer señaló el extremo de la sala. Stephen y Víctor cruzaron el laboratorio y entraron a una salita lateral.

—Parece que estamos de suerte —dijo el patólogo. Abrió las puertas de un gran frigorífico y se puso a hurgar entre centenares de frascos de «Erlenmeyer», todos cerrados. Sacó uno, que entregó a Víctor, y luego otros tres.

Dos de los frascos contenían sangre; los otros dos, orina.

—¿Qué cantidad necesita?

—Unas gotas de cada uno —dijo Víctor.

Stephen cogió cuatro tubos de ensayo de una especie de mostrador y vertió un poco de líquido de los frascos en cada tubo.

Los tapó, los rotuló con un bolígrafo rojo y se los entregó a Víctor.

—¿Necesita algo más? —preguntó Stephen.

—Bueno, no quiero abusar de su generosidad —dijo Víctor.

—Ningún abuso. Por favor, dígame en qué puedo ayudarle.

—Hace unos cinco años, mi hijo murió de cáncer hepático, de una variedad muy rara.

—Lo siento.

—Lo atendieron aquí. Los médicos dijeron que sólo se conocían un par de casos similares. Pensaban que el cáncer había aparecido inicialmente en las células de Kupffer. Es decir, que en realidad era un tumor del sistema reticuloendotelial.

—Creo haber leído algo sobre ese caso —asintió Stephen—. Mejor dicho, estoy seguro.

—Tratándose de un tumor tan raro, quizás hayan conservado la muestra macroscópica.

—Es posible. Volvamos a mi despacho.

Sentado ante la terminal del ordenador, preguntó a Víctor el nombre completo de David y su fecha de nacimiento. Con estos datos consiguió el número de su historial clínico en el hospital y el de las muestras de patología. Su dedo recorrió la pantalla hasta detenerse en un número.

—Este parece que es el número de una muestra. Vamos a ver.

Esta vez descendieron dos plantas.

—Las muestras antiguas está almacenadas en un sótano —explicó el patólogo.

Salieron del ascensor a una salita mal iluminada de donde partían pasillos en distintas direcciones. Había cañerías y conductos en el techo, y el suelo era de cemento.

—No bajamos con frecuencia —dijo Stephen mientras recorrían el laberinto. Se detuvo ante una pesada puerta de metal.

Víctor le ayudó a abrirla y Stephen encendió la luz. Era una sala enorme y mal iluminada con bombillas desnudas. El aire era frío y húmedo. Las estanterías metálicas ocupaban casi todo el espacio y llegaban hasta el techo.

Stephen consultó el número que había anotado en una hoja de papel y se dirigió a uno de los pasillos entre las estanterías. Víctor siguió tras él, pero al echar una mirada rápida a uno de los estantes, se quedó helado. En un gran frasco de vidrio había una cabeza de niño sumergida en un liquido conservante. Los ojos estaban fijos y la boca abierta en un grito perpetuo. Otros recipientes de vidrio contenían muestras de diverso tipo, horribles y elocuentes testimonios del sufrimiento de un ser humano. Sintió un estremecimiento. Echó una mirada en derredor, pero Stephen había desaparecido de su vista. De pronto oyó su voz:

—¡Por aquí!

Avanzó hasta el extremo del pasillo, evitando mirar las muestras, dobló la esquina y encontró al patólogo, que movía algunos frascos.

—¡Eureka! —exclamó, incorporándose. Tenía en sus manos un frasco que contenía un hígado bulboso, suspendido en un liquido claro—. Tiene suerte —dijo.

Cuando subían en el ascensor, preguntó a Víctor por qué le interesaba esa muestra.

—Por curiosidad —replicó Víctor—. Cuando murió mi hijo, yo estaba tan abrumado por el dolor que no quería saber absolutamente nada. Ahora que han pasado algunos años, me interesa conocer el motivo de su muerte.

Marsha atravesó la barrera de entrada de «Chimera». Llevaba a VJ y a Philip en el coche. Durante el trayecto, VJ le había hablado de su nuevo videojuego Pac-Man, como hubiera podido hacer cualquier muchacho de su edad.

—Gracias por haberme traído, mamá —dijo al bajar.

—Dile a Colleen dónde vas a estar —dijo—. Y no te acerques al río. Ya lo has visto desde el puente.

—Nada le va a pasar a VJ —dijo Philip, bajando del asiento.

—¿Estás seguro de que no prefieres visitar a tu amigo Richie?

—Me gusta estar aquí —dijo VJ—. Por favor, no te preocupes por mí. Estoy bien.

VJ se alejó rápidamente, seguido por Philip. «Menuda pareja», pensó Marsha, tratando de dominar la ola de pánico que sentía cada vez que recordaba las revelaciones de la noche anterior.

Aparcó el coche y se dirigió a la guardería. Al entrar en el edificio oyó los ruidos de una pelota de paddle. Las pistas de juego y el gimnasio ocupaban el piso superior.

Arrodillada en el suelo, Pauline Spaulding vigilaba a un grupo de niños que pintaban con los dedos. Se levantó ágilmente al ver a Marsha: su silueta era testimonio elocuente de sus años de instructora de gimnasia aeróbica.

Cuando Marsha le pidió unos minutos, Pauline dejó a los niños y salió en busca de una sustituta. Volvió con una mujer más joven y luego condujo a Marsha a una habitación llena de cunas y colchonetas.

—Aquí podremos conversar sin que nos molesten —dijo Pauline, con una mirada inquieta en sus enormes ojos rasgados. Pensó que Marsha venía a verla enviada por su esposo.

—No he venido aquí en calidad de esposa de uno de los socios —dijo Marsha para tranquilizarla.

