Martes, por la noche
VJ estaba acurrucado contra la cabecera de la cama, con la cabeza entre los brazos. Sobre la alfombra del centro de la habitación había un ladrillo, al que estaba sujeta una hoja de papel atada con una cinta roja; parecía un paquete envuelto para regalo.
La ventana estaba rota y el suelo lleno de cristales. Evidentemente, alguien había arrojado el ladrillo desde la entrada.
Marsha iba a precipitarse hacia su hijo, pero Víctor la contuvo:
—¡Cuidado, el suelo está lleno de cristales!
—VJ, ¿estás bien? —preguntó Marsha.
VJ asintió.
Víctor cogió la alfombra oriental del pasillo y la arrojó sobre el suelo. Después se precipitó hacia la ventana. No había nadie abajo.
—Voy a salir —dijo.
—¡No te hagas el héroe! —chilló Marsha, pero Víctor ya bajaba la escalera. Se volvió hacia VJ—: No te muevas. Hay muchos cristales y podrías cortarte. Enseguida vuelvo.
Corrió a su dormitorio, se puso las pantuflas y la bata y volvió. VJ se dejó abrazar.
—Agárrate fuerte —dijo Marsha, levantándolo con dificultad.
Era más pesado de lo que parecía. Lo sacó al pasillo y lo bajó con alivio.
—Dentro de unos meses ya no podré levantarte —dijo jadeando—. Pesas mucho.
—Voy a averiguar quién ha sido —gruñó VJ.
—¿Te asustó mucho, cariño? —preguntó Marsha, acariciándole la cabeza.
Le apartó la mano con rudeza:
—Voy a averiguar quién ha sido. ¡Lo voy a matar!
—Bueno, ya ha pasado todo —dijo Marsha, tratando de calmarlo—. Sé qué estás asustado, pero lo importante es que estás bien, que no estás herido.
—Lo voy a matar —insistió VJ—. Ya lo verás. ¡Lo voy a matar!
—Está bien —dijo Marsha. Trató de abrazarlo, pero él se resistió. Lo miró unos instantes. La luz de sus ojos era intensa y penetrante—. Bajemos al estudio. Voy a llamar a la Policía.
Víctor corrió hasta la calle y miró en ambas direcciones. A unos veinte metros arrancaba un automóvil. Iba a lanzarse hacia él pero en ese momento se encendieron los faros y el coche se alejó a toda velocidad. No pudo verlo.
Furioso, le arrojó una piedra, pero ya era tarde. Volvió rápidamente a la casa. Marsha y VJ estaban conversando en el estudio, pero callaron al ver a Víctor.
—¿Dónde está el ladrillo? —preguntó Víctor, jadeando.
—En el cuarto de VJ —dijo Marsha—. Lo dejamos donde cayó.
VJ me estaba contando que piensa matar al que lo ha tirado.
—¡Es verdad, lo mataré! —dijo el chico.
Víctor pensó con disgusto que para Marsha seria una prueba más de que el chico estaba trastornado. Volvió a la habitación.
El ladrillo seguía en el mismo lugar. Se inclinó y cogió el papel atado a la cinta. El mensaje, escrito a máquina, decía: «Recuerde que tenemos un acuerdo». Víctor hizo una mueca de disgusto. ¿Quién diablos habría hecho una cosa así?
Volvió al estudio con el ladrillo y el mensaje y se los mostró a Marsha, que los cogió en sus manos. Iba a decir algo cuando sonó el timbre.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Víctor.
—Es la Policía —dijo Marsha, poniéndose de pie—. La he llamado mientras tú corrías por ahí. —Salió del estudio y bajó las escaleras.
Víctor miró a VJ:
—Te has asustado, ¿verdad campeón?
—Desde luego —dijo VJ—. Cualquiera en mi lugar se hubiera asustado.
—Claro, es lógico. Lamento que tengas que sufrir esto. Quiero decir, lo de la llamada de anoche, y ahora el ladrillo. Sé que no lo vas a entender, pero tengo problemas con el personal del laboratorio. Voy a tener que hacer algo para que no se repitan estos incidentes.
—No tiene importancia —dijo VJ.
—Te agradezco que lo tomes así —dijo Víctor—. Bueno, vamos a bajar. La Policía está esperando.
—¿Y qué puede hacer la Policía? Nada —dijo VJ. Pero se levantó, dirigiéndose a la escalera.
Víctor lo siguió. Pensaba lo mismo, pero le sorprendía que VJ hubiera llegado a esa conclusión a los diez años.
La Policía de North Andover era amable y solícita. El sargento Widdicomb y el agente O’Connor habían respondido a la llamada. Widdicomb tenía por lo menos sesenta y cinco años, piel rubicunda y una enorme barriga de consumado bebedor de cerveza.
O’Connor era el polo opuesto: tenía unos veintiocho años y físico de atleta. El primero hablaba por los dos.
Cuando Víctor y VJ bajaron al vestíbulo, Widdicomb leía la nota mientras su compañero estudiaba el ladrillo. Devolvió la nota a Marsha.
—Es terrible —dijo—. Antes estas cosas sólo ocurrían en Boston.
Sacó una libreta, chupó la punta del lápiz y empezó a tomar notas. Las preguntas eran las que cabía esperar: la hora del suceso, si vieron a alguien, si estaban encendidas las luces del dormitorio… Aburrido, VJ se fue a la cocina.
Widdicomb terminó de hacer preguntas y pidió permiso para inspeccionar el terreno.
—Por supuesto —dijo Marsha, y lo acompañó a la puerta.
Esperó a que salieran los policías y se volvió hacia Víctor:
—Anoche me aseguraste que no había de qué preocuparse, que te ocuparías de las amenazas.
—Si, lo sé —dijo Víctor. Estaba avergonzado. Marsha esperó a que dijera algo más, pero permaneció en silencio.
—Una amenaza telefónica es una cosa —dijo ella—. Pero que tiren un ladrillo por la ventana de nuestro hijo es otra muy distinta. Te dije que no quería más sorpresas. Creo que tengo derecho a saber cuáles son esos problemas que tienes en el trabajo.
—De acuerdo —dijo Víctor—. Pero antes, déjame que tome un trago. Me hace falta.
VJ había encendido el televisor de la sala para mirar el programa de Johnny Carson. Tenía la cabeza apoyada en el brazo y su mirada era vidriosa.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Marsha desde la cocina.
—Sí, muy bien —dijo VJ sin mirarla.
