Domingo por la mañana
Marsha despertó sobresaltada a las cuatro y media de la mañana. No tenía la menor idea de qué la había despertado y por unos instantes contuvo la respiración para escuchar mejor los ruidos nocturnos de la casa. No oyó nada especial. Se acomodó mejor y trató de dormirse, pero no pudo. Cuando cerraba los ojos se le aparecían imágenes del misterioso laboratorio de VJ, combinación de lo antiguo y lo más moderno. Luego aparecía la extraña cara del hombre del párpado caído.
Apartó las sábanas y se sentó en el borde de la cama. Sigilosamente, para no despertar a Víctor, se puso las pantuflas y la bata, abrió la puerta del dormitorio y salió, cerrando la puerta a sus espaldas.
Cuando estuvo en el pasillo, no sabía a dónde ir. Echó a andar hacia el otro extremo del pasillo, como si una fuerza invisible la arrastrara al dormitorio de VJ. Observó que la puerta estaba entornada.
La abrió suavemente. Una suave luz de los faroles de la entrada penetraba por la ventana. VJ estaba profundamente dormido. Tendido de costado, su rostro estaba vuelto hacia ella. Su expresión era realmente angelical. ¿Qué tenía que ver ese niño con los siniestros sucesos de «Chimera»? No podía pensar en Janice ni en David, su primer hijo. Súbitamente apareció en su mente la visión de David en los últimos días de vida, con la piel amarillenta a causa de la enfermedad.
Marsha contuvo un grito de terror. Porque en su mente había aparecido una imagen horrible, en la que cogía una almohada y la aplastaba contra el rostro sereno de VJ hasta ahogarlo. Horrorizada, salió en silencio, huyendo de sí misma.
Se detuvo frente a la puerta del cuarto de huéspedes, temporalmente convertido en dormitorio de Philip. Abrió la puerta: la enorme cabeza del retrasado mental se destacaba sobre la blancura de la ropa de cama. Dudó un instante antes de entrar.
Se detuvo junto a la cama. El hombre roncaba profundamente y lanzaba un suave silbido al soltar el aliento. Marsha se inclinó sobre él y le sacudió el hombro.
—Philip —susurró—. ¡Philip!
Los ojillos de Philip parpadearon al abrirse. De pronto se sentó, asustado. Pero entonces reconoció a Marsha y le sonrió, mostrando sus enormes dientes cuadrados.
—Perdona que te despierte, pero quiero preguntarte una cosa.
—Bueno —dijo él, medio aturdido por el sueño. Se apoyó en un codo.
Marsha acercó una silla al borde de la cama y encendió la luz de la mesita de noche.
—Estoy muy contenta de que seas un buen amigo de VJ —dijo.
La cara de Philip se iluminó con una amplia sonrisa. Asintió.
—Lo has ayudado muchísimo para instalar el laboratorio.
Asintió otra vez.
—¿Quién más le ha ayudado?
Philip dejó de sonreír y sus ojos recorrieron nerviosos la habitación.
—Me dijo que no diga nada —respondió.
—Soy la mamá de VJ. A mí me lo puedes decir. Philip se movió, incómodo.
Marsha esperó unos instantes, pero Philip permaneció en silencio.
—¿Le ayudó el señor Gephardt?
Philip asintió.
—Pero después el señor Gephardt tuvo problemas. ¿Se enfadó mucho con VJ?
—¡Sí, se enfadó muchísimo! Y después VJ se enfadó y fue a hablar con el señor Martínez.
—¿Recuerdas el nombre del señor Martínez?
—Orlando.
—¿El señor Martínez también trabaja en «Chimera»?
Philip volvía a sentirse incómodo.
—No. El trabaja en Mattapan.
—¿Mattapan? ¿El pueblo al sur de Boston?
Philip asintió.
Marsha iba a hacerle más preguntas, pero de pronto se estremeció al sentir una presencia a sus espaldas y se giró sobresaltada. VJ la observaba desde la puerta, con las manos sobre el marco y la mirada furiosa.
—Creo que a Philip le iría bien dormir —dijo.
Marsha se levantó bruscamente. Iba a decir algo, pero no le salieron las palabras. Salió rápidamente y corrió hacia su cuarto.
