Martes por la mañana
Fueron a Boston en sus respectivos automóviles, porque Víctor quería volver directamente a «Chimera». VJ optó por ir con Marsha.
Durante el viaje no sucedió nada. Marsha quería hacerle hablar, pero él respondía a sus preguntas con un lacónico si o no.
Abandonó el intento hasta poco antes de llegar al hospital.
—¿Has sufrido dolores de cabeza últimamente? —preguntó, rompiendo el prolongado silencio.
—No —dijo VJ—. Estoy bien, ya te lo dije. ¿Por qué estáis preocupados por mi salud?
—Ha sido idea de tu padre —dijo Marsha. No había motivos para ocultarle la verdad—. Dice que es medicina preventiva.
—Yo digo que es una pérdida de tiempo.
—¿No has tenido problemas de memoria?
—¡Por enésima vez te digo que no tengo nada! —replicó bruscamente.
—Bueno, está bien. No te alteres. Nos alegramos mucho de que seas un chico sano. Queremos que sigas así. —Se preguntó cómo reaccionaría si le dijeran que era un ser quimérico, con genes animales en sus cromosomas.
—¿Recuerdas cuando tenías tres años y de repente fuiste incapaz de leer? —preguntó Marsha.
—Claro que lo recuerdo.
—Nunca hablamos de eso —dijo Marsha.
VJ volvió la cara hacia la ventanilla.
—¿Te sentiste muy mal cuando lo descubriste?
VJ se volvió para mirarla:
—Mamá, no juegues a psiquiatra conmigo. Claro que me sentí mal. Era desagradable no poder hacer las cosas que antes hacía.
Pero volví a aprender y ahora estoy muy bien.
—Cuando quieras hablar de ello, estoy dispuesta —dijo Marsha—. Me preocupa mucho, aunque nunca lo menciono. Para mí fue una época horrible. Tenía miedo de que te pusieras enfermo, pero cuando te recuperaste traté de no volver a pensar en lo que pasó.
Subieron a la sala de espera del doctor Clifford Ruddock, jefe de neurología. Víctor había llegado quince minutos antes. VJ se enfrascó en una revista, y Víctor llamó a Marsha para hablarle a solas.
—Ya he hablado con Ruddock. Acepta comparar el estado neurológico actual de VJ con los resultados de las pruebas que le hicieron cuando descendió su coeficiente intelectual. Pero se muestra un poco suspicaz. Evidentemente, no está enterado sobre el gen FDN y yo no le diré nada.
—Por supuesto —dijo Marsha.
Víctor le lanzó una mirada:
—Confío en que colabores con esto que quiero hacer.
—Voy a hacer algo más —dijo Marsha—. Cuando terminemos aquí, me lo llevaré al consultorio para aplicarle una batería de tests psicológicos.
—¿Y para qué diablos le vas a aplicar esos tests?
—¿De veras no lo sabes?
El doctor Ruddock, un hombre alto y delgado de barba y cabellos rojizos, hizo pasar a los Frank a su consultorio para conversar brevemente con ellos antes de iniciar el examen. Preguntó al chico si lo recordaba. VJ dijo que sí, que recordaba sobre todo su olor. Víctor y Marsha soltaron una risita nerviosa.
—Me refiero a la colonia —dijo VJ—. «Hermes» para después del afeitado.
Desconcertado por la alusión personal, el doctor Ruddock presentó a su adjunto de neurología pediátrica, el doctor Chris Stevens.
El doctor Stevens realizó las pruebas. Permitió a Víctor y Marsha permanecer en la sala, por ser médicos. Fue un examen neurológico total. En menos de una hora se estudió el sistema nervioso de VJ desde todos los puntos de vista posibles. Los resultados eran normales.
Luego comenzó el trabajo de laboratorio. Stevens cogió muestras de sangre para los análisis químicos de rutina. Víctor hizo congelar una parte de la muestra para hacerla analizar en «Chimera». Luego sometieron a VJ a exploraciones con haces electrónicos PET y NMR.
Durante la primera exploración le inyectaron sustancias radiactivas inocuas que emitían positrones en su brazo, mientras introducía la cabeza en un enorme aparato en forma de rosca.
Los positrones chocaban con los electrones del cerebro y en cada colisión emitían energía en forma de rayos gamma. Los cristales del haz explorador PET registraban los rayos gamma, y un ordenador generaba una imagen a partir de la trayectoria de la radiación.