—Ah, bueno —sonrió Pauline con un suspiro de alivio—. Pensaba que había alguna queja.

—En absoluto. Quería hacerle algunas preguntas sobre mi hijo.

—Un muchacho extraordinario —dijo Pauline—. Viene de vez en cuando a ayudarnos. El fin de semana pasado estuvo por aquí.

—No sabía que el centro funcionaba los fines de semana.

—Los siete días de la semana —dijo Pauline con orgullo—. Mucha gente de «Chimera» trabaja todos los días. A esto se le llama entrega.

Marsha no lo hubiera llamado así. Pensaba más bien en las consecuencias que tendría semejante entrega sobre una vida familiar en crisis. Pero no lo dijo. Se limitó a preguntar a la maestra si recordaba el día en que VJ había sufrido la pérdida de inteligencia.

—Sí, desde luego. Y en cierto sentido me siento responsable por el hecho de que sucediera aquí.

—Eso sí que es absurdo —dijo Marsha con una sonrisa afectuosa—. Lo que me interesa saber es cómo cambió la conducta de VJ.

Pauline miró al suelo, pensativa. Luego levantó la mirada.

—Creo que lo más significativo es que de líder pasó a observador. Antes le interesaba todo, se lanzaba a cada actividad nueva con avidez. Después, parecía aburrido y tenía la actitud de quien participa por obligación. Evitaba la competición. No lo forzábamos, porque temíamos que fuera contraproducente. Además, después de ese episodio empezamos a verlo cada vez menos.

—¿Cómo cada vez menos? Después de los exámenes médicos siguió viniendo aquí todas las tardes al salir del centro de preescolar.

—No, no —dijo Pauline—. Se pasaba casi todo el tiempo en el laboratorio de su padre.

—¡No me diga! Yo pensaba que empezó a ir por el laboratorio a partir del primer grado escolar. Al parecer, la madre es la última en enterarse.

Pauline sonrió.

—¿Qué me dice de sus amistades?

—La amistad nunca fue una de sus grandes virtudes —dijo Pauline, diplomática—. Siempre tuvo mejores relaciones con las maestras que con sus compañeros. Después de aquel problema, tendía a pasar mucho tiempo solo. No, miento. Disfrutaba de la compañía de ese deficiente que trabaja en la empresa.

—¿Se refiere a Philip?

—El mismo.

Marsha se puso en pie, le dio las gracias y se dirigieron juntas a la entrada.

—VJ tal vez no sea tan inteligente como antes —dijo Pauline al llegar a la puerta—. Pero es un buen chico. Aquí todos lo queremos mucho.

Marsha volvió rápidamente al coche. No había podido aclarar nada, pero al parecer VJ era un chico aún más solitario de lo que había sospechado.

El deber le exigía ir directamente a su despacho, donde Colleen le estaría esperando impaciente, desbordada por las situaciones imprevistas. Pero en lugar de ello, Víctor se dirigió al laboratorio con las últimas muestras recogidas en el hospital pediátrico. Por el camino se detuvo en el centro de ordenadores.

Buscó a Louis Kaspwicz donde antes estaba el ordenador estropeado, pero al parecer ya había sido arreglado, porque las luces parpadeaban y los rollos de cinta giraban perfectamente. Uno de los técnicos de bata blanca le dijo que Louis estaba en su despacho, tratando de resolver un problema que había surgido en los programas de contabilidad.

Cuando Víctor entró a su despacho, Louis apartó el programa en el que estaba ocupado, sacó unas hojas de registro y se las ofreció.

—He comprobado los registros de los últimos seis meses y señalado las entradas del hacker. El chico entra todos los viernes por la noche, alrededor de las veinte, y en la mitad de las ocasiones permanece bastante tiempo. El suficiente para que podamos localizarlo.

—¿Por qué dice que es un chico? —preguntó Víctor, enderezándose después de echar una mirada al registro.

—Es una manera de hablar. No hay una edad para esto de meterse en un sistema de computación privado.

—¿Podría ser alguien de la competencia?

—Podría ser, pero la experiencia demuestra que en la mayoría de los casos se trata de adolescentes, y que lo hacen para poner a prueba su habilidad. Para ellos es como una especie de videojuego.

—¿Cuándo podremos localizarlo?

—Lo antes posible. Me asusta pensar que ha estado haciéndolo durante tanto tiempo. Quién sabe el mal que nos habrá hecho.

Bueno, la Telefónica va a enviar a un par de técnicos para que lo localicemos mañana por la noche, si le parece bien.

—Perfecto.

Resuelto el problema, Víctor se dirigió al laboratorio. Encontró a Robert trabajando en el análisis de nucleótidos del ADN.

—Tengo otro trabajo urgente para usted —dijo Víctor—. Si es necesario, dígale a uno de los técnicos que deje lo que está haciendo para ayudarle, pero quiero que usted mismo lo supervise todo.

—Traeré a Harry si hace falta —dijo Robert—. ¿De qué se trata?

Víctor abrió la bolsa de papel «kraft» y extrajo un frasco. Se lo tendió a Robert con mano temblorosa.

—Esta es una muestra del hígado de mi hijo.

—¿De VJ? —exclamó Robert, atónito. Su rostro tenía un aspecto más demacrado que nunca y sus ojos parecían a punto de saltar de las órbitas.

—No, no, de David. ¿Recuerda que identificamos el ADN de todos los miembros de mi familia?

Robert asintió.

—Bueno, quiero que haga lo mismo con este tumor —dijo Víctor—. Además, quiero preparados estándar con histocina y eosina y un estudio cromosómico.

—¿Puedo preguntar qué objeto tiene todo esto?

—No, hágalo y punto.