Tendida en la cama, esperó aterrada la presencia de VJ en el cuarto. Le sobresaltaba el roce de las ramas del roble contra su ventana.
Pero VJ no apareció, y paulatinamente fue relajándose, aunque no conseguía dormir. Se preguntaba quién sería el misterioso Orlando Martínez. Luego pensó en Janice Fay. Pensó en David y como siempre, sintió que se le humedecían los ojos. Después pensó en el profesor Remington y en Pendleton. Recordó al maestro que había tratado de ganar la amistad de VJ y que había muerto. Se preguntó cuál habría sido la causa de su muerte.
Luego oyó la voz de Víctor, que la despertaba para decirle que salía con VJ.
—¿Qué hora es? —preguntó, mirando el reloj. Advirtió sorprendida que eran las nueve y media.
—Estabas tan dormida que no quise despertarte —dijo Víctor—. VJ y yo nos vamos al laboratorio. Me va a enseñar los detalles de la implantación. ¿No quieres acompañarnos? Tengo la impresión de que estamos ante algo muy, pero que muy importante.
Marsha dijo que no con la cabeza:
—Yo me quedo. Después ya me lo contarás todo.
—¿Estás segura? Si esto es lo que parece a primera vista, creo que te hará bien conocerlo. Así te sentirás mejor.
—Claro que sí —dijo Marsha, pero sin convicción.
Víctor le dio un beso en la frente.
—Tranquilízate. Todo resultar muy bien, ya lo verás.
Víctor bajó las escaleras a la planta baja, desbordante de entusiasmo. Si la implantación era efectiva, sorprendería a los directores en la reunión del miércoles.
—¿Mamá no viene? —preguntó VJ. Esperaba en la puerta, con el abrigo puesto. Philip estaba a su lado.
—No, pero esta mañana está más tranquila —dijo Víctor.
—Anoche se levantó para sonsacarle información a Philip. Esas son las cosas que me hacen sospechar de ella.
Cuando salieron, Marsha subió al estudio de la planta alta para consultar el listín telefónico de Boston. El apellido Martinez ocupaba varias páginas, y abundaban los Orlando Martínez. Pero sólo había uno en Mattapan. Cogió el teléfono y marcó el número.
Alguien atendió la llamada, pero cuando estaba a punto de hablar.
Marsha advirtió que era un contestador automático.
«El mensaje grabado indicaba que “Martínez Enterprises” atendía de lunes a viernes». Cortó la comunicación sin dejar mensaje.
Después consultó el listín y anotó la dirección.
Después de la ducha, desayunó dos huevos pasados por agua y una taza de café. Quince minutos más tarde entraba con el coche en «Pendleton Academy».
Era un día soleado y ventoso. El viento agitaba la superficie de los charcos formados por la lluvia de la víspera. Se veían muchos estudiantes saliendo de la capilla. La asistencia a misa era obligatoria. Marsha acercó el coche al pequeño edificio de estilo gótico y esperó. Buscaba al profesor Remington.
Las campanas de la torre dieron las once. Se abrieron las puertas y una multitud de chicos alegres salió al aire libre y al sol. Entre ellos había algunos maestros y el profesor Remington. Su perfil y su barba se destacaban entre la multitud.
Marsha bajó del coche a esperarlo. El director parecía ensimismado en sus pensamientos. Cuando se hallaba a unos tres metros, Marsha lo llamó y él se detuvo, sorprendido.
—¡Doctora Frank!
—Buenos días —dijo Marsha—. Espero no molestarlo.
—De ninguna manera. ¿Está preocupada por algo?
—En efecto. Quiero hacerle una pregunta que tal vez le parecer extraña. Espero que no le moleste. Usted me habló de un maestro que trató de hacerse amigo de VJ, y que murió ¿Podría decirme cuál fue la causa de su muerte?
—El pobre hombre murió de cáncer —dijo Remington.
—Me lo temía.
—¿Cómo dice?
—No me haga caso. ¿Sabe qué clase de cáncer?
—No, eso no lo sé, pero ya le dije que su esposa es una de nuestras profesoras. Se llama Stephanie. Stephanie Cavendish.
—¿Cree que me podrá recibir hoy?
—Me imagino que sí. Vive en un chalé junto a mi casa. Compartimos el jardín. Justamente iba para allí. Si quiere, tendré mucho gusto en presentarla.