Para efectuar el NMR lo introdujeron en un cilindro de dos metros de longitud rodeado de imanes superconductores con helio líquido. El campo magnético resultante, setenta mil veces mayor que el de la Tierra, alineaba los núcleos de los tomos de hidrógeno del agua en el organismo. Cuando una longitud de onda de determinada frecuencia los desordenaba, volvían a alinearse y en ese momento emitían una débil señal de radio, recibida por los sensores del aparato y transformada por el ordenador en imagen.
Concluidas las pruebas, el doctor Ruddock se encerró en el consultorio con Víctor y Marsha, mientras VJ los esperaba en la sala de visitas. Víctor cruzaba y descruzaba las piernas, alisándose continuamente el pelo con las manos. Durante las pruebas, ni el doctor Stevens ni el técnico habían efectuado comentario alguno, y al final Víctor estaba casi paralizado por la tensión.
—Muy bien —dijo el doctor Ruddock, ordenando los papeles sobre su mesa—. Faltan algunos resultados, sobre todo de los análisis de sangre, pero tenemos algunos positivos.
Marsha se llevó la mano al corazón.
—Las dos imágenes, tanto del PET como del MNR, son anormales —explicó el neurólogo. Con la mano izquierda levantó una de las imágenes multicolores del PET y con la otra una pluma que utilizó a manera de puntero para indicar las distintas zonas—. En los hemisferios cerebrales vemos una ingestión muy elevada pero difusa de glucosa. —Dejó el papel y cogió otro—. En esta imagen formada por el MNR se observan claramente los ventrículos.
Marsha se inclinó para ver mejor. Su corazón latía con fuerza.
—Es evidente —prosiguió Ruddock—, que los ventrículos son muy pequeños, mucho menores que lo normal.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Marsha con temor.
El doctor Ruddock se encogió de hombros:
—En mi opinión, nada. Según el doctor Stevens, el examen neurológico del niño es absolutamente normal. Y estos fallos son interesantes, pero lo más probable es que no afecten las funciones cerebrales. Lo único que se me ocurre decirles es que si el cerebro ingiere tanta glucosa, sería conveniente darle algunas golosinas cuando lo vean muy pensativo. —El doctor Ruddock celebró su propia broma con una risa. Víctor y Marsha lo escucharon en silencio, aturdidos por la transición de la mala noticia esperada a la buena noticia recibida.
Víctor fue el primero en recuperarse.
—Seguiremos su consejo —dijo sonriente—. ¿Recomienda alguna golosina en particular?
El doctor Ruddock se echó a reír de nuevo, contento de que su broma hubiera tenido tan buena aceptación.
—La mejor terapia en mi opinión es un chocolatín cada veinticuatro horas.
Marsha le dio las gracias y se precipitó a la puerta. Corrió hacia VJ y lo abrazó con fuerza, sin darle tiempo a reaccionar.
—Todo está bien —le susurró al oído—. Estás sano.
—Eso ya lo sabía —dijo VJ fríamente—. ¿Nos vamos de una vez?
Víctor apareció por detrás y le palmeó el hombro a Marsha:
—Tengo otro asunto que tratar aquí; después me voy al despacho. Nos vemos esta noche en casa. ¿De acuerdo?
—Haremos algo especial para la cena —dijo Marsha, y se volvió nuevamente hacia su hijo—: Nos vamos, pero no a casa, jovencito, sino a mi consultorio. Faltan algunos tests.
—¡Ay, mamá! —protestó VJ.
Marsha sonrió al escuchar su tono de protesta, igual al de cualquier otro chiquillo de su edad.
—Hazle caso a tu madre —dijo Víctor—. Hasta luego.
Besó a Marsha en la mejilla, revolvió el pelo de VJ y salió de la sala.
Víctor cruzó desde los consultorios externos al hospital propiamente dicho, y subió en el ascensor a Patología, donde se hallaba la oficina del doctor Burghofen. No se veía ninguna secretaria, de modo que se asomó. Burghofen escribía a máquina, usando sólo los índices. Víctor golpeó el marco de la puerta.
—¡Adelante! —gruñó el jefe de Patología. Aporreó un poco más las teclas de la máquina y finalmente se dio por vencido—. No tendría por qué hacer esto, pero mi secretaria falta por enfermedad tres veces a la semana y no me permiten despedirla. No sirvo para jefe.
Víctor sonrió: la vida académica tenía sus limitaciones. Lo recordaría la próxima vez que tuviera que atender problemas burocráticos en «Chimera».
—Quería saber si ya está hechas las autopsias de los niños que murieron de edema cerebral —dijo Víctor.
El doctor Burghofen revolvió entre los papeles que atestaban su mesa.
—¿Dónde diablos está la lista? —masculló. Giró en su asiento y encontró lo que buscaba en el estante que había a sus espaldas.
