20 de marzo de 1989
Lunes por la mañana
El desayuno en casa de los Frank era siempre informal. Fruta, cereales, café con leche y zumos. La gran diferencia esa mañana era que VJ estaba de vacaciones y no tenía que correr para alcanzar el autobús. Marsha fue la primera en salir, alrededor de las ocho: visitaba a los pacientes en el hospital antes de abrir el consultorio. Cuando salía, llegó Ramona Juárez, la asistenta de los lunes y jueves.
Víctor contemplaba a su esposa, que ponía en marcha su «Volvo». El aliento formaba nubes de vapor en el aire fresco de la mañana. Aunque el calendario indicaba que al día siguiente comenzaba la primavera, el termómetro señalaba una temperatura de dos grados bajo cero.
Víctor enjuagó la taza de café en el fregadero y se volvió hacia VJ, que repartía su atención entre el televisor y una revista científica de su padre. Víctor frunció el entrecejo. Tal vez Marsha tenía razón. El chico recuperaba su primitiva inteligencia. Los artículos de la revista eran muy técnicos. Se preguntó si su hijo los comprendería.
Iba a decir algo, pero se contuvo. El chico era normal, no tenía problemas.
—¿De veras quieres venir al laboratorio? Tal vez te divertirías más con tus amigos.
—El laboratorio es entretenido —dijo VJ.
—Tu madre dice que deberías pasar más tiempo con chicos de tu edad —dijo Víctor—. Así aprenderás a colaborar y compartir.
—¿Y con quién paso todo el día en el colegio?
—En eso estamos de acuerdo —dijo Víctor—. Es lo que le respondí a tu madre. Bueno, ahora que esto está aclarado, ¿cómo quieres ir al laboratorio? ¿En el coche conmigo o en tu bicicleta?
—En la bici —dijo VJ.
A pesar del frío Víctor abrió el techo corredizo del coche y dejó que el viento le agitara el pelo. Sintonizó la radio con la única emisora local de música clásica y cruzó rápidamente el antiguo puente del río Merrimack. El agua era un torrente de remolinos y espuma que crecía a diario debido al deshielo en los Montes Blancos de New Hampshire, ciento cincuenta kilómetros al Norte.
Al llegar a la calle anterior a «Chimera», Víctor giró a la izquierda, bordeando un edificio de ladrillo que se alzaba al borde del camino. Cuando llegó al extremo, giró nuevamente a la izquierda y redujo la velocidad al acercarse a la garita de seguridad. El guardia uniformado reconoció el coche y lo saludó agitando la mano. Víctor pasó la barrera blanca y negra y se adentró en la enorme empresa dedicada a la biotecnología.
Al entrar en el complejo fabril de ladrillo, construido en el siglo XIX, siempre lo embargaba el orgullo de ser uno de sus propietarios. Las instalaciones eran impresionantes. A muchos edificios les habían restaurado las fachadas en lugar de renovarlas.
Los edificios más altos del complejo tenían cinco plantas, pero la mayoría tenía tres y se extendían en ambas direcciones como modelos en perspectiva. Eran de forma rectangular y encerraban un enorme patio interior en el que se alzaban diversos edificios de distintos tamaños y formas.
En el extremo occidental del complejo se alzaba una torre de ocho pisos coronada por un gran reloj, réplica del Big Ben londinense. A su vez, la torre coronaba una estructura de tres pisos construida en parte sobre una presa de hormigón que cruzaba el Merrimack. Con la gran crecida del río, el embalse de la presa desbordaba en una atronadora caída de agua a través del vertedero central, alzando nubes de espuma.
Antiguamente cuando la fábrica producía telas de algodón traído del Sur, él edificio rematado en la torre había servido de central energética. El complejo había empleado la energía hidráulica hasta que llegó la energía eléctrica; entonces la compuerta se cerró y las inmensas ruedas de paletas y los engranajes del sótano quedaron inmovilizados. El Big Ben había dejado de marcar las horas, pero Víctor quería restaurarlo.