—Está bien —dijo Robert, nervioso. Bajó la vista—. No le preguntaba sus motivos, sino sólo qué es exactamente lo que busca, porque en ese caso tal vez podría encontrarlo más deprisa.

Víctor se alisó el pelo con la mano.

—Perdóneme por haberle contestado en ese tono —dijo—, pero es que últimamente estoy muy nervioso.

—No tiene por qué disculparse. Me pondré a trabajar en esto ahora mismo.

—Hay algo más —dijo Víctor, y le mostró los cuatro tubos de ensayo tapados—: Necesito un análisis cualitativo de estas muestras de sangre y orina. Busco rastros de un antibiótico cefalospórico llamado cefaloclor.

Robert cogió las muestras, las agitó suavemente para verificar su consistencia y leyó las etiquetas.

—Esto lo va a hacer Harry. Es bastante sencillo.

—¿Qué tal el análisis del ADN?

—Pesado, como siempre.

—¿Ha aparecido alguna mutación?

—Ni una sola —dijo Robert—. Y a juzgar por los fragmentos que van recogiendo las sondas, a estas alturas me atrevería a afirmar que los genes son totalmente estables.

—¡Qué lástima! —dijo Víctor.

—Pensé que se alegraría —dijo Robert.

—En cualquier otro caso, si —replicó Víctor, sin mayor explicación. Cómo decirle al técnico que lo que buscaba eran pruebas concretas de que los genes FDN de los niños eran distintos a los de VJ.

—¡Por fin lo encuentro! —dijo una voz, y los dos se sobresaltaron. Colleen los miraba desde la puerta, con las piernas separadas y las manos en jarras—. Una secretaria me dijo que lo había visto rondando por aquí —dijo, guiñándole un ojo.

—Precisamente iba al despacho —dijo Víctor, a la defensiva.

—Y a mí precisamente iba a tocarme la lotería —respondió Colleen con buen humor.

—¿Quiere decir que el despacho se ha convertido en una casa de locos?

—Ahora se cree indispensable… —dijo la secretaria mirando a Robert—. Bueno, tanto como una casa de locos, no. Me he ocupado de casi todo. Pero hay algo que debe saber ahora mismo.

—¿De qué se trata? —preguntó Víctor, súbitamente preocupado.

—¿Podríamos hablar a solas? —dijo Colleen, sonriendo a Robert para disculparse.

—Claro —dijo Víctor, y se dirigió al otro extremo del laboratorio, seguido por Colleen.

—Se trata de Gephardt. Darryl Webster, que está a cargo de la investigación, ha llamado varias veces. Al final me ha explicado qué pasaba. Parece que ha descubierto una serie de irregularidades. Cuando Gephardt era supervisor de compras de «Chimera», desapareció mucho instrumental de laboratorio.

—¿Qué clase de instrumental?

—De lo más avanzado: unidades de cromatografía Proteínica, secuenciadores de ADN, espectrómetros de masa, cosas por el estilo.

—¡Dios mío!

—Darryl tenía mucho interés en que lo supiera cuanto antes —añadió Colleen.

—¿Encontró pedidos falsos?

—No. Eso es lo más extraño. El equipo llegó correctamente, pero nunca fue a parar al departamento que supuestamente lo había pedido. Y además ese departamento ha negado haber hecho.

—Entonces todo fue un invento de Gephardt —dijo Víctor, atónito—. Ahora comprendo por qué su abogado quería un acuerdo a toda costa. Sabía que lo descubriríamos.

De pronto recordó que la nota atada al ladrillo hablaba de un acuerdo. Por tanto Gephardt era el autor de los ataques a su familia.

—Me imagino que tenemos el número de teléfono particular de este hijo de puta —dijo Víctor con virulencia.

—Supongo que si —dijo Colleen—. Estará en su expediente.

—Voy a llamarlo. Estoy harto de tratar con su picapleitos.

Se dirigieron a la administración. Colleen apenas podía seguir el paso de Víctor. Nunca lo había visto tan furioso.

No dejaba de gruñir mientras marcaba el número. Le había pedido a Colleen que permaneciera en el despacho como testigo de la conversación. Pero nadie contestaba al teléfono.

—¡Mierda! —gruñó Víctor—. Ese hijo de puta ha salido, o ha desconectado el teléfono. Consígame su dirección.

Colleen le facilitó el número de una calle de Lawrence, una localidad cercana a «Chimera».

—Iré a verlo cuando me vaya. Tengo la sensación de que ese tipo estuvo rondando por mi casa. Ha llegado el momento de devolverle la visita.

Uno de los pacientes llamó a Marsha para decirle que se encontraba enfermo. Marsha decidió aprovechar la hora libre para ir a la «Pendleton Academy», la escuela privada a la que asistía VJ desde que había finalizado la preescolar.

El recinto de la escuela era bonito, a pesar de que los árboles estaban sin hojas y el césped tenía el color pardo propio del invierno. Los muros cubiertos de hiedra daban a la escuela el aspecto de una vetusta Universidad.

Marsha detuvo el automóvil frente a la administración. No conocía demasiado la escuela. Ella y Víctor concurrían habitualmente a las reuniones de padres y maestros, pero sólo había visto en dos ocasiones al director, Perry Remington. No sabía si la recibiría.

Al entrar observó complacida que el personal de secretaría estaba trabajando: las vacaciones eran para los alumnos, no para el personal. El señor Remington sólo la hizo esperar unos minutos.

Era un hombre alto y robusto, de barba bien cuidada. Sus cejas espesas asomaban sobre el marco de sus gafas de concha.

—Siempre es un placer recibir a los padres de un alumno —dijo al ofrecerle un asiento, al tiempo que también se sentaba. Cruzó las piernas y cogió una carpeta.