Cruzaron juntos el patio del colegio.
—Mi otro hijo, David, ¿tuvo algún maestro que lo conociera bien?
—Casi todos lo querían mucho —dijo el profesor Remington—. Tanto los maestros como sus compañeros. Pero si tuviera que elegir, creo que Joe Arnold sería el más indicado. Es un profesor de historia muy querido por los niños. Se había hecho amigo de David.
El chalé parecía trasplantado de un distrito rural de Inglaterra. Con sus paredes muy blancas y un tejado que parecía hecho de paja, era una vivienda propia de un cuento de hadas. El profesor Remington llamó a la puerta y presentó a la señora Cavendish, una mujer esbelta y atractiva, aproximadamente de la edad de Marsha. Dirigía el departamento de educación física.
Invitó a Marsha a pasar, y el profesor Remington se excusó.
La señora Cavendish la invitó a pasar a la cocina y le ofreció una taza de té.
—Llámeme Stephanie —dijo—. Así que usted es la mamá de VJ.
Mi esposo era un gran admirador de su hijo. Realmente estaba maravillado de su inteligencia.
—Eso me ha dicho el profesor Remington.
—Le encantaba contar la anécdota de cómo VJ resolvió un problema de álgebra.
Marsha asintió, y dijo que conocía la historia.
—Pero Raymond pensaba que su hijo tenía problemas —prosiguió Stephanie—. Por eso trataba de que fuera menos introvertido.
Trataba de ayudarlo. Pensaba que VJ pasaba demasiado tiempo a solas y que podría desarrollar una tendencia suicida. Se preocupaba mucho por él. El problema no era de aprendizaje sino de relación.
Marsha asintió.
—¿Cómo está últimamente? Lo veo muy poco.
—La verdad es que tiene muy pocos amigos. Sigue siendo tan introvertido como siempre.
—Lamento oírselo decir —dijo Stephanie.
Marsha tomó aliento y se decidió:
—Espero que no se ofenda, pero quiero hacerle una pregunta personal. El profesor Remington me dijo que su esposo murió de cáncer. ¿Puedo preguntarle qué tipo de cáncer sufrió?
—Sí, no hay problema —dijo Stephanie con tristeza—. Estuve mucho tiempo sin poder hablar de ello. Ray murió de un tipo muy raro de cáncer hepático. Lo trataron en el hospital general en Boston. Los médicos que lo atendieron dijeron que sólo conocían uno o dos casos similares.
Aunque era lo que esperaba oír, la respuesta le cayó como una bomba. Era la confirmación de sus peores miedos.
Con mucho tacto puso fin a la conversación, pero antes consiguió que la señora Cavendish la presentara por teléfono a Joe Arnold.
El profesor de Historia no era el tipo estirado y pomposo que Marsha esperaba encontrar. Sus ojos pardos tenían una mirada de lo más cordial. Parecía más o menos de su misma edad. La cara morena de rasgos armoniosos, la mirada cálida y la ropa un tanto desaliñada configuraban una personalidad de lo más seductora. Sin duda era un excelente profesor, de los que transmiten su entusiasmo a los alumnos. No era de extrañar que David se sintiera atraído por él.
—Es un placer conocerla, señora Frank. Adelante, pase por favor. —La hizo pasar a un cuarto con estantes de libros en todas las paredes. Marsha echó una mirada complacida a su alrededor—. David pasó muchas tardes en este mismo cuarto.
Marsha sintió que estaban a punto de asomarle las lágrimas.
Pensó con tristeza que había muchas facetas desconocidas en la vida de David. Se dominó rápidamente.
Le dio las gracias por recibirla sin aviso previo, y fue directamente al grano. Le preguntó si David hablaba de su hermano VJ.
A veces —dijo Joe—. Dijo que tenía problemas con él desde el primer día que trajeron a VJ del hospital. Al principio me pareció una expresión de la rivalidad normal que existe entre hermanos, pero con el tiempo tuve la sensación de que había algo más. Sin embargo, David nunca quería hablar de ello. Tenía una relación muy estrecha conmigo, pero jamás conseguí que me hablara con franqueza sobre ese tema.
—¿Nunca le dijo concretamente qué sentía por su hermano, o cuál era el problema?