En 1976, cuando «Chimera» adquirió el complejo abandonado, se renovó menos de la mitad de los metros cuadrados disponibles; el resto quedó a la espera de la futura expansión de la empresa. Sin embargo, habían equipado todos los edificios con agua corriente, sanitarios y energía eléctrica. Víctor estaba seguro de que seria fácil poner en marcha el Big Ben. Lo propondría en la próxima reunión de la directiva.
Víctor estacionó su automóvil en el parking frente al edificio de la administración, cerró el techo corredizo y antes de bajar repasó mentalmente su agenda. A pesar de su orgullo de propietario, el éxito de «Chimera» despertaba sentimientos encontrados.
La pasión de Víctor era la ciencia, pero al ser uno de los tres socios fundadores de «Chimera», debía asumir responsabilidades administrativas. Desgraciadamente, esas tareas le ocupaban demasiado tiempo.
Víctor entró en el edificio por el gran portal georgiano, con sus columnas y frontones. Los arquitectos habían restaurado el edificio con todos sus complejos detalles. Hasta los muebles eran de principios del XIX. No había nada en común entre ese vestíbulo y los salones desnudos del MIT, donde Víctor era profesor. En 1973, él y su colega Ronald Beekman se habían entusiasmado con las oportunidades que parecía brindar el nuevo campo de la biotecnología. Formaban una buena pareja, ya que Víctor era biólogo y Ronald bioquímico. En 1975 se habían asociado con un empresario, Clark Fitzsimmons Foster, para fundar «Chimera». Los resultados habían superado todas las previsiones. En 1983, bajo la presidencia de Clark, la empresa había comenzado a atender al público y los tres se habían hecho ricos.
Pero el éxito trajo consigo unas responsabilidades que alejaban a Víctor de su primer amor, el laboratorio. Como socio fundador era miembro de la directiva de «Chimera», la empresa matriz. Era también vicepresidente primero, y tenía a su cargo el departamento de investigaciones de la misma empresa. Al mismo tiempo era director ejecutivo del Departamento de Biología Evolutiva. Además era presidente y director ejecutivo de la muy rentable subsidiaria «Fertility Inc.», propietaria de una cadena de clínicas para el tratamiento de la esterilidad.
Al llegar a lo alto de la escalera, Víctor se detuvo ante el ventanal abovedado para contemplar el gran complejo fabril que habían resucitado. Su satisfacción no tenía limites. La fábrica del siglo XIX había enriquecido a sus dueños mediante la explotación de una clase obrera inmigrante. El éxito de «Chimera» se sustentaba sobre bases más sólidas: las leyes de la ciencia, el ingenio de la mente humana que buscaba desentrañar los misterios de la vida. Víctor sabía que la biotecnología era la onda del futuro y le complacía pensar que se hallaba en el epicentro del proceso. Sus manos sostenían una palanca que movería el mundo, tal vez el universo.
VJ bajaba silbando en bicicleta por la calle Stanhope. Se había subido la cremallera del anorak hasta el cuello debido al viento frío, y se había puesto unos guantes confeccionados con el mismo material aislante que usaban los astronautas.
Hizo un cambio de marchas y pedaleó con fuerza. Con el silbido del viento y el zumbido de las ruedas, tenía la sensación de que marchaba a cien por hora. Era libre. Toda una semana sin colegio.
Basta de fingir delante de las maestras y de los compañeros. Dedicaría su tiempo a la misión para la que había nacido. Su sonrisa era extraña y adulta, y su mirada resplandeciente. Era una suerte que su madre no estuviera allí para verlo. Tenía una misión, igual que su padre. Y nada se interpondría en su camino.
Disminuyó la velocidad al llegar al pequeño casco urbano de North Andover, cogió la calle comercial más céntrica y al llegar al Banco se detuvo y dejó la bicicleta apoyada contra un poste, sujeta con cadena y candado. Se colocó las alforjas sobre el hombro, subió los tres escalones y entro.
—Buenos días, señor Frank —dijo el gerente, girando en su asiento. Se llamaba Harold Scott. VJ trataba de evitarlo, pero era difícil, porque su mesa estaba a la derecha de la entrada—. ¿Me permite dos palabras, jovencito?
VJ se detuvo, estudió brevemente las posibilidades y se acercó a la mesa.