—¿En qué puedo servirle?

—Se trata de mi hijo, VJ —dijo Marsha—. Soy psiquiatra y, para serle franca, estoy un poco preocupada. No por sus calificaciones, que son excelentes, sino por su conducta en general. —Marsha hizo una pausa. No quería poner palabras en la boca de su interlocutor.

El director carraspeó.

—Cuando la anunciaron, revisé rápidamente el expediente de VJ. —Levantó la carpeta y se acomodó, cruzando la otra pierna—. Francamente, si usted no hubiera pasado por aquí, la hubiéramos citado nosotros al iniciarse de nuevo las clases. Los maestros están algo preocupados. A pesar de las excelentes calificaciones, parece que su hijo tiene problemas de atención. Los maestros dicen que se pierde en sus propios pensamientos. No obstante, cuando le hacen una pregunta, siempre responde correctamente.

—Entonces, ¿qué les preocupa?

—Yo diría que las peleas.

—¿Las peleas? —exclamó Marsha—. No tenía la menor idea de que se peleara.

—Ha habido cuatro o cinco incidentes en lo que va de año.

—¿Y por qué no me avisaron inmediatamente? —preguntó Marsha, indignada.

—No la llamamos porque VJ nos pidió encarecidamente que no lo hiciéramos.

—¡Es absurdo! ¿Desde cuándo las autoridades de la escuela reciben órdenes de un alumno?

—Un momento, doctora Frank. Déjeme explicarle. En cada ocasión, resultó evidente para la persona del centro que denunció el hecho que su hijo era víctima de una provocación y que utilizó los puños como último recurso, frente a algún camorrista molesto porque su hijo es…, digamos que especial. No había duda posible.

En ningún caso su hijo fue el instigador. Por consiguiente, respetamos su deseo de no causar una preocupación innecesaria a sus padres.

—¿Y no le hicieron daño? —preguntó Marsha, un poco más serena.

—Parece sorprendente, pero no. VJ se condujo con gran habilidad, teniendo en cuenta que es un chico sin aficiones deportivas.

En cambio, uno de sus contrincantes sufrió fractura de nariz.

—Últimamente me estoy enterando de muchas cosas sobre mi hijo —dijo Marsha—. Dígame, ¿tiene amigos?

—VJ es un chico solitario —dijo el señor Remington—. Más aún, yo diría que no tiene mucha relación con los demás. No es un problema de hostilidad, sino de que él va a la suya, como dicen los chicos.

No era lo que Marsha quería escuchar. Esperaba que su hijo tuviera más vida social en la escuela que en casa.

—¿Usted diría que VJ es un chico feliz? —preguntó.

—Esa pregunta no es fácil de responder. No me parece un chico triste, pero la verdad es que no expresa sus emociones con frecuencia.

En otras palabras, una personalidad lisa y llanamente esquizoide, pensó Marsha. El cuadro empeoraba con cada nueva información.

—Raymond Cavendish, uno de nuestros profesores de matemáticas, se interesaba mucho por VJ —prosiguió Remington—. Trató por todos los medios de penetrar en lo que él llamaba el mundo privado de VJ.

—¿Y lo consiguió?

—Desgraciadamente, no. Lo he mencionado porque Raymond quería hacerlo participar en actividades extraescolares, sobre todo en deportes. Al chico no le interesaba, aunque había demostrado cualidades naturales para el fútbol y el baloncesto. Pero coincido con la opinión de Raymond: es necesario que VJ desarrolle otros intereses.

—¿A qué se debía el interés del señor Cavendish por mi hijo?

—Creo que estaba muy impresionado por las aptitudes matemáticas de VJ. Lo incluyó en una serie de clases especiales para alumnos aventajados, de distintas edades. Un día, cuando ayudaba a estudiantes de bachillerato a resolver un problema de álgebra, observó que VJ estaba distraído. Lo llamó por su nombre para que prestara atención. Pero VJ creyó que lo llamaba para responder, y ante el asombro de todos dio la solución del problema.

—¡Es increíble! —exclamó Marsha—. Me gustaría hablar con el profesor Cavendish.

El director movió la cabeza.

—Desgraciadamente, es imposible. El profesor Cavendish murió hace un par de años.

—¡Qué pena! —dijo Marsha.

—Su muerte significó una gran pérdida para la escuela —corroboró el director.

Se produjo un silencio. Marsha estaba a punto de despedirse, cuando el director añadió:

—Si quiere saber mi opinión, me parece que a VJ le iría bien asistir al colegio con mayor asiduidad.

—Quiere decir, ¿que viniera a los cursos de verano?

—No, no. Me refiero al ciclo lectivo regular. Su esposo lo lleva con frecuencia al laboratorio y luego envía notas de justificación.

Yo soy partidario de los métodos didácticos alternativos, los trabajos prácticos, etc., etc. Pero yo creo que VJ debería participar más de las actividades colectivas, sobre todo en las extraescolares.

Me parece…

—Espere un momento —interrumpió Marsha—. ¿Dice que VJ falta del colegio para ir al laboratorio?

—Sí, y con frecuencia.

—No tenía la menor idea —confesó Marsha—. Sabía que pasaba muchas horas en el laboratorio, pero no que faltara al colegio.

—Creo que no exagero al decir que VJ pasa más tiempo en el laboratorio que en la escuela.

—¡Dios mio!

—Y si piensa lo mismo que yo, tal vez debería hablar con su esposo.

—Lo haré —dijo Marsha, poniéndose de pie—. Le aseguro que lo haré.

—Quiero que esperéis en el coche —dijo Víctor a VJ y Philip, mientras miraba la casa de Gephardt por la ventanilla del automóvil. Era un edificio de dos pisos, vulgar, con fachada de ladrillos y contraventanas.

