15

Lunes por la tarde

El día se había puesto nublado y ventoso cuando Víctor salió del edificio del reloj y se dirigió a su despacho. Jorge lo seguía, después de haberle enseñado la navaja que llevaba oculta en la bota derecha. El gesto había sido eficaz. Víctor sabía que su acompañante estaba acostumbrado a matar.

Le había dicho a Marsha que se le ocurriría un plan, pero no tenía la menor idea. Cuando llegó a la oficina, estaba sumido en la confusión. Atravesó la administración con paso vacilante, seguido muy de cerca por Jorge.

—¡Espere un momento! —dijo Colleen cuando Víctor pasó sin detenerse. Se puso en pie y le entregó una lista de llamadas. Víctor había llegado a la puerta de su despacho y se volvió hacia el sudamericano.

—Espere aquí —dijo.

Jorge pasó dentro como si no lo hubiera oído. Colleen lo miró azorada, sobre todo porque el sudamericano vestía el uniforme de «Chimera».

—¿Quiere que llame a seguridad? —susurró.

Víctor dijo que no era necesario. Colleen se encogió de hombros y se dispuso a trabajar.

—Hay un montón de llamadas —dijo—. Hace rato que trato de localizarlo. Necesito…

Víctor la cogió del brazo y la hizo salir.

—En seguida la llamo.

—Pero… —empezó a decir Colleen cuando él le cerró la puerta en la cara.

Jorge se había acomodado en el sofá del fondo del despacho y se cortaba las uñas.

Víctor se sentó detrás de la mesa. Sonó el teléfono pero no lo cogió. Sabía que era Colleen. Desde el sofá, Jorge le mostró los dientes en una sonrisa.

Víctor se cogió la cabeza con las manos. Tenía que preparar un plan, pero Jorge lo distraía. Se mostraba insolente y confiado, como si dijera: «Soy un asesino. Estoy aquí, en tu despacho, y no puedes echarme». No se podía concentrar bajo la mirada del sudamericano.

—No veo que tenga mucho que hacer —dijo Jorge—. VJ dijo que lo dejaba salir porque tenía mucho trabajo. Hágalo de una vez, a menos que prefiera que llame a VJ y le diga que no hace más que cogerse la cabeza con las manos.

—Estaba pensando un poco —dijo Víctor. Apretó el botón del intercomunicador y le dijo a Colleen—: Venga con la lista de llamadas y los papeles para la firma, y pongámonos a trabajar.

Durante una hora, Marsha trató de entretenerse con las revistas especializadas que encontró en la estantería. Pero eran demasiado técnicas: trataban de teorías y experimentos relacionados con los últimos descubrimientos de la biología, la física y la química. No los entendía. Se paseó por el cuarto y trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada.

Se sentó a la mesa y se preguntó qué haría Víctor. Tendría que emplear toda su inteligencia, porque VJ era un adversario excepcional. Además, debería mostrar un gran temple moral, lo que parecía dudoso a juzgar por sus experimentos con el FDN.

En ese momento se corrió el cerrojo y entró VJ.

—He pensado que te gustaría estar acompañada —sonrió—. Quiero presentarte a alguien. —Se apartó y dejó pasar a Mary Millman, quien le ofreció la mano.

Marsha se puso en pie sin saber qué decir.

—¡Señora Frank! —exclamó Mary, estrechándole la mano efusivamente—. Tenía muchas ganas de verla, pero pensaba que aún tendría que esperar un año más. ¿Cómo está?

—Bastante bien, gracias.

—Bueno, señoras, que disfruten de la charla —dijo VJ—. Dejaré la puerta entornada. Si tienen hambre o sed, avisen a los guardias.

—Gracias —dijo Mary. Esperó a que saliera y le dijo a Marsha—: Qué chico tan extraordinario, ¿verdad?

—Un caso único —dijo Marsha—. ¿Cómo ha venido a parar aquí?

—Qué sorpresa, ¿no? A mí también me sorprendió. Bueno, ahora se lo cuento.

—¿Qué más? —preguntó Víctor. Colleen ocupaba su asiento habitual, frente a él. Jorge estaba cómodamente tendido en el sofá.

La secretaria echó un último vistazo a los papeles. —Creo que por ahora no hay nada más. Salvo que tenga algún encargo— añadió, guiñando un ojo significativamente.

—No, nada —dijo Víctor, entregándole los documentos firmados—. Me voy a casa. Si surge algún problema, que me llamen allí.

Colleen echó una rápida mirada al reloj, y nuevamente a Víctor.

Su conducta resultaba muy extraña desde que había aparecido con ese guardia de seguridad.

—¿Hay algún problema? —preguntó.

—Ninguno, todo marcha a pedir de boca.

Colleen lo miró sorprendida. Hacía siete años que trabajaba con él, y jamás había utilizado esa expresión. Se puso en pie y salió, dirigiendo una mirada furiosa a Jorge.