—A ver, a ver, aquí están. Maurice Hobbs y Mark Murray. ¿Se refiere a ellos?
—Así es.
—Los tiene el doctor Shryack. Seguramente las estará haciendo en este momento.
—¿Puedo presenciar la autopsia? —preguntó Víctor.
—No hay problema —dijo, tras consultar la lista—. Anfiteatro tres. —Y cuando Víctor estaba a punto de salir, añadió—: ¿Usted es médico, no? —Víctor asintió—. Bueno, que se divierta —dijo el patólogo, y se inclinó nuevamente sobre la máquina de escribir.
Al igual que el resto del hospital, el departamento de patología era ultramoderno, equipado con tecnología muy avanzada. Todo era de acero, vidrio o formica.
Las cuatro salas de autopsia parecían quirófanos. Sólo una estaba ocupada. Víctor entró sin llamar. La mesa de disección, como el resto del mobiliario, era de acero inoxidable. Los dos hombres situados a cada lado de la mesa alzaron la vista. Entre ellos estaba tendido el cuerpo de un niño, abierto en dos como un pescado destripado. Había otro pequeño cadáver, cubierto por una sábana, sobre una camilla con ruedas.
Víctor se estremeció. Después de tantos años se había desacostumbrado del impacto de la sala de patología, impacto tanto mayor cuando se trataba de un niño.
—¿En qué le podemos servir? —preguntó el médico de la derecha. Llevaba mascarilla de cirujano, pero la bata era de un material impermeable.
—Soy el doctor Frank —dijo Víctor, tratando de contener las náuseas. Además del impacto visual, reinaba en el lugar un olor fétido que el acondicionador de aire no conseguía disipar—. Me interesan los casos Hobbs y Murray. El doctor Burghofen me ha dado permiso para venir.
—Pues entonces ya se puede acercar —dijo el patólogo, agitando el bisturí.
Víctor entró con cautela, evitando mirar el pequeño cadáver sin vísceras.
—¿Doctor Shryack? —preguntó.
—Soy yo —dijo el patólogo. Era un joven de voz cordial y ojos chispeantes—. Este es Samuel Harkinson, mi ayudante. ¿Los niños eran pacientes suyos?
—No, pero me interesa mucho conocer la causa de la muerte.
—Acérquese —dijo Shryack—. ¡Una historia de lo más extraña! Mire este cerebro.
Víctor tragó saliva. Los patólogos habían cortado el cuero cabelludo y lo habían estirado sobre la cara. Luego habían serrado y retirado la tapa de los sesos. El cerebro libre de su prisión, desbordaba la caja craneana, dando al niño el aspecto de un ser extraterrestre. La mayoría de las circunvoluciones corticales estaban aplanadas, por haber sido aplastadas contra el interior de la bóveda craneana.
—Nunca había visto un edema cerebral parecido —dijo el doctor Shryack—. Me ha dado mucho trabajo sacar el cerebro. Entre los dos he tardado más de media hora. —Señaló el cuerpo cubierto por la sábana.
—Hasta que le encontró la vuelta —dijo Harkinson. Tenía un leve acento londinense.
—Así es, Samuel.
Harkinson cogió la cabeza del niño entre las manos y apartó el cerebro inflamado para que Shryack insertara el cuchillo entre el cerebro y la base del cráneo, y seccionara la parte superior de la médula espinal.
Después el cerebro quedó separado con un sonido sordo. Harkinson seccionó los nervios craneales y el patólogo levantó el cerebro para colocarlo sobre el platillo de la balanza. La aguja osciló fuertemente hasta detenerse en 1,6.
—Casi medio kilo más de lo normal —dijo Shryack. Levantó el cerebro con sus manos enguantadas y lo llevó a una pila, donde lo lavó para eliminar los coágulos de sangre y otros restos. Luego lo colocó sobre una tabla de madera.
Sus manos experimentadas palparon cuidadosamente la masa cerebral en busca de señales de patología macroscópica:
—Aparte del tamaño, parece normal —comentó.
Cogió una cuchilla del cajón y cortó el cerebro en rodajas de algo más de un centímetro de espesor.
—No hay hemorragia ni tumores ni infección. De nuevo era correcto el NMR.
—Quisiera pedirle un favor —dijo Víctor—. ¿Sería posible que me diera una muestra para hacerla analizar en mi laboratorio?
El doctor Shryack se encogió de hombros.
—Supongo que puedo darle una muestra, siempre que no se sepa. Imagine los titulares del Boston Globe: «Médicos regalan tejidos cerebrales». No nos darían ni una autopsia más.