—Sé que es usted un buen cliente del Banco —dijo Harold—, por eso quería explicarle algunos de los beneficios de operar con la institución. ¿Sabe qué es el interés, joven?
—Creo que si —replicó VJ.
—En ese caso, debería tener una cuenta de ahorro para el dinero que gana repartiendo periódicos.
—¿Periódicos?
—Claro —dijo Harold—. Hace algún tiempo me dijo que repartía periódicos. Supongo que todavía lo hace, ya que viene al Banco regularmente.
—Ah, si, claro —dijo VJ. Recordó que el hombre lo había abordado en una ocasión, hacia tal vez un año de eso.
—En una cuenta de ahorro, su dinero gana intereses. Es dinero que gana dinero. Permítame que se lo demuestre.
—Señor Scott —dijo VJ mientras el gerente tomaba unas hojas de papel—, tengo poco tiempo. Mi padre me espera en el laboratorio.
—No nos llevar demasiado tiempo —dijo Harold, y a continuación le demostró a VJ lo que sucedía si dejaba veinte dólares depositados en el «North Andover National Bank» durante veinte años—. ¿Qué le parece? —preguntó finalmente—. ¿Está convencido?
—Totalmente —dijo VJ.
—Muy bien —dijo Harold. Cogió unos formularios del cajón, los llenó y los puso delante de VJ, indicando una línea punteada al pie de la página—: Firme aquí.
VJ cogió la pluma y firmó.
—Muy bien —repitió Harold—. ¿Cuánto dinero quiere depositar?
VJ frunció la boca y sacó la cartera. Tenía tres dólares, que entregó a Harold.
—¿Nada más? ¿Cuánto gana a la semana repartiendo periódicos? El ahorro es un hábito que conviene cultivar desde la más temprana edad.
—Después traeré el resto —dijo VJ.
Harold cogió los formularios y los billetes y tocó un timbre para que le abrieran la puerta de plástico del mostrador. Volvió y entregó a VJ el recibo del depósito:
—Este es un día importante en su vida, jovencito.
VJ asintió, guardó el recibo en el bolsillo y fue al interior del Banco. Se volvió. Afortunadamente el señor Scott estaba ocupado con un cliente.
Tocó el timbre para llamar al guardia de las cajas de seguridad. Poco después estaba encerrado en una de las cabinas privadas con una gran caja de seguridad. Abrió las alforjas, que estaban llenas de fajos de billetes de cien dólares. Los puso en la caja con el resto del dinero y después, con esfuerzo, la levantó y la introdujo en su lugar en la cámara acorazada.
Al salir cogió la bicicleta y se dirigió hacia el Oeste, hasta Lawrence. Cruzó el Merrimack, en dirección a la entrada de «Chimera».
El guardia lo hizo pasar, saludándolo con el mismo respeto que reservaba para el doctor Frank.
Colleen, la hermosa y eficiente secretaria de Víctor, lo aguardaba con un montón de avisos telefónicos.
Víctor se quejó en silencio. Los lunes eran así a veces el trabajo administrativo lo mantenía alejado del laboratorio durante todo el día. El tema que le apasionaba como investigador era la implantación del huevo fertilizado en el útero. No se conocía bien el mecanismo ni los factores que lo activaban. Víctor había iniciado ese proyecto hacía algunos años, convencido de que el resultado sería de gran importancia tanto en el plano científico como comercial. Pero avanzando al ritmo actual, tardaría varios años más en llevarlo a cabo.
—Creo que este es el aviso más importante —dijo Colleen mientras le entregaba una hoja de papel rosado.
Ronald Beekman le pedía que lo llamara lo antes posible. «Qué bien», pensó Víctor. Ronald y él habían sido amigos íntimos en los primeros años de «Chimera», pero la relación se había hecho tirante debido a sus desacuerdos sobre el futuro de la empresa. El centro de las desavenencias en ese momento era la propuesta de Clark Foster de vender algunas acciones para reunir capital con vistas a la expansión de la compañía.