—Gira la llave para que podamos escuchar la radio —dijo VJ, que ocupaba el asiento delantero. Philip estaba sentado en el de atrás.

Víctor giró la llave del encendido. El coche se llenó de una estridente música rock, que aún sonaba más fuerte al estar parado el motor.

—Vuelvo enseguida —dijo Víctor al bajar del coche.

Ahora se encontraba frente a la casa de Gephardt, no estaba tan seguro de que tuviera que hacerle frente. La casa ocupaba un terreno bastante grande, separado de las casas vecinas por arces y abedules. Un gran ventanal a la izquierda indicaba probablemente la sala de estar. Aunque atardecía, las luces de la casa estaban apagadas. Pero seguramente había alguien en la casa, a juzgar por una furgoneta «Ford» aparcada frente a la entrada.

Víctor se inclinó hacia la ventanilla.

—Vuelvo enseguida.

—Ya lo has dicho antes —replicó VJ, acompañando la música con golpes rítmicos de la palma de la mano sobre el tablero del coche.

Víctor asintió, confuso. Al dirigirse hacia la casa se preguntó si no seria mejor abandonar la idea y llamar por teléfono más tarde. Pero entonces recordó la sustracción del equipo de laboratorio, el fraude perpetrado por medio de los salarios de un trabajador muerto y el ladrillo que había roto la ventana de VJ. La rabia lo hizo avanzar más resueltamente. Al acercarse a la fachada de ladrillo, se preguntó si el que había arrojado a la ventana de su hijo no seria alguno de los que habrían sobrado al construir la casa. Al ver el ventanal, sintió deseos de arrojarle uno de los adoquines que bordeaban el camino. Entonces se detuvo.

Parpadeó como si no diera crédito a sus ojos. Estaba a unos seis metros del ventanal y vio que varios cristales estaban rotos, y que sólo quedaban astillas de vidrio en su lugar. Era como si su fantasía de venganza se hubiera hecho realidad.

Miró hacia atrás, vio las siluetas de Philip y VJ en el coche y tuvo que contener el impulso de volver. Sentía que algo marchaba muy mal. Miró el ventanal y los escalones que conducían a la puerta. Demasiado silencio, demasiada oscuridad. Pero ¿qué le iba a decir a VJ? ¿Que tenía miedo? Se dirigió resueltamente a la puerta.

Al ver que estaba entornada, alzó la voz:

—¡Hola! ¿Hay alguien aquí? —Abrió la puerta y dio un paso hacia el interior.

Tuvo que contenerse para no gritar. Jamás había visto tanta sangre como la que inundaba la sala de Gephardt, ni siquiera durante sus años de médico en el hospital de Boston. Siete cadáveres —entre ellos el del dueño de la casa— aparecían esparcidos por toda la sala en posiciones grotescas. Habían sido acribillados a balazos y el aire estaba impregnado de olor a pólvora.

La matanza era reciente, porque algunas heridas aún manaban sangre. Uno de los cadáveres era el de una mujer que debía tener aproximadamente la misma edad que Gephardt: seguramente era su esposa. Los restantes eran de dos personas mayores y tres niños, el menor de los cuales tendría cinco años. A Gephardt le habían disparado tantas veces que le faltaba la tapa de los sesos.

Víctor se enderezó después de examinar el último cadáver en busca de señales de vida y se dirigió tambaleante hacia el teléfono. No perdió el tiempo en llamar a una ambulancia: marcó el número de la Policía y le dijeron que inmediatamente enviaban un coche.

Víctor volvió a su automóvil. Tenía miedo de desmayarse si seguía en la casa.

—Vamos a esperar un poco —dijo, levantando la voz sobre el estrépito de la radio. Bajó el volumen. La imagen de los siete cadáveres estaba impresa en su mente—. Ha habido un pequeño problema en la casa y la Policía viene para aquí.

—¿Tendremos que esperar mucho rato? —preguntó VJ.

—No lo sé. Quizás una hora.

—¿Y van a venir los bomberos? —preguntó Philip.

La Policía llegó en cuatro automóviles, que probablemente constituían toda la dotación del departamento de Policía de Lawrence.

Víctor fue con los agentes hasta la puerta, pero esperó fuera. Uno de los policías, vestido de civil, salió para hablar con él.

—Soy el teniente Mark Scudder —dijo—. ¿Tenemos su nombre y dirección?

Víctor asintió.

—Un asunto jodido —gruñó el teniente. Encendió un cigarrillo y arrojó el fósforo en el césped—. Tiene toda la pinta de un ajuste de cuentas entre traficantes de droga. Este tipo de cosas son frecuentes en el sur de Boston, pero resultan raras por estos lugares.

—¿Han encontrado drogas?

—Todavía no —dijo Scudder, aspirando el humo con fuerza-Lo que le puedo decir es que no fue un crimen pasional, a juzgar por la artillería que han usado. Han tenido que ser por lo menos dos o tres.

—¿Voy a tener que estar aquí mucho tiempo?

Scudder movió la cabeza.

—Si ya tenemos su nombre y su dirección, puede retirarse cuando quiera.

Preocupada por la conversación que había mantenido en la escuela, Marsha tuvo que apelar a toda su paciencia y responsabilidad para atender a los pacientes, y demostrar interés por el último de la tarde, una jovencita narcisista con algunos trastornos de personalidad. Apenas terminó con ella, cogió la cartera y salió, dejando la correspondencia para el día siguiente.