—No se preocupe, seré una tumba.
—¿Quiere este, que es de Hobbs, o el otro?
Los dos. Si no es problema.
—Bueno, creo que da lo mismo dos muestras que una.
—¿Ya ha hecho la patología macroscópica de las vísceras?
—No, es lo que voy a hacer ahora. ¿La quiere ver?
—Ya que estoy aquí…
VJ se mostró aún menos comunicativo en el viaje de vuelta a Lawrence que en la ida a Boston. Evidentemente estaba furioso.
Marsha se preguntó si se dejaría aplicar los tests de buen grado.
En caso contrario, sería una pérdida de tiempo.
Marsha aparcó el automóvil frente al edificio donde tenía el consultorio. Aunque era un solo piso, tuvieron que subir en ascensor porque la puerta de la escalera estaba cerrada con llave.
—Sé que esto no te hace ninguna gracia —dijo Marsha—, pero me parece necesario aplicarte unos tests psicológicos. Sin embargo, si no cooperas, ser una pérdida de tiempo para ti y para Jean.
¿Está claro?
—Perfectamente claro —dijo VJ, mirándola fijamente con sus deslumbrantes ojos celestes.
—Entonces, ¿vas a cooperar?
VJ asintió fríamente.
Jean se alegró mucho de verlos. Había tenido problemas con algunos pacientes de Marsha, pero los había resuelto con su característica eficiencia.
Estaba muy contenta de ver a VJ, aunque él la saludó con escaso entusiasmo y se disculpó para ir al lavabo.
—Está de mal humor —dijo Marsha. Le explicó lo de la mañana y le dijo que preparara la batería de tests psicológicos.
—Con todo el trabajo que tenemos hoy, va a ser difícil —dijo Jean—. Usted no estaba, y el teléfono no ha dejado de sonar.
—Conecta el contestador automático —dijo Marsha—. Tengo que hacerle los tests hoy mismo, es muy importante.
Jean asintió, sacó los formularios y preparó el ordenador para calificar y correlacionar los resultados.
Cuando VJ volvió del lavabo, Jean lo sentó frente al teclado y le preguntó por cuál de los tests quería empezar, dado que ya los conocía.
—Empecemos con los de inteligencia —dijo VJ, más animado que antes.
Durante una hora y media, Jean lo sometió al test de inteligencia WAIS-R, que comprende seis subtests orales y cinco de ejecución. Sabía por experiencia que los resultados eran aceptables, pero muy alejados de los que VJ había conseguido siete años atrás. Advirtió también que el niño vacilaba antes de responder a una pregunta o ejecutar una consigna, como si verificara mentalmente cada respuesta.
—¡Muy bien! —Dijo Jean al terminar—. Bueno, vamos al test de personalidad.
—¿El MMPI o el MCMI? —preguntó VJ.
—Parece que conoces ciertos libros —dijo Jean.
—Si la madre de uno es psiquiatra…
—Bueno, haremos los dos, pero empecemos por el MMPI —dijo Jean—. No es necesario que yo esté presente. Es de elecciones múltiples. Si me necesitas, llámame.
Jean dejó a VJ en la habitación donde aplicaban los tests y volvió a recepción. Escuchó los mensajes del contestador automático, atendió los que pudo y cuando salió el paciente que Marsha estaba atendiendo, le transmitió los que ella debía contestar en persona.
—¿Cómo van los tests? —preguntó Marsha.
—Mejor, imposible.
—¿Muestra buena disposición?
—Si, está muy dócil —dijo Jean—. Casi diría que se divierte con esto.
Marsha movió la cabeza, asombrada.
—Gracias a ti. Esta mañana estaba de un humor de perros.
Jean sonrió ante el elogio.
—Ha hecho el WAIS-R, y ahora está haciendo el MMPI. ¿Qué otros quiere que le aplique? ¿Qué le parece un Rorschach y un Test de Apercepción Temática?
Marsha se mordisqueó la uña del pulgar, pensativa.
—Aplíquele el TAT y dejemos el Rorschach para otro día.
—No me importa aplicarle los dos, si quiere.
—No, sólo el TAT —dijo Marsha, cogiendo el historial clínico del paciente que la esperaba—. No abusemos de la buena disposición de VJ. Además, sería interesante comparar los resultados del TAT con los del Rorschach si los hace en días distintos. —Llamó al paciente que la esperaba y se encerró en el consultorio.
Jean liquidó un poco más de papeleo y volvió a la habitación de los tests. VJ estaba absorto.
—¿Tienes algún problema? —preguntó Jean.