Ronald era intransigente: la venta de las acciones, decía, facilitaría la eventual adquisición de la empresa por intereses hostiles. Sostenía que la expansión debía depender sólo de las ganancias y de la rentabilidad del momento. Víctor contaba de nuevo con el voto decisorio, lo mismo que en 1983, cuando resolvieron abrirse al público. En aquella ocasión Víctor había votado con Clark, en contra de Ronald. A pesar de las enormes ganancias obtenidas, Ronald lo acusaba de haber traicionado su integridad académica.
Dejó el aviso sobre la mesa y preguntó si había algo más. Antes de que pudiera responder, VJ asomó por la puerta y preguntó si habían visto a Philip.
—Lo he visto hace un rato en la cafetería —dijo Colleen.
—Si lo ve, dígale que he llegado —dijo VJ.
—Cómo no —replicó la secretaria.
—Estaré por ahí.
Víctor agitó la mano con aire ausente. Pensaba en Ronald, en cómo convencerlo de que ahora necesitaban capital, no el año próximo.
Al salir, VJ cerró la puerta.
—¿No va a la escuela? —preguntó Colleen.
—Vacaciones de primavera —dijo Víctor.
—Es un chico excepcional —dijo la secretaria—. No da ningún trabajo. Si trajera a mi hijo, no me dejaría trabajar.
—Mi esposa no opina lo mismo —dijo Víctor—. Piensa que VJ tiene algún problema.
—No puede ser. Es un chico muy atento y maduro.
Ojalá la oyera Marsha —dijo Víctor. Extendió la mano con impaciencia—. ¿Qué más?
—Perdone —dijo Colleen—. Este es el teléfono de Jonathan Marronetti, el abogado de Gephardt.
—Ah, qué bien —dijo Víctor.
George Gephardt era el jefe de personal de «Fertility Inc.». Y anteriormente, durante tres años, había sido supervisor de compras de «Chimera». Estaba suspendido de empleo y sueldo mientras se investigaba la desaparición de una suma superior a los cien mil dólares de la cuenta de «Fertility». La inspección de impuestos había descubierto, para vergüenza de la empresa, que Gephardt pagaba los sueldos de un empleado fallecido. Cuando se enteró, Víctor encargó una auditoria de las compras efectuadas por «Chimera» bajo la supervisión del sospechoso entre 1980 y 1986. Víctor lanzó un suspiro y puso el mensaje del abogado debajo del de Ronald.
—¿Algo más? —preguntó.
—Estos son los mensajes más importantes —dijo Colleen—. Lo demás puedo manejarlo yo.
—¿Eso es todo? —preguntó Víctor, incrédulo.
—Sharon Carver quiere verle.
—¿No puede atenderla?
—Podría, pero ella quiere verle a usted. Le he traído su expediente.
El expediente no le diría nada nuevo, pero lo cogió y lo puso sobre la mesa. Sharon Carver, encargada del cuidado de los animales del laboratorio de biología había sido cesada por negligencia en el desempeño de sus funciones.
—Que espere —dijo Víctor, poniéndose de pie—. Primero hablaré con Ronald.
Salió por la puerta trasera de su oficina y se dirigió a la de su socio. Tal vez Ronald se mostraría razonable en una conversación cara a cara.
Al doblar una esquina, Víctor reconoció al hombre que salía por una puerta, empujando una carretilla. Era Philip Cartwright, una de las personas retrasadas que «Chimera» empleaba para trabajos que estuvieran al alcance de sus facultades. Philip trabajaba en vigilancia y mensajería, y se había hecho querer por todos desde su primer día en la empresa. Además, estaba encariñado con VJ y se había pasado mucho tiempo con él, sobre todo antes de que el niño fuera a la escuela. Formaban una pareja singular. Philip era un hombre alto, robusto, de escaso pelo, con los ojos muy juntos y un cuello robusto que empezaba detrás de las orejas y terminaba en los extremos de los hombros. Remataban sus largos brazos dos enormes manos cuyos dedos eran todos de la misma longitud.
Al ver al doctor Frank le dirigió una amplia sonrisa que puso al descubierto unos dientes cuadrados. Su figura hubiera podido causar miedo, de no haber sido por su afabilidad natural.
—Buenos días, señor Frank —dijo. Su voz infantil era incongruente con su figura.