—Dejemos que se tranquilice —le dijo a Víctor, que preparaba una bebida con ron caliente.
Con las tazas en la mano, se sentaron a la mesa de la cocina. Víctor le refirió brevemente su controversia con Ronald, las negociaciones con el abogado de Gephardt, las amenazas de Sharon Carver y el problema con Hurst.
—Bueno, ahora ya lo sabes —dijo para concluir—. En realidad fue una semana de tantas en el trabajo.
Marsha meditó unos instantes y llegó a la conclusión de que, a excepción de Ronald, cualquiera de ellos podía ser el culpable.
—¿Y la nota? —preguntó—. ¿Qué es eso de un acuerdo?
Víctor echó un trago, dejó la taza, y estudió la nota en silencio unos instantes.
—No tengo la menor idea. No he hecho acuerdos con nadie.
—Dejó la hoja sobre la mesa.
—Pero alguien está convencido de lo contrario.
—Cualquiera que sea capaz de arrojar un ladrillo a la ventana es capaz de tomar por realidad sus propias fantasías. Pero hablaré con cada uno de ellos y les haré saber que no me voy a quedar cruzado de brazos para que nos sigan tirando ladrillos a las ventanas.
¿Y si hablaras con una agencia de seguridad?
No es mala idea —dijo Víctor—. Pero antes llamaré a esta gente. Creo que con eso se resolver el problema.
Sonó el timbre.
—Ya voy yo —dijo Víctor. Dejó la taza sobre la mesa y salió de la cocina.
Marsha se fue a la sala. El televisor seguía encendido, pero en lugar de Johnny Carson, en la pantalla aparecía una de esas series para insomnes. Era taradísimo. VJ dormía. Apagó el televisor y miró a su hijo. No quedaban rastros de esa intensa hostilidad que había mostrado unas horas antes. Dios mio, pensó ¡qué consecuencia ha tenido el experimento de Víctor sobre su bebé!
La puerta se cerró con estrépito y Víctor volvió a la sala:
—La Policía no ha descubierto nada. Dicen que van a vigilar la casa durante una semana o diez días. —Miró a VJ—: Veo que se ha recuperado.
—Ojalá —dijo Marsha con tristeza.
—No empieces otra vez —dijo Víctor—. No quiero escuchar una conferencia sobre la hostilidad del chico ni nada por el estilo.
—La caída de su nivel de inteligencia habrá sido un golpe durísimo para él —dijo Marsha, siguiendo sus propios pensamientos—. Le habrá significado una pérdida tremenda de su autoestima.
—Tenía tres años y medio —replicó Víctor.
—Sé que no estamos de acuerdo —dijo Marsha, mirando al niño dormido—. Pero estoy aterrada. No puedo creer que tu experimento genético no tendrá consecuencias en su futuro.
A la mañana siguiente la temperatura había subido hasta los dieciocho grados y el cielo estaba despejado. Víctor abrió las ventanillas y el techo corredizo del coche. El aire estaba impregnado de aromas que presagiaban la llegada de la primavera. Víctor apretó el acelerador y se lanzó velozmente por las calles estrechas.
Miró a VJ, que parecía haber olvidado totalmente el incidente de la noche anterior. El chico había extendido el brazo por la ventanilla y dejaba que el viento le acariciara la mano. Era un gesto sencillo y normal. A Víctor le gustaba hacerlo cuando tenía su misma edad.
Sin embargo Marsha le había contagiado sus temores. Físicamente estaba bien, pero todavía no se podía determinar si los genes extraños le habían afectado el desarrollo. VJ era un ser solitario, y en ese sentido era distinto del resto de la familia.
—¿Cómo es tu amigo Richie? —preguntó Víctor de pronto.
VJ lo miró con una mezcla de fastidio e incredulidad.
—Hablas como mamá.
—Si, eso parece —dijo riendo—. Pero dime, ¿cómo es ese chico? ¿Por qué no lo has invitado a casa?
—Es un buen chico —dijo VJ—. Nos vemos todos los días en el colegio. Pero en casa tenemos gustos distintos. Le gusta mucho la televisión.
—Si quieres ir a Boston con él, haré que os lleven con un coche de la empresa.
—Gracias, papá. Hablaré con Richie.
Víctor se acomodó en el asiento. Evidentemente, su hijo tenía amigos. Esa noche se lo diría a Marsha.
En el momento en que Víctor detuvo el coche en la zona de estacionamiento de «Chimera», el corpachón de Philip apareció como por arte de magia. Sonrió al ver a VJ, cogió el parachoques delantero del coche y lo sacudió.
—¡Cuidado que no lo vuelque! —exclamó Víctor.
VJ bajó del automóvil y le dio un puñetazo amistoso en el brazo. Philip se tambaleó, y agarrándose el brazo con una fingida mueca de dolor. VJ se echó a reír, y los dos empezaron a alejarse.
—Esperad un momento —dijo Víctor—. ¿Adónde vais?
VJ se dio la vuelta y se encogió de hombros:
—No sé. A la cafetería, o quizás a la biblioteca. ¿Por qué?
¿Qué quieres que haga?
—Nada. Lo único que quiero es que no te acerques al río. Con el calor está muy crecido.
Desde atrás de los edificios se elevaba el rugido del agua al caer por el vertedero.
—No te preocupes —dijo VJ—. Hasta luego.
Víctor los vio alejarse hacia uno de los edificios donde se encontraba la cafetería. Hacían una pareja realmente increíble.
Víctor subió a su despacho y se puso a trabajar. Colleen le recordó los compromisos del día. Delegó algunas tareas, y luego ordenó sobre su mesa los papeles que debía leer. Finalmente, sacó la nota que había estado atada al ladrillo.
—Recuerde que tenemos un acuerdo —repitió Víctor en voz alta—. ¿Qué diablos quiere decir?
Se puso furioso. Cogió el teléfono y llamó al abogado de Gephardt, a William Hurst y a Sharon Carver. Sin permitirles decir palabra, les dijo que no pactaría acuerdos con nadie y que la próxima vez que molestaran a su familia llamaría a la Policía.
Después se sintió avergonzado de su tontería pero al menos tenía la esperanza de que el culpable se lo pensaría dos veces antes de volver a actuar. A Ronald no lo llamó: era inconcebible que su viejo amigo cometiera un acto de violencia.
Resuelto el problema, Víctor cogió el primer mensaje e inició las tareas administrativas del día.
