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Lunes a media mañana

La pequeña alarma del reloj sobre la mesa de Marsha señaló el final de la sesión con Jasper Lewis, un iracundo jovencito de quince años con una sombra de pelusa en el mentón. Repantigado en la silla frente a ella, trataba de mostrarse aburrido, pero lo cierto es que tenía problemas graves.

—Todavía no hemos hablado de tu estancia en el hospital —dijo Marsha. Tenía el historial clínico abierto sobre las rodillas.

Jasper señaló hacia la mesa:

—Creía que el timbre indicaba el fin de la sesión.

—Indica que nos quedan cinco minutos. Bueno, ¿qué me dices de los tres meses que pasaste en el hospital, ahora que has vuelto a casa?

Marsha tenía la impresión de que el ambiente altamente estructurado del hospital era beneficioso para el chico, pero quería conocer su opinión.

—No estuvo mal —dijo Jasper.

—¿Nada más que eso? —insistió Marsha. Era muy difícil hacer.

—No, estuvo bien. —Jasper se encogió de hombros—: Bueno ya sabe usted que no es el mejor sitio del mundo.

Evidentemente no seria fácil obtener su opinión Marsha anotó en el margen del historial clínico que iniciaría la sesión siguiente con ese tema. Cerró el historial y miró a Jasper a los ojos.

—Me alegro que hayas vuelto —dijo—. Nos veremos la semana que viene.

—Claro —dijo Jasper. Apartó la mirada y salió rápidamente del consultorio.

Marsha volvió a su mesa y empezó a dictar los apuntes de la sesión. Repasó el resumen preliminar. Jasper mostraba problemas de conducta desde la edad preescolar. Cuando cumpliera los dieciocho, modificarían el diagnóstico: personalidad antisocial.

Marsha pensaba que además exhibía un trastorno esquizoide de la personalidad.

Al repasar los hechos destacados del historial clínico, subrayó la mendacidad, las peleas frecuentes en la escuela, las numerosas ausencias, la conducta vengativa y las fantasías. Se detuvo al leer la frase: incapaz de experimentar afecto o demostrar sus emociones. Le asaltó la imagen de VJ, que la miraba con ojos fríos como un lago alpino cuando trataba de abrazarlo. Prosiguió la lectura con esfuerzo. Prefiere actividades solitarias; no desea relaciones estrechas, no tiene amistades íntimas.

Sintió que se le aceleraba el pulso. ¿Acaso era la historia clínica de su hijo? Releyó la evaluación de la personalidad de Jasper con creciente temor. Había una serie de correlaciones molestas.

Se sintió aliviada cuando vio entrar a Jean Colbert, su enfermera y secretaria, una bostoniana recatada de cabello castaño. Sin embargo, le llamó la atención una frase subrayada con tinta roja.

Jasper fue criado por una tía, ya que su madre tenía dos trabajos para mantener a la familia.

—¿Puede pasar el siguiente? —preguntó Jean.

Marsha tomó aliento:

—¿Recuerdas los artículos que me interesaban sobre las guarderías y sus efectos psicológicos?

—Claro que si —dijo Jean—. Los he archivado.

—¿Puedes traérmelos? —dijo Marsha con fingida despreocupación.

—Por supuesto —dijo Jean. Hizo una pausa y añadió—: ¿Se siente mal?

—No, no, estoy muy bien.

Tomó el historial siguiente. Mientras repasaba las últimas anotaciones, Nancy Traverse, una niña de doce años, entró sigilosamente en el consultorio y se hundió tanto como pudo en una silla.

Su cabeza desapareció prácticamente entre los hombros, como una tortuga.

Marsha se sentó frente a Nancy, tratando de recordar cómo había concluido la sesión anterior, en la que la niña le había relatado sus experiencias sexuales.

La sesión prosiguió, interminable. Marsha trataba de concentrarse, pero no podía dejar de pensar en VJ. Se sentía culpable por haber seguido trabajando cuando él era pequeño. En realidad, él no parecía molesto cuando su madre salía a trabajar. Pero Marsha sabía que ese podía ser un síntoma psicopatológico.

Cuando Hobbs hubo marchado, Víctor trató de ocuparse de la correspondencia, para no tener que ir al laboratorio y dejar de pensar en las horribles noticias que había recibido. Pero sus pensamientos volvieron rápidamente a las circunstancias de la muerte del chico. La causa inmediata había sido un edema, una inflamación aguda del cerebro. ¿Pero cuál había sido la causa del edema? Hobbs no le había ofrecido detalles, y la falta de un diagnóstico concreto aumentaba sus temores.

