Lunes al anochecer
Sentada a la mesa, Marsha contemplaba a su esposo y a su hijo. VJ, absorto en la lectura del libro sobre los agujeros negros, apenas levantaba la vista para comer. En otras circunstancias le hubiera dicho que dejara el libro para después de la cena, pero Víctor estaba tan malhumorado que no quería empeorar las cosas. Y ella también estaba preocupada por VJ. Lo amaba la mera idea de que tuviera algún problema le era difícil de soportar, pero sabía que no podría ayudarlo si no afrontaba la verdad. Al parecer había pasado el día entero en «Chimera», y a solas, porque Víctor había admitido que no lo había visto desde la mañana.
Como si advirtiera su mirada, VJ dejó el libro y llevó el plato al lavavajillas. Sus intensos ojos azules se cruzaron con la mirada de Marsha. No había en ellos calidez ni afecto, sólo una luz turquesa, penetrante como la lente de un microscopio.
—La cena estaba muy buena —dijo VJ maquinalmente.
Los pasos de VJ se alejaron rápidamente por la escalera.
Marsha se volvió hacia la ventana al escuchar el silbido del viento. En el haz de luz que se proyectaba desde la ventana sobre el garaje vio que la lluvia se había vuelto nieve. Se estremeció, pero no por el paisaje invernal.
—No tengo mucho hambre —dijo Víctor. Era la primera vez que abría la boca desde que Marsha había vuelto a casa desde el hospital.
—¿Estás preocupado por algo? —preguntó—. ¿Quieres que hablemos?
—No juegues a psiquiatra conmigo —dijo Víctor bruscamente.
Era una respuesta grosera. Marsha no estaba jugando a psiquiatra, pero pensó que era mejor pasar por alto la impertinencia.
Si estaba preocupado, acabaría por hablar.
—Yo sí estoy preocupada —dijo Marsha. Pensó que lo mejor era mostrarse franca. Conocía bien a Víctor, sabía que se sentía culpable por haberle hablado en ese tono—. Hoy he leído unos artículos sobre los posibles efectos de la ausencia de los padres en los niños criados por nodrizas o que pasan demasiado tiempo en la guardería. Creo que algunas de las conclusiones explican lo de VJ. Tal vez debería haber pasado más tiempo con él cuando era bebé.
—Un momento —interrumpió Víctor con dureza, levantando las manos. Su expresión era de fastidio—. No quiero oír una palabra más. Yo a VJ lo veo muy bien. Las idioteces psiquiátricas no me interesan.
—Pues qué bien, me alegro de que te preocupes tanto por tu hijo…
—¡Bueno, basta! —Víctor arrojó el resto de su cena a la basura—. No tengo ganas de seguir hablando.
—¿Y qué te gustaría hacer?
—Me parece que voy a salir a pasear —dijo Víctor, mirando por la ventana.
—¿En medio de la nieve y el frío? No, me parece que algo te preocupa, pero que por algún motivo no puedes expresarlo.
Víctor se volvió hacia su esposa.
—¿De veras es tan evidente?
—Me da pena ver cómo luchas contigo mismo —dijo Marsha con una sonrisa—. Bueno, dime qué te preocupa. Soy tu esposa.
Víctor se encogió de hombros y se sentó de nuevo a la mesa.
Entrelazó los dedos y puso los codos sobre el mantel.
—Es verdad que estoy preocupado —confesó.
—Estoy de suerte, porque no es tan difícil hacer hablar los pacientes —dijo Marsha. Trató de acariciarle el brazo.
Víctor se levantó de la silla y fue al pie de la escalera. Tras escuchar un instante, cerró la puerta, y regresó a la mesa.
—Quiero someter a VJ a un chequeo fisiconeurológico completo como el de hace siete años, cuando bajó su nivel de inteligencia.
Marsha no respondió. El desarrollo en la personalidad del chico era una cosa inquietante, pero su estado general de salud era mucho más grave. La idea de que fuera necesario semejante examen la inquietó profundamente, tanto como el recuerdo de lo sucedido siete años antes.
—¿Recuerdas cómo bajó su coeficiente intelectual cuando tenía tres años y medio? —preguntó Víctor.
—Claro, cómo podría olvidarlo —replicó Marsha, mirándolo fijamente. Él sabía que le hacía daño hablándole de este modo. ¿Por qué lo hacía?
—Quiero someterlo al mismo tipo de pruebas —repitió Víctor.
—Me estás ocultando algo —dijo Marsha, asustada—. ¿De qué se trata? ¿Qué le pasa a VJ?
—A VJ no le pasa nada, ya te lo he dicho. Pero quiero estar seguro, y sólo me sentiré seguro si le hacen esas pruebas. Y punto.
—¿Se puede saber por qué quieres que lo examinen, justamente ahora?
—Ya te lo he dicho —replicó Víctor con brusquedad.
—¿Crees que permitiré que sometan a nuestro hijo a toda una batería de exámenes físicos y neurológicos sin saber más detalles?
¡No señor! No voy a permitir que le hagan todas esas radiografías y pruebas si no me das una explicación.
—¿Una explicación?