Para Marsha, la mañana fue un desfile interminable de pacientes difíciles. Pero, la última visita antes de la comida llamó para cancelar la cita. Aprovechó la hora libre para revisar los tests de VJ. Recordó la furia con que había reaccionado ante el incidente del ladrillo la noche anterior y consultó la escala clínica cuatro que debía reflejar la hostilidad reprimida. La puntuación era muy inferior a la que cabía esperar después de su conducta de la víspera.
Marsha se levantó, estiró los brazos y fue a la ventana del consultorio. Más allá de la zona de aparcamiento se veían prados y algunas colinas. Los árboles conservaban el aspecto agónico propio del invierno, y sus ramas se perfilaban como esqueletos contra el cielo azul.
Para eso tanto test psicológico…, pensó. Desgraciadamente no había podido hablar con Janice Fay, la joven que había vivido con ellos hasta su muerte en 1985. Ella hubiera sido la más capacitada para comprender los cambios producidos en la personalidad de VJ por la pérdida de inteligencia. Aparte de Janice, la única persona que había tenido contacto estrecho con VJ en esa época era Martha Gillespie, la directora del centro preescolar. VJ había empezado a asistir a él antes de cumplir los dos años.
De improviso dijo a Jean que no se quedaría a comer, y que ella lo hiciera cuando le apeteciera, dejando conectado el contestador automático.
Absorta en su trabajo, Jean agitó la mano para indicar que la había oído.
Cinco minutos más tarde, Marsha iba lanzada a cien por hora por la autopista. Cogió la primera salida y siguió por los caminos vecinales.
El «Instituto Preescolar Crocker» era un bonito conjunto de casitas de paredes amarillas con persianas y contraventanas blancas, en los terrenos de una gran propiedad. Marsha se preguntaba de dónde obtenía el centro sus fondos, pero según se rumoreaba, su propietaria, Martha Gillespie, había quedado viuda en su juventud y poseía una gran fortuna.
—¡Claro que recuerdo a VJ! —dijo Martha con fingida indignación. Marsha la había encontrado en la administración. Era una mujer de unos sesenta años, de cabello blanco como la nieve, mejillas rosadas y sonrisa alegre—. Lo recuerdo muy bien, desde el primer día que vino aquí. Un niño extraordinario.
Marsha también recordaba el primer día. Lo había traído muy temprano, preocupada porque VJ nunca había estado fuera de casa sin ella o Janice. Seria su primera experiencia independiente.
Pero el proceso de adaptación fue más penoso para la madre que para el hijo, quien al ver un grupo de niños corrió hacia él sin una sola mirada atrás.
—Recuerdo que al final del primer día todos los chicos hacían lo que él quería —dijo Martha—. ¡Y no tenía ni dos años!
—Recordará entonces lo que sucedió cuando tuvo aquella caída de inteligencia.
Martha hizo una pausa antes de responder.
—Si, lo recuerdo.
—¿Y qué recuerda de su conducta después de este suceso?
—¿Cómo está el chico ahora?
—Bien. Al menos, eso espero.
—¿Tiene algún motivo para volver sobre este asunto? Se pregunto porque en el momento en que sucedió aquello usted frio muchísimo.
—Es que me aterra la posibilidad de que vuelva a suceder.
Pienso que cuanto más pueda saber sobre el primer episodio mejor podré prevenir cualquier otro.
—Espero servirle de ayuda, pero no sé —dijo Martha—. El cambio de conducta fue acusado y sobre todo repentino. VJ era un niño confiado, con una capacidad mental aparentemente ilimitada. Pero después del incidente se convirtió en un chico introvertido con pocos amigos, aunque no se volvió autista. Se apartaba dé los demás, pero no perdía conciencia de lo que sucedía a su alrededor. Todo lo contrario, diría yo.
—¿Se relacionaba con niños de su edad?
—Muy poco. Cuando le obligábamos a participar lo hacia sin oponer resistencia, pero cuando le dejábamos actuar libremente se limitaba a observar. Ah, y había una cosa extraña. Cuando le hacíamos participar en un juego competitivo, como en el baile de la silla, dejaba ganar a los demás. Digo que era extraño, porque antes de que ocurriera aquello, VJ ganaba en casi todos los juegos, cualquiera que fuese la edad de los participantes.
—Eso sí que es extraño —dijo Marsha.
Más tarde, cuando regresaba al consultorio, se sintió acosada por la imagen de un niño de tres años y medio que se dejaba ganar en los juegos. Y también por el incidente del domingo anterior en la piscina. Marsha tenía mucha experiencia con niños pequeños y jamás había observado un rasgo de conducta semejante.
—¡Perfecto! —exclamó Víctor, levantando uno de los preparados microscópicos a la luz. El trozo de tejido cerebral, delgado como un papel de fumar, estaba sujeto por cubreobjetos.
—Esta es la preparación de Golgi —dijo Robert—. También he hecho un Cajal y un Bielschowsky. Si quiere otras preparaciones avíseme.
—Perfecto —repitió Víctor. En menos de veinticuatro horas Robert había realizado un trabajo que a un técnico menos capacitado le hubiera llevado varios días.
—Aquí tiene las preparaciones cromosómicas. —El técnico le entregó una bandeja—: Todo está rotulado.
—Perfecto —volvió a repetir.
Víctor cogió las preparaciones y cruzó la sala principal del laboratorio hacia los microscopios. Se sentó ante uno de los instrumentos y colocó en la platina el primer portaobjetos rotulado «Hobbs, lóbulo frontal derecho».
Bajó el objetivo hasta que casi rozó el cubreobjetos. Luego se inclinó sobre el ocular y corrigió el foco.
—¡Dios mio! —exclamó cuando la imagen se hizo nítida. No había células malignas en la preparación, pero el efecto era el mismo. Los niños no habían muerto de edema cerebral ni de acumulación de fluido. Lo que Víctor vio fue la evidencia de una profusa actividad mitótica. Las células cerebrales se multiplicaban con la misma rapidez que en los dos primeros meses de desarrollo fetal.
Víctor estudió rápidamente las preparaciones de otras zonas del cerebro de Hobbs y luego de Murray. En todas vio lo mismo.
Las células nerviosas se reproducían activamente y a gran velocidad. Dada la rigidez de la caja craneana, las nuevas células forzaban al cerebro a introducirse en el canal espinal. Los resultados eran fatales.
Aterrado y a la vez atónito, cogió la bandeja de preparaciones y dejó el microscopio óptico. Cruzó el laboratorio hacia la sala del microscopio electrónico, que parecía el centro de mando de un moderno sistema de armas sofisticadas.