De pronto Víctor lanzó una exclamación y descargó la palma de la mano sobre el escritorio. Súbitamente se puso de pie y se acercó al ventanal, desde donde veía la torre del reloj. Las manos se habían detenido en un pasado lejano, precisamente a las dos y cuarto.

«¡Qué idiota fui!», masculló. Descargó con furia el puño derecho en la palma de la mano izquierda. La muerte del hijo de Hobbs había reavivado todos los temores que sentía por VJ, y que había logrado dominar. Mientras Marsha se preocupaba por el estado psicológico del muchacho, los temores de Víctor se centraban en el aspecto físico. Cuando el coeficiente de inteligencia de VJ se redujo bruscamente y luego se estabilizó en un nivel que a pesar de todo era excepcionalmente elevado, Víctor sintió terror. Le llevó años superarlo, tranquilizarse. Y bruscamente, con la muerte del hijo de Hobbs, los viejos temores volvían a aflorar. Lo peor era que las similitudes entre VJ y el chico de Hobbs no se limitaban a la concepción: los dos eran niños prodigio. Víctor había sentido curiosidad por saber si el chico sufriría, como VJ, un brusco descenso de su coeficiente intelectual. Pero ahora sólo le interesaba conocer las circunstancias de su trágica muerte.

Se sentó ante su terminal del ordenador, limpió la pantalla y llamó su archivo sobre el hijo de Hobbs. No buscaba nada en particular; sólo pensaba que entre los datos encontraría una pista para esclarecer la muerte del niño. Pasaban los segundos y la pantalla seguía en blanco. Volvió a oprimir el mando de ejecutar. En la pantalla apareció la palabra BUSCANDO, y a continuación, para su estupor, el ordenador indicó que no existía ese archivo en su memoria.

«¿Qué diablos pasa?», murmuró Víctor. Pensando que había cometido un error, tecleó cuidadosamente BABY-HOBBS y oprimió el mando Hubo una pausa, mientras el ordenador recorría su memoria, y finalmente apareció la misma respuesta: NO HAY ARCHIVO.

Víctor desconectó el ordenador. La falta del archivo no tenía justificación, ni siquiera en el hecho de que no lo hubiera consultado durante algún tiempo. Tamborileó con los dedos sobre la mesa, luego conectó nuevamente la terminal e ingresó el archivo BABYMURRAY.

Nuevamente la pausa, y la misma respuesta que antes: NO HAY ARCHIVO.

Se abrió la puerta del despacho y apareció Colleen con cara compungida.

—Este no es lo que se dice el día del padre —dijo—. Llama un señor Murray, de contabilidad. Dice que su bebé está mal. El hombre está llorando.

—No puede ser —farfulló Víctor, atónito. Era demasiada coincidencia.

—Créame que si —dijo Colleen—. Línea dos.

Aturdido, Víctor cogió el teléfono. El destello de la luz intermitente era como una alarma en su cerebro. No podía ser; todo había marchado muy bien hasta ahora. Tuvo que sobreponerse para recibir la llamada.

—Perdone que lo moleste —dijo Murray con voz ahogada—, pero usted nos ayudó mucho a tener el niño. Tuvimos que internar a Mark en el hospital pediátrico. Está agonizando. Los médicos dicen que no hay nada que hacer.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Víctor con dificultad.

—Nadie lo sabe —dijo Murray—. Empezó con un dolor de cabeza.

—¿Se dio algún golpe?

—Creemos que no.

—¿Le molestaría que fuera a verlo?

Media hora más tarde, Víctor dejó su coche en el garaje frente al hospital, y una vez dentro preguntó en información. La recepcionista le dijo que Mark Murray se encontraba internado en la unidad de cuidados intensivos quirúrgicos. Se dirigió a la sala de espera, donde lo recibieron Horace y Colette, trastornados por la desesperación y el insomnio.

—¿Alguna novedad? —preguntó Víctor.

Horace negó con la cabeza:

—Está en el pulmón artificial.

Víctor les expresó sus condolencias y los Murray se mostraron conmovidos porque se había tomado la molestia de ir al hospital, ya que su relación era estrictamente laboral.

—Era un chico tan especial —dijo Horace—. Tan excepcional, tan inteligente… —Movió la cabeza. Colette ocultó la cara entre las manos Sus hombros temblaban. Horace la abrazó.

—¿Cómo se llama el médico que lo atiende? —preguntó Víctor.

—Nakano —dijo Horace—. El doctor Nakano.

