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19 de marzo de 1989

Domingo al anochecer

Sentado frente al tablero de ajedrez, el doctor William Hobbs contemplaba arrobado a su hijo, como lo hacia casi todos los días.

De pronto los profundos ojos azules giraron hasta quedar en blanco y el niño cayó de espaldas. William no vio cómo el cuerpo de su hijo caía al suelo, pero escuchó el ruido sordo.

Llamó a gritos a su esposa Sheila y se precipitó hacia su hijo.

Vio aterrado cómo Maurice agitaba los brazos y las piernas convulsivamente. Era un ataque de epilepsia grave.

William era doctor en filosofía, no en medicina. No sabía qué hacer Sólo recordaba que era necesario meter algo entre los dientes de la persona que sufría el ataque para evitar que se mordiera la lengua.

Se arrodilló junto al niño, que iba a cumplir tres años, y nuevamente llamó a su esposa a gritos. El cuerpo de Maurice se agitaba con violencia; era difícil sostenerlo.

Sheila quedó paralizada al ver a su hijo agitándose en brazos de su esposo. Maurice se había mordido la lengua, y al agitar con violencia la cabeza, lanzaba espumarajos de baba sanguinolenta sobre la alfombra.

—¡Llama una ambulancia! —gritó William.

La voz de su esposo la hizo reaccionar y corrió el teléfono. Maurice no se sentía bien por la tarde, cuando fue a buscarlo a la guardería de «Chimera». Se quejaba de una jaqueca, y más concretamente de un latido en la cabeza, como una migraña. Los niños de tres años no utilizan esos términos para describir un dolor de cabeza, pero Maurice, aunque tenía tres años, no era un niño cualquiera. Era un auténtico prodigio, un genio. Caminaba a los ocho meses, leía al año, y ahora jugaba con su padre al ajedrez todas las noches, y casi siempre le ganaba.

—¡Quiero una ambulancia! —chilló Sheila cuando por fin alguien contestó el teléfono. Dio su dirección y rogó a la operadora que se diera prisa. Luego se precipitó a la sala.

La crisis había pasado. Maurice estaba tendido sobre el sofá.

Había vomitado la cena y una buena cantidad de sangre roja y brillante. Había revolcado la cabeza en el vómito y aún le caía un hilillo de baba de la boca. Además había perdido el control de los esfínteres.

—¿Qué puedo hacer? —gimió William en su impotencia. El niño respiraba normalmente y empezaba a recuperar su color habitual después de haberse puesto cianótico.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Sheila.

—Nada. Me estaba ganando, como siempre. De repente, puso los ojos en blanco y cayó para atrás. Creo que se golpeó la cabeza contra el suelo.

—¡Dios mío! —exclamó Sheila, mientras limpiaba la boca del niño con el delantal—. Hiciste mal en jugar al ajedrez esta noche con él, si le dolía la cabeza.

—Él lo quiso —dijo William, a la defensiva. Lo cual no era del todo cierto. Maurice había aceptado de mala gana. Pero a William le fascinaba poner a prueba aquel cerebro excepcional. Maurice era la niña de sus ojos.

Después de ocho años de matrimonio, William y Sheila habían terminado por aceptar que no podrían tener hijos. Pero «Chimera» poseía un centro de fertilización in vitro, y como William era empleado del laboratorio, los habían atendido gratuitamente. No les resultó fácil. Tuvieron que reconocer su esterilidad, aceptar una madre de alquiler y la donación de gametos. Finalmente llegó el niño tan anhelado: Maurice, una maravilla de bebé, con un nivel de inteligencia que superaba todos los límites.

—Voy a traer una toalla para limpiarlo —dijo Sheila, pero William la detuvo.

—Es mejor que no lo movamos.

Contemplaron al niño, impotentes y desesperados, hasta que escucharon el alarido de la ambulancia y Sheila se precipitó a la puerta.

Momentos después, William se hallaba sentado precariamente en el vehículo que recorría las calles a gran velocidad, seguido por Sheila en el automóvil de la familia.

