Lunes por la mañana
Había un ambiente tenso a la hora del desayuno. Mientras se duchaba, Marsha tomó la resolución de actuar como si todo marchara con normalidad, pero en la práctica resultó imposible.
Cuando VJ bajó a desayunar, quince minutos más tarde de lo habitual, le dijo que se diera prisa porque iba a llegar tarde al colegio.
Sabía que era una provocación, pero no se pudo contener.
—Ahora que estáis al corriente de mis secretos —dijo VJ—, me parece absurdo ir a la escuela y fingir interés por las tareas de quinto grado.
—¿Pero no dices que es importante conservar el anonimato? —insistió Marsha.
VJ miró a su padre en busca de apoyo, pero Víctor tomaba tranquilamente el café. No quería meterse.
—A estas alturas, ir o dejar de ir a la escuela no va afectar mi anonimato —dijo fríamente.
—La ley dice que debes ir a la escuela.
—Hay leyes más importantes.
Marsha no esta dispuesta a enfrentarse sola con VJ.
—Bueno, aceptaré lo que decidáis tú y Víctor —dijo, y se fue a su trabajo sin esperar respuesta.
—Nos va a causar problemas —dijo VJ, cuando Marsha hubo salido.
—Debes darle tiempo. Quizá debieras hacer una concesión respecto al colegio.
—No me parece necesario. No me va a ayudar en mi trabajo. Al contrario, me va a retrasar. ¿No es importante obtener resultados?
—Sí, es importante pero no es lo único que importa. Bueno, ¿cómo piensas ir a «Chimera» hoy? ¿Quieres que te lleve?
—No, prefiero ir en bicicleta. ¿Le prestas la tuya a Philip?
—Claro. Iré a tu laboratorio a media mañana. Me faltan algunos detalles de la proteína de implantación para que nuestro departamento legal inicie los trámites de patente. Además, quiero conocer el resto del laboratorio y las nuevas instalaciones. —No mencionó el incidente con Ramírez.
—De acuerdo —dijo VJ—. Pero ten mucho cuidado. No quiero otras visitas.
Quince minutos más tarde, VJ se lanzaba a la carrera por la calle Stanhope, con la cabellera al viento. Philip lo seguía en la bicicleta de Víctor, y Pedro en su «Taunus».
Dijo que lo esperaran fuera mientras entraba en el Banco con sus alforjas. Afortunadamente, el señor Scott estaba ocupado con otro cliente, de manera que pudo bajar a la caja de seguridad para dejar el dinero sin tener que soportar su sermón.
El viaje de Víctor hasta el trabajo no fue tan alegre. Por más que trataba de pensar en otras cosas, una y otra vez volvían a su mente las palabras de Marsha: «Es una incidencia muy alta para tratarse de un cáncer tan raro. Lo contraen las personas que se cruzan en el camino de VJ». ¿Qué sucedería si Marsha se pusiera enferma? ¿Qué haría VJ si ella le causaba problemas?
A pesar de sus temores, el proyecto de la proteína de implantación despertaba su entusiasmo. Abordó con mejor buena voluntad que de costumbre las engorrosas tareas administrativas que se acumulaban todos los lunes. El trabajo rutinario le venía bien para evitar los pensamientos molestos. Colleen entró en su despacho con el habitual montón de llamadas telefónicas y de problemas que requerían su atención. Víctor dio un rápido vistazo a las notas con la esperanza de encontrar la pista de alguna conspiración contra el proyecto FDN, pero no encontró nada de interés.
Uno de los problemas a resolver, para su satisfacción, era el de los cargos contra Sharon Carver. Dijo a Colleen que informara a las partes que no los presentaría, a cambio de que ella desistiera de su absurdo juicio por discriminación sexual.
Finalmente, le pidió que le concertara una entrevista con Ronald Beekman para hacer frente a los problemas relacionados con el FDN. Si la entrevista resultaba tan estéril como imaginaba, hablaría con Hurst. Con toda seguridad, él era el culpable; al menos, Víctor así lo deseaba. Sobre todo, quería reunir pruebas concretas e irrefutables que le permitieran decirle a Marsha: «Lo ves, VJ no tuvo nada que ver».