Víctor se disculpó, dejó su abrigo en la sala de espera con los padres angustiados y se dirigió a Vigilancia Intensiva Pediátrica que se encontraba al final de un largo corredor, pasando una doble puerta electrónica. Al pisar la alfombra de goma delante de la puerta, esta se deslizó automáticamente.

El ambiente no le resultó extraño. Recordaba de sus años de médico interno los equipos electrónicos y las enfermeras que corrían de un lado para otro. El zumbido de los pulmones artificiales y las señales electrónicas de los monitores cardiacos generaban una atmósfera tensa. Aquí la vida estaba en el filo de la navaja.

La actitud natural de Víctor hizo que nadie le preguntara qué hacía en el lugar, aunque no llevaba la tarjeta de identificación.

Se dirigió a secretaria y preguntó por el doctor Nakano.

—Acaba de pasar por aquí —dijo una joven amable. Se inclinó sobre el mostrador para ver si aún estaba en el lugar. Luego se sentó, cogió el teléfono y poco después los altavoces del techo incorporaron el nombre de Nakano a la interminable lista de llamadas.

Víctor se paseó por la sala, tratando de localizar a Mark, pero las facciones de los niños parecían distorsionadas detrás de los pulmones artificiales. Volvió a secretaria. La responsable de sala dejó el teléfono y le dijo que el doctor Nakano volvería en seguida a la unidad.

Cinco minutos más tarde le presentaron al apuesto médico de ascendencia japonesa. Víctor dijo que era médico, amigo de los Murray y que quería conocer el estado de Mark.

—No es bueno —dijo el doctor Nakano con franqueza—. El niño está agonizando. El problema es que no responde a ningún tratamiento, cosa que no sucede con frecuencia.

—¿Tiene idea de lo que pasa?

—Sabemos qué tiene, pero no la causa —dijo Nakano—. Venga, se lo enseñaré.

Con paso rápido, propio de un médico muy ocupado, el médico se dirigió hacia el fondo de la unidad, donde había un cuarto pequeño, separado del resto de la sala.

—Tomamos algunas precauciones —explicó—. No hay señales de infección, pero por si acaso… —Le ofreció una bata con gorro y mascarilla. Los dos se pusieron la vestimenta de protección y entraron.

Mark Murray ocupaba el centro de una cuna grande con barandas laterales. Tenía la cabeza envuelta en gasas. Nakano dijo que habían hecho una derivación para aliviar la presión sobre el cerebro, pero que no había dado resultado.

—Observe —dijo, y le entregó un oftalmoscopio. Víctor se inclinó sobre el bebé moribundo, le alzó un párpado y enfocó la pupila, dilatada y rígida. A pesar de su falta de experiencia, detectó la patología al instante. El nervio óptico estaba abultado, como si algo lo empujara desde atrás.

Víctor se enderezó.

—Impresionante, ¿no? —dijo Nakano. Cogió el instrumento, examinó al niño y se enderezó—. Lo más frustrante es que su estado empeora minuto a minuto. Es una hinchazón progresiva del cerebro. Me sorprende que no le salga por los oídos. Ninguna mejoría con la descompresión, ni la derivación, ni la dosis masiva de esteroides, ni el manitol. Estamos a punto de tirar la toalla.

Víctor advirtió que no había ninguna enfermera presente.

—¿Hubo hemorragia o señales de traumatismo?

—En absoluto. Aparte de la inflamación, el niño no tiene nada. Tampoco es un caso de meningitis, como ya le he dicho antes. No entendemos. Esto está en manos del director técnico, allá arriba —añadió, señalando el cielo.

En ese instante, como respuesta al lúgubre vaticinio, sonó la alarma del monitor cardiaco: señal de que el latido se volvía irregular. La alarma sonó de nuevo, pero el doctor Nakano no reaccionó.

—No es la primera vez que suena —dijo—, pero a estas alturas no hay nada que hacer. —Al advertir la expresión perpleja de Víctor, añadió—: Ahora que está descerebrado; los padres dicen que no tiene sentido prolongarle la vida.

Víctor asintió, y en ese momento la alarma sonó otra vez, sin detenerse. El corazón de Mark entró en fibrilación. Víctor miró sobre su hombro hacia secretaria. Nadie se acercó.

Poco después, la onda irregular en la pantalla se convirtió en una línea recta.

—Terminó el partido —dijo Nakano. Parecía un comentario cruel, pero Víctor sabía que era fruto de la frustración, no de la indiferencia. Recordaba muy bien sus años de residente.

Nakano y Víctor volvieron a la oficina, donde aquel informó a la secretaria que el niño Murray había muerto. Sin inmutarse, la secretaria cogió el teléfono y lo comunicó a la administración. La muerte era un hecho frecuente en aquel lugar: uno no podía trabajar si daba rienda suelta a sus emociones.