—Buenos días, Philip. VJ está aquí y ha preguntado por ti. Esta semana vendrá todos los días.
—Eso me gusta mucho —dijo Philip con sinceridad—. Iré a buscarlo ahora mismo. Gracias.
Mientras lo veía alejarse con la carretilla, Víctor se preguntó por qué todos los empleados de «Chimera» no eran tan responsables como Philip.
Al llegar a la oficina de Ronald, idéntica a la suya, Víctor pidió a la secretaria que lo anunciara a su jefe. Lo hizo esperar unos minutos antes de hacerlo pasar.
—¿Viene Bruto a elogiar a César? —preguntó Ronald, alzando sus gruesas cejas. Era un hombre robusto, con una cabellera espesa y revuelta.
—Quería tratar contigo el problema de la venta de acciones —dijo Víctor. Pero por el tono y el gesto, era evidente que Ronald no estaba de humor para conversar.
—¿Qué me vas a contar? —dijo, sin ocultar su ira—. Me han dicho que estás a favor de vender acciones.
—Estoy a favor de reunir más capital.
—Es lo mismo.
—¿No quieres conocer mis razones?
—Tus razones están muy claras. ¡Clark y tú conspiráis contra mi desde que empezamos a atender al público!
—No me digas —replicó Víctor con sorna. Era absurdo que Ronald se sintiera perseguido. Seguramente lo afectaba el estrés de las tareas administrativas. Sus responsabilidades en esa área eran tan grandes como las de Víctor, y ninguno de los dos estaba preparado para asumirlas.
—No te hagas el inocente —dijo Ronald. Se levantó pesadamente y se inclinó sobre la mesa—. Te lo advierto, Frank. Me voy a vengar de vosotros.
—¿De qué diablos estás hablando? —dijo Víctor, incrédulo—. Ronald, soy yo, Víctor. ¿No te acuerdas de mi? —Agitó la mano frente a la cara del otro.
—Si quieres amargarme la vida, yo también puedo amargártela a ti. Y te prometo que lo haré si no dejas de presionarme para que venda mis acciones.
—¡Por favor! —exclamó Víctor—. Ronald, cuando despiertes, haz el favor de llamarme. No voy a permitir que me amenaces.
Víctor giró sobre sus talones y salió del despacho. Ronald seguía hablando, pero no se paró a escucharlo. Estaba asqueado.
Por un instante pensó que lo mejor sería arrojar la toalla, vender sus acciones y volver a la Universidad. Pero cuando llegó a su mesa esa sensación se había disipado. No permitiría que las neurosis de Ronald lo alejaran de la industria biotecnológica. Además, la vida académica también tenía sus limitaciones, sólo que eran de otra clase.
En su mesa le esperaba el número de teléfono de Jonathan Marronetti, el abogado de Gephardt. Víctor marcó el número con desgana. El abogado hablaba con un desagradable acento neoyorquino.
—Tengo buenas noticias para ustedes dijo Jonathan.
—Me alegro de oírle decir eso —dijo Víctor.
—Mi cliente, el señor Gephardt, está dispuesto a devolver esos fondos que aparecieron misteriosamente en su cuenta bancaria junto con los intereses. Con ello no reconoce culpa alguna. Sólo pide que se dé por zanjado el incidente.
—Discutiré la propuesta con nuestros abogados —dijo Víctor.
—Espere, hay algo más. A cambio de ello, mi cliente pide su reincorporación y el cese de todo hostigamiento. Eso incluye poner fin a la investigación de sus asuntos particulares.
—Eso está fuera de discusión —dijo Víctor—. El señor Gephardt no pretenderá que lo reincorporemos antes de concluir la investigación.
—Está bien —dijo el abogado después de una pausa—. Creo que puedo convencerlo de que renuncie a la pretensión de ser reincorporado.
—Eso no cambiaria la situación —dijo Víctor. Oiga, seamos sensatos.
—La investigación proseguirá hasta las últimas consecuencias.
—Pero debe de haber alguna forma…
—Lo lamento. Cuando hayamos aclarado los hechos, volveremos a hablar.
—Si no está dispuesto a negociar —dijo Marronetti—, me veré obligado a tomar represalias. Y le advierto que no está en situación de hacerse el inocente.