—Bueno, vamos —dijo Víctor.

—¿Al laboratorio? —preguntó Jorge con su fuerte acento español, mientras se levantaba del sofá.

—Yo me voy a casa —dijo Víctor mientras se ponía el abrigo—. Usted vaya adonde quiera.

—Yo voy con usted, amigo.

Víctor se preguntó si surgiría algún problema al salir de la empresa, pero el guardia de la barrera lo saludó como siempre.

El hecho de que lo acompañara un hombre uniformado no le mereció ningún comentario.

Cuando cruzaban el Merrimack, Jorge puso la radio, buscó una emisora con canciones en español y elevó el volumen a un nivel ensordecedor.

Era evidente que Jorge constituía el primer obstáculo a superar. Cuando se acercaba a la casa empezó a barajar las distintas alternativas. Debajo del garaje había un sótano con una puerta gruesa que se podría cerrar. El problema era cómo atraer a Jorge hasta el lugar.

Cuando bajaban del coche se preguntó si podría sorprenderlo con un golpe por la espalda, parecido al que le dieron a él cuando descubrió el laboratorio secreto. Abrió la puerta de la sala e invitó a Jorge a pasar, pero él insistió en ir detrás.

Víctor echó el abrigo sobre el sofá. Era realista, y sabía que no podría golpearlo. El golpe sería demasiado débil o demasiado fuerte, y en cualquier caso sería un desastre. Tendría que buscar otra alternativa, ¿pero cuál?

No se le ocurrió nada hasta que fue al lavabo y vio un frasco de aspirinas en el botiquín. Entonces recordó el viejo maletín de médico que le habían regalado cuando estaba en cuarto año. Lo había utilizado durante sus años de residente, si no recordaba mal debía contener una gran cantidad de muestras de medicamentos.

Cuando salió del lavabo, observó que Jorge había encendido el televisor de la sala y pasaba los canales distraídamente. Víctor subió a la planta alta, pero desgraciadamente el hombre lo siguió. De nuevo encendió el televisor, esta vez el del estudio. Víctor encontró el maletín en el armario, cogió un puñado de píldoras de «Valium» y de cápsulas «Seconal» y «Dalmane» y se las metió en el bolsillo. Jorge había encontrado el canal de televisión en español y estaba absorto contemplando la pantalla.

Siempre bebo una copa cuando llego a casa —dijo Víctor—. ¿Quiere que le sirva un trago?

—¿Qué tiene? —preguntó Jorge sin apartar la vista del televisor.

—Lo que quiera —dijo Víctor—. ¿Le apetece un cóctel margarita?

—¿Qué es eso?

La pregunta sorprendió a Víctor. Creía que el cóctel margarita era común en Sudamérica, pero tal vez sólo lo bebían en México.

Le explicó en qué consistía.

—Beberé lo mismo que usted —dijo Jorge.

Víctor bajó a la cocina, seguido por Jorge, quien de nuevo encendió el televisor de la sala. Víctor juntó los ingredientes, incluida la sal. Preparó la bebida en una jarra de vidrio y, cuando observó que Jorge no le prestaba atención abrió las cápsulas una a una y vació el contenido en la jarra. Luego echó las píldoras de «Valium». Revolvió la mezcla con fuerza, pero quedaba un sedimento, de manera que la pasó por la licuadora. Alzó la jarra a la luz. El aspecto era normal, pero tenía suficiente poder somnífero como para que un paciente soportara una intervención quirúrgica.

Bebió un sorbo de la mezcla. El sabor era un poco amargo pero si Jorge nunca había bebido un cóctel margarita, no se daría cuenta de nada. Frotó los bordes de los dos vasos altos con sal y llenó el suyo con jugo de limón. Luego llevó la jarra y los dos vasos llenos a la mesita del té.

Jorge cogió su vaso sin apartar la vista de la pantalla. Víctor también se sentó a mirar. Parecía el episodio de una telenovela.

Víctor no sabía español, pero no era difícil comprender de qué se trataba.

Miró a Jorge de reojo: el sudamericano había vaciado su vaso y se servía otro trago. Al parecer le gustaba. No tardó en acusar los primeros síntomas: empezó a parpadear con rapidez. No veía bien. Luego se volvió hacia Víctor, pero no consiguió enfocarlo.

El alcohol había introducido la droga en su organismo con gran eficacia. Empezaron a cerrársele los ojos cuando aún no había bebido la segunda copa.

De pronto se puso en pie. Había comprendido la situación, porque arrojó el vaso al otro extremo de la sala y se abalanzó sobre el teléfono. Víctor dejó su vaso y le cogió la mano. Jorge trató de sacar la navaja pero sus movimientos se habían vuelto lentos y torpes. Víctor lo desarmó fácilmente, y, poco después, el hombre cayó redondo. Víctor lo tendió sobre el sofá. Fue al botiquín, donde guardaba algunas ampollas de «Valium» parenteral, y le inyectó diez miligramos como refuerzo. Arrastró el cuerpo al patio y de allí al garaje. Lo bajó al sótano y lo cubrió con mantas y trapos para mantener la temperatura del organismo a un nivel adecuado.