Marsha no podía trabajar. Por más que se esforzaba, no conseguía mantener el nivel de concentración que requerían las sesiones de terapia. De pronto, y sin dar la menor explicación, le dijo a Jean que anulara el resto de visitas de la mañana. La secretaria accedió con evidente desagrado.
Atendió a los pacientes que ya se encontraban en la sala de espera, y después salió por la puerta de atrás en busca del coche.
Cogió por la carretera 495 hasta la 93 y enfiló hacia Boston. Pero no se detuvo en la ciudad. Cogió el acceso sudeste hasta Neponset y de allí siguió hasta Mattapan.
Puso sobre el asiento el papel en el que había anotado la dirección y buscó la empresa «Martínez». No resultaba un barrio atractivo. La mayoría de los edificios eran desvencijadas estructuras de madera de tres pisos; algunos habían quedado reducidos a meros cascos vacíos.
La dirección de Martínez resultó ser un gran almacén sin ventanas. Marsha se detuvo junto a la acera y bajó del coche. No había timbre en la puerta. Golpeó tímidamente, y al no obtener respuesta lo hizo con más fuerza, pero sin resultado.
Dio un paso atrás para estudiar la puerta y la fachada del edificio, pero entonces advirtió que alguien la miraba: un hombre de traje oscuro con corbata blanca, apoyado contra la esquina, a su izquierda. Sostenía un cigarrillo entre los dedos y la observaba con aire divertido. Al ver que ella lo había descubierto, le habló en español.
—No hablo español —dijo Marsha.
El hombre le preguntó qué quería, en buen inglés aunque con fuerte acento español.
Marsha dijo que buscaba a Orlando Martínez. Al principio el hombre no respondió. Dio una chupada al cigarrillo y lo arrojó a un charco.
—Venga conmigo —dijo por fin.
Marsha llegó a la esquina del edificio y echó un mirada al callejón lleno de basura. Estuvo a punto de salir corriendo hacia el coche, pero pudo más su afán de saber. Siguió al hombre hasta una puerta entreabierta, a media manzana de la esquina.
En el interior del edificio, tan ruinoso como el exterior, se percibía un aire húmedo y mohoso. Las paredes estaban sin revocar.
Del techo colgaban bombillas desnudas. Al fondo del sombrío almacén había una mesa de oficina rodeada de varios sillones desvencijados, en los que se sentaban unos diez hombres, vestidos todos ellos con trajes oscuros, como el hombre de la calle. El que ocupaba la mesa llevaba una camisa blanca con adornos de encaje, por fuera del pantalón.
—¿Qué quiere? —preguntó el hombre con acento también español, aunque no tan marcado.
—Quiero hablar con Orlando Martínez —dijo Marsha, acercándose a la mesa.
—¿Para qué?
—Estoy preocupada por mi hijo. Se llama VJ, y me he enterado de que tiene tratos con Orlando Martínez, de Mattapan.
Marsha oyó un murmullo de voces a su espalda. Echó una mirada rápida a los hombres sentados en los sillones y se volvió nuevamente hacia el de la mesa.
—¿Es usted Orlando Martínez?
—Tal vez.
Marsha lo estudió cuidadosamente. Tenía algo menos de cincuenta años. Era de tez morena, con ojos negros y cabello muy oscuro. Sus manos estaban cargadas de anillos y pulseras de oro, y en la camisa llevaba gemelos de diamante.
—Quiero saber qué clase de tratos tiene con mi hijo.
—Señora, escuche mi consejo. Si yo fuera usted, me iría a casa a disfrutar de la vida, en lugar de meterme en lo que no me importa. Así se evitan los problemas. —Levantó una mano para señalar a uno de los hombres—: José, acompaña a la señora hasta la puerta antes de que le pase algo malo.
José la cogió suavemente del brazo y la llevó hacia la puerta.
Ella giró la cabeza hacia Martínez, tratando de pensar en alguna respuesta, pero en todo caso hubiera sido inútil. Alcanzó a ver la cara de un hombre moreno sentado en uno de los sillones: Tenía un párpado caído. Era el mismo hombre que había visto en el laboratorio de VJ cuando lo visitó con Víctor.
José no dijo nada. La llevó a la puerta y se la cerró en la cara.
Marsha se la quedó mirando unos instantes, con una mezcla de desconcierto y alivio.
Volvió a la calle, subió al coche y lo puso en marcha. A media manzana vio a un policía. Detuvo el coche y bajó la ventanilla.