En el hospital general «Lowell», el matrimonio aguardó angustiado hasta que los médicos les dijeron que el estado de Maurice era lo suficientemente estable como para trasladarlo. William quería llevarlo al hospital pediátrico de Boston, a media hora de coche. Una voz interior le dijo que el niño agonizaba. Tal vez se habían mostrado demasiado orgullosos de la inteligencia excepcional de Maurice, y ahora Dios los castigaba por ello.

—¡VJ! —gritó Víctor desde el pie de la escalera—. ¡Vamos a nadar!

Su voz retumbó en las paredes de la casona. La había construido un terrateniente en el siglo XVIII. Víctor la había adquirido y restaurado poco después de la muerte de David. Las acciones de «Chimera» habían subido meteóricamente cuando la empresa empezó a atender al público, y Víctor pensaba que Marsha se sentiría mejor si no tuviera que vivir en la misma casa donde había crecido David. La muerte del niño la había afectado mucho más que a él.

—¡Vamos a la piscina! —insistió Víctor. Era en esos momentos cuando le volvía la idea de instalar intercomunicadores.

—No, gracias —dijo VJ desde lo alto de la escalera.

Víctor permaneció unos instantes inmóvil con una mano en la baranda y un pie sobre el primer escalón. La conversación con Marsha de unas horas antes había vuelto a despertar todos sus temores sobre el niño. El desarrollo extraordinariamente precoz, la inteligencia que a los tres años le permitía jugar al ajedrez como un maestro, y la brusca caída de ese nivel de inteligencia antes de los cuatro años, no coincidían en absoluto con las pautas normales. La sensación de culpa que lo había embargado después del nacimiento del niño había sido tan fuerte, que Víctor casi había sentido alivio cuando VJ perdió sus extraordinarias facultades. Pero ahora se preguntaba si un chico normal no aceptaría gustoso la oportunidad de nadar en la piscina familiar. Víctor había decidido construirla para poder hacer ejercicio. Estaba alojada en una especie de invernadero detrás de la casa. Hacía un mes que la habían terminado.

Resuelto a no aceptar una respuesta negativa, Víctor subió los peldaños de dos en dos, descalzo y sin hacer ruido. Recorrió el largo pasillo hasta la habitación de VJ, que tenía vista al patio del frente. En el cuarto reinaba el orden de siempre, con la Enciclopedia Británica en un estante sobre una de las paredes y la tabla de los elementos químicos sujeta a otra. Tendido boca abajo sobre la cama, VJ leía un grueso tomo. Estaba totalmente absorto.

Víctor trató de leer sobre su hombro, pero sólo vio una maraña de ecuaciones matemáticas. No era lo que esperaba.

—¡Te pillé! —dijo mientras le agarraba de una pierna.

VJ dio un salto y levantó las manos para defenderse.

—Qué, ¿estabas muy concentrado?

Los ojos color turquesa de VJ se clavaron en los de su padre.

—No vuelvas a hacerlo —dijo.

Por un instante Víctor volvió a sentir el miedo que le causaba su criatura. Pero VJ lanzó un suspiro y se dejó caer sobre la cama.

—¿Qué diablos estás leyendo? —preguntó Víctor.

VJ cerró el libro como si se tratara de una revista pornográfica.

—Nada, es un ensayo sobre los agujeros negros.

—¡Genial! —exclamó Víctor.

—No tanto —dijo VJ—. Está lleno de errores.

Víctor se estremeció de nuevo. Parecía que su hijo recuperaba su inteligencia precoz. Se encogió de hombros para calmar sus temores y dijo con firmeza:

—¡Vamos a nadar!

Fue a la cómoda, sacó un traje de baño y lo arrojó sobre su cama.

—Vamos a ver quién es más rápido.

Víctor fue a su dormitorio, se puso el traje de baño y llamó a VJ. El chico apareció en el pasillo. Su padre lo miró con orgullo, era un muchacho bien formado, con cuerpo de atleta.