Después cerró la puerta con un candado viejo.

Al volver a la casa, saboreando la sensación de haber superado el primer obstáculo, pensó que podía darse el lujo de sentarse a pensar, pero sonó el teléfono. Al oírlo, cayó en la cuenta de que tal vez Jorge tenía instrucciones de llamar a alguien para dar la novedad. No descolgó el teléfono. Se puso el abrigo y salió para dar cuenta a la Policía.

La comisaría ocupaba la esquina de una plaza ajardinada. Era un edificio de ladrillo de dos pisos, con una farola a cada lado de la entrada, coronada cada una de ellas por una esfera de vidrio azul. Dejó el coche en la zona de aparcamiento. Al salir de casa se había sentido satisfecho de su decisión: por fin podría dejar todo el embrollo en otras manos. Pero al subir los escalones de la entrada y pasar entre las esferas, azules, se sintió menos seguro.

Vaciló ante la puerta. La situación de Marsha era su mayor preocupación, pero no la única. Tal como había dicho VJ, la Policía no podría hacer nada y lo dejaría en libertad. Si el sistema no era capaz de manejar a simples punks, ¿qué iba a hacer con un chico de diez años cuya inteligencia era superior a la de Einstein?

Cuando se estaba preguntando si valía la pena entrar, se abrió la puerta, y el sargento Cerullo se pegó un topetazo contra él.

Se enderezó la gorra, y al disculparse reconoció a Víctor.

—¡Doctor Frank! —exclamó, y se disculpó de nuevo—. ¿Qué lo trae por aquí?

Víctor trató de pensar en alguna explicación razonable, pero no pudo. La verdad ocupaba todos sus pensamientos.

—Tengo un problema. ¿Puede atenderme?

—Pues lo lamento mucho —dijo Cerullo—. Ahora mismo salía a cenar. Pero le diré a Murphy que lo atienda. Cuando vuelva de cenar, me aseguraré de que lo han tratado bien. No se preocupe.

Cerullo le dio una palmada amistosa en el hombro, abrió la puerta y lo hizo pasar.

—¡Oye Murphy! —exclamó Cerullo sin soltar la puerta—. Este señor es el doctor Frank. Es amigo mío. Atiéndelo bien, ¿has oído?

Murphy era un Policía irlandés gordo, de cara roja y pecosa.

Su padre había sido policía, al igual que el padre de su padre.

Entrecerró los ojos detrás de sus gruesas gafas bifocales y miró a Víctor.

—En seguida lo atiendo —dijo, y le señaló un banco con el lápiz—. Tome asiento. —Se concentró nuevamente en rellenar un formulario.

Víctor se sentó donde le había indicado —un viejo banco de roble, lleno de marcas y manchas— y repasó mentalmente la conversación que tendría con el agente Murphy: Vea, señor policía, mi hijo es un genio increíble, está criando una raza de retrasados mentales en unos frascos de vidrio y ha asesinado a varias personas para proteger un laboratorio secreto construido con fondos extorsionados a unos estafadores que trabajaban en la empresa de su padre.

Le bastó pensarlo con palabras para comprender que nadie le creería. Y si le creían, ¿qué? No había manera de acusar a VJ de haber cometido los crímenes. Todo eran simples indicios. En el laboratorio no había un solo objeto robado, al menos por VJ. En cuanto a la cocaína, el pobre niño había caído bajo las garras de un poderoso traficante de droga extranjero.

Víctor se mordió el labio. Murphy seguía rellenando penosamente el formulario, agarrando el lápiz con una mano sudorosa.

La lengua le asomaba entre los dientes. Como no levantó la vista Víctor se perdió otra vez en sus pensamientos. Era fácil deducir que VJ entraría en comisaría por una puerta y saldría por otra sin problemas. Tendría su laboratorio ultramoderno y haría casi todo lo que se propusiera. Ya había demostrado que estaba dispuesto a eliminar a quien se le cruzara en su camino. ¿Cuánto tiempo de vida tendrían Marsha y él en esas circunstancias?

Deprimido y casi al borde del llanto, Víctor tuvo que reconocer que su experimento había tenido éxito, pero también algo más.

Como decía Marsha, no se había detenido a pensar en las consecuencias y las ramificaciones. La emoción de lo que estaba a punto de realizar había borrado cualquier otro pensamiento de su mente.

El resultado superaba todas sus previsiones. Y con los límites que la constitución imponía a base de leyes restrictivas, el sistema social estaba mal equipado para habérselas con un ser como VJ, que parecía venir de otro planeta.