—Sí, una explicación. Me estás ocultando algo, Víctor. No sé qué es, pero no me gusta. Quieres hacer lo que te da la gana con el chico, sin pensar en mí. Te lo digo de una vez por todas: a VJ no le van a hacer ningún examen sin mi autorización, y para eso me tienes que dar alguna explicación. Así que empieza de una vez o dejémoslo.
Marsha se acomodó en la silla, inspiró profundamente y soltó el aire poco a poco. Víctor la miró a los ojos, furioso, pero ella se mostraba más fuerte que él. Además, había explicado su posición con toda claridad, y difícilmente retrocedería. Al cabo de un minuto de silencio, su mirada empezó a vacilar. Finalmente bajó la vista a sus manos. El reloj de péndulo de la sala marcó las ocho.
—Bueno, está bien —dijo, exhausto—. Te diré todo lo que quieres saber. —Se pasó los dedos por el pelo y miró al techo, como un niño sorprendido en medio de una travesura—. El problema es que no sé por dónde empezar.
—Por qué no empiezas por el principio —dijo Marsha, impaciente y a la vez angustiada, tal vez por alguna premonición.
Víctor la miró a los ojos. Había ocultado el secreto de la concepción de VJ durante diez años. Al contemplar el rostro franco y honesto de Marsha se preguntó si le perdonaría después de conocer la verdad.
—Por favor —rogó ella—. ¿Por qué no me lo dices ya?
—Por muchas razones —dijo Víctor, apartando la mirada—. Una de ellas es que tal vez no me creerías. Además, para entenderlo bien tienes que venir conmigo al laboratorio.
—¿Ahora mismo? —preguntó Marsha, atónita—. ¿Hablas en serio?
—Si quieres saber la verdad, si.
Marsha se sobresaltó cuando Kissa se echó sobre su regazo. Se había olvidado de darle de comer.
—Está bien —dijo—. Le daré de comer a la gata y hablaré con VJ Saldremos dentro de un cuarto de hora.
VJ escuchó los pasos que se acercaban a su habitación. Cerró tranquilamente su álbum de sellos y lo dejó en el estante. Sus padres no sabían nada de filatelia y no hubieran comprendido el valor del álbum. Pero cuantos menos riesgos corriera, mejor. La colección era ya enorme y muy valiosa, pero ellos no comprendían: pensaban que su afán por tener una caja de seguridad en el sótano del Banco era sólo un capricho infantil. VJ no tenía motivos para desengañarlos.
—¿Qué hacías, querido? —preguntó Marsha al entrar al cuarto.
—No estaba haciendo nada, la verdad.
Sabía que ella se sentía mal, pero no podía remediarlo. Desde muy pequeño ya se había dado cuenta de que su madre quería de él algo que otros niños daban a las suyas, pera que él no podía brindar. A veces sentía pena por ella.
—¿Por qué no invitas a Richie a dormir aquí una noche?
—Quizá lo haga.
—Lo pasaríais muy bien —dijo Marsha—. Y además me gustaría conocerlo.
VJ asintió.
Marsha sonrió, incómoda:
—Tu padre y yo vamos a salir un rato. ¿Estás bien?
—Claro.
—Volveremos temprano.
—No os preocupéis. Me lo pasaré bien.
Cinco minutos más tarde, VJ observaba cómo el coche de su padre salía del garaje. Se preguntó por un momento si debería preocuparse. Normalmente sus padres no salían de noche a mitad de semana. Se encogió de hombros: si había algo de qué preocuparse, ya se enteraría.
Cogió de nuevo el álbum para seguir clasificando la nueva serie de sellos norteamericanos que acababa de recibir.
El teléfono sonó varias veces antes de que VJ recordara que sus padres habían salido. Fue al estudio, descolgó el aparato y saludó.
—El doctor Víctor Frank, por favor —dijo una voz. Sonaba distante y apagada, como si hubiera tapado el auricular con un pañuelo.
—El doctor Frank no está en casa —dijo VJ amablemente—. ¿Quiere dejar algún recado?
—¿Cuándo volverá?
—Dentro de una hora, aproximadamente.
—¿Hablo con su hijo?
—Sí.
—Entonces te doy el recado. Dile a tu padre que lo piense bien y que se muestre más razonable. En caso contrario lo va a pasar muy mal. ¿Entendido?
—¿Quién habla?
—Díselo a tu padre. Él ya sabe de qué va la cosa.
—¿Pero quién habla? —repitió VJ, atemorizado. La única respuesta que recibió fue el sonido de la palanca.
VJ colgó el auricular lentamente. Aguzó el oído, consciente de que estaba totalmente solo en la casa. Nunca había prestado atención a los ruidos nocturnos de la casa vacía. El radiador siseaba en el rincón. Desde algún lugar venía un ruido metálico sordo probablemente una cañería de agua caliente. Fuera, el viento arrojaba la nieve contra la ventana.
VJ cogió el teléfono para efectuar una llamada. Cuando el hombre respondió, le dijo que estaba asustado. El hombre le aseguró que no tenía de qué preocuparse. Se sintió más tranquilo al cortar la comunicación, pero descendió a la planta baja para asegurarse de que todas las puertas y ventanas estaban cerradas. No bajó al sótano, pero cerró la puerta de entrada con llave.