—Algunas preguntas son difíciles —dijo con una sonrisa—. Ni siquiera tienen respuestas apropiadas.
—Se trata de elegir la mejor respuesta posible —dijo Jean.
—Ya lo sé. Es lo que intento hacer.
Al mediodía fueron a comer a la cafetería del hospital. Marsha y Jean pidieron bocadillos de atún, y VJ una hamburguesa y un batido de leche. Marsha estaba contenta ante el cambio de actitud de VJ. Pensó que tal vez sus temores eran infundados, y que los tests revelarían un cuadro psicológico sano. Se moría de ganas por conocer los resultados, pero no podía hablar de ello con Jean en presencia del niño. Media hora más tarde, volvieron a sus respectivas ocupaciones.
Una hora después, Jean conectó el contestador automático y volvió a la habitación de los tests. En ese preciso instante VJ señaló la última respuesta, alzó la mirada y dijo:
—Listo. He acabado.
—Muy bien —dijo Jean. Había contestado las quinientas cincuenta preguntas en la mitad del tiempo normal.
—¿Seguimos o prefieres descansar un poco?
—No, quiero terminar cuanto antes.
Durante noventa minutos Jean le mostró las tarjetas del TAT, una tras otra. En cada tarjeta había un dibujo en blanco y negro de personas en actitudes que suscitaban respuestas con un trasfondo psicológico. El sujeto debía expresar lo que en su opinión ocurría en cada dibujo y los sentimientos de las personas. Así proyectaba sus fantasías, sentimientos, pautas de relación, necesidades y conflictos.
El TAT no resultaba fácil de aplicar a algunos pacientes, pero en este caso Jean disfrutó con VJ. El chico daba explicaciones interesantes y sus respuestas eran normales y lógicas. Al concluir el test, Jean estaba convencida de que VJ era un muchacho emocionalmente estable, bien adaptado y maduro.
Cuando salió el último paciente, Jean fue al consultorio con los resultados impresos por el ordenador. El MMPI sería evaluado después por un programa con una base de datos más amplia, pero el PC les daba una evaluación preliminar.
Marsha echó una primera ojeada a los resultados, mientras Jean le facilitaba su evaluación clínica inicial.
—Me parece un chico modelo. No veo por qué se preocupa tanto.
—Me alegra oírte decir eso —dijo Marsha, mientras estudiaba rápidamente los resultados del test de inteligencia. La puntuación global era 128, una variación de dos puntos respecto al resultado obtenido siete años atrás. Por consiguiente, el índice no había variado. Era una puntuación buena, muy superior a la media. Pero había una discrepancia que llamaba la atención: una diferencia de quince puntos entre el índice verbal y el de ejecución, siendo aquel inferior a este, lo que parecía indicar un problema cognitivo relacionado con alguna incapacidad en el área del lenguaje, lo cual no era lógico en absoluto, dada la facilidad con que VJ había aprendido el francés.
—Sí, me ha llamado la atención —dijo Jean respondiendo a la pregunta de Marsha—. Pero no le he dado importancia, en vista de la puntuación global tan alta. ¿A usted le parece que es muy importante?
—No sé qué pensar —dijo Marsha—. Nunca había visto un resultado semejante. Bueno, veamos el MMPI.
Marsha ordenó los resultados del inventario de personalidad sobre su mesa. La primera parte comprendía las llamadas escalas de validez. A primera vista, le llamaron la atención las escalas F y K, ambas situadas en el límite superior de lo que se consideraba normal.
—Pero está dentro de lo normal —insistió Jean cuando Marsha se lo hizo notar.
—Es verdad —dijo Marsha—, pero recuerda que todo esto es relativo. ¿Por qué las escalas de validez son casi anormales?
—Lo hizo muy rápidamente —dijo Jean—. Tal vez se descuidó.
—VJ jamás es descuidado —dijo Marsha—. Bueno, tendré que estudiarlo. Sigamos.
La segunda parte del informe comprendía las escalas clínicas.
Ninguna salía de los límites de la normalidad. Sobre todo, para satisfacción de Marsha, las escalas cuatro y ocho se situaban en los limites normales. Se referían a las desviaciones psicópatas y la conducta esquizofrénica, respectivamente. Marsha suspiró aliviada porque esas escalas tenían una elevada correlación con la realidad clínica, y temía los resultados a la luz del historial clínico de VJ.
Pero seguidamente advirtió que la escala tres era «alta normal» lo que indicaba una tendencia a la histeria y a buscar atención y afecto. Esto no encajaba con la experiencia de Marsha.
—¿Has observado si VJ cooperaba contigo durante este test? —preguntó.