—Bueno, ya está —dijo Murphy, y dejó el formulario en una bandeja sobre la mesa de oficina—. ¿En qué puedo servirle, doctor?

—Hizo crujir los nudillos, entumecidos tras el esfuerzo de agarrar el lápiz.

Víctor se puso en pie sin mucha convicción y se acercó a la mesa. Murphy clavó en él sus ojillos azules. El cuello de la camisa era demasiado estrecho, y la papada lo cubría en parte.

—Bueno, ¿qué le trae por aquí doctor? —preguntó Murphy, acomodándose en el asiento. Sus brazos eran gruesos y fuertes.

Parecía la clase de tipo que a uno le gustaría ver llegar en el momento en que unos muchachos intentaban robar los tapacubos o el caset del coche.

—Tengo un problema con mi hijo —dijo Víctor—. Nos hemos enterado de que hace novillos en el colegio para…

—Disculpe, doctor —interrumpió Murphy—. ¿No cree que seria mejor consultar con un asistente social o con alguien por el estilo?

—Me parece que la situación está fuera del alcance de un asistente social —dijo Víctor—. Mi hijo se junta con elementos criminales…

—Perdone que le interrumpa otra vez, doctor. Tal vez debería haberle aconsejado un psicólogo. ¿Cuántos años tiene su hijo?

—Diez. Pero es que…

—Nunca hemos recibido una denuncia en contra suya. ¿Cómo se llama?

—VJ. Yo sé que…

—Antes de decir nada, escúcheme. Tenemos bastantes problemas con los menores. Quiero ayudarle. Si su hijo ha hecho algo realmente muy feo, como exhibirse en un parque o meterse en una casa para robar, tal vez convenga denunciarlo. Pero si no, me parece que le ir mucho mejor un psicólogo y un poco de disciplina a la antigua. ¿Entiende lo que le quiero decir?

—Perfectamente —dijo Víctor—. Me parece que tiene razón. Gracias por atenderme.

—De nada, doctor. He querido ser franco con usted, ya que es amigo de Cerullo.

—Se lo agradezco —dijo Víctor.

Al salir corrió hacia el coche. Estaba embargado por el pánico.

De pronto comprendió que sólo él podía enfrentarse a VJ: padre contra hijo, el creador contra su criatura. Tuvo una sensación de náuseas y abrió la puerta del coche, pero al estremecerse las disipó sin vomitar. Cerró la puerta y apoyó la frente sobre el volante.

Estaba empapado de sudor.

De niño había estudiado religión, y de pronto recordó el dilema de Abraham. Pero había dos diferencias abismales con su caso Dios no iba a intervenir, y Víctor se sabía incapaz de matar con sus manos. Pero lo que estaba claro es que uno de los dos no sobreviviría. Además tenía que pensar en Marsha, en cómo sacarla del laboratorio. De nuevo se sintió invadido por el pánico. Tenía que actuar rápidamente, antes de que VJ empezara a sospechar, y antes de que le fallaran los nervios y la resolución.

Puso el coche en marcha y se dirigió hacia su casa sin pensarlo mientras su mente trataba de elaborar un plan. Al llegar, echó una mirada al sótano. Jorge dormía, tranquilo como un bebé, y bien abrigado bajo las mantas y los trapos. Llenó una botella con agua y se la dejó al alcance de la mano.

Al entrar en casa le sobresaltó el teléfono. Lo miró sin saber qué hacer. ¿Y si era Marsha? Por fin se decidió a cogerlo. Una voz gruesa, con fuerte acento español, preguntó por Jorge.

Víctor no supo qué responder. La voz preguntó de nuevo por Jorge, esta vez en un tono más impaciente.

—Está en el lavabo —dijo Víctor.

Aunque no sabía español, se dio cuenta de que su interlocutor no le había entendido.

—¡Lavabo! —exclamó Víctor—. Jorge está en el lavabo.

—De acuerdo —dijo la voz, y colgó.

Esta vez el pánico fue como una corriente eléctrica. El tiempo lo apremiaba, era como un tren sin control que corría hacia un precipicio. Si Jorge no salía pronto del lavabo, recibiría una visita como la de Gephardt.

Víctor golpeó la mesa con violencia, tratando de dominarse para poder pensar. Tenía que elaborar un plan.

Lo primero que se le ocurrió fue un incendio. El edificio era viejo y la madera estaba reseca. Además, le atraía la idea de un cataclismo que borrara todo el laboratorio de la faz de la tierra.

El problema era que el fuego se podía apagar. Un trabajo a medio hacer seria peor que no hacer nada, porque entonces tendría que enfrentarse a la furia de VJ apoyada por la fuerza de Martínez.

Pensó que una explosión era una idea mucho mejor. Pero ¿cómo llevarla a cabo? Seguramente podría confeccionar un artefacto explosivo pequeño, pero no tan potente como para demoler toda la construcción.