El instrumento en si no se parecía lo más mínimo a un microscopio tradicional. Su tamaño era similar al de un frigorífico casero. El alma del artefacto era un cilindro de unos treinta centímetros de diámetro por un metro de altura, con un gran generador de electrones en la parte superior. Los electrones eran alineados por imanes, que cumplían la función de las lentes en el microscopio óptico. Junto al microscopio había un ordenador de gran tamaño. Su función consistía en analizar las imágenes de los planos múltiples del microscopio y transformarlas en imágenes tridimensionales sobre la pantalla.
Robert había hecho una preparaciones delgadísimas de tejido con cromatina, cogiendo algunas células que estaban en las etapas iniciales de la división. Víctor colocó una de las preparaciones en la platina y buscó el cromosoma seis. Intentaba localizar el área de mutación donde había insertado genes extraños. La encontró por fin después de una hora de ardua búsqueda.
—¡Dios! —exclamó, atónito. Las histonas que envolvían normalmente el ADN estaban atenuadas o simplemente ausentes de la zona del gen inserto. Además, la cadena de ADN, que debía formar una espiral apretada, se había distendido, lo cual quería decir que el proceso de transcripción activa estaba en marcha. En otras palabras, ¡los genes insertos estaban activados!
La preparación del otro niño dio el mismo resultado. Los genes insertos estaban activados y producían FDN. No cabía duda.
Luego cogió las preparaciones de la sangre de VJ. Estas le habrían exigido a Robert una gran paciencia, ya que era mucho más difícil hallar las células apropiadas. Introdujo la preparación en él microscopio electrónico, buscó el cromosoma seis y a la media hora lo encontró. Lo estudió durante mucho tiempo y con extrema minuciosidad. Los genes estaban desactivados. La zona del gen inserto estaba rodeada de histona, como debía ser.
Víctor se echó atrás en el asiento. VJ estaba bien, pero los otros dos niños habían sido víctimas de su experimento. ¿Cómo decírselo a Marsha? Ella se separaría de él. Y él no sabía si sería capaz de asumirlo.
De pronto se levantó y empezó a pasear por la diminuta sala.
El gen estaba activado, pero ¿cómo? Sólo se le ocurría pensar en el cefaloclor, el antibiótico que había suministrado a la madre sustituta de VJ durante la primera etapa del desarrollo embriológico.
Había que preguntarse por tanto quién había administrado la droga a los niños. No era fácil de obtener, y les habían advertido a los padres que sus hijos eran mortalmente alérgicos a ella. Víctor estaba seguro de que ni los Hobbs ni los Murray hubieran permitido que les recetaran cefaloclor a sus hijos.
La muerte simultánea de los dos niños obligaba a descartar la posibilidad de un accidente. Súbitamente aterrado, se preguntó si la zona del cromosoma seis donde había inoculado los genes extraños no era, como se creía, la de una secuencia sin sentido. Tal vez su ubicación con respecto a un catalizador interno había puesto en marcha un mecanismo desconocido de activación de los genes.
En ese caso, VJ estaba en peligro. Tal vez el gen había sido activado durante un breve período cuando perdió su inteligencia.
Quiso tragar saliva, pero tenía la boca reseca. Recogió las muestras, fue a la fuente y bebió varios tragos de agua. Algunos ayudantes estaban trabajando en el laboratorio principal, pero Víctor no estaba con ánimos para conversar. Se encerró en su despacho.
Trató de serenarse, pero cuando su pulso estaba a punto de recuperar la normalidad, recordó las microfotografías de los cromosomas de VJ que había hecho seis años y medio atrás.
Se levantó de un salto, abrió el archivador y rebuscó nerviosamente hasta encontrar las fotos que había hecho cuando VJ sufrió la pérdida de inteligencia. Soltó un suspiro de alivio. No había cambios en VJ. Su cromosoma seis conservaba el mismo aspecto que seis años atrás. El ADN no se había estirado ni perdido su envoltura proteínica.
Más sereno, salió en busca de Robert. Lo encontró en la sala de animales, supervisando el trabajo de la sustituta de Sharon Carver, y lo llamó aparte.
—Tengo que encargarle otro trabajo especial.
—Bueno, usted manda.
—Hay una zona del cromosoma seis en las preparaciones de cerebro donde el ADN ha perdido la envoltura y se ha estirado.
Quiero que analice las secuencias lo antes posible.
—Me va a llevar bastante tiempo.
—Sé que es un trabajo tedioso, pero tengo sondas radiactivas que le servirán.
—Eso es otra cosa.
Fueron al despacho de Víctor a recoger los frasquitos. Cuando el técnico se hubo ido, Víctor siguió pensando en el problema.
¿Qué otro agente, aparte del cefaloclor, podía haber activado el gen FDN en los dos niños? Entre los treinta y los treinta y seis meses de edad se producía una desaceleración del proceso de desarrollo, y no se volvían a producir cambios fisiológicos importantes antes de la pubertad.
El otro hecho curioso era la exacta coincidencia en el tiempo de la activación del gen FDN en los dos niños. No tenía sentido.
Sus vidas no tenían otro punto de intersección que la guardería de «Chimera». Era otro de los motivos por los que Víctor había elegido esas dos parejas. Quería seguir el desarrollo de los dos niños. Se había asegurado de que los Hobbs y los Murray no se conocían antes de ser padres. En caso contrario, hablarían de sus hijos y tal vez sospecharían algo.
Víctor llamó por teléfono a la oficina de personal para pedir las direcciones particulares de las dos familias. Luego, avisó a Colleen que volvería más tarde y salió.
Primero visitó a los Hobbs porque vivían más cerca, en una bonita casa de ladrillo en un pueblo llamado Haverhill. Detuvo el automóvil frente a la casa y llamó a la puerta.
—¡Doctor Frank! —dijo William Hobbs, sorprendido. Abrió la puerta y lo invitó a pasar—. ¡Sheila! ¡Tenemos visita!
Víctor entró en el vestíbulo. Era una casa amueblada con buen gusto, al estilo moderno, pero reinaba en ella un silencio pesado, triste.
—Adelante, por favor. Siéntese —dijo Hobbs, haciéndolo pasar a la sala—. ¿Quiere tomar un café o un té? —Su voz resonaba en el silencio.
Sheila Hobbs entró en la sala. Era una mujer dinámica, que llevaba el pelo recogido en un rodete. Víctor la había conocido en uno de los encuentros sociales que la empresa organizaba para los empleados jerárquicos.