Volvió a su cuarto y encendió el ordenador. Hubiera deseado que la gata se quedara con él, pero sabía que de nada le serviría salir a buscarla. Kissa le tenía miedo, hecho que él trataba de ocultar para que su madre no lo advirtiera. Ocultaba tantas cosas a su madre, que pasaba el día en tensión. Pero él no había elegido su destino.
Encendido el ordenador, puso el programa del Pac-Man y trató de concentrarse.
Los fluorescentes parpadearon un par de veces antes de inundar el salón con su luz desagradable. Víctor abrió la puerta y entraron en el laboratorio. Ella había estado allí algunas veces, pero siempre de día. Le sorprendió el aspecto siniestro del lugar por la noche, sin seres humanos que le dieran vida. Era una sala de unos quince metros de largo por diez de ancho, con bancos y mesas alineados contra las paredes. Ocupaba el centro una especie de gran mesa cubierta de instrumental científico, con aparatos de aspecto extraño. Había sintonizadores, tubos de rayos catódicos, ordenadores, frascos, tubos de vidrio y una maraña de cables electrónicos.
Había varias salidas desde la sala principal. Víctor y Marsha salieron por una de las puertas a una sala menor, en forma de L, ocupada por mesas de disección. Marsha se estremeció al ver los bisturís y otros instrumentos de tortura. Más allá de esa sala, a través de una puerta de vidrio con rejilla metálica, se veían los perros y monos. Los animales se movían nerviosos detrás de los barrotes de las jaulas. Marsha apartó la mirada. Era un aspecto de la tarea investigadora en el que prefería no pensar.
—Por aquí —dijo Víctor, y la condujo al extremo de la sala en forma de L, rematado con una pared de vidrio. Al encenderse la luz, Marsha advirtió sorprendida que detrás del vidrio había una serie de acuarios ocupados por decenas de extrañas criaturas marinas. Parecían caracoles sin caparazón.
Víctor acercó una escalera y contempló un instante los acuarios. Cogió una bandeja de disección, subió a la escalera y con una redecilla sacó dos criaturas de sendos depósitos.
—¿Es necesario hacer todo esto? —preguntó Marsha. No comprendía qué tenían que ver esas criaturas horribles con la salud de VJ.
Víctor no respondió. Bajó de la escalera con la bandeja en una mano. Marsha contempló los animales. Median casi treinta centímetros, su piel era de color marrón y tenían un aspecto viscoso.
Tuvo que reprimir las náuseas. Detestaba estas cosas. Ese era uno de los motivos que la había llevado a elegir la psiquiatría: la terapia era limpia, atractiva y muy humana.
—¡Víctor! —exclamó Marsha, mientras él abría las aletas, o lo que fueran, de los animales, y las sujetaba con alfileres a la cera que cubría el fondo de la bandeja—. ¿Por qué no me dices de qué se trata y nos ahorramos todo este espectáculo?
—Porque no me creerías —dijo Víctor—. Sólo te pido un poco más de paciencia.
Cogió un bisturí y le puso una hoja nueva, afilada como una navaja. Abrió rápidamente los animales. Marsha apartó la vista.
—Estos son del género aplasia —dijo Víctor. Estaba nervioso, pero trataba de disimularlo hablando en un tono académico—. Son de uso común para el estudio de las células nerviosas. —Cogió unas tijeras y efectuó una serie de cortes rápidos y precisos—. Ya está. Acabo de separar el ganglio abdominal de cada uno.
Víctor le mostró un plato lleno de un líquido transparente, en cuyo centro flotaban dos piezas diminutas de tejido animal.
—Vamos al microscopio —dijo Víctor.
—¿Y esas pobres criaturas? —pregunto Marsha, haciendo un esfuerzo por mirar la bandeja de disección. Los animales parecían debatirse, sujetos con alfileres a la cera.
—Los técnicos lo limpiarán todo por la mañana —dijo Víctor, que no había interpretado correctamente sus palabras.
Marsha echó una última mirada a los aplasia y se dirigió al microscopio de disección, de doble ocular, en el que Víctor ya enfocaba las dos preparaciones.
Se inclinó para mirar. Los ganglios tenían la forma de una letra H, en la que el trazo transversal parecía una bolsa transparente llena de bolitas de vidrio. Los otros dos trazos de la H eran evidentemente fibras nerviosas seccionadas. Moviendo la aguja.
Víctor le pidió que contara las células nerviosas, o neuronas, medida que él las señalaba.
Marsha obedeció.
—Bueno, ahora veamos el otro ganglio —dijo Víctor.
Pasó el campo visual hasta que apareció otra H, similar a la primera.
—A ver, cuenta otra vez.
—Tiene el doble de neuronas que el primero.
—¡Exactamente! —dijo Víctor. Dejó el microscopio y empezó a pasearse por la sala. Su mirada era febril, y por primera vez Marsha sintió un poco de miedo—. Hace doce años empecé a sentir interés por el aplasia debido a sus células nerviosas. Yo sabía, como todo el mundo, que las células nerviosas se desarrollan y proliferan durante los primeros estadios de desarrollo del embrión. Como el aplasia es relativamente menos complejo que los animales superiores, pude aislar la proteína que provoca el proceso. La llamé factor de desarrollo nervioso, FDN. ¿Hasta aquí está claro?