En el recinto de la piscina, el aire húmedo estaba impregnado del típico olor del cloro. Las paredes y el techo eran de vidrio y reflejaban el interior; no existía el invierno. Víctor arrojó la toalla sobre una tumbona de aluminio cuando apareció Marsha.

—¿Vienes a nadar? —preguntó.

—No, no me apetece. Tengo frío.

—Vamos a hacer una carrera —dijo Víctor—. ¿Quieres dar la carrera?

—No quiero correr —protestó VJ.

—Claro que si —dijo Víctor—. Dos largos. El perdedor saca la basura.

Marsha cogió la toalla de su hijo con una mirada de fingida resignación.

—¿Quieres la calle interior o exterior? —preguntó Víctor.

—Da lo mismo —replicó VJ. Se colocó junto a su padre, frente a piscina. La bomba de renovación agitaba suavemente la superficie.

—Danos la salida —dijo Víctor a Marsha.

—A sus puestos, listos… —dijo Marsha e hizo una pausa para mirar cómo su esposo y su hijo hacían equilibrios en el borde de la piscina—. ¡Ya!

Dio un paso atrás para evitar que la salpicaran y se sentó en una tumbona a mirar la carrera. Víctor no era buen nadador, pero le sorprendió que VJ le sacara ventaja durante el primer largo y la vuelta. Luego pareció frenarse en el segundo largo, y el padre ganó por medio cuerpo.

—¡Otra vez será! —jadeó Víctor con una sonrisa triunfal—. ¡Venga, a sacar la basura!

Perpleja por lo que acababa de ver, Marsha contemplaba a Víctor que salía de la piscina. Cuando sus miradas se encontraron, le guiñó un ojo. Marsha no salía de su asombro.

VJ cogió la toalla y se secó con fuerza. Realmente hubiera querido ser la clase de hijo que su madre anhelaba, un chico como David. Pero él no era así. A veces trataba de fingir, pero sabía que no lo hacía bien. Pero si estos momentos en familia hacían felices a sus padres, ¿quién era él para negárselos?

—Mamá, me duele más que antes —dijo Mark Murray a Colette. El niño estaba tendido en su cuarto, en la planta alta de la casa de los Murray, en Beacon Hill—. Cada vez que me muevo, me siento la presión detrás de los ojos y en las sienes. —Sus palabras precisas ofrecían un agudo contraste con las manos de bebé con las que se agarraba la cabeza.

—¿Te duele más que antes de cenar? —preguntó Colette, acariciando sus dorados rizos. A ella ya no le sorprendía el vocabulario de su bebé. Aunque sólo tenía dos años y medio, el niño dormía en una cama de adultos. A los trece meses se había negado a seguir durmiendo en la cuna.

—Mucho más —dijo Mark.

—Veamos la temperatura otra vez —dijo Colette, y le introdujo el termómetro en la boca. Estaba asustada, aunque se tranquilizaba pensando que era un principio de resfriado, o posiblemente de anginas. Los síntomas habían comenzado a manifestarse una hora después de que su esposo, Horace, trajera al niño de la guardería de «Chimera». Mark le dijo que no tenía hambre, lo cual en él era un síntoma preocupante.

Después, cuando se sentaron a la mesa, empezó a sudar. Aunque dijo que no sentía calor, sudaba profusamente. Poco después vomitó, y entonces Colette lo llevó a la cama.

Horace era un contable, de estómago tan débil que ni siquiera había podido cursar biología en la Universidad. Dejó la tarea de cuidar al niño enfermo en manos de Colette aunque ella no tenía mucha experiencia. Ella era abogada, con una gran clientela lo que la había obligado a recurrir a la guardería cuando Mark penas tenía un año. Adoraba a su hijo, que era un verdadero genio, pero jamás hubiera imaginado que para tenerlo debería sufrir una experiencia tan traumática.

A los tres años de casados, Colette y Horace decidieron tener su primer hijo. Después de un año de intentos infructuosos, consultaron a un especialista y se enteraron de la trágica verdad: Colette era estéril. Finalmente recurrieron a la fertilización in vitro y a una madre de alquiler. Había sido una pesadilla, sobre todo por las polémicas que se habían desatado a raíz del caso de Baby M. pero ahora tenían a Mark.