—Bueno, una vez dijo que le tenía miedo.
—¿Le dijo por qué?
—Mi impresión es que VJ lo había amenazado —dijo Joe—. Esto es más o menos lo que me dijo. Sé que las relaciones entre hermanos suelen ser problemáticas, sobre todo a esa edad. Pero para serle franco, tenía una sensación extraña. David parecía muy asustado. No hablaba de su hermano porque le tenía miedo. Al final insistí para que viera a la psicóloga del colegio.
—¿Lo hizo? —preguntó. No estaba enterada de ello. Era una cosa más de la que se sentía culpable.
—Ya lo creo —replicó Joe—. No iba a quedarme con los brazos cruzados. David era muy especial… —Se interrumpió, bruscamente emocionado—. Perdóneme —dijo después de una pausa. Marsha asintió, conmovida por esa muestra de emoción.
—¿La psicóloga sigue en la escuela? —preguntó.
—Por supuesto —dijo Joe—. Madeline Zinnzer es una institución en este colegio. Lleva trabajando aquí más años que nadie.
Gracias a los buenos oficios de Joe Arnold, Madeline Zinnzer la invitó a su casa. Marsha le dio las gracias muy sinceramente.
—No se merecen —dijo Joe, estrechándole la mano con fuerza—. Pase cuando quiera. Lo digo de veras.
Madeline Zinnzer tenía todo el aspecto de una verdadera institución. Era una mujer robusta, de unos noventa kilos cuanto menos. Tenía el pelo gris, corto y rizado. La hizo pasar a una sala cómoda y espaciosa, con un gran ventanal desde el que podía verse el patio central de la escuela.
—Esta es una de las ventajas de ser la decana del cuerpo de profesores —dijo al ver la mirada de admiración de Marsha—. Tengo la mejor vivienda.
—Perdone que la moleste en domingo.
—No tiene importancia.
—Quiero hacerle algunas preguntas sobre mis hijos.
—Ya me lo ha comentado Joe Arnold. La verdad es que no tengo un recuerdo de David tan profundo como Joe, pero he consultado mi archivo mientras la esperaba. ¿De qué se trata?
—David le dijo a Joe que VJ, su hermano menor, lo había amenazado, pero no quiso seguir hablando de eso. ¿Usted pudo averiguar algo más?
Madeline juntó las yemas de los dedos y se acomodó en su sillón.
—Hablé con David en varias ocasiones. Después de una larga conversación que tuve con él, llegué a la conclusión de que utilizaba el mecanismo de defensa llamado proyección. Es decir, David proyectaba sus propios sentimientos de hostilidad y rivalidad sobre VJ.
—Entonces, ¿no hubo una amenaza concreta?
—No es eso lo que he querido decir. Al parecer, sí hubo una amenaza concreta.
—¿Cuál fue?
—Cosas de niños. Parece que VJ tenía un escondite y David lo había descubierto, o algo así. No tenía importancia.
—¿Pudo haber sido un laboratorio en lugar de un escondite?
—Es posible —asintió la psicóloga—. Tal vez dijo que era un laboratorio, pero en el historial clínico escribí escondite.
—¿Habló alguna vez con VJ?
—Una vez —dijo Madeline—. Se me ocurrió que sería conveniente conocer la verdadera relación VJ se mostró sumamente franco. Dijo que su hermano David sentía celos de él desde el día que lo llevaron a casa desde el hospital. —La psicóloga añadió, sonriendo—: VJ me dijo que recordaba cuándo lo llevaron a casa después de su nacimiento. Me hizo mucha gracia.
—¿David no le dijo en qué consistía la amenaza?
—Sí, sí. David me dijo que VJ le había amenazado con matarlo.
De «Pendleton Academy», Marsha se dirigió a Boston. Por un lado se resistía a unir las piezas, pero por otro no podía dejar de hacerlo. Trataba de convencerse de que eran todos hechos circunstanciales, fruto de la casualidad, o carentes de importancia. Ya había perdido al hijo, pero de todos modos estaba decidida a seguir adelante hasta descubrir la verdad.
Marsha había estado como médico residente en el hospital general de Massachusetts, que durante un par de años se convirtió en su segundo hogar. Pero no estuvo en el departamento de psiquiatría sino en el de patología. La recibió el doctor Preston Gordon.