Víctor dejó de pasearse y la miró a los ojos.
—Sí —dijo Marsha. Él parecía alterado, con una inquietante expresión mesiánica. De pronto la asaltó una idea aterradora, como si adivinara la conclusión, que hasta el momento parecía no tener relación alguna con su hijo.
Víctor empezó a pasearse otra vez, mientras su excitación parecía aumentar:
—Por medio de la ingeniería genética, reproduje la proteína y aislé el gen causante de todo. Y ahora viene lo más espectacular. —La miró otra vez, con un brillo extraño en la mirada—. Cogí un huevo fertilizado, un cigoto de aplasia, y después de efectuar una mutación puntual en el DNA, inserté el gen FDN con un activador.
¿Y cuál fue el resultado?
—Mayor número de neuronas en el ganglio —replicó Marsha.
—Efectivamente —dijo Víctor, muy excitado—. Y lo que es más, la capacidad de transmitir esa característica a su descendencia. Volvamos a la sala principal. —Le dio una mano para ayudarla a levantarse.
Lo siguió en silencio a una mesa iluminada donde se veían varias transparencias ampliadas de secciones microscópicas de cerebro de rata. No hacía falta contar para advertir que el número de neuronas era mucho mayor en algunas fotografías que en otras.
Aturdida, se dejó llevar a la sala de los animales, donde él se puso unos gruesos guantes de cuero.
Marsha contuvo el aliento. El lugar apestaba a zoológico sucio. Las jaulas alojaban a centenares de monos, perros, gatos y ratas. Se detuvieron ante las jaulas de las ratas. Marsha se estremeció al ver los innumerables hocicos rosados que husmeaban sin cesar, y las largas colas peladas.
Víctor abrió una de las jaulas y sacó una gran rata, que trató de morderle los dedos.
—¡Tranquilo, Charlie! —dijo. Llevó la rata a una mesa con tapa de vidrio, levantó la tapa y dejó caer el animal en un pequeño laberinto, justo delante de la puerta de entrada.
—Observa —dijo Víctor, y levantó la puerta.
Tras una breve pausa, la rata entró al laberinto, lo recorrió equivocándose en sólo dos o tres vueltas y llegó al final, donde la esperaba el premio.
—Ha ido rápido, ¿no? —dijo Víctor con satisfacción—. Esta es una de mis ratas inteligentes, inoculada con el gen FDN. Ahora viene lo mejor.
Volvió a colocar la rata en la posición inicial, pero en un sector sin acceso al laberinto. Volvió a la jaula, de donde cogió otra rata y la colocó en el dispositivo, de manera tal que los dos animales quedaron frente a frente, separados por una rejilla metálica.
Esperó un par de minutos, después levantó la puerta y la rata recorrió el laberinto sin cometer un solo error.
—¿Comprendes lo que acabas de presenciar? —preguntó Víctor.
Marsha movió la cabeza.
—Comunicación entre ratas —dijo Víctor—. Estas ratas son capaces de explicarse el laberinto unas a otras. Es increíble.
—Desde luego —dijo Marsha sin entusiasmo.
—He repetido este estudio de proliferación de neuronas con centenares de ratas —dijo Víctor.
Marsha asintió, temblorosa.
—Lo he repetido con cincuenta perros, seis vacas y una oveja —prosiguió—. Con monos, no. Tuve miedo de que resultara demasiado efectivo. Recordaba la vieja película El planeta de los simios. —Se echó a reír, y el sonido de su risa resonó en las paredes de la sala.
Marsha no podía reír. Se estremeció:
—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó, aunque su mente ya barruntaba la aterradora respuesta.
Víctor evitó mirarla a los ojos.
—¡Contesta, por favor! —rogó Marsha, al borde de las lágrimas.
—Te explico todo esto para que puedas comprender —dijo Víctor, aunque sabía que ella no lo entendería—. Créeme, lo que vino después no lo premedité. Acababa de terminar la experiencia de la oveja con todo éxito, cuando tú empezaste a hablar de tener otro hijo. ¿Recuerdas cuando decidimos acudir a «Fertility»?
Marsha asintió, sin poder contener las lágrimas.
—Tu cosecha de óvulos fue muy abundante: ocho en total.
Sintió que sus piernas se aflojaban y tuvo que agarrarse a la mesa para mantenerse en pie.
—Yo mismo los fertilicé in vitro con mi esperma —prosiguió Víctor—. Eso lo sabes. Pero lo que no te dije es que traje los óvulos fertilizados al laboratorio.
Marsha se soltó de la mesa y se dirigió tambaleando hacia un banco, a punto de desmayarse. Se sentó pesadamente. Le parecía imposible soportar el resto de la explicación, pero a estas alturas era consciente de que Víctor seguiría hasta el final. De alguna manera, él parecía creer que su pecado se volvía menos monstruoso si conseguía explicarlo en términos puramente científicos. ¿Era este el hombre con quien se había casado?