—Buenos días, señor Marronetti —dijo Víctor, y colgó con violencia.
Se acomodó en la silla, llamó a Colleen y le indicó que hiciera pasar a la Carver. Aunque conocía el caso, repasó el expediente.
La empleada había dado problemas desde el primer día. Era irresponsable y faltaba con frecuencia. El expediente contenía cinco cartas de otras tantas personas que se quejaban de su trabajo.
Víctor alzó la vista. Sharon Carver vestía una minifalda ajustada y una blusa de seda. Se sentó en la silla frente a Víctor y cruzó las piernas.
—Gracias por recibirme —susurró.
Víctor echó una mirada a la foto de cuerpo entero que figuraba en el expediente. Vestía vaqueros amplios y camisa de franela.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó, mirándola directamente a los ojos.
—En muchas cosas —dijo Sharon con una sonrisa seductora—. Pero lo que me interesa en este momento es mi trabajo. Quiero que me readmitan.
—Eso no es posible —dijo Víctor.
—Yo creo que sí lo es —insistió Sharon.
—Señorita Carver, permítame recordarle que la echamos por no cumplir con sus obligaciones.
—¿Y por qué no echaron también al hombre que estaba conmigo cuando nos descubrieron en el almacén? —Se inclinó sobre la mesa, desafiante—: A ver, ¿por qué no lo echaron a él también?
—Sus actividades sexuales de ese día no fueron la única causa del despido —explicó Víctor—. No lo consideramos motivo de despido. Y el hombre en cuestión no descuidó sus responsabilidades en ningún momento. Era su media hora de descanso. Usted en cambio abandonó su puesto de trabajo. Y bueno, lo hecho, hecho está. Estoy seguro de que encontrar trabajo en otra empresa. Ahora, si me disculpa… —Víctor se detuvo y le indicó la salida.
Sharon Carver lo miró furiosa, sin moverse.
—Si se niega a readmitirme, le pondré un juicio por discriminación sexual, ya lo verá. Le voy a hacer sufrir.
—Lo que me hace sufrir es su presencia aquí —dijo Víctor—. Si me disculpa…
Sharon se levantó lentamente, como una gata al acecho, mirándolo con odio, y salió chillando:
—¡Ya tendrán noticias mías!
Víctor esperó a que se cerrara la puerta, llamó a Colleen y le dijo que se iba al laboratorio, que no estaba absolutamente para nadie, como no fuera el Papa en persona.
—Lo lamento —dijo Colleen—. El doctor Hurst está en la antesala y quiere hablar con usted. Está muy nervioso.
William Hurst era el jefe interino del Departamento de Oncología Médica. También él era objeto de una investigación. Pero su caso, a diferencia del de Gephardt, tenía que ver con un presunto fraude de investigación, una amenaza creciente en la comunidad científica.
—Que pase —dijo Víctor con desgana. No tenía dónde ocultarse.
Hurst entró como una tromba y se plantó frente a la mesa:
—Acabo de enterarme de que usted ha encargado a un laboratorio independiente una investigación de los resultados publicados en mi último trabajo.
—No veo por qué se sorprende, después del articulo que apareció en el Boston Globe el viernes pasado dijo Víctor. Se preguntó qué haría si Hurst, que parecía fuera de si, intentaba atacarle.
—¡Me importa un comino el Boston Globe! —gritó Hurst—. Montaron una historia absurda con las declaraciones de un técnico de laboratorio descontento. ¡No me va a decir que lo creyó!
—No importa lo que yo crea o deje de creer —dijo Víctor—. El Globe dice que usted falsificó deliberadamente algunos datos que aparecen en el artículo. Las acusaciones de ese tipo pueden resultar perjudiciales para usted y también para la empresa. Tenemos que detener el rumor antes de que se difunda por todas partes. No comprendo por qué está tan furioso.
—Permítame explicarle —replicó Hurst bruscamente—. Yo esperaba su apoyo, no su suspicacia. El mero hecho de realizar una verificación de mi trabajo equivale a una presunción de culpabilidad. Además, en cualquier trabajo escrito en colaboración pueden aparecer estadísticas falsas que no tienen la menor importancia. Se ha descubierto que hasta el mismo Isaac Newton solía alterar sus observaciones planetarias. Quiero que anule la investigación sobre mi articulo.