—Anoche hubo un caso similar —dijo Víctor—. Familia Hobbs.

Un bebé de la misma edad que este, o tal vez un poco mayor. ¿Conoce el caso?

—De oídas —dijo Nakano, distraído—. No sé quién lo atendió, pero dicen que los síntomas eran bastante similares.

—Así parece —dijo Víctor. Luego preguntó—: ¿Harán la autopsia?

—Sin duda. Es un caso para el médico forense pero nos lo dejarán. En el centro tienen demasiado trabajo como para ocuparse de los casos raros. ¿Hablará con los padres o prefiere que lo haga yo?

Sorprendido por el brusco cambio de tema, Víctor dijo que él lo haría y agradeció al doctor Nakano su atención.

—No tiene importancia —dijo sin mirarlo. Una nueva urgencia ya lo estaba reclamando.

Aturdido, Víctor salió de cuidados intensivos y las puertas electrónicas se cerraron silenciosas a su espalda. Cuando llegó a la sala de espera, los Murray vieron la mala nueva escrita en su cara. Le agradecieron su atención y él respondió con unas palabras de pésame, pero en ese momento apareció ante sus ojos una imagen aterradora: VJ, pálido, tendido en la cuna que Mark había ocupado hasta unos momentos antes.

Víctor se dirigió al departamento de Patología y se presentó a su jefe, Warren Burghofen. El patólogo le aseguró que le haría llegar los resultados de las autopsias lo antes posible.

—Tenemos que saber qué pasa —dijo—. No podemos permitir una epidemia de edema cerebral idiopática en la ciudad.

Víctor volvió lentamente a su automóvil. Sabía que difícilmente habría una epidemia. La población de riesgo era muy pequeña: exactamente tres niños.

De nuevo en su despacho, Víctor pidió a Colleen que llamara a Louis Kaspwicz, el jefe de informática de «Chimera».

Louis era un hombre menudo y rechoncho de lustrosa calva, que desconcertaba a sus interlocutores con sus gestos bruscos e impredecibles. Era sumamente tímido y rara vez miraba de frente a su interlocutor. Sin embargo, a pesar de su extraña personalidad, era un técnico de primera y manejaba todos los programas, desde investigación a contabilidad, pasando por producción.

—Tengo un problema —dijo Víctor, cruzando los brazos sobre el pecho—. No encuentro dos archivos personales. ¿Tiene alguna idea de a qué puede ser debido?

—Puede haber distintas razones —dijo Louis—. La más frecuente es que el usuario olvida el nombre que asignó al archivo.

—Los he buscado en el directorio, pero no los he encontrado.

—Tal vez los introdujo en otro directorio —dijo Louis.

—No se me había ocurrido —dijo Víctor—. Pero recuerdo que cuando los usé los llamé por la vía normal.

—Bueno, tendré que investigarlo —dijo Louis—. Deme los nombres de los archivos.

—Es estrictamente confidencial —dijo Víctor en tono enfático.

—Comprendo.

El técnico se sentó ante la terminal y se puso a trabajar.

—¿No pasa nada? —preguntó Víctor después de un rato. La pantalla seguía en blanco.

—Parece que no. Pero desde mi terminal puedo pedir al ordenador que investigue todos los menús. ¿Está seguro de los nombres que me dio?

—Totalmente seguro.

—Bueno, si es importante lo haré ahora mismo.

—Es muy importante.

Louis salió y Víctor se sentó nuevamente ante la terminal. Tenía una idea. Tecleó el nombre de otro archivo: BABY-FRANK. Vaciló un instante, temeroso de lo que aparecería o dejaría de aparecer.

Oprimió el botón de execute y contuvo el aliento. Sus temores se vieron confirmados: ¡faltaba el archivo de VJ!

Estaba empapado en sudor frío. La desaparición de tres archivos con distintas referencias no podía ser casual. Bruscamente vio ante sí la cara furiosa de Hurst y recordó su amenaza: «Usted quiere hacernos creer que es un santo… No está a salvo».

Víctor se dirigió a la ventana. Hacia el Este empezaban a amontonarse las nubes, presagio de lluvia o nieve. Mientras las contemplaba se preguntó si Hurst tendría algo que ver con la desaparición de los archivos. ¿Tenía alguna sospecha? En ese caso, su vaga amenaza tendría un fundamento. Víctor meneó la cabeza. Hurst no podía estar al tanto de la existencia de esos archivos. Ni él ni nadie. ¡Nadie!