—Claro que sí —dijo el patólogo—. No ser fácil porque desconoce la fecha de nacimiento, pero hoy no tengo nada que hacer.
Fueron a una oficina del departamento de patología y se sentaron frente a una terminal del ordenador del hospital. Había varios Cavendish en el archivo, pero a través del año de fallecimiento averiguaron el número del historial clínico de Raymond Cavendish, de Boxford, Massachusetts.
—Aquí está el historial —dijo Preston. Pasó varias páginas—. Bueno, aquí tenemos la biopsia y el diagnóstico. Cáncer hepático de las células de Kupffer, de origen reticuloendotelial. Eso sí que es curioso. Nunca había visto nada semejante.
—¿Puede averiguar si hubo otros casos en el hospital?
Preston apretó una serie de teclas en el tablero, y minutos más tarde obtuvo la respuesta. Apareció un solo nombre en la pantalla.
—En este hospital sólo hubo otro caso —dijo—. Una tal Janice Fay.
Víctor sintonizó una emisora de radio del coche que transmitía música nostálgica de finales de los años cincuenta, cuando era estudiante de enseñanza media. Acompañaba las canciones, lleno de entusiasmo. Se sentía excitado y feliz después de haber pasado el día en el laboratorio secreto de su hijo, donde había conocido sus prodigiosos descubrimientos. Tal como había dicho VJ, era algo que superaba cualquier fantasía.
Enfiló hacia la casa cantando a todo pulmón Dulce Carolina junto a Neil Diamond. Abrió la puerta del garaje, metió el coche y esperó a que terminara la canción antes de apagar el motor. Finalmente salió, bordeando el coche de Marsha.
—¡Marsha! —gritó al entrar. Debía de estar en casa, ya que tenía el coche en el garaje, pero las luces estaban apagadas.
Iba a llamarla otra vez, pero entonces la vio, sentada en la penumbra de la sala.
—¿Estás aquí? —dijo.
—¿Y VJ? —preguntó ella con voz cansada.
—Ha preferido venir en bicicleta —dijo Víctor—. Pero no te preocupes, Pedro está con él.
—En todo caso, no estoy preocupada por VJ. Después de todo lo que he averiguado, me preocupa más el guardaespaldas.
Víctor encendió la luz pero Marsha se tapó los ojos.
—Por favor, no la enciendas todavía.
Apagó la luz y se sentó. Esperaba encontrarla de mejor humor que el día anterior, pero parecía que no era así. De todas maneras, inició un largo panegírico de la obra de VJ y de sus asombrosos descubrimientos. Dijo que la proteína de implantación era efectiva. Las pruebas eran irrefutables. Luego le habló de lo más importante: la solución del problema de la implantación contenía la clave de todo el proceso de diferenciación.
—Si no le obsesionara tanto la necesidad de mantener todo en secreto, podría aspirar al premio Nobel. Estoy convencido. Pero quiere que el mérito sea para mí y el beneficio económico para la empresa. ¿Qué te parece? ¿Crees que esto obedece a un trastorno de la personalidad? Yo diría más bien que es una gran muestra de generosidad.
Marsha no respondió, y Víctor ya no sabía qué decir. Tras unos minutos, ella rompió el silencio.
—Después de este gran día, lamento decirte que he averiguado cosas aterradoras sobre VJ.
Víctor desvió la mirada y se alisó el cabello con los dedos. No era esa la respuesta que esperaba.
—Había un profesor en «Pendleton Academy» que hacía grandes esfuerzos por ganarse la confianza de VJ. Murió hace unos años.
—Lo lamento mucho.
—Murió de cáncer.
—Bueno murió de cáncer —dijo Víctor, con el pulso acelerado.
—De cáncer hepático.
—Ah, ¿sí? —No le gustaba el cariz que iba tomando la conversación.
—Del mismo tipo de cáncer que mató a David y Janice.
Se hizo un silencio tenso en medio del cual el ruido del motor de la nevera parecía atronador. Víctor no quería escuchar más.
Quería hablar sobre la tecnología de la implantación y de cómo beneficiaría a las parejas que eran infértiles porque sus cigotos no se implantaban.