—Traje los cigotos —prosiguió—, elegí una secuencia sin sentido en el DNA y efectúe una mutación puntual a nivel del cromosoma seis. Luego, por medio de una técnica de microinyección y un vector retroviral, inoculé el gen FDN con varios activadores.
Entre ellos había un plásmido bacteriano codificado para ofrecer resistencia a un antibiótico cefalosporino llamado cefaloclor. —Víctor hizo una pausa, pero no levantó la mirada—. Por eso obligué a Mary Millman a tomar cefaloclor desde la segunda hasta la octava semana del embarazo. El cefaloclor activaba al gen productor del factor de desarrollo nervioso. —Entonces levantó la mirada—: Que Dios me perdone, pero en ese momento me pareció una idea extraordinaria. Después comprendí mi error. Viví aterrado hasta que nació VJ.
Bruscamente embargada por la furia, Marsha se puso en pie de un salto y empezó a golpearlo con los puños. Él no trató de protegerse, esperó a que ella bajara los brazos, llorando en silencio. Intentó abrazarla, pero ella salió a la sala principal y se sentó. Víctor fue tras ella, pero Marsha no se dignó dirigirle la mirada.
—Perdóname —dijo—. No lo hubiera hecho si no hubiera tenido la seguridad de que todo marcharía bien. Jamás tuve problemas con los animales. Y la idea de tener un hijo superdotado era tan seductora…
—Todavía no puedo creer que hicieras algo tan horrible —sollozó.
—No es tan raro que un investigador experimente con su propio cuerpo —dijo Víctor, sabiendo que era lo peor que podía decir.
—¡Con el suyo! —gritó Marsha—. ¡No con el de un niño indefenso! —Sollozó sin poder contenerse, pero el miedo acabó por imponerse a la angustia.
Con gran esfuerzo, logró dominarse. Lo de Víctor no tenía perdón, pero era imposible remediarlo. Tenía que afrontar la realidad en bien de VJ. Trató de contener las lágrimas.
—Está bien —dijo—, ya estoy enterada. Pero lo que no comprendo es por qué quieres que le hagan esas pruebas. ¿Tienes miedo de que sufra un nuevo descenso de su coeficiente intelectual?
En ese momento recordó lo sucedido seis años atrás. Todavía vivían en la casa pequeña. David y Janice estaban vivos y sanos.
Era una época feliz, en la que VJ empezaba a desarrollar sus increíbles poderes mentales. A los tres años leía de todo y recordaba casi todo. Su coeficiente intelectual era de doscientos cincuenta.
El cambio había sido extremadamente brusco y repentino. Ella había pasado por «Chimera» a recoger a VJ de la guardería, donde pasaba la tarde. Por la mañana lo llevaba a la escuela «Crocker».
Apenas vio la cara de la directora, supo que había algún problema. Pauline Spaulding era una persona maravillosa, que a los cuarenta y dos años había descubierto que su verdadera vocación no era la escuela primaria ni la enseñanza de gimnasia aeróbica, sino la dirección de una guardería. Le gustaba su trabajo, amaba a los niños y estos la adoraban por el entusiasmo que ponía en su tarea. Ese día parecía muy preocupada.
—VJ tiene un problema —dijo sin preámbulos.
—¿Está enfermo? ¿Dónde está?
—Aquí —dijo Pauline—. No está enfermo. Físicamente está bien, el problema es otro.
—¡Bueno, dígamelo de una vez! —exclamó Marsha.
—Ha sido inmediatamente después de la comida. Cuando los demás niños van a descansar, él se mete en el taller a jugar al ajedrez con el ordenador.
—Sí, ya lo sé —dijo Marsha. Le había dado permiso porque VJ decía que no necesitaba dormir y que le molestaba perder el tiempo.
—Él estaba solo en el taller —prosiguió Pauline—, pero de repente oí un ruido fuerte y me acerqué corriendo, VJ estaba golpeando el ordenador con una silla.
—¡No me diga! —exclamó Marsha. Las rabietas no formaban parte de la conducta de VJ—. ¿Le dio alguna explicación?
—Lloraba, señora Frank.
—¿Lloraba? —preguntó Marsha, atónita. VJ jamás lloraba.
—Lloraba como cualquier niño de tres años y medio.
—¿Adónde quiere ir a parar?
—Me parece que VJ destrozó el ordenador porque de repente no supo usarlo.
—Pero es absurdo —exclamó Marsha. VJ usaba el ordenador desde que tenía dos años y medio.
—Espere —dijo Pauline—. Para tranquilizarlo, le di su libro sobre los dinosaurios. Lo hizo pedazos.
Marsha entró en el taller. A esa hora sólo había tres niños. Sentado a la mesa, VJ coloreaba un libro, como cualquier otro niño de su edad. Al verla, dejó caer el lápiz y corrió a abrazarla. Se puso a llorar y dijo que le dolía la cabeza.
Marsha lo abrazó con fuerza:
—¿Es verdad que has roto el libro? —preguntó.
VJ apartó la mirada:
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque ya no puedo leer.
Durante los días siguientes, lo sometieron a una batería exhaustiva de pruebas neurológicas para eliminar ese tipo de trastornos.