Durante el camino de regreso repasó una y otra vez la conversación con Remington. O bien Víctor le había mentido sobre la cantidad de visitas de VJ al laboratorio o bien el niño falsificaba la firma del padre en las notas de justificación. Las dos posibilidades eran igualmente malas. No podría abordar sus propios sentimientos hacia Víctor hasta descubrir en qué grado su incalificable experimento había afectado a su hijo. Las repetidas ausencias a clase eran un nuevo motivo de preocupación, por tratarse de un síntoma clásico de los trastornos de conducta propios de una personalidad antisocial.

Dobló por el camino y aceleró en la subida. Ya era casi de noche y llevaba los faros encendidos. Bordeó la casa, y cuando estaba a punto de abrir el garaje descubrió algo sobre la puerta.

La luz de los faros se reflejaba en la pintura blanca, dificultando la visión. Marsha se bajó del coche y se acercó para ver mejor el objeto, que desde lejos parecía una pelota de trapo.

—¡Dios mío! —chilló, tambaleándose hacia atrás. Contuvo las náuseas y se aventuró a dar un nuevo vistazo. Habían estrangulado a la gata y la habían crucificado con clavos sobre la puerta del garaje.

Apartó la mirada de los ojos protuberantes y la lengua que asomaba entre los dientes del animal, y vio una nota sujeta a la cola:

DESE PRISA EN ARREGLAR LAS COSAS.

Apagó el motor y los faros del coche, pero lo dejó donde estaba.

Luego corrió a la casa y cerró la puerta desde dentro, temblando de asco, furia y miedo. Ramona, la asistenta, limpiaba la sala. Cuando Marsha le preguntó si había oído ruidos raros, la mujer dijo que había oído martillazos alrededor del mediodía, pero que al asomarse no había visto a nadie.

—¿No vio si se alejaba algún coche o camión?

—No.

La asistenta volvió a sus quehaceres y Marsha fue a llamar a Víctor al despacho, pero le dijeron que había salido. Iba a telefonear a la Policía, pero decidió esperar a que llegara Víctor. Se sirvió una copa de vino blanco. Al beber el primer sorbo, vio los faros que se acercaban.

—¡Coño! —exclamó Víctor al ver el coche atravesado frente al garaje—. ¿Por qué diablos no lo deja a un lado si no tiene ganas de entrarlo?

Condujo el coche hacia la puerta trasera, lo detuvo y apagó el motor. Estaba hecho un manojo de nervios después de lo que había visto en la casa de Gephardt. VJ y Philip, muy alegres los dos, no tenían la menor idea de lo que había sucedido ni le habían pedido explicaciones sobre la larga espera en el coche.

Víctor bajó lentamente y los siguió a la casa. Pronto pudo advertir que Marsha estaba de pésimo humor. Lo supo por el tono con que ordenó a VJ y Philip que se quitaran los zapatos, subieran a lavarse y bajaran a cenar.

Víctor se quitó la americana y fue a la cocina.

—¡Y tú! —dijo Marsha—. ¡Me imagino que no has visto el regalo que nos han dejado en la puerta del garaje!

—¿De qué estás hablando? —replicó, en el mismo tono de fastidio.

—¡Habría que ser ciego para no verlo! —dijo Marsha. Dejó la copa, encendió la luz del patio y le indicó que la siguiera.

Víctor vaciló un instante antes de acompañarla. Atravesaron la sala y salieron por la puerta de atrás.

—¡Marsha! —exclamó, tratando de alcanzarla.

Ella se detuvo junto a su coche, y él la alcanzó.

—¿Se puede saber qué…? —la frase quedó en suspenso cuando vio el cadáver de la gata, mutilado y clavado a la puerta del garaje.

Con las manos en la cintura, Marsha no miraba a la gata sino a su esposo.

—Pensaba que te gustaría saber el efecto que han tenido tus advertencias sobre las personas que nos han amenazado.

Víctor apartó la cara. No soportaba la vista del animal mutilado y no estaba en condiciones de discutir con su esposa.

—Quiero saber que vas a hacer para poner fin a todo esto. Y no me digas simplemente que vas a ocuparte de todo. Quiero saber qué medidas vas a tomar. Ahora mismo. No aguanto más… —No pudo seguir.

Víctor también había llegado al limite. Marsha le hablaba como si él fuera el culpable. En cierto modo, tal vez lo fuera. Pero en cuanto al autor de estos hechos, no tenía la menor idea de quién podía ser. Estaba tan perplejo como ella.

Se volvió lentamente hacia la puerta del garaje y vio la nota.

Furioso y aturdido a la vez, se preguntó nuevamente quién seria el culpable. Si era Gephardt, ya no volvería a molestarlos.

—Primero una llamada, después una ventana rota, ahora la gata muerta… —dijo Marsha—. ¿Y ahora qué va a venir?

—Llamemos a la Policía.

—Si, la última vez nos ayudaron mucho…

—No sé qué quieres que haga —dijo Víctor, un poco más sereno—. He llamado a las tres personas que podían ser culpables de esto. Ah, por cierto, la lista de sospechosos se ha reducido.

Ahora son dos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Marsha.

—Cuando volvía a casa, me detuve en la de George Gephardt.

El tipo había…

—¡Puaj!

La voz de VJ a sus espaldas los sobresaltó. Marsha había esperado ahorrarle el horrible cuadro. Se interpuso entre su hijo y la puerta.

—¡Mira cómo tiene la lengua! —dijo VJ, tratando de acercarse.

—¡Venga, para adentro! —exclamó, tratando de arrastrarlo hacia la casa. Nunca podría perdonarle aquello a Víctor. Pero VJ se resistía a alejarse. Quería mirar a toda costa. Demostraba un interés morboso, una frialdad clínica. Marsha advirtió con estupor que no mostraba el menor sentimiento: ese era otro síntoma de la personalidad esquizoide.

—¡VJ! —exclamó Marsha—. ¡Vete adentro ahora mismo!