—Es una incidencia muy alta para tratarse de un tipo de cáncer tan raro, ¿no te parece? —dijo Marsha—. Lo contraen las personas que se cruzan en el camino de VJ. He hablado con la esposa del señor Cavendish. Mejor dicho, con su viuda. Una excelente persona. Es profesora en «Pendleton». Y también he hablado con un profesor llamado Arnold, que era muy amigo de David. VJ había amenazado a David, Víctor, ¿lo sabías?
—¡Por Dios, Marsha! Es cosa de niños. Si supieras lo que le dije a mi hermano mayor el día que derribó una casa de nieve que yo había construido…
—VJ dijo que lo iba a matar, Víctor. Y no fue en el curso de una discusión. —Estaba al borde del llanto—. ¡Abre los ojos de una vez, Víctor!
—¡Bueno, basta, no quiero escuchar una palabra más! —replicó él, furioso—. Al menos por ahora.
Aún seguía deslumbrado por lo que había visto en el laboratorio, pero no conseguía liberarse de la idea de que el genio de su hijo tenía una cara oculta. Tiempo atrás había tenido sus sospechas, pero las había justificado con facilidad. VJ era un niño perfecto. Y ahora Marsha expresaba las mismas sospechas y las fundamentaba con argumentos que en conjunto configuraban un cuadro espantoso. El muchachito que había montado ese laboratorio, el genio que había desentrañado el proceso de implantación ¿era también el autor de hechos inconfesables? ¿Era el asesino de los dos niños, de Janice Fay y de su propio hermano? Víctor no podía afrontar semejante horror. Se negaba a considerarlo. Era imposible. Algún trabajador del laboratorio había matado a los dos niños. Las demás muertes eran pura coincidencia. Marsha exageraba, se había mostrado histérica desde la muerte de los niños.
Pero si sus temores eran justificados, ¿qué cabía hacer? ¿Podría seguir respaldando las experiencias científicas de VJ sin pensar en las consecuencias? Y si realmente VJ era un prodigio y a la vez un monstruo, ¿qué decir de su creador?
Marsha iba a proseguir la discusión, pero en ese momento llegó VJ. Entró como había hecho el domingo anterior, con las alforjas sobre el hombro, mirándolos como si supiera de qué estaban hablando, con aquellos ojos azules, más fríos que nunca. Marsha se estremeció. No podía sostener aquella mirada. Le daba miedo.
Víctor se paseaba por su estudio, mordisqueando un lápiz.
Reinaba el silencio en la casa. Todos dormían desde hacía varias horas. La velada había sido tensa, y Marsha se había encerrado temprano en el dormitorio, furiosa porque Víctor se negaba a seguir discutiendo el tema de VJ.
Tenía la intención de preparar un informe sobre el nuevo método de implantación para presentarlo en la reunión del miércoles, pero no se podía concentrar en el trabajo. Las palabras de Marsha lo habían perturbado. No podía dejar de pensar en ello. ¿Qué importancia tenía que VJ amenazara a David? Era cosa de niños.
Para colmo, se había descubierto un nuevo caso de ese extraño cáncer de hígado, y por otra parte no conseguía explicar lo de la porción extra de ADN en los tumores de David y Janice. Le había ocultado su descubrimiento a Marsha. Bastante sufría él. Si no podía ahorrarle el dolor de la espantosa verdad, al menos le ocultaría las pequeñas pruebas que se iban acumulando.
Por otra parte, Marsha le había preguntado qué sucedía en la parte del laboratorio que VJ aún no le había enseñado. El muchacho era lo suficientemente ingenioso, y contaba con el instrumental necesario como para realizar cualquier experimento biológico que quisiera. ¿Qué experimento estaba realizando, aparte del de la implantación? La visita al laboratorio había sido extensa y exhaustiva, pero Víctor tenía la sensación de que VJ no le había revelado todo.
—Tal vez podría darle un vistazo por mi cuenta —dijo Víctor en voz alta, arrojando el lápiz sobre la mesa. Eran las dos menos cuarto de la mañana, pero qué más daba.
Dejó una breve nota por si acaso Marsha o VJ bajaban a buscarlo. Cogió el abrigo y una linterna, sacó el coche del garaje y cerró la puerta con el control remoto. Al llegar al camino se detuvo y miró hacia atrás: no había luces encendidas; nadie se había despertado.