Víctor aceptó un café y poco después los tres se encontraban en la sala, sosteniendo las diminutas tazas de porcelana sobre las rodillas.
—¡Qué casualidad que haya venido! —dijo William—. Justamente estaba a punto de llamarle.
—¡No me diga!
—Sí. Sheila y yo hemos decidido volver al trabajo. —Hablaba sin apartar la vista de la taza—. Al principio pensamos disfrutar de un permiso, pero luego comprobamos que el estar ociosos nos hacía mal.
—Por favor, vuelvan cuando les parezca mejor —dijo Víctor—. Los recibiremos con mucho gusto.
—Se lo agradezco.
Víctor carraspeó:
—Quiero hacerles una pregunta —dijo con voz vacilante—. ¿Verdad que a ustedes les advirtieron que su hijo era alérgico a un antibiótico llamado cefaloclor?
—Así es —dijo Sheila—. Nos lo dijeron antes de que lo sacáramos del hospital. —Dejó la taza con mano temblorosa.
—¿Existe alguna posibilidad de que alguien le hubiera administrado cefaloclor?
Los Hobbs se miraron un instante y respondieron que «no» al unísono.
—Maurice no había estado enfermo —prosiguió Sheila—. Además, su alergia a ese antibiótico estaba anotada en su historial clínico. Estoy segura de que no le dieron ni ese ni ningún otro.
¿Por qué?
—Es algo que me pasó por la cabeza —dijo Víctor, mientras se levantaba del asiento—. Recordé que era alérgico simplemente.
Víctor volvió al automóvil y se dirigió hacia Boston. Estaba casi seguro de que la historia de Murray coincidiría con la de Hobbs pero de todos modos quería comprobarlo.
Llegó rápidamente porque a aquella hora de la tarde había poco tráfico. Aparcar le resultó más difícil. Después de dar algunas vueltas encontró sitio en Beacon Hill. Estaba prohibido aparcar pero decidió arriesgarse.
La casa de los Murray estaba en la calle West Cedar, en mitad de una manzana. Llamó a la puerta.
Le abrió un hombre de unos treinta años, con el pelo cortado al estilo punk.
—¿La familia Murray vive aquí? —preguntó Víctor.
—Sí, pero están en el trabajo —dijo el hombre—. Yo soy del servicio de limpieza.
—Pensaba que habían solicitado permiso.
—¡Son de esos trabajadores compulsivos! —dijo el hombre riendo—. Cogieron un día de permiso después de la muerte de su hijo, y después volvieron al trabajo.
Víctor volvió al coche, enfadado consigo mismo por no haber llamado antes de venir. Se hubiera ahorrado el viaje.
Al volver a «Chimera», fue directamente al departamento de contabilidad. Horace Murray estaba inclinado sobre su mesa, estudiando unos listados de números. Al ver a Víctor, se levantó de un salto:
Colette y yo queríamos agradecerle nuevamente su visita al hospital.
—Lamento que no pudiera hacer nada.
—Fue la voluntad de Dios —dijo Horace con resignación.
A la pregunta de Víctor, el hombre respondió enfáticamente que su hijo no había recibido ningún antibiótico, y mucho menos cefaloclor.
Al salir de contabilidad, le asaltó otra idea aterradora: ¿existiría alguna vinculación entre la muerte de los niños y la desaparición de los archivos? En tal caso, había sucedido lo peor: alguien había activado los genes intencionadamente.
Cuando volvió al laboratorio, el corazón le latía aceleradamente.
Uno de los técnicos quiso hacerle una pregunta, pero Víctor le dijo que si tenía algún problema que hablara con Grimes.
Una vez en el despacho, se dirigió rápidamente hacia un armario situado en la parte inferior de la librería. Lo abrió con llave e introdujo la mano para sacar los libros con los datos sobre el FDN, escritos por él mismo en código. El armario estaba vació.
—Tranquilízate —se dijo en voz alta al sentir que lo embargaba la desesperación—. No des rienda suelta a tu imaginación. Tiene que haber una explicación.
Encontró a Robert en la unidad de electroforesis, donde estaba haciendo el trabajo que Víctor le había encomendado.
—¿No ha visto mis libros con los datos sobre el FDN?
—No sé dónde está. Hace seis meses que no los veo. Pensaba que usted los había guardado en otra parte.
Víctor le dio las gracias y se alejó. Ya no se podía pensar en una fantasía. Las pruebas se acumulaban. Alguien había interferido con su experimento y los resultados eran fatales. Resuelto a hacer frente a sus temores, se dirigió al congelador de nitrógeno liquido. Puso la mano sobre el pestillo y vaciló. Su intuición le dijo qué hallaría al levantar la tapa, pero aun así no era fácil hacerlo. Al mismo tiempo escuchaba la voz de Marsha pidiéndole que destruyera los cinco cigotos.
Levantó la tapa lentamente. Al principio sólo vio una nube congelada que se elevaba del depósito y flotaba lentamente hacia el suelo. Luego la nube se disipó, dejando a la vista la bandeja que contenía los embriones. Estaba vacía.
Tuvo que apoyarse en el congelador para no caer. Miraba la bandeja vacía, sin dar crédito a su ojos. Dejó caer la tapa. La fría bruma del nitrógeno envolvía sus piernas como un ser vivo. Volvió a su despacho y se dejó caer pesadamente en la silla. ¡Alguien estaba al tanto del FDN! ¿Pero quién? ¿Por qué había provocado la muerte de los niños? ¿Había sido un accidente? ¿Acaso estaba dispuesto a destruir seres inocentes en su afán por destruir a Víctor? De pronto, las amenazas de Hurst empezaban a tomar una nueva dimensión.
Era necesario descubrir al autor de estos extraños sucesos. Empezó a pasear por el despacho. Se estremeció al recordar que David había muerto poco después de la batalla sobre las acciones de «Chimera». ¿Tendría esa muerte alguna relación con los hechos?
¿Tendría Ronald algo que ver? No, era una hipótesis absurda. David no había muerto envenenado, ni en un accidente que alguien hubiera podido provocar, sino de cáncer hepático. La mera idea de que alguien hubiera matado intencionalmente a los niños Hobbs y Murray era absurda. Esas muertes serían producto de un fenómeno intracelular. Tal vez la congelación había provocado una segunda mutación. Lo sabría cuando Robert terminara el análisis del ADN.