Ya se le ocurriría algo, pero lo primero era sacar a Marsha de allí. Fue al estudio y cogió las fotocopias que había hecho cuando buscaba la entrada al sótano. Tal vez podría escapar por los túneles. Pero al consultar los planos observó que los túneles estaban muy lejos del cuarto donde ella se encontraba presa. Dobló las hojas y las guardó en el bolsillo.

El teléfono sonó de nuevo, poniéndole los nervios de punta. Pero esta vez no contestó. Tenía que salir de casa antes de que VJ o Martínez enviaran a sus hombres para averiguar qué sucedía con Jorge.

Ya era casi de noche cuando Víctor salió del garaje. Encendió los faros y al dirigirse hacia «Chimera» rogó a Dios que le diera alguna idea para salvar a Marsha y librar al mundo de esa caja de Pandora que él mismo había creado.

Bruscamente pisó el freno y el coche se detuvo con un chirrido de neumáticos. Milagrosamente se le había ocurrido una idea. Los detalles empezaron a encajar como piezas de un rompecabezas. «Es posible», murmuró entre dientes. Levantó el pie del freno y apretó el acelerador a fondo.

Casi no podía contenerse mientras seguía el ritual de entrada en la empresa. Fue directamente al laboratorio y aparcó frente a la puerta. El edificio estaba desierto y cerrado con llave. Abrió la puerta con manos temblorosas. Cuando estuvo dentro, hizo un esfuerzo por serenarse. Se sentó en una silla, cerró los ojos y trató de relajar cada músculo del cuerpo. Poco a poco el ritmo cardíaco fue normalizándose. Sabía que para cumplir la primera parte del plan tendría que estar muy sereno y mantener el pulso firme.

En el laboratorio contaba con todos los elementos necesarios. Tenía glicerina, ácido nítrico y ácido sulfúrico. También tenía un recipiente cerrado con orificios de refrigeración. Por primera vez en su vida pudo poner en práctica lo que había aprendido en tantas horas de prácticas de laboratorio. Montó un sistema para la nitrificación de la glicerina. Mientras tenía lugar ese proceso, preparó la cuba de neutralización. La fase más crítica la realizó con un secador eléctrico montado bajo un alero de ventilación.

Antes de completar el secado, cogió un temporizador del laboratorio y una batería, y conectó un pequeño filamento de combustión. El paso siguiente era el más arduo. Cogió una pequeña cantidad de fulminato de mercurio —toda la que pudo encontrar en el laboratorio— y con gran cuidado la introdujo en un envase plástico. Sumergió el filamento de combustión en el fulminato y cerró la tapa.

La nitroglicerina ya estaba lo suficientemente seca como para meterla en una lata vacía que había encontrado en la bolsa de la basura. La llenó hasta un cuarto de su capacidad, luego introdujo cuidadosamente el envase que contenía el fulminante, agregó el resto de la nitroglicerina y cerró la lata con parafina.

Seguidamente buscó algo que fuera adecuado para meter dentro todo el dispositivo. Vio un maletín de cuero de imitación sobre una de las mesas. Lo vació sin miramientos y se lo llevó a su despacho del laboratorio.

Abrió el maletín sobre su mesa y formó en su interior un colchón mullido con toallas de papel. Colocó encima la lata, la batería y el temporizador. Añadió más toallas hasta llenar totalmente el maletín, y finalmente lo cerró con gran cuidado.

Cogió una linterna del laboratorio y estudió los planos de la red de túneles. Observó que uno de los túneles principales iba desde la torre del reloj hasta el edificio de la cafetería. Y para su satisfacción vio que otro túnel partía en dirección oeste.

Cogió el maletín con gran cuidado y fue a la cafetería. Una escalera central bajaba al sótano. Allí encontró la pesada puerta que daba acceso al túnel.

Iluminó el túnel con la linterna. La estructura de piedra le recordó una antigua tumba egipcia. A unos quince metros de la entrada, el túnel giraba a la izquierda en ángulo muy cerrado.

El suelo esta cubierto de escombros, y un hilo de agua que corría en dirección al río formaba algunos charcos a su paso.

Tomó aliento para darse ánimos, entró en el túnel húmedo y frío y cerró la puerta a su espalda. No había otra luz que la de su linterna.

Avanzó resueltamente pero con cautela. Era tanto lo que estaba en juego que no podía permitirse el lujo de fallar. A lo lejos oía ruido de agua corriente. A los pocos minutos había dejado atrás media docena de entradas de túneles secundarios. A medida que se acercaba al río, crecía el estruendo de la caída de agua y también la vibración del suelo.

De pronto sintió que algo le pasaba rozando las piernas. Aterrorizado, dio un salto hacia atrás, y a punto estuvo de soltar el maletín. Consiguió dominarse y enfocó la linterna hacia atrás. Un par de ojillos brillaron a la luz de la linterna: era una rata de cloaca, grande como un gatito. Víctor sintió un estremecimiento, pero consiguió dominarse y seguir avanzando.