Todos los resultados fueron negativos, pero cuando Marsha lo sometió a una serie de tests de inteligencia que el niño había realizado el año anterior, descubrieron horrorizados que su coeficiente había descendido a 130. Seguía siendo alto, pero en modo alguno el de un genio.
Víctor la devolvió al presente al asegurarle que no había ningún problema con la inteligencia de VJ.
—Entonces, ¿por qué quieres hacerle los exámenes?
—Porque…, bueno, porque me parece conveniente —dijo Víctor sin convicción.
—Soy tu esposa desde hace dieciséis años —dijo Marsha después de una pausa—. Sé que no me estás diciendo la verdad.
Era difícil creer que Víctor todavía no le había dicho lo peor.
Él se pasó los dedos por la espesa cabellera:
—Es por lo que sucedió con los bebés de Hobbs y de Murray.
—¿Quiénes son?
—William Hobbs y Horace Murray son trabajadores de la empresa —respondió Víctor.
—No me digas que también convertiste a sus hijos en monstruos…
—Peor aún —dijo Víctor—. Las dos parejas eran estériles. Había que donarles los gametos. Yo había congelado los otros siete cigotos nuestros, y puesto que esas familias estaban en inmejorable situación para ofrecerles un buen hogar, les di dos de los nuestros.
—¿Quieres decir que esos bebés son hijos genéticos míos? —preguntó con incredulidad.
—Nuestros —asintió Víctor.
—¡Dios mio! —exclamó Marsha, aturdida ante la nueva revelación. Su estado de ánimo iba más allá de cualquier emoción.
—Es lo mismo que donar espermatozoides u óvulos. En realidad es más eficaz, porque ya está unidos.
—Tal vez para ti es lo mismo —dijo Marsha—, después de lo que le hiciste a VJ. Pero yo pienso de un modo distinto. No puedo concebir que un extraño críe a mis hijos. Y los cinco cigotos restantes, ¿dónde están?
Aunque estaba exhausto, Víctor se levantó de su asiento y se dirigió a un artefacto metálico cilíndrico, semejante a una máquina de lavar, instalado en el centro de la sala. Estaba conectado por medio de tubos de goma a un gran tubo de nitrógeno líquido.
—Aquí están, en animación suspendida por medio de congelamiento —dijo Víctor—. ¿Quieres verlos?
Marsha negó con la cabeza. Estaba anonadada. Era médico y conocía la existencia de esa tecnología, pero las pocas ocasiones que pensó en ello fue siempre en abstracto. Jamás pudo imaginar que tendría que ver con su propia vida.
—Mi intención era revelártelo todo, pero poco a poco —prosiguió Víctor—. Pero bueno, ahora ya lo sabes. Quiero que examinen a VJ para estar seguro de que no sufre los efectos de la terapia inicial.
—¿Por qué? —preguntó Marsha con amargura—. ¿Qué les pasó a los otros niños?
—Se pusieron enfermos.
—¿Enfermos? ¿Qué enfermedad tienen?
—Tenían —dijo Víctor—. Murieron de edema cerebral agudo. Todavía no se conocen las causas.
Otra vez sintió un fuerte mareo y tuvo que bajar la cabeza para evitar desmayarse. En cuanto empezaba a recuperarse, Víctor le revelaba una nueva catástrofe.
—¿Fue algo repentino o habían estado enfermos?
—Repentino.
—¿Cuántos años tenían?
—Tres años, más o menos.
La impresora de uno de los ordenadores escupió rápidamente una serie de cifras, al tiempo que se encendía una unidad de refrigeración que empezó a emitir un leve zumbido. El laboratorio funcionaba solo: los seres humanos sobraban.
—Y los niños que murieron, ¿tenían el mismo gen FDN que VJ?
—Sí.
—¿Y murieron a la misma edad en que VJ sufrió la pérdida de inteligencia?
—Sí, más o menos. Por eso quiero hacerle las pruebas, para asegurarme de que no se está gestando otro problema. Pero está sano. Si no hubiera sucedido lo de los Hobbs y los Murray, ni siquiera hubiera pensado en las pruebas. Confía en mí.
En otras circunstancias, Marsha se hubiera echado a reír. Víctor acababa de destruir su vida, y ahora le pedía que confiara en él. Era inconcebible que un hombre utilizara a su propio hijo como conejillo de Indias. Pero no había forma de rectificar lo pasado.
Había que ocuparse del presente.
—¿Crees que le puede suceder lo mismo a VJ?
—Lo dudo. Ya han pasado siete años desde lo que yo llamaría el momento critico, cuando descendió su coeficiente intelectual. Tal vez lo sucedido a los otros niños estuvo en función del congelamiento previo de los cigotos… —Se interrumpió al ver la expresión de su mujer: a ella no le interesaba el aspecto científico de la tragedia.
—¿Y la pérdida de inteligencia de VJ? —preguntó Marsha—. Tenía casi la misma edad que estos niños. ¿Habrá sufrido el mismo mal en una forma benigna?
—Puede ser, pero la verdad es que no lo sé —replicó Víctor.