—Sin ninguna duda —respondió Jean.
—Cualquiera se sentiría feliz con estos resultados —dijo Marsha. Juntó los papeles y los apoyó de canto sobre la mesa, para ordenarlos.
—Más que feliz —asintió Jean.
Marsha grapó los papeles y los guardó en la cartera.
—Pero tanto el Wechsler como el MMPI son algo anormales. O tal vez habría que decir inesperados. Hubiera preferido que fueran normales y punto. Dime, ¿cómo respondió VJ al TAT del hombre que levanta el brazo frente al niño?
—Dijo que le estaba enseñando algo.
—¿Quién enseñaba, el hombre o el niño? —preguntó riendo.
—El hombre, desde luego.
—¿Había hostilidad en la situación?
—En absoluto.
—¿Por qué tenía el brazo levantado?
—Porque enseñaba al chico a jugar al tenis. Más exactamente a levantar la raqueta para el servicio.
—¿Al tenis? VJ nunca ha jugado al tenis.
Al llegar a «Chimera», Víctor observó que ya no había nieve en el suelo, a pesar de la tormenta de la noche anterior. Estaba nublado, pero la temperatura había subido.
Aparcó en el lugar habitual, pero no fue a la administración sino al laboratorio, con una bolsa de papel marrón.
—Tengo un trabajo urgente y prioritario que quiero que haga —dijo a Robert Grimes el jefe de los técnicos.
Era un hombre delgadísimo y reconcentrado, cuyas camisas demasiado holgadas acentuaban su delgadez. Sus ojos saltones le daban un aire de asombro permanente.
Víctor sacó los tubos de ensayo con sangre congelada de VJ y los frascos con muestras de tejido cerebral de los niños muertos.
—Quiero análisis cromosómicos de estas muestras.
Robert cogió los tubos de ensayo y los agitó; luego examinó las muestras de tejido cerebral.
—¿Quiere que deje todo lo demás y me ocupe de esto?
—Si, y necesito los resultados lo antes posible. Además, quiero que haga la tinción neural estándar en las muestras de tejido cerebral.
—Tendré que dejar la implantación uterina.
—Tiene mi permiso.
Víctor salió del laboratorio y se dirigió al edificio siguiente, donde se encontraba el ordenador central. Ocupaba el centro geométrico del patio, una ubicación ideal para efectuar las conexiones con las demás instalaciones. La oficina de Louis Kaspwicz ocupaba la planta superior. Víctor encontró al jefe de informática cuando supervisaba a un grupo de técnicos que revisaban uno de los ordenadores. El gran aparato estaba abierto, como un cuerpo humano en el quirófano.
—¿Tiene alguna información? —preguntó Víctor.
Louis asintió, dijo a los técnicos que prosiguieran la búsqueda del desperfecto y condujo a Víctor a su despacho, donde cogió una carpeta que contenía los archivos del ordenador.
—He descubierto por qué no pudo llamar esos archivos desde su terminal —dijo, mientras hojeaba la carpeta.
—Ah, ¿si? —dijo Víctor, mientras el técnico seguía buscando.
Al no encontrar lo que buscaba, se enderezó, mirando a su alrededor. Después cogió una hoja de su mesa y murmuró: «Aquí está».
—No pudo llamar los archivos Baby-Hobbs y Baby-Murray porque fueron borrados el 18 de noviembre pasado —dijo, agitando la hoja.
—¿Borrados?
—Si, borrados. El archivo del ordenador correspondiente al 18 de noviembre lo indica claramente.
—Qué extraño —dijo Víctor—. ¿Puede averiguar quién lo hizo?
—Naturalmente —replicó Louis—. Tenemos la clave personal de acceso del usuario.
—Bueno, ¿quién fue? —preguntó Víctor, malhumorado al observar la vacilación del técnico.
Louis se lo quedó mirando y después apartó los ojos.
—Fue usted, doctor Frank.
—¿Yo? —exclamó, sorprendido. Había esperado cualquier respuesta menos esa. Recordaba que en algún momento había pensado en borrar esos archivos, e incluso que había consultado el procedimiento para hacerlo, pero no que los hubiera borrado.
—Lo siento —dijo Louis. Evidentemente se sentía incómodo.
—No, está bien —dijo Víctor. Se sentía avergonzado—. Le agradezco las molestias que se ha tomado.
—Ninguna molestia, señor —dijo Louis.