A los pocos metros resbaló sobre el suelo húmedo. Hizo un gran esfuerzo por mantener el equilibrio al tiempo que apretaba el maletín contra su cuerpo. Consiguió mantenerse de pie, y por suerte fue su codo y no el maletín el que golpeó la pared de piedra.

En caso contrario se hubiera producido la explosión.

Prosiguió de nuevo su exasperante caminata a través de la pista subterránea de obstáculos y finalmente llegó al camino que salía en ángulo del túnel principal hacia el Oeste. Víctor lo recorrió confiado hasta el sótano del edificio contiguo al de la torre.

Cuando encontró la escalera, apagó la linterna. No podía arriesgarse a que vieran el resplandor desde la torre.

El siguiente tramo de quince metros fue el más penoso. Avanzó paso a paso, primero un pie, después el otro, esquivando los escombros y tratando de evitar la caída.

Por fin alcanzó la escalera y empezó a subir. Cuando llegó a la planta baja, se acercó a la ventana y echó una mirada a la torre. La luna menguante salía por el Este y se encontraba a la altura del Big Ben. Víctor contempló la oscura mole durante diez minutos, pero no vio a nadie.

Luego miró hacia el río. Bajando la vista observó su objetivo.

A unos trece metros de donde estaba se hallaba el punto donde el viejo canal principal se separaba del río y luego corría hacia el arca del agua y el túnel.

Tras una última mirada al edificio del arca del agua para asegurarse de que no había guardias por allí, Víctor salió del edificio en donde estaba y corrió hacia el canal. Se mantuvo tan agachado respecto del terreno como le fue posible, sabiendo que se hallaba en su momento más vulnerable.

Al llegar al canal, se acercó con rapidez a los empinados escalones situados detrás de las compuertas. Sin vacilar, bajó la escalinata abrazado a la pared de granito para permanecer todo lo posible fuera de visión. Al alcanzar al suelo, le complació comprobar que sólo divisaba una porción de la torre de aguas. Aquello significaba que nadie que se encontrase al nivel del suelo llegaría a localizarle.

Sin perder tiempo. Víctor anduvo directamente hacia las dos compuertas de oxidado metal que contenían el agua de la represa del molino. Había una leve filtración; una pequeña corriente zigzagueaba por el suelo del canal. Por lo demás las viejas compuertas eran estancas.

Inclinándose, Víctor depositó con cuidado el maletín en el suelo del canal. Con igual precaución, soltó los cierres y levantó la tapa. El aparato había sobrevivido al viaje. Ahora sólo tenía que prepararlo para que hiciese explosión.

Muy poco tiempo constituiría un desastre; pero también lo sería demasiado. La sorpresa constituía su ventaja principal. Pero no existía un procedimiento aceptable para conjeturar cuánto tiempo necesitaba para su siguiente tarea. Al fin, y un tanto arbitrariamente, lo fijó para treinta minutos. Con tanta delicadeza como le fue factible, Víctor abrió la parte delantera del mecanismo de relojería. Apoyado sobre las manos y las rodillas, protegió con el cuerpo la linterna y la encendió. Con ayuda de su escasa luz, movió el minutero del cronometrador.

Apagó la luz y cerró el maletín. Luego lo llevó hasta la compuerta izquierda y lo colocó entre esta y la barra de hierro que la sostenía. La barra estaba sujeta por un solo perno, que debía ser el talón de Aquiles de todo el mecanismo. Puso el maletín lo más cerca posible del perno y después volvió a la escalera de granito.

Echó una rápida mirada sobre el borde del desagüe en busca de alguna señal de vida en el edificio de la torre. Todo estaba tranquilo. Nuevamente corrió agazapado al edificio contiguo, bajó al túnel y volvió lo más rápido que pudo a la cafetería. Ahora comprendía que treinta minutos era muy poco tiempo.

Cuando salió al aire libre corrió hacia el río, pero moderó el paso al aparecer la torre. Si había un guardia, no quería parecer ansioso ni furtivo.

Cuando llegó a la escalera, le faltaba el aliento. Echó una mirada al reloj y comprobó con horror que sólo quedaban dieciséis minutos. «¡Dios mio!», susurró al entrar.

Víctor corrió hacia la trampa y dio tres golpes. No hubo respuesta. Dio otro golpe, y luego se agachó en busca de la varilla metálica que había utilizado antes, pero en ese momento se abrió la trampa y asomó uno de los hombres de Martínez.

Víctor bajó corriendo la escalera y preguntó dónde estaba VJ.

El guardia señaló la sala de gestación. Cuando se dirigía hacia ella se abrió la puerta y apareció VJ.

—No te esperaba hasta mañana —dijo sorprendido.