—Bueno, lamento que lo tome de esa manera —dijo Víctor—. Pero a pesar de Newton, no hay relatividad en la ética de la investigación científica. La confianza de la opinión pública…
—¡No he venido aquí a escuchar sermones sino a exigir que se anule la investigación sobre mí articulo!
—Entiendo muy bien lo que dice. Ahora trate de entenderme usted a mí si no ha cometido fraude, no tiene nada que temer. La investigación lo beneficiará.
—¿Quiere decir que no la va a anular?
—Eso es exactamente lo que le quiero decir —replicó Víctor, harto de mostrarse amable.
—Su falta de lealtad académica me deja atónito —dijo Hurst tras una pausa—. Ahora comprendo lo que Ronald piensa de usted.
—Entre el doctor Beekman y yo no hay discrepancias sobre la ética de la investigación científica —replicó Víctor, ya sin tratar de ocultar su furia—. Buenos días, doctor Hurst. La conversación ha terminado.
—Le diré una cosa Frank. Si insiste en ensuciar mi nombre, haré lo mismo con el suyo. ¿Está claro? Usted no es el santo patrón de la pureza científica como pretende aparentar.
—A mi nadie me ha acusado de publicar datos fraudulentos.
—Pero quiere hacernos creer que es un santo, y no lo es.
—¡Fuera de aquí!
—Con mucho gusto —dijo Hurst. Abría la puerta para salir, pero se volvió un instante—. Recuerde lo que le he dicho: ¡No está a salvo!
Dio tal portazo que el diploma universitario estuvo a punto de caer de la pared.
Víctor se sentó tratando de serenarse y de recuperar el equilibrio emocional. Había recibido demasiadas amenazas en un solo día. Se preguntó a qué se refería Hurst cuando dijo que él no era un santo. ¡Menudo circo!
De pronto se levantó decididamente de la silla, se puso la bata blanca de laboratorio y abrió la puerta para decirle a Colleen que se iba al laboratorio. Al salir tropezó con la secretaria, que en ese momento entraba en su despacho.
—El doctor William Hobbs quiere verle —dijo Colleen, y añadió rápidamente—: Está muy alterado.
Víctor alzó la vista sobre el hombro de la secretaria y vio a un hombre sentado junto a la mesa, con la espalda encorvada y la cabeza cogida entre las dos manos.
—¿Qué problema tiene? —susurró Víctor.
—Se trata de su hijo —dijo Colleen—. Creo que le sucedió algo.
Quiere un permiso de trabajo.
Víctor sintió que se le humedecían las manos y que se le formaba un nudo en la garganta.
—Que pase —articuló con dificultad.
Comprendía los sentimientos de aquel hombre, ya que él mismo había tenido que recurrir a medidas extraordinarias para tener un hijo. La posibilidad de que el hijo de Hobbs tuviera problemas reavivó sus temores sobre VJ.
—Maurice… —dijo Hobbs, pero tuvo que contener las lágrimas antes de seguir—. Mi hijo iba a cumplir tres años. Usted no lo conoció. Era nuestra alegría, el centro de nuestra vida. Era un genio.
—¿Qué pasó? —preguntó Víctor con temor.
—¡Murió! —dijo Hobbs, súbitamente furioso.
Víctor quiso tragar saliva pero tenía la garganta reseca.
—¿Fue un accidente?
—No saben bien qué pasó. Primero tuvo un ataque. Cuando lo llevamos al hospital pediátrico, descubrieron un edema en el cerebro, una inflamación. No pudieron hacer nada. Hizo un paro cardiaco y murió sin haber recuperado el conocimiento en ningún momento.
Se hizo un silencio tenso en el despacho, que fue roto por Hobbs para pedir unos días de permiso.
—Por supuesto —dijo Víctor.
Hobbs se puso en pie y salió lentamente.
Víctor se quedó mirando la puerta durante más de diez minutos. Por primera vez en su vida deseó estar en cualquier parte menos en el laboratorio.