En la barrera de «Chimera», el guardia salió de la garita y le enfocó la cara con la linterna.
—Disculpe, doctor Frank —dijo, y corrió a abrirle.
Víctor le dio las gracias y se dirigió al edificio del laboratorio, donde aparcó. Tras asegurarse de que no lo seguían, se dirigió hacia el río. A pesar de la oscuridad, no encendió la linterna por temor a que lo vieran.
Cerca del río, el estruendo del agua era aún más ensordecedor que durante el día. Las ráfagas de viento en los callejones levantaban nubes de polvo que le obligaban a agachar la cabeza. Finalmente llego al edificio del reloj.
Vaciló un momento en la entrada. No tenía miedo a los fantasmas, pero la oscuridad y la desolación lo atemorizaron. De nuevo resistió la tentación de encender la linterna para evitar que el resplandor lo delatara.
Avanzó a tientas, midiendo cada paso. Cuando ya estaba cerca de la trampa, sintió un revoloteo de alas delante de la cara y soltó una exclamación, pero inmediatamente advirtió que sólo se trataba de palomas que pasaban allí la noche.
Tomó aliento y siguió avanzando. Tuvo una sensación de alivio al pisar la trampa, pero luego cayó en la cuenta de que no sabía abrirla. Buscó una ranura donde introducir los dedos, pero no la encontró.
No le quedaba más alternativa que encender la linterna en busca de algún objeto que le sirviera de palanca. Entre los escombros encontró una varilla de hierro, con la que consiguió abrir la trampa.
Bajó rápidamente unos escalones hasta que pudo cerrarla.
Luego encendió la linterna porque la oscuridad era total. Buscó los interruptores de la luz y los encontró al pie de la escalera.
Cuando la luz fluorescente bañó la sala, soltó un suspiro de alivio.
Decidió explorar una parte del laboratorio que VJ no le había enseñado y sobre la que le había respondido a las preguntas de Víctor con evasivas.
Pero no consiguió llegar. Cuando se hallaba a unos cinco metros se abrió la puerta del dormitorio y un perro guardián se abalanzó sobre él. Víctor dio un salto atrás, se protegió la cara con las manos y cerró los ojos esperando la acometida del animal.
Pero no se produjo. Abrió los ojos con cautela y vio que el perro estaba sujeto a una traílla sostenida por un guardia de seguridad de «Chimera».
—¡Gracias a Dios! —exclamó—. ¡Benditos los ojos que lo ven!
—¿Quién es usted? —preguntó el hombre con fuerte acento español.
—Víctor Frank. Soy uno de los directivos de la empresa. Me sorprende que no me haya reconocido. Además, soy el padre de VJ.
—Está bien —dijo el guardia, y el perro soltó un gruñido.
—¿Cómo se llama?
—Ramírez.
—No lo recuerdo. Pero créame que me alegro de verlo. Víctor se dirigió a la puerta, pero Ramírez lo cogió del brazo.
Sorprendido, miró la mano que lo retenía y luego los ojos del guardia.
—Ya le he dicho quién soy. Haga el favor de soltarme. —Trató de mostrase severo, pero era evidente que Ramírez dominaba la situación.
El perro gruñó de nuevo y avanzó hacia él, enseñando los dientes.
—Lo lamento —dijo Ramírez, aunque evidentemente no lo lamentaba—. Nadie puede atravesar esa puerta sin autorización de VJ.
No cabía la menor duda de que el hombre hablaba en serio.
Víctor se preguntó qué hacer para salir de aquella ridícula situación. —Tal vez deberíamos llamar a su jefe señor Ramírez— dijo.
—Este es el turno de medianoche —dijo Ramírez—. Yo soy el Jefe.
Se miraron a los ojos un instante, pero no había duda de que el hombre no iba a ceder, y además tenía el perro.
—¡Está bien! —exclamó, y Ramírez le soltó el brazo—. Me voy —dijo Víctor sin perder de vista al perro. Ya se ocuparía de Ramírez por la mañana. Hablaría con VJ.
Volvió directamente al coche y se fue. Pero antes se detuvo en la barrera y llamó al guardia.
—¿Desde cuándo trabaja Ramírez aquí?
—¿Ramírez? —preguntó el guardia—. No hay nadie que se llame Ramírez en el servicio de seguridad.