—Disculpe —dijo, y señaló el almacén—: ¿Tiene idea de lo que hay en ese edificio?
El agente se inclinó para ver mejor hacia dónde apuntaba el dedo de Marsha.
—Ah, ahí —dijo al enderezarse—. No estoy seguro, pero me han dicho que unos colombianos están instalando una tienda de muebles.
A la primera oportunidad, Víctor llamó a Chad Newhouse, director de seguridad, para preguntar quién era Ramírez.
—Es uno de nuestros agentes de seguridad —dijo Chad—. Lo contratamos hace varios años. ¿Ha habido algún problema con él?
—¿Lo contrataron por el procedimiento habitual?
—¿Es una broma, doctor Frank? —rio Chad—. Usted mismo lo contrató para ese grupo especial de espionaje industrial. Depende directamente de usted.
Víctor colgó el teléfono. No dejaría de hablar con VJ sobre Ramírez.
Concluidas las tareas administrativas, y una vez concertada la entrevista con Ronald para las once y cuarto, se dirigió al laboratorio de VJ. Antes de llegar se ocultó en la sombra de uno de los edificios abandonados para cerciorarse de que no lo seguían.
Entonces cruzó al edificio del reloj.
Bastó un golpe para que le abrieran la trampilla. Bajó rápidamente. Había varios guardias de seguridad con uniforme de la empresa, leyendo revistas o jugando a las cartas. VJ apareció por la puerta que Víctor había tratado de abrir la noche anterior, secándose las manos con una toalla. Su mirada era más intensa que de costumbre.
—¿Anoche viniste al laboratorio? —preguntó en tono perentorio.
—Así es…
—Pues no vuelvas a hacerlo —dijo VJ con severidad—. No lo hagas sin mi autorización, ¿entendido? Tengo derecho a que se respete mi intimidad.
Víctor lo miró, desconcertado. Había venido con la intención de regañarlo por el incidente, pero ahora resultaba que debía disculparse.
—Lo siento —dijo por fin—. No tenía intención de causar problemas. Sentía curiosidad por conocer el resto de las instalaciones.
—Ya las conocerás —dijo VJ en tono más cordial—. Pero antes quiero que conozcas el nuevo laboratorio.
—De acuerdo —dijo Víctor, aliviado porque el mal momento había pasado rápidamente.
Fueron al coche de Víctor, salieron de «Chimera» y cruzaron el puente sobre Merrimack. Por el camino le preguntó quién era Ramírez.
—Introduje varios nombres en la nómina de la empresa —dijo VJ—. Si te preocupa el gasto, piensa en los enormes beneficios que va a obtener «Chimera» con una pequeña inversión.
—No me preocupa el gasto —dijo Víctor. Lo que le preocupaba, aunque no lo dijo, era la facilidad con que VJ lograba sus propósitos.
VJ le indicó que se detuviera frente a una de las fábricas abandonadas junto al río. Bajó rápidamente del coche, ansioso por mostrarle el nuevo laboratorio a su padre.
El edificio se encontraba justo en la orilla del río. Desde allí se distinguía claramente la torre del reloj. Pero a diferencia de las otras, estas instalaciones eran ultramodernas en todo, incluso en la decoración. Ocupaban tres plantas, y le causaron una profunda impresión. En el sótano estaban las jaulas de los animales, los quirófanos, unos enormes fermentadores de acero inoxidable y un ciclotrón para la fabricación de sustancias radiactivas. En la primera planta había un escáner «NMR», un escáner «PET» y un laboratorio de microbiología. La segunda planta estaba ocupada por los laboratorios y los instrumentos necesarios para la manipulación y fabricación de genes. Y en la tercera y última planta se encontraban el ordenador central, la biblioteca y las oficinas administrativas.
—¿Qué te parece? —preguntó VJ con orgullo. Estaban en la sala de la planta superior. Numerosos obreros instalaban equipos, pintaban paredes, colocaban puertas y ventanas.
—Es tan asombroso como todo lo demás —dijo Víctor—. Pero todo esto ha costado una fortuna. ¿De dónde has sacado el dinero?
—Uno de mis proyectos colaterales es la fabricación de un producto de fácil comercialización, por medio de la tecnología del ADN recombinante. Como ves, es un éxito.