Colette cogió el termómetro y le dio la vuelta en busca de la columna de mercurio: temperatura normal. Suspiró con desaliento.

—¿Tienes hambre? —preguntó—. ¿Tienes sed?

Mark negó con la cabeza.

—No veo bien —dijo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó la madre, asustada. Le cubrió un ojo, luego el otro—. ¿Puedes ver con los dos?

—Sí, pero veo todo borroso, desenfocado.

—Bueno, tranquilízate —dijo Colette—. Voy a hablar con tu padre.

Encontró a Horace encerrado en su estudio, mirando un partido de baloncesto en el televisor portátil.

Al ver a su esposa en la puerta se sobresaltó y apagó el aparato.

—Los Celtic juegan hoy —dijo, como si eso explicara la situación.

Colette pasó por alto el comentario.

—Está peor —dijo con voz ronca—. Estoy asustada. Dice que no ve bien. Hay que llamar al médico.

—¿Tú crees? Hoy es domingo.

—¡No es culpa mía! —farfulló ella con fastidio.

En ese momento se escuchó un alarido espantoso y se precipitaron a la escalera.

Mark se agitaba convulsivamente en la cama, agarrándose la cabeza como Si agonizara y gritando con todas sus fuerzas. Horace lo cogió de los hombros para sostenerlo mientras Colette corría al teléfono.

El niño poseía una fuerza sorprendente. Horace tuvo que esforzarse para impedir que se arrojara de la cama.

Pero de pronto pasó el ataque. Cesaron los alaridos, Mark se llevó las manitas a las sientes y cerró los ojos con fuerza.

—¿Mark? —susurró Horace.

El niño abrió sus ojos azules y miró a su padre. Pero evidentemente no lo reconoció, y cuando abrió la boca solo pudo lanzar unos balbuceos incomprensibles.

Sentada ante el tocador, Marsha se cepillaba la larga cabellera y contemplaba a Víctor en el espejo. Él se lavaba los dientes con energía. VJ se había dormido mucho antes. Marsha había pasado por su dormitorio, y al ver su rostro angelical recordó lo sucedido en la piscina.

—¡Víctor!

Se volvió hacia ella, con la boca llena de espuma, como un perro rabioso. Lo había sobresaltado.

—No sé si te has dado cuenta de que VJ te ha dejado ganar la carrera.

Víctor escupió en el lavabo.

—Un momento —dijo—. Fue casi un empate, pero yo le gané limpiamente y con justicia.

—Te llevó ventaja durante casi toda la carrera —insistió Marsha—. Disminuyó la marcha expresamente para dejarte ganar.

—Es absurdo —dijo Víctor, indignado.

—No lo es. Su conducta no es propia de un chico de diez años.

Como cuando empezó a jugar al ajedrez a los dos años y medio.

A ti te encantaba, pero a mi me molestó. Mejor dicho, me asustó.

Y cuando bajó su nivel de inteligencia y luego se estabilizó, para mí fue un alivio. Sólo quiero un chico feliz y normal. —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Como David —añadió.

Víctor se secó la cara rápidamente, dejó la toalla y fue a abrazarla.

—No tienes por qué preocuparte. VJ es un buen chico.

—Tal vez es un chico raro porque lo dejé tanto tiempo a solas con Janice cuando era bebé —dijo Marsha, tratando de dominarse—. Nunca estaba en casa con él. Tendría que haber dejado el trabajo.

—Veo que tienes ganas de echarte la culpa de todo, aunque no pasa nada.

—Es que su conducta es rara. Si fuera sólo un episodio, bueno.

Pero no. Su manera de actuar no es normal para un chico de diez años. Es tan reservado, tan…, tan adulto… —Estalló en llanto—. A veces le tengo miedo.

Víctor abrazó a su esposa y recordó el terror que había sentido cuando nació VJ. Había deseado un hijo excepcional, no anormal ni atípico.