La mirada de Marsha se paseó lentamente por el laboratorio, con sus aparatos futuristas. Ahora los veía bajo una nueva luz. La investigación científica representaba la esperanza del futuro al derrotar la enfermedad, pero también abría caminos potencial mente siniestros.
—¡Quiero salir! —exclamó Marsha de pronto. Se levantó con brusquedad, y su silla se deslizó sobre las ruedas hasta estrellarse contra el frigorífico que contenía los cigotos. Víctor la devolvió a su lugar. Marsha ya había salido y se alejaba resueltamente por el pasillo. Víctor cerró con llave y la siguió. Logró subir al ascensor con ella cuando ya se cerraban las puertas. Marsha se apartó de él, asqueada y furiosa. Pero por encima de todo, estaba preocupada por VJ y quería volver rápidamente a casa.
Salieron en silencio. Víctor pensó que seria inútil tratar de hablar. El suelo estaba cubierto de una capa resbaladiza de nieve que los obligaba a caminar con precaución. Marsha era consciente de la mirada de su esposo al subir al coche, pero se sentó en silencio. No abrió la boca hasta que cruzaron el río Merrimack.
—Tenía entendido que la ley prohibía los experimentos con embriones humanos —dijo. Sabía que el verdadero crimen de Víctor era de tipo moral, pero todavía no estaba en condiciones de hacer frente a toda la verdad.
—La ley no es clara al respecto —dijo Víctor, encantado de poder evitar la discusión sobre el aspecto ético de la cuestión—. Se promulgó un decreto prohibiendo este tipo de experimentos, pero se refería sólo a las instituciones que reciben ayudas oficiales. No abarcaba a las instituciones privadas como «Chimera». —No abundó más en el tema. Sabía que sus acciones eran inexcusables. Siguieron un rato en silencio, hasta que él tomó de nuevo la palabra—: No te revelé la verdad antes porque quería que criaras a VJ como a un chico igual que cualquier otro.
Marsha se volvió para mirarlo, y vio su cara a la luz de los faros de los automóviles que avanzaban en sentido contrario.
—No me lo dijiste porque sabías que habías hecho algo horrible.
—Tal vez tengas razón —respondió al doblar la esquina de la calle Windsor—. Creo que me sentía culpable. Durante el embarazo estuve varias veces al borde de la crisis nerviosa. Y después, cuando perdió su inteligencia, estuve a punto de volverme loco.
Sólo me sentí más tranquilo en los últimos cinco años.
—Entonces, ¿por qué usaste esos cigotos?
—Porque estaba convencido de que el experimento había dado buen resultado. Y además, porque eran familias perfectamente capacitadas para tener un hijo superdotado. Pero ahora soy consciente de que hice mal.
—¿Lo dices en serio?
—Te lo juro por Dios.
Al llegar a casa, Marsha sintió por primera vez desde la experiencia con las ratas que tal vez algún día podría perdonarlo. Entonces, si VJ realmente estaba bien, si resultaba que sus preocupaciones eran infundadas, tal vez seguirían siendo una familia. Tal vez. Marsha cerró los ojos y se puso a rezar. Había perdido un hijo y rogó a Dios que protegiera al otro. Le parecía imposible sobrevivir a una nueva pérdida.
La luz del cuarto de VJ estaba encendida. Siempre leía o estudiaba un poco por la noche, porque aunque parecía solitario y distante en el fondo era un buen chico.
Víctor accionó el dispositivo automático de la puerta del garaje. Apenas detuvo el coche, Marsha bajó y se precipitó a la puerta, ansiosa por comprobar si VJ se encontraba bien. Sin esperar a Víctor, abrió con su llave la puerta de acceso directo a la casa.
Pero la puerta estaba trabada. Víctor trató de abrirla, pero también en vano.
—Está echado el cerrojo —dijo Víctor—. Habrá sido VJ.
Marsha golpeó la puerta violentamente con el puño. Los golpes resonaron en el garaje, pero no hubo respuesta desde el interior.
—¿Le ocurrirá algo? —preguntó ella, angustiada.
—No lo creo —dijo Víctor—. Pero los golpes no se oyen desde su cuarto. ¡Vamos! Entremos por la puerta de delante.
Salieron y bordearon el garaje hacia la puerta principal. Víctor trató de abrirla, pero también estaba trabada con cerrojo. Tocó el timbre, pero no hubo respuesta. Llamó de nuevo. Marsha empezaba a contagiarle su miedo. Cuando iban a probar con otra puerta, oyeron la voz de VJ, que preguntaba quién llamaba a la puerta.
Cuando la abrió, Marsha trató de abrazarlo, pero él la esquivó.
—¿Dónde habéis estado? —preguntó.
Víctor consultó la hora. Faltaba un cuarto de hora para las diez. Habían estado ausentes una hora y media, aproximadamente.
—En el laboratorio —dijo Marsha. Le extrañaba que VJ hubiera notado su ausencia. Era muy autosuficiente.
—Te han llamado por teléfono —dijo VJ a Víctor—. Han dejado un recado: que lo pasarás mal si no recapacitas y te muestras razonable.
—¿Quién era? —preguntó Víctor.
—No me quiso decir su nombre.
—¿Hombre o mujer?