—¿La habrán matado antes de clavarla a la puerta? —preguntó VJ tranquilamente, tratando de mirar atrás mientras Marsha lo empujaba hacia la puerta.

Víctor se fue a llamar a la Policía de North Andover mientras Marsha se sentaba a conversar con VJ. No podía dejar de sentir pena por la gata. Víctor comunicó con la comisaría, donde el telefonista le dijo que enviarían un coche lo antes posible.

Volvió a la sala. VJ subía la escalera, saltando los escalones de dos en dos. Marsha seguía sentada en el sofá, con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba furiosa, sobre todo desde que VJ había visto la gata.

—Voy a contratar una agencia de seguridad hasta que terminemos de esclarecer los hechos —dijo Víctor—. La casa estar vigilada toda la noche.

—Es lo que deberíamos haber hecho el primer día.

Víctor se encogió de hombros y se sentó. De pronto se sintió muy cansado.

—¿Sabes qué me dijo VJ cuando le pregunté qué sentía? Dijo que no importa, que podemos comprar otro gato.

—Eso revela una gran madurez, ¿no te parece? —replicó Víctor—. VJ es un chico muy racional.

—¡Pero Víctor, es su gata, la tiene desde hace años! Lo lógico es que sintiera pena al perderla así. —Tragó saliva con esfuerzo—: Su reacción ha sido fría y distante. —Por más que tratara de conservar la compostura cuando hablaban sobre su hijo, no podía contener las lágrimas.

Víctor se encogió nuevamente de hombros. Estaba harto de la cháchara psiquiátrica. El chico estaba perfectamente bien.

—La emoción inoportuna es mal síntoma —prosiguió Marsha, mirándolo, esperando alguna reacción. Pero él no respondió—. ¿Qué opinas?

—A decir verdad, estoy preocupado por otra cosa en este momento. Iba a hablarte de Gephardt cuando en ese momento apareció VJ. Cuando volvía del despacho he pasado por su casa y he visto…, bueno, no puedes imaginarte la escena. Lo habían asesinado, a él y a toda su familia. Los ametrallaron esta tarde en la sala de su casa. Una masacre. —Se alisó el pelo—: Fui yo el que llamó a la Policía.

—¡Qué horror! —exclamó—. Dios mio, ¿qué está pasando? —Miró a Víctor. Era su esposo, el hombre al que había amado durante tantos años—. ¿Te sientes bien? —preguntó.

—Sí, ya estoy bien —respondió sin convicción.

—¿VJ estaba contigo?

—No, me esperaba en el coche.

—Entonces no vio nada.

—No.

—Gracias a Dios —dijo Marsha—. ¿La Policía tiene alguna idea sobre el móvil de los asesinatos?

—Dicen que tiene que ver con la droga.

—¡Qué horror! —dijo Marsha sin salir de su estupor—. ¿Quieres una copa? ¿Un poco de vino?

—No, prefiero algo más fuerte. Un whisky.

—Ahora te lo traigo.

Fue al bar y sirvió una buena cantidad de whisky. Tal vez se mostraba demasiado dura con Víctor, pero tenía que obligarle a enfrentarse a los problemas de su hijo. Decidió abordar el tema.

—Yo también he tenido hoy una experiencia inquietante —dijo al entregarle el vaso—. No, no tiene nada que ver con la tuya. Fui a la escuela de VJ para hablar con el director.

Víctor bebió un sorbo en silencio.

Marsha relató su conversación con el profesor Remington y finalmente le preguntó por qué no había consultado con ella su decisión de que VJ faltara tanto a la escuela.

—Yo nunca tomé esa decisión.

—O sea que no enviaste una serie de notas al colegio para que VJ faltara, y pasara el día contigo en el laboratorio.

—Claro que no.

—Me lo temía —dijo Marsha—. Tenemos un problema grave.

Esto de hacer novillos sistemáticamente es un síntoma grave.

—La verdad, es que me llamó la atención verlo con tanta frecuencia por el laboratorio, pero cuando se lo pregunté, me dijo que sus maestros se lo permitían porque así adquiría más experiencia práctica. Como sus calificaciones son tan altas, no se me ocurrió indagar más.

—Pauline Spaulding también me dijo que VJ pasaba la mayor parte del tiempo en tu laboratorio —dijo Marsha—. Sobre todo después de que sufriera la pérdida de inteligencia.

—VJ siempre ha pasado mucho tiempo en el laboratorio —asintió Víctor.

—¿Y qué hace?

—Muchas cosas. Experimentos químicos elementales mira preparaciones microscópicas, juega con el ordenador. No sé. Siempre anda por ahí. Todos lo conocen y lo quieren. Sabe entretenerse solo.

Sonó el timbre de la puerta principal. Marsha y Víctor fueron a recibir a la Policía.

—Soy el sargento Cerullo —dijo un policía alto y gordo. Sus rasgos, todos muy pequeños, ocupaban el centro de su cara regordeta—. Él es el agente Hood. Lamentamos lo sucedido. Hemos tratado de vigilar la casa desde que Widdicomb estuvo aquí, pero es difícil, porque está muy apartada de la carretera.

Al igual que Widdicomb el martes anterior, el sargento Cerullo sacó una libreta y un lápiz. Víctor los condujo al garaje. Hood hizo algunas fotografías y luego los dos estudiaron el terreno. Cuando Hood se ofreció a retirar el cadáver de la gata, Víctor aceptó su ofrecimiento con gratitud. Entre los dos cavaron un pequeño agujero junto a un abedul.

Cuando volvían a la casa, Víctor preguntó si le podían recomendar alguna agencia de seguridad. Los policías le dieron los nombres de algunas empresas locales.