«Tranquilízate, así no puedes pensar racionalmente», se dijo. Salió hacia el centro de ordenadores para ver a Louis Kaspwicz. El ordenador estropeado había quedado reducido a un cascarón metálico rodeado de centenares de piezas.
—Lamento molestarle —dijo Víctor—, pero quiero saber a qué hora fueron borrados los archivos. Quiero averiguar cómo sucedió.
Si le sirve de consuelo, piense que mucha gente borra sus archivos sin querer. No se rompa tanto la cabeza. En cuanto a la hora, creo que sucedió ente las nueve y las diez.
—¿Me permite consultar el registro? —preguntó Víctor. Pensaba que hallaría una pista en sus propias operaciones con el ordenador, antes o después de borrar los archivos.
—Doctor Frank —dijo Louis con uno de sus extraños tics—, usted es el dueño de la empresa. Puede consultar lo que quiera.
En su despacho, el técnico le entregó el registro correspondiente al 18 de noviembre. Víctor lo estudió cuidadosamente, pero no encontró nada entre las ocho y media y las diez y media.
—No encuentro nada —dijo.
—¡Qué extraño! —dijo Louis, mirando sobre su hombro para verificar la fecha—: 18 de noviembre. La fecha está bien… ¡Ah, ya está! Usted ha leído el registro de la mañana, por eso no lo encontraba. —Louis le señaló la entrada en cuestión.
—¿Por la noche? —preguntó Víctor, incrédulo—. Imposible.
A las 21.45 del 18 de noviembre yo estaba en el teatro de la Sinfónica de Boston.
—Pues qué quiere que le diga…
—¿Está seguro de que no hay un error?
—Segurísimo. —Louis señaló la secuencia de anotaciones—: ¿Lo ve?, todo está en orden cronológico. No puede haber error.
¿Dice que estaba en un concierto?
—Si, en el teatro de la Sinfónica de Boston.
—¿No salió a hablar por teléfono?
—¿Por qué me lo pregunta?
—Porque la operación fue realizada desde fuera. Mire el número de acceso: es el de su PC, la terminal de su casa.
—Pero yo no estaba en casa.
Louis alzó los hombros en su gesto elocuente.
—Entonces, hay una sola posibilidad. La operación fue realizada por alguien que conoce su clave personal de acceso y el número de teléfono de nuestro ordenador. ¿Alguien conoce su clave personal, aparte de usted?
—No se la he dado a nadie —dijo Víctor.
—¿Utiliza con frecuencia el ordenador desde la terminal de su casa?
—No, casi nunca. Antes sí lo hacia, cuando empezó a funcionar la empresa.
—¡Dios mío! —exclamó Louis, con los ojos fijos en el registro.
—¿Qué otra catástrofe acaba de descubrir?
—Lamento decirle que alguien ha penetrado con frecuencia en el ordenador, empleando su clave personal. Hay una sola posibilidad: un hacker ha descubierto el número de teléfono.
—Pensaba que eso era muy difícil.
—En absoluto, es de lo más fácil. Como el chico en la película Juegos de guerra. Usted programa su ordenador para que efectúe una serie interminable de llamadas telefónicas por medio de permutaciones. En determinado momento recibe un tono de ordenador: ahí comienza la diversión.
—¿Y este hacker la ha usado con frecuencia?
—¡Ya lo creo! Yo había visto las entradas, pero pensaba que era usted mismo quien las hacia. ¡Mire!
Abrió el registro y le mostró una serie de operaciones con la clave de Víctor:
—En general son viernes por la noche. —Pasó algunas hojas más—: Claro, lo hace cuando sale de la escuela. Seguro que es un estudiante. ¡Me gustaría darle un par de patadas en el culo! Mire aquí: entró en el programa de Personal. Y aquí en el de Compras.
Es increíble, desde luego. Hemos tenido problemas de archivo. Aquí está la explicación. Creo que ahora mismo deberíamos cambiar su clave personal.
—Pero entonces ser más difícil identificarlo. Además, yo casi no uso mi clave. Podríamos —instalar una vigilancia el viernes por la noche para localizarlo. Es posible, ¿no?
—Si, es posible. Siempre y cuando el chico permanezca en línea el tiempo necesario y tengamos aquí a un técnico de la compañía telefónica.
—Ocúpese de eso —dijo Víctor.
—Lo intentaré. Sólo hay una cosa peor que un hacker: un virus electrónico. Pero en este caso me juego el sueldo a que es un hacker.
Al salir del centro de ordenadores, se le ocurrió que convendría buscar a VJ. A la luz de los últimos sucesos, era mejor que se mantuviera alejado de Hurst e incluso de Ronald Beekman.
Primero fue al laboratorio, pero Robert dijo que no había visto a VJ ni a Philip en todo el día. Lo mismo dijeron los demás técnicos, para sorpresa de Víctor, ya que a VJ le fascinaban los microscopios y el instrumental del laboratorio. Se dirigió a la cafetería, donde a esa hora había muy poca gente tomando café.
El encargado, que estaba cerrando caja, dijo que había visto a VJ por última vez a la hora de la comida.
De la cafetería fue a la biblioteca, alojada en el mismo edificio. Las columnas circulares de hormigón que los arquitectos habían agregado a la estructura para sostenerla habían quedado a la vista, dando al lugar un aire gótico. Los estantes de libros y publicaciones llegaban a la altura del hombro, lo que permitía una visión de toda la sala. A la derecha estaba la sala de lectura con vistas al patio interior del complejo.
La bibliotecaria meneó la cabeza: no había visto a VJ ni a Philip.
Preocupado, Víctor fue al gimnasio y a la guardería, donde recibió la misma respuesta.
Volvió al laboratorio para llamar a seguridad, pero encontró un aviso del encargado de la cafetería: VJ y Philip se encontraban allí, tomando helados.
Víctor los encontró sentados junto helados.
—A ver —dijo con tono fingidamente enojado—, ¿dónde habéis estado?
VJ se volvió para mirar a su padre. Tenía la cucharita en la boca. Philip se puso de pie. Evidentemente creía que Víctor estaba furioso. Sus enormes manos colgaban a los lados del cuerpo.
—Estábamos paseando —dijo VJ.
—¿Pero dónde? Os he estado buscando por todas partes.
—Cerca del río —confesó VJ.
—¿No te dije que no te acercaras al río?
—Pero papá, no estábamos haciendo nada malo.
—Yo nunca voy a permitir que le pase nada malo —dijo Philip con su voz aflautada, infantil.