—No lo pude descubrir. Seguramente tapó el auricular con un pañuelo, o algo por el estilo.
—Víctor, ¿me quieres decir qué pasa? —terció Marsha.
—Celos de oficina —dijo—. No hay de qué preocuparse.
Marsha se volvió hacia VJ:
—¿Te asustaste? ¿Echaste los cerrojos por eso?
—Me asusté un poco —asintió VJ—. Pero después me di cuenta de que no hubieran llamado para dejar ese aviso si tenían intención de venir.
—Sí, tienes razón —dijo Marsha, impresionada por la capacidad de raciocinio de su hijo—. Bueno vamos a la cocina. Una tisana nos vendrá muy bien.
—Yo no, gracias —dijo VJ, y se dirigió a la escalera.
—¡Hijo! —dijo Víctor, y VJ se detuvo con un pie en la escalera—. Mañana por la mañana iremos al hospital pediátrico de Boston. Quiero que te hagan un examen físico.
—¡Pero si me siento bien…! No me hace falta ningún examen —dijo VJ, quejumbroso—. Y además no me gustan los hospitales.
—Te comprendo perfectamente, pero es necesario que te hagas un examen periódico, como hacemos tu madre y yo. VJ miró a Marsha. Ella quería abrazarlo, asegurarse de que no le dolía la cabeza ni tenía ningún otro síntoma. Pero no lo hizo: se sentía intimidada por su propio hijo.
—¡No tengo nada! —insistió VJ.
—Asunto terminado —dijo Víctor—. Basta de discusiones.
VJ miró a su padre; tenía los labios apretados en un rictus furioso. Luego giró sobre sus talones y se dirigió a su cuarto sin decir palabra.
Marsha puso agua a hervir en la cocina. Sabía que necesitaría varios días para digerir la información que había recibido y poner un poco de orden en su cabeza. Después de dieciséis años de matrimonio, se preguntaba si realmente conocía a su marido.
Azotadas por el viento y la nieve, las ventanas crujieron en sus marcos. Marsha se dio media vuelta en la cama y miró la hora en el despertador de la mesilla de noche. Eran las doce y media, y estaba desvelada. Tendido a su lado, Víctor dormía serenamente.
Se levantó, buscó las pantuflas y la bata y salió al pasillo. Una violenta ráfaga de viento hizo crujir los maderos de la vieja casa.
Iba a bajar a su estudio, pero cambió de idea y se dirigió al cuarto de VJ, en el otro extremo del pasillo. Abrió la puerta. VJ había dejado la ventana entreabierta, y las cortinas se agitaban al viento. Marsha entró sigilosamente y la cerró.
Contempló a su hijo dormido, sus rizos dorados y su cara de ángel. Reprimió el impulso de acariciarlo. Detestaba que lo abrazaran; a veces le parecía increíble que él y David fuesen hermanos.
Se preguntó si su aversión a las caricias tendría alguna relación con los genes extraños que Víctor le había inoculado. Nunca lo sabría. Pero ahora no le cabía duda de que su preocupación por el desarrollo de la personalidad de VJ no carecía de fundamento.
Apartó la ropa de la silla y se sentó. Cuando era bebé, parecía un santo. Lloraba muy poco y dormía toda la noche. A los pocos meses de nacer comenzó a hablar, y todos se quedaron atónitos.
Ahora comprendía que el orgullo le había impedido preguntarse si un desarrollo tan precoz no resultaba extraño. Pero nunca se le había ocurrido pensar que pudiera obedecer a causas artificiales. Había sido ingenua. La inteligencia de VJ superaba el genio. Recordó que cuando él tenía tres años, un científico francés y su esposa habían venido a trabajar seis meses a «Chimera». Michelle, su hija de cinco años, pasaba el día en la guardería. En una semana había aprendido algunas frases en inglés. Pero en el mismo espacio de tiempo, VJ había aprendido el francés a la perfección.
Cuando cumplió los tres años, ella lo sorprendió con una fiesta a la que había invitado a sus compañeros de guardería. Ese sábado, cuando bajó a comer, se encontró con una sala llena de niños con sus madres que le cantaban «Cumpleaños feliz». No le gustó. Tiró de su madre y preguntó:
—¿Por qué los has invitado? Los veo cada día en la guardería y los odio. ¡Me vuelven loco!
Quedó atónita, pero justificó la actitud del niño pensando que al ser tan inteligente, prefería alternar con los adultos y que jugar con niños de su edad era un castigo para él.
VJ murmuró en sueños, y Marsha volvió al presente y a todos los problemas que hubiera preferido olvidar. ¡Era tan hermoso!
Difícilmente se podía identificar ese rostro angelical con la monstruosa verdad revelada en el laboratorio. Ahora empezaba a comprender el motivo de su frialdad y de su falta de afecto, e incluso por qué parecía sufrir algunos de los trastornos de la personalidad que manifestaba Jasper Lewis. Pensó con amargura que, después de todo, no podía atribuir el problema a sus ausencias de casa durante los primeros años de vida del niño.
Bueno, si Víctor quería un examen médico y neurológico completo, ella lo sometería a una batería de tests psicológicos. En todo caso, no le haría daño.