—Estaba impaciente —dijo Víctor con una sonrisa—. He terminado el trabajo tan pronto como he podido. Ahora deja salir a tu madre. Tiene que ir al hospital a visitar algunos pacientes.

Los ojos de Víctor se apartaron de VJ y recorrieron la sala una vez más. Quería determinar dónde estaría a la hora cero. Debía situarse lo más cerca posible de la escalera. El aparato más cercano era la gigantesca unidad de cromatografía a gas. Llegado el momento, fingiría que lo estaba examinando. En medio de la pared frente al río estaba la salida del desagüe con su puerta improvisada de maderas toscas. Víctor trató de calcular mentalmente la fuerza del agua que irrumpiría al estallar la compuerta. La onda de choque, combinada con la fuerza del agua, estremecería los cimientos y toda la construcción se vendría abajo. Calculó que pasarían unos veinte segundos entre la explosión y la irrupción de la onda.

—No me parece oportuno dejarla salir —dijo VJ—. Y resultaría muy violento que Jorge estuviera constantemente con ella. —VJ clavó los ojos en su padre—: ¿Dónde está Jorge?

—Arriba —dijo Víctor. Sentía miedo. A VJ no se le escapaba nada—. Me ha acompañado hasta la trampa y se ha quedado arriba, fumando.

VJ miró a los guardias que leían revistas:

—¡Juan! Suba y dígale a Jorge que baje.

Víctor quiso tragar saliva, pero tenía la garganta reseca.

—Marsha no causará problemas. Te lo aseguro.

—No ha cambiado de opinión. He traído a Mary Millman para que intentara convencerla, pero se aferra a su posición moralista.

Nos va a causar problemas.

Víctor echó una mirada al reloj. ¡Nueve minutos! Debería haberse tomado más tiempo.

—Marsha es realista, pero también es obstinada. Los dos lo sabemos. Pero no intentar nada sabiendo que yo estoy aquí abajo. Y aunque quisiera hacer algo, no sabría qué hacer.

—Estás nervioso —dijo VJ.

—¡Claro que estoy nervioso! Cualquiera lo estaría en estas circunstancias. —Trató de sonreír y de mostrarse sereno—: Sobre todo estoy excitado por tus descubrimientos. Quisiera ver la lista de factores de crecimiento de los úteros artificiales.

—Me encantaría enseñártela —dijo VJ.

Víctor se dirigió a la puerta del dormitorio y la abrió con decisión.

—¡Qué bien! —dijo, mirando a VJ—. Me alegro de que no la tengas encerrada con llave. Es un gran paso.

VJ levantó la mirada con aire resignado.

Víctor fue a la salita, donde encontró sentadas a Marsha y Mary.

—Víctor, mira quién está aquí —dijo Marsha.

—Si, ya nos habíamos visto.

VJ apareció en la puerta con expresión sonriente.

—No todos tienen tres padres biológicos legítimos —dijo Víctor, tratando de aliviar la tensión. Echó una ojeada al reloj: seis minutos.

—Mary me ha contado algunas cosas de lo más interesantes sobre el laboratorio nuevo —dijo Marsha, con una sutil ironía que sólo Víctor podía captar.

—Estupendo —dijo Víctor—. Me parece estupendo. Pero tienes que irte, Marsha. Hay algunos pacientes que te necesitan. Jean está desesperada. Me ha llamado tres veces. Yo ya he resuelto mis problemas más urgentes.

—Ahora te toca salir a ti: Marsha miró primero a VJ y después a Víctor.

—Pensaba que te ocuparías de todo —dijo con fastidio—. Valerie Maddox se encargar de cualquier caso urgente. Lo tuyo es más importante.

Víctor estaba desesperado. ¿Por qué no se iba? ¿No confiaba en él? ¿Creía realmente que dejaría todo como estaba? Víctor comprendió con tristeza que en los últimos años no le había dado motivos para esperar otra cosa de él. Pese a todo aún había una solución, pero era cosa de minutos.

—Marsha, quiero que vayas al hospital. ¡Ahora mismo!

Pero Marsha no se movió de su asiento.

—Parece que le gusta mi laboratorio —dijo VJ irónico.

En ese momento lo llamó uno de los guardias, y salió dejando la puerta abierta.

Loco de ansiedad, Víctor se inclinó hacia Marsha, olvidando la presencia de Mary, y susurró:

—Tienes que salir de aquí ahora mismo. Confía en mi. —Marsha lo miró a los ojos y Víctor asintió—. Por favor —gimió—. ¡Vete de aquí ahora mismo!

—¿Va a pasar algo? —preguntó Marsha.

—Si, ¡vete, por el amor de Dios!

—¿Qué pasa? —preguntó Mary, mirando nerviosa a uno y otro.

—¿Y tú? —preguntó Marsha, sin mirar a Mary.

—No te preocupes por mí.

—¿No vas a hacer una tontería? —preguntó Marsha.

Víctor se tapó la cara con las manos. La tensión era insoportable. Quedaban menos de tres minutos.