—Ya que estamos —dijo el sargento—, ¿se le ocurre quién podría ser capaz de hacer semejante cosa?

—Se me ocurren dos personas —dijo Víctor—: Sharon Carver y William Hurst.

Cerullo anotó los dos nombres. Víctor no mencionó a Gephardt ni tampoco a Ronald Beekman. Ronald jamás se rebajaría a una cosa así.

Acompañó a los policías hasta la puerta y fue a llamar a las agencias que le habían recomendado. En los dos casos le respondió un contestador automático, en el que dejó su nombre y el número de teléfono de su despacho.

—Quiero que hablemos con VJ ahora mismo —dijo Marsha.

Su tono de voz no admitía réplica. Víctor asintió y juntos subieron la escalera. La puerta de la habitación de VJ estaba entornada. Entraron sin llamar.

El niño cerró uno de sus álbumes de sellos y lo puso en el estante, sobre su mesa. Luego se quedó mirando a sus padres con aire expectante, casi culpable, como si lo hubieran sorprendido en una travesura, no con un álbum de sellos en las manos.

—Queremos hablar contigo —dijo Marsha.

—Bueno —asintió VJ—. ¿Qué sucede?

De pronto no era más que un niño de diez años, tan vulnerable que daban ganas de abrazarlo. Pero Marsha se contuvo: debía mostrarse severa, por su bien.

—Hoy he ido a Pendleton y he hablado con el director. Me ha dicho que llevas notas firmadas por tu padre para justificar tu ausencia de la escuela y pasar más tiempo en «Chimera». ¿Es verdad?

De acuerdo con su experiencia profesional, Marsha esperaba que VJ negara inicialmente la acusación y que después, ante las pruebas irrefutables, confesara su responsabilidad. Así actuaban los preadolescentes. Pero esa no fue la actitud de VJ.

—Si, es verdad —dijo sin alterarse—. Lamento haberos engañado. Os pido disculpas por las molestias que os haya podido causar. No fue esa mi intención.

Marsha se sintió totalmente confundida. Hubiera preferido la habitual negativa infantil, pero VJ no respondía a la norma, ni siquiera en este aspecto. Miró a Víctor, que levantó las cejas sin responder.

—Lo único que puedo alegar a mi favor es que tengo muy buenas calificaciones en la escuela —prosiguió VJ—. Me pareció que eso era lo más importante.

—La escuela debería ofrecer dificultades, problemas por resolver —dijo Víctor, al advertir que la serenidad de VJ dejaba a Marsha sin respuesta—. Si te resulta demasiado fácil, debes pasar de grado. Se han dado casos de chicos de tu edad que han ingresado en la Universidad e incluso se han graduado.

—A esos chicos los tratan como bichos raros —replicó VJ—. Además, no me interesan las instituciones. En el laboratorio aprendo muchísimo más que en la escuela. Quiero ser investigador.

—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Víctor.

—Me pareció que era lo más fácil —dijo VJ—. Tenía miedo de que te negaras a dejarme pasar más tiempo en el laboratorio, si te pedía permiso.

—Aunque creas que sabes el resultado de una discusión, deberías consultar —dijo Víctor.

VJ asintió.

Víctor miró a Marsha para ver si quería añadir algo. Ella se mordisqueaba el labio. Miró a Víctor, y los dos se encogieron de hombros.

—Volveremos a hablar de esto —dijo Víctor, y los dos bajaron de nuevo a la sala.

—Por lo menos no nos ha mentido —dijo Víctor.

—No lo acabo de entender —dijo Marsha—. Estaba tan segura de que lo negaría… —Se sirvió más vino y se sentó a la mesa de la cocina—. Es tan difícil predecir sus reacciones…

—¿Pero no es una buena señal el que no haya mentido? —preguntó Víctor, apoyado contra el mármol de la cocina.

—No, no lo es. En estas circunstancias, y tratándose de un niño de esta edad, no es en absoluto lo normal. No ha mentido, pero tampoco ha mostrado el menor remordimiento, no sé si te has dado cuenta.

Víctor levantó los ojos, exasperado:

—¿Nunca te darás por satisfecha? A mí no me parece tan grave. Yo hacía novillos en el instituto, lo que pasa es que nunca me descubrieron.

—No es lo mismo —dijo Marsha—. Esa conducta es la típica rebeldía adolescente. Por eso lo hiciste en el instituto. VJ está en quinto grado.

—No creo que por falsificar un par de notas sea un delincuente en potencia. Además, mira sus calificaciones. Es un prodigio, qué coño. Falta al colegio para ir al laboratorio, no para encerrarse a fumar marihuana.

—Si fuera sólo eso, no me preocuparía tanto. Pero hay todo un conjunto de problemas que configuran un cuadro. Eso es lo que me preocupa. No puedes ser tan ciego como para no ver…

El ruido de un objeto pesado al caer la interrumpió en mitad de la frase.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Víctor.

—Me parece que es algo en el garaje.

Víctor corrió a la sala y apagó la luz. Luego cogió una linterna del armario y observó el patio desde la ventana.

—¿Ves algo? —preguntó Marsha.

—Desde aquí no se ve nada —dijo Víctor, dirigiéndose hacia la puerta.

—No quiero que salgas.

—Voy a ver quién anda por ahí —dijo él sobre su hombro.

—Bueno pero no salgas solo. Te acompaño.

Víctor salió de puntillas, seguido por Marsha, casi pegado a su espalda. Escucharon ruido de pasos cerca de la puerta del garaje.

Víctor encendió la linterna y la apuntó hacia allí.

Dos brillantes ojillos negros los miraron un instante y desaparecieron en la oscuridad.

—Un mapache —dijo Víctor con un suspiro de alivio.