Víctor salió del centro de ordenadores, ensimismado y perplejo. Sabía que últimamente se había vuelto algo distraído y olvidadizo, pero no hasta el punto de borrar un archivo sin poder recordarlo. ¿Habría sido un accidente? Se preguntó qué había hecho el 18 de noviembre. Volvió al edificio de administración y subió lentamente la escalera trasera hasta el segundo piso, donde estaba su despacho. Al recorrer el pasillo decidió comprobar su agenda. Se quitó el abrigo, lo colgó en el perchero y fue a hablar con Colleen.
—¡Qué susto, doctor Frank! —exclamó la joven cuando Víctor le tocó el hombro. Estaba escribiendo a máquina, totalmente concentrada, y tenía puestos los auriculares del dictáfono—. No lo había visto llegar. Víctor se disculpó; dijo que había entrado por la escalera de atrás.
—¿Cómo ha ido por el hospital? —preguntó. Víctor le había dicho que llegaría tarde—. ¿Qué tal está VJ?
—Está muy bien —sonrió Víctor—. Los resultados de las pruebas han sido normales. Faltan los de algunos análisis de sangre, pero no hay problema.
—¡Gracias a Dios! —exclamó la secretaria—. Me asustó esta mañana. Un examen neurológico completo es una cosa seria.
—Yo también estaba preocupado —asintió Víctor.
—¿Quiere ver los avisos? —preguntó Colleen, cogiendo varias hojas de papel de su mesa—. Esta mañana lo ha llamado medio mundo.
—Que esperen —dijo Víctor—. ¿Me busca la agenda de 1988? Me interesa especialmente el 18 de noviembre.
—Ahora mismo se la busco —dijo Colleen. Apartó el dictáfono, se levantó y fue al archivador.
Víctor volvió a su despacho. Mientras esperaba, se puso a pensar en la amenaza telefónica que había recibido VJ y en qué podría hacer al respecto. Llegó a la conclusión de que no había mucho que hacer. Si acusaba a las personas que tenían problemas con él, evidentemente lo negarían.
Colleen entró en el despacho con la agenda de 1988, abierta en la hoja del 18 de noviembre, y la puso sobre la mesa. Había sido un día bastante atareado, pero no había absolutamente nada relacionado con los archivos borrados. La última anotación del día indicaba que por la noche había salido con Marsha a cenar y que luego habían asistido a un concierto de la Sinfónica de Boston.
Marsha se quitó la bata y se deslizó bajo las sábanas, agradablemente calientes. Luego bajó el mando de la manta eléctrica. Víctor se había alejado del calor: nunca encendía su media manta. Se había acostado media hora antes y hojeaba una revista especializada.
Marsha se tendió de lado y estudió el perfil de Víctor. La nariz fina, las mejillas y los labios delgados, le resultaban tan conocidos como su propio cuerpo. Sin embargo, le parecía un extraño.
No terminaba de aceptar el experimento que había realizado con su propio hijo. Sus sentimientos oscilaban entre la incredulidad, la furia y el miedo. Sobre todo, el miedo.
—¿Tú crees que los análisis indican realmente que VJ está bien? Preguntó.
—Me siento mucho más tranquilo —dijo Víctor sin levantar la vista—. Y tú parecías muy contenta en el consultorio del doctor Ruddock.
Marsha se tendió de espaldas.
—Fue sólo una reacción de alivio porque no apareció ningún tumor cerebral ni nada por el estilo. —Miró otra vez a Víctor—. Pero todavía no se explica la brusca pérdida de inteligencia.
—Pero eso sucedió hace seis años y medio…
—Lo que me preocupa es que vuelva a suceder.
—Como quieras.
—¡Víctor! —exclamó—. ¿Podrías dejar esa revista un momento? Tenemos que hablar.
Víctor dejó caer la revista.
—Bueno, hablemos.
—Gracias —dijo Marsha—. Claro que estoy contenta con los resultados del examen físico. Pero las pruebas psicológicas no han sido tan normales. Los resultados son inesperados y un poco contradictorios. —Hizo un breve resumen de los resultados obtenidos, dejando para el final la puntuación relativamente alta en la escala de histeria.
—VJ no es un chico emotivo —dijo Víctor.
—Eso es precisamente a dónde quería ir a parar.
—Me parece que si algo marcha mal son los tests. Los resultados son poco fiables.
—Al contrario, justamente estos tests son de los más fiables.
Pero no sé cómo evaluar los resultados. Por desgracia, sólo consiguen aumentar mi preocupación. Tengo la sensación de que va a suceder algo horrible.