VJ apareció en la puerta:

—Jorge no está arriba.

—¡Va a pasar algo! —exclamó Mary.

—¿Cómo?

—Lo ha dicho él. Tiene un plan, no sé qué piensa hacer.

Víctor miró el reloj: dos minutos.

VJ llamó a los guardias, luego cogió a Víctor por el brazo y lo zarandeó.

—¿Qué has hecho?

Víctor perdió el dominio de sí mismo. Agobiado por la tensión y el miedo, sus ojos se llenaron de lágrimas. Por un instante no pudo hablar. Había fracasado. No había estado a la altura del reto.

—¿Qué has hecho? —le gritó VJ a la cara, sacudiéndolo con fuerza. Víctor no opuso resistencia.

—Tenemos que salir inmediatamente —dijo entre lágrimas.

—¿Por qué?

—Porque se va a abrir la compuerta.

Se produjo un silencio tenso mientras la mente de VJ analizaba la sorprendente información.

—¿Cuándo? —preguntó, sacudiéndolo de nuevo.

Víctor miró el reloj: quedaba menos de un minuto.

—¡Ahora!

Miró a su padre con el rostro desfigurado por el odio y la furia. Confiaba en ti. Creía que eras un auténtico científico. Ya no me causarás problemas.

Víctor lo derribó de un empujón, cogió la mano de Marsha y la obligó a ponerse en pie. Atravesaron juntos el dormitorio y salieron al laboratorio principal.

VJ se había levantado de un salto y los seguía, llamando a gritos a los guardias para que los detuvieran.

Los dos hombres se levantaron del banco y le agarraron por los brazos, pero Víctor tuvo tiempo de empujar a Marsha hacia la escalera. Ella subió unos escalones y se detuvo para mirar atrás.

—¡Fuera! —gritó Víctor. Luego miró a los guardias—: El laboratorio se va a desintegrar en cuestión de segundos. Créanme.

Al contemplar su expresión, los guardias se lanzaron a la escalera, dejando atrás a Marsha.

—¡Esperen! —gritó VJ desde el centro de la sala. Pero la estampida había comenzado. Mary casi tropezó con él en su precipitación por alcanzar las escaleras.

—Confiaba en ti —dijo VJ, mirando furioso a su padre—. Creía que eras un hombre de ciencia. Quería ser como tú. ¡Guardias! —gritó—. ¡Guardias!

Pero todos habían huido con las mujeres.

VJ se dio la vuelta para contemplar el laboratorio principal y la sala de gestación.

En ese momento se oyó el ruido sordo de una explosión y todo el sótano se estremeció. Un rugido atronador se alzó entre las paredes, que empezaron a vibrar. VJ se precipitó hacia la escalera, pero Víctor extendió los brazos y lo agarró con fuerza.

—¿Qué estás haciendo? —gritó VJ—. ¡Suéltame! ¡Tenemos que salir!

—¡No! —dijo Víctor alzando la voz sobre el rugido—. ¡Tú y yo nos quedamos!

VJ trató de librarse de los brazos que lo sujetaban, pero Víctor lo agarraba con fuerza. Pensó irónicamente que a pesar de su incalculable poder mental, su hijo tenía el físico y la fuerza de un niño de diez años.

VJ se revolvía e intentaba darle patadas, pero Víctor lo cogió de las rodillas con una mano y lo hizo caer.

—¡Socorro! —grito VJ—. ¡Guardias!

Su voz fue ahogada por un ruido sordo y creciente que hizo estremecer los objetos de vidrio. Era como el comienzo de un terremoto.

Víctor fue hacia la tosca puerta que cubría la boca del desagüe.

Se detuvo a menos de dos metros de distancia y luego se volvió hacia su hijo, cuyos fríos ojos azules lo miraban desafiantes.

—Perdóname, VJ. —Pero no le pedía perdón por lo que acababa de hacer. No era eso lo que lamentaba, sino un experimento que había hecho diez años atrás, un experimento con el que había creado un ser dotado de enorme inteligencia, pero desprovisto de conciencia—. Adiós, Isaac.

En ese momento, centenares de toneladas de agua incontenible irrumpieron en la sala por la boca del desagüe. La vieja rueda de paletas giró enloquecida y por primera vez en muchos años giraron también los engranajes y accionaron las bielas. Por un instante sonaron las campanas del gran reloj de la torre. Pero en su avance enloquecido, el agua destruyó rápidamente todo lo que halló a su paso. En pocos minutos empezó a socavar los bloques de granito de los cimientos, y algunas de las vigas que sostenían el suelo de la planta baja cayeron al sótano. Diez minutos después de la explosión, la torre del reloj empezó a inclinarse hasta que por fin se derrumbó como a cámara lenta. El edificio y el laboratorio secreto quedaron reducidos a una masa de escombros sepultados bajo el agua.