—¿Qué producto es? —preguntó Víctor con ansiedad.
—¡Secreto comercial! —dijo VJ, con una sonrisa.
Entreabrió una puerta y echó una mirada al interior.
—Y ahora, la última sorpresa del día. Quiero presentarte a alguien.
Abrió totalmente la puerta y lo invitó a pasar. Una mujer joven, sentada a una mesa de oficina, se levantó al verlo.
—¡Doctor Frank! ¡Qué agradable sorpresa!
Por un instante, Víctor no supo qué decir. Jamás se le había ocurrido que volvería a ver a Mary Millman, la madre sustituta que había llevado a VJ en su vientre.
El desconcierto de Víctor, parecía divertir a VJ.
—Me hacía falta una secretaria eficiente —explicó—, así que la traje de Detroit. Además, sentía curiosidad por conocer a la mujer que me dio a luz.
Víctor le estrechó la mano:
—Encantado de verla —dijo sin salir de su asombro.
—Igualmente —dijo Mary.
—Bueno, tengo que volver a mi laboratorio —dijo VJ con una sonrisa.
—Yo también tengo prisa —dijo Víctor, consultando el reloj.
La entrevista con Ronald Beekman fue una pérdida de tiempo.
Víctor intentó provocarlo para averiguar qué sabía sobre el proyecto FDN, pero Ronald se dio cuenta de que podría sacar ventaja de la situación y respondió con evasivas. Cuando Víctor le recordó sus amenazas de venganza de unos días atrás, Beekman dijo que había sido una expresión de enfado y que no tenía importancia. De manera que al salir del despacho, seguía tan confundido como al llegar.
En todo caso, Ronald había expresado gran interés por el proyecto de implantación y Víctor prometió presentarle un informe escrito lo antes posible.
Volvió a su despacho con la intención de concertar una entrevista con Hurst, aunque la perspectiva le resultaba desagradable.
—Robert Grimes ha llamado desde el laboratorio —dijo Colleen al verlo—. Dice que tiene algo muy interesante que comunicarle. Quiere que lo llame inmediatamente.
Víctor se sentó pesadamente detrás de su mesa. En otras circunstancias, esa llamada del jefe de laboratorio hubiera despertado su entusiasmo, porque hubiera significado un descubrimiento importante. Pero ahora tenía que ser algo muy distinto, relacionado con el trabajo especial que Víctor le había encargado, y la expresión «muy interesante» tenía otra connotación.
Al final decidió llamar, y mientras esperaba que Robert cogiera el teléfono, pensó en sus experimentos y en el escaso interés que tenían para él. VJ había resuelto casi todos los problemas. Se sentía humillado al pensar en la ventaja que le llevaba su hijo de diez años. Pero lo que harían juntos era otra cosa, pensó con emoción.
—¡Doctor Frank! —La voz de Robert al teléfono lo sacó de sus pensamientos—. Por fin lo encuentro. Bueno he terminado de analizar las secuencias del fragmento de ADN dé los tumores y quiero consultarle antes de reproducir la secuencia por medio de la recombinación. Me va a llevar mucho tiempo, pero es la única manera de determinar con exactitud qué es lo que codifica.
—¿Pero tiene alguna idea de lo que codifica? —preguntó Víctor con temor.
—Desde luego. Es una especie de polipéptido que actúa como factor de proliferación.
—Entonces no es un retrovirus —dijo Víctor con cierto alivio, pensando que eso descartaba la posibilidad de que fuera una partícula infecciosa, diseminada de manera artificial.
—No, estoy seguro de que no es un retrovirus —dijo Robert—. En realidad es una especie de gen artificial. Un gen «Chimera» —dijo riendo—. La secuencia incluye un agente promotor interno que yo mismo he usado en varias ocasiones; se saca del virus simiesco SVer0. Pero el resto del gen proviene de otro microorganismo, una bacteria o un virus.
Víctor no respondió.
—¿Doctor Frank? —dijo Robert, pensando que se había cortado la comunicación.
—Sí, le escucho —dijo Víctor—. ¿Está seguro de que es así como dice? —preguntó con voz temblorosa. Las implicaciones eran demasiado claras.