—De eso estoy seguro —dijo Víctor, súbitamente impresionado por la fortaleza física de Philip. Formaban realmente una pareja increíble, pero la lealtad de Philip era conmovedora—. Siéntate —dijo en tono más amable—. Acabad el helado.
Víctor también tomó asiento, y miró a su hijo:
—Quiero que seas muy prudente. Después del ladrillazo de anoche, comprenderás que existen algunos problemas.
—No me va a pasar nada.
—Estoy seguro, pero un poco de prudencia no le viene mal a nadie. No digas nada, pero mantén los ojos abiertos, sobre todo cuando veas por ahí a Hurst y a Beekman. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Y tú —le dijo a Philip—, podrías ser el guardaespaldas de VJ.
¿Crees que serás capaz de hacerlo?
—Claro que si, señor Frank.
—Y ahora que pienso —añadió, sabiendo que Marsha estaría una ventana, con sus de acuerdo—, podrías pasar algunas noches en casa, como hacías cuando VJ era más pequeño. Así podrás estar con él incluso por la noche.
—Gracias, doctor Frank —dijo Philip, mostrando sus enormes dientes con una sonrisa—. Me gustaría mucho.
—Entonces, ni una palabra más. Bueno, me voy al despacho.
Tengo mucho que hacer y me he pasado todo el día corriendo de aquí para allá. Nos vamos dentro de un par de horas. Pasaremos por la casa de Philip a buscar su ropa.
VJ y Philip se despidieron agitando las cucharitas de helado.
Marsha estaba vaciando la bolsa de la compra cuando oyó el coche de Víctor que se acercaba al garaje. Cuando el automóvil se detuvo ante la puerta automática, observó que había alguien más, y protestó para sus adentros: sólo había comprado seis pequeñas chuletas de cordero.
Dos minutos después, los tres entraban en la cocina.
—He invitado a Philip a pasar unos días en casa —dijo Víctor—. Con tantos problemas como hemos tenido, es bueno tener un hombre forzudo en casa.
—Me parece bien —dijo Marsha, pero inmediatamente añadió—: Espero que no sea para sustituir a una agencia de seguridad.
—No exactamente —dijo Víctor con una sonrisa, y luego se volvió hacia VJ—: ¿Por qué no vais a la piscina?
VJ y Philip se precipitaron a la escalera.
Víctor se volvió para besar a Marsha, pero ella ya se había inclinado sobre la bolsa de la compra. Pasó a su lado sin mirarlo, con los brazos cargados de los comestibles que iba a guardar en la despensa. Evidentemente seguía enojada con él, y tenía motivos sobrados por los sucesos de la víspera.
—Lamento no haberte consultado antes de hablar con Philip, pero se me ocurrió en el último momento. De todas maneras, creo que no habrá más llamadas anónimas ni ladrillos por la ventana.
He hablado con los posibles autores y me he puesto duro.
—En ese caso, ¿por qué has traído a Philip? —preguntó Marsha, que volvía de la despensa.
—Una precaución más, simplemente —dijo Víctor. Y agregó en seguida, para cambiar de tema—: ¿Qué tenemos para cenar?
—Chuletas de cordero… y demasiado pocas para tanta gente —dijo Marsha, mirándolo de reojo—. No sé por qué, tengo la sensación de que todavía me ocultas algo.
—Porque eres más suspicaz que Sherlock Holmes —dijo Víctor, aunque sabía que ella no estaba para bromas—. ¿Y qué tenemos para cenar? —insistió para cambiar de tema.
—Alcachofas, arroz y ensalada. —Ahora estaba segura de que él le ocultaba algo, pero lo dejaría para más tarde.
—¿Te ayudo? —se ofreció Víctor, lavándose las manos en el fregadero de la cocina. Solían preparar juntos la cena, porque los dos trabajaban mucho. Marsha le indicó que lavara las verduras para la ensalada—. Esta mañana VJ me ha estado hablando de su amigo Richie —prosiguió Víctor—. Va a invitarlo a pasar un día juntos en Boston. Así que no me parece justo decir que VJ no tiene amigos.
—Espero que tengas razón —dijo Marsha evasivamente.
Puso a hervir el arroz y las alcachofas, sin dejar de mirarlo de reojo, a la espera de que le diera alguna información sobre los pobres niños. Él preparaba la ensalada en silencio. Al fin, le preguntó exasperada:
—¿Qué has averiguado sobre la muerte de los niños?
Víctor la miró de frente:
—He examinado el gen inoculado tanto en VJ como en Hobbs y Murray. En los dos niños presentaba un aspecto francamente anormal, como si el proceso de transcripción estuviera activado, pero en VJ el aspecto era normal. Y después he buscado unas microfotografías del mismo gen tomados cuando VJ tuvo ese problema, y también eran normales. Así que el problema de VJ no tuvo nada que ver con el de estos niños.
—Me alegra saberlo —dijo Marsha con un suspiro de alivio—. ¿Por qué no me lo has dicho hasta ahora?
—Porque acabo de llegar a casa.
—Podrías haberme llamado por teléfono —dijo Marsha, convencida de que aún le ocultaba algo—. Además, no me has dicho nada hasta que te lo he preguntado.
—Estamos haciendo otros análisis de los genes de esos niños —dijo Víctor mientras sacaba las vinagreras—. Así tal vez descubriremos qué fue lo que activó el gen.
Marsha sacó los platos de la despensa para poner la mesa. Trataba de controlar la furia que volvía a embargarla. ¿Cómo podía hablar de semejantes cosas con tanta despreocupación? Cuando Víctor le preguntó en qué más podía ayudarla, le dijo que ya había hecho bastante. Él interpretó sus palabras en sentido literal y se sentó en un taburete de la cocina.
—Ahora no tengo ninguna duda de que VJ te dejó ganar la carrera —dijo, con la esperanza de provocarlo—. Ya lo hacia a los tres años. —Le refirió su entrevista con Martha Gillespie sobre la conducta de VJ en el centro preescolar.
—Pero sigo sin comprender por qué estás tan segura de que perdió la carrera adrede.
—No me digas que estás molesto por eso… —Disminuyó la llama para evitar que se quemara el arroz—. El domingo por la noche, después de ver la carrera, estuve casi segura de que fue así. Y la conversación con Martha terminó de convencerme. Es como si VJ intentara no llamar la atención.
—Pero también se puede llamar la atención perdiendo una carrera a propósito —dijo Víctor.