—Escucha —dijo Víctor—. He llevado una muestra de sangre de VJ al laboratorio. Voy a aislar el cromosoma seis. Si no hay cambios, ser la prueba de que todo está bien. Debes tranquilizarte. —Extendió el brazo para palmearle el muslo, pero ella apartó la pierna. Víctor dejó caer la mano sobre la cama—. Si VJ tiene algún problema psicológico leve, eso es otra cosa. Ir a terapia. ¿De acuerdo? —Quería tranquilizarla, pero no sabía qué decir. De ninguna manera mencionaría los archivos borrados.
—Está bien —dijo Marsha, tomando aliento—. Trataré de tranquilizarme. Quiero conocer el resultado del análisis de ADN cuando lo tengas.
—Por supuesto —sonrió Víctor. Ella hizo un esfuerzo por devolverle la sonrisa.
Víctor trató de reanudar la lectura, pero no podía dejar de pensar en los archivos borrados. Se preguntó si lo habría hecho él. Era posible. Como no había relación entre los tres, difícilmente los hubiera podido borrar otra persona.
—¿Has averiguado la causa de la muerte de los pobres niños?
—Todavía no —dijo Víctor, soltando otra vez la revista—. Falta una parte de la autopsia, sobre todo el estudio microscópico.
—¿Habrá sido un cáncer? —preguntó Marsha.
Recordó el día en que David se puso enfermo: fue el 17 de junio de 1984. Jamás olvidaría la fecha. David tenía diez años, y VJ cinco. Estaban de vacaciones y ese día iban a ir a la playa con Janice.
Marsha estaba en su estudio, preparando sus papeles y a punto de ir al consultorio, cuando de pronto David apareció en la puerta, con los brazos caídos.
—Mamá, me encuentro mal.
Marsha no levantó los ojos. Buscaba un expediente que había traído del consultorio el día anterior.
—¿Qué te duele? —preguntó mientras iba abriendo cajones. La noche anterior David había tenido molestias de estómago, pero le dieron un antiácido y se encontró mejor.
—Tengo la cara fea —dijo.
—No, eres un niño muy guapo —dijo Marsha, de espaldas a él y revisando los estantes empotrados en la pared.
—Estoy todo amarillo.
Dejó de buscar el expediente y se volvió hacia él, que corrió a hundir la cara en su pecho. Era un niño muy afectuoso.
—¿Por qué dices que estás amarillo? —preguntó, ya algo atemorizada—. Déjame verte la cara —insistió, tratando de apartarlo de si. Seguramente habría una explicación cómica para su aprensión.
Pero David se agarró con fuerza.
—Son los ojos —dijo—. Y la lengua.
—Si tienes la lengua amarilla es porque habrás estado comiendo caramelos de limón. Bueno, déjame ver.
Salieron del estudio, donde había poca luz, y se detuvieron frente a la ventana. Al ver sus ojos a la luz del sol, Marsha contuvo el aliento, angustiada. Era una ictericia grave.
Ese mismo día le aplicaron una tomografía y se descubrió la presencia de un tumor difuso en el hígado. Era un cáncer sumamente virulento, que le destrozó el hígado en pocos días.
—Ninguno de los dos parecía tener cáncer —dijo Víctor, y Marsha se sobresaltó—. No han aparecido tumores en el estudio macroscópico.
Marsha trató de borrar la imagen de David, con los ojos amarillos en aquella cara demacrada. La piel también había adquirido un tinte amarillento. Carraspeó:
—¿Existe la posibilidad de que la muerte de los niños fuera provocada por los genes extraños que les inoculaste?
—Prefiero creer que no hubo relación entre las dos muertes —dijo Víctor después de una pausa—. He hecho centenares de experimentos con animales y jamás hubo problemas de salud.
—Pero no estás seguro.
—Efectivamente, no tengo la total seguridad —asintió Víctor.
—¿Qué harás con los cinco cigotos restantes?
—¿Qué quieres que haga? Están guardadas en el congelador del laboratorio.
—¿Son normales o mutantes?
—A todos les inoculé el gen FDN.
—Destrúyelos.
—¿Pero por qué?
—Me dijiste que lamentabas lo que habías hecho —exclamó Marsha, furiosa—, y todavía me preguntas por qué debes destruirlos.
—No voy a implantarlos —dijo Víctor—. Te lo prometo. Pero los necesito para descubrir qué pasó con los niños. Recuerda que sus cigotos estuvieron congelados. Esa fue la única diferencia.
Marsha estudió el rostro de Víctor. Era horrible darse cuenta de que dudaba de su palabra, y de que esos cigotos eran potencialmente sus hijos. Pero antes de que pudiera responder, se oyó un ruido de cristales seguido de un agudo chillido. El ruido venía del cuarto de VJ.
Marsha y Víctor se levantaron precipitadamente de la cama y corrieron.