—Totalmente seguro. Yo también me quedé sorprendido, desde luego. Jamás había visto nada parecido. Lo primero que se me ocurrió fue que una especie de vector de ADN se había introducido en el torrente sanguíneo de estas personas. Pero era un mecanismo tan extraño que me dio qué pensar. La única posibilidad, en mi opinión, es que aparecieron membranas de glóbulos rojos en la sangre llenas de ese gen infeccioso. Al ser recogidas por las células de Kupffer, las partículas infecciosas se introdujeron en el genoma. Los nuevos genes transformaron los protooncogenes en oncogenes, y listo: cáncer de hígado. Pero esta hipótesis presenta un problema. ¿Sabe cuál?
—No, dígame.
—Esas membranas de eritrocitos sólo pudieron introducirse en el torrente sanguíneo a través de un medio —dijo Robert, inconsciente de la reacción que sus palabras le iban a producir—. Las inyectaron. Yo se que…
No pudo terminar la frase porque Víctor cortó la comunicación.
Las pruebas se acumulaban y eran irrefutables. No podía negar que David y Janice había muerto de cáncer de hígado provocado por un fragmento extraño de ADN que se había introducido en sus cromosomas. Lo mismo le había sucedido al profesor Pendleton. Los tres tenían una estrecha relación con VJ y VJ era un genio de la ciencia que contaba con un laboratorio ultramoderno y de los más completo.
Colleen se asomó por la puerta.
—Esperaba que terminara de hablar —dijo con una sonrisa—. Su esposa está aquí. ¿La hago pasar?
Víctor asintió. Se sentía abatido.
Marsha entró en el despacho y al cerrar la puerta con fuerza la corriente de aire agitó los papeles de la mesa. Fue directamente hacia él y lo miró a los ojos:
—Sé que preferirías no hacer nada —dijo—. Sé que no quieres contrariar a VJ y que estás emocionado con sus descubrimientos, pero ha llegado la hora de afrontar los hechos. Aquí hay un juego muy sucio. Escucha lo que acabo de descubrir. VJ tiene tratos con un grupo de colombianos que según dicen está instalando una tienda de muebles en Mattapan. He ido a verlos y la verdad es que parecen cualquier cosa menos vendedores de muebles.
Se calló de pronto. Víctor no reaccionaba.
—¿Víctor, me estás escuchando? —Su mirada parecía extraviada.
—Siéntate, Marsha. —Movió la cabeza lentamente, con mucha tristeza; después la cogió entre sus manos y apoyó los codos sobre la mesa. Se alisó el pelo con los dedos, se frotó la nuca y finalmente se la quedó mirando. Marsha se sentó frente a él.
Su pulso se aceleraba por momentos.
—Yo he descubierto algo mucho peor. Hace unos días conseguí muestras de los tumores de David y Janice y los hice analizar por Robert. Acaba de informarme que esos cánceres fueron provocados de manera artificial por un gen cancerígeno inyectado en el torrente sanguíneo.
Marsha se llevó las manos a la boca pero no pudo reprimir un grito de horror. Aunque lo que acababa de oír no hacía más que confirmar sus sospechas, el efecto era igualmente espantoso, sobre todo porque la noticia venía de Víctor, que se había resistido con todas sus fuerzas cada vez que ella le comunicaba sus temores. Se mordió el labio, agitada por la furia, la tristeza y el miedo.
—Sólo ha podido ser VJ —dijo en un susurro.
—¡Todavía no podemos asegurarlo! —exclamó Víctor con un violento puñetazo sobre la mesa que hizo volar algunos papeles.
—Todas estas personas tenían una relación estrecha con VJ —dijo Marsha como si leyera sus pensamientos de unos momentos antes—, y él quiso deshacerse de ellas.
Víctor movió la cabeza con resignación y tristeza. La culpa no era sólo de VJ, sino también suya. Con sus manipulaciones, había producido un genio. Pero en ningún momento se había detenido a pensar en las consecuencias de su creación. Si VJ había causado las muertes de David, Janice y el profesor, también Víctor tendría que responder a su conciencia.
Marsha vaciló antes de hablar, pero se sentía fortalecida por su propia convicción:
—Ante todo tenemos que averiguar qué hace VJ en ese laboratorio que no te ha enseñado.
Víctor dejó caer los brazos y se volvió hacia la ventana. Contemplo el edificio del reloj, sabiendo que allí se encontraba VJ.
Se volvió hacia Marsha.
—Vamos ahora mismo.