—Es posible —asintió ella sin convicción—. Lo que a mí me gustaría es saber qué sintió cuando tuvo aquella caída tan brusca de su inteligencia. Tal vez encontraríamos una explicación de su conducta actual. Cuando ocurrió aquello, estábamos tan preocupados por su salud que ni siquiera pensamos en sus sentimientos.
—Yo creo que superó el episodio con todo éxito —dijo Víctor. Sacó una botella de vino blanco del frigorífico—. Sé que no estás de acuerdo conmigo, pero yo lo veo muy bien. Es un chico feliz.
Me siento muy satisfecho con sus progresos. Algún día va a ser un investigador de primera. Le fascina el laboratorio.
—Siempre que no vuelva a suceder lo mismo —replicó Marsha con brusquedad—. Lo que me preocupa no es su capacidad de trabajo, sino que tu atroz experimento haya afectado sus cualidades humanas. —Le dio la espalda para ocultar sus lágrimas.
Cuando todo terminara, no podría seguir casada con Víctor. El problema era si VJ estaría dispuesto a abandonar el laboratorio para vivir con ella.
—Malditos psiquiatras… —murmuró Víctor entre dientes, mientras forcejeaba con el corcho de la botella.
Marsha dio vueltas al arroz y pinchó las alcachofas. Se dominó con esfuerzo. No quería seguir llorando. Durante varios minutos permaneció en silencio.
—Ojalá hubiera llevado un registro diario de la evolución de VJ —dijo rompiendo el silencio—. Hoy seria muy útil.
—Yo lo hice —dijo Víctor, mientras sacaba el corcho de la botella.
—¿De veras? ¿Y por qué no me lo has dicho hasta ahora?
—Porque era para el proyecto FDN.
—¿Puedo leerlo? —preguntó, dominando nuevamente la furia que sentía siempre que recordaba que Víctor había utilizado a su bebé como conejillo de Indias.
Víctor probó el vino:
—Lo tengo en mi estudio. Te lo daré después, cuando VJ se vaya a dormir.
Sentada en el estudio de Víctor, Marsha leía el Diario a solas. Le había obligado a salir para no sentirse presionada por su presencia Sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar el nacimiento del niño. La mayor parte del escrito era el típico informe de laboratorio, pero a ella le resultaba doloroso y conmovedor. Había olvidado cómo desde los primeros días VJ la seguía con la mirada, la mayoría de los bebés apenas podían enfocar la vista.
Las etapas normales de la evolución infantil se habían sucedido a una velocidad increíble, principalmente en el área del lenguaje. A los siete meses, cuando otros bebé apenas balbuceaban «ma-ma» y «pa-pa», él ya componía frases. Al año poseía un vocabulario completo. A los dieciocho meses, cuando los bebés normales caminaban razonablemente bien, él ya iba en una pequeña bicicleta que Víctor había mandado fabricar a su medida.
Marsha recordaba las emociones vividas durante esos años.
Cada día dominaba una nueva tarea y manifestaba una nueva destreza. Comprendió que también ella había sido culpable al fijarse tan sólo en sus espectaculares adelantos, que la llenaban de alegría, sin pensar en el efecto que tendría semejante precocidad sobre el desarrollo de su personalidad. Era psiquiatra y debería haberse dado cuenta.
Víctor entró en el estudio con el pretexto de buscar un libro, precisamente en el momento en que ella llegaba a un capitulo titulado «Matemática». Avergonzada por sus propias deficiencias como madre, no le pidió que saliera. Siguió leyendo. En la Universidad, las matemáticas habían sido su pesadilla. Había necesitado ayuda especial para aprobar el curso obligatorio de cálculo. Para su asombro, VJ había demostrado una gran facilidad para los números. A los tres años había sido capaz de explicarle a su madre en términos claros y sencillos, los principios elementales del cálculo numérico.
—Lo que más me asombraba —dijo Víctor en ese momento— era su capacidad para traducir ecuaciones matemáticas al lenguaje musical.
Marsha recordó el día en que pensaron que su hijo era un nuevo Beethoven. «Nunca se me ocurrió pensar si un niño tan pequeño era capaz de sobrellevar el peso de la genialidad», pensó con tristeza. Siguió leyendo y se sorprendió al ver que el Diario terminaba poco después.
—Espero que haya algo más —dijo.
—Me temo que no.
Las últimas hojas llevaban fecha del 6 de mayo de 1982. En ellas se describían los sucesos en la guardería de «Chimera» que Marsha recordaba con tanto detalle. Se mencionaba la brusca caída de la inteligencia del niño en términos fríamente clínicos.
La última frase decía: «VJ parece haber sufrido una alteración aguda de sus funciones cerebrales, que aparentemente se han estabilizado».
—¿No añadiste nada más? —preguntó Marsha.
—No. Estaba convencido de que el experimento había fracasado, a pesar del éxito inicial. Consideré que no tenía sentido seguir llevando el Diario.
Marsha cerró el cuaderno. Había esperado encontrar alguna pista sobre lo que para ella constituía una deficiencia en la personalidad de VJ.
—Si al menos el historial clínico indicara la existencia de un mal psicosomático o una reacción de conversión, podríamos aplicarle alguna terapia. Lo que me remuerde la conciencia es no haber sido más sensible a todo esto cuando sucedió.
—En mi opinión, el problema se debió a una especie de fenómeno intracelular. Además, no creo que sirviera de nada conocer el historial clínico.
—Eso es justamente lo que me aterra —dijo Marsha—. Es lo que me hace pensar que VJ va a morir como esos niños, o de cáncer como David y Janice. No estoy muy al corriente de tu trabajo, pero si lo suficiente como para saber que el cáncer es una de las grandes preocupaciones de los que trabajan en terapia genética. Dicen que los genes inoculados podrían transformar los protooncogenes en oncogenes activos, y entonces la célula afectada se volvería maligna.
Tuvo que interrumpirse. Sus emociones empezaban a dominarla:
—No sé cómo puedo hablar de esto como si se tratara tan sólo de un experimento científico. Es nuestro hijo… y yo qué sé si has activado algo en su organismo que lo va a matar.
Se cubrió la cara con las manos y estalló en llanto, sin poderse dominar.
Víctor quiso abrazarla, pero ella se apartó. Se puso en pie, frustrado. Contempló unos instantes los hombros de su mujer, que se estremecían en silencio. No había nada que decir. Salió del estudio y se dirigió a la escalera, agobiado por su propio dolor. Después de lo que había descubierto ese día, tenía más razones que ella para temer por la vida de su hijo.