11

Sábado por la tarde

Víctor recuperó lentamente el sentido. Oyó ruidos sordos en medio de una bruma. Después descubrió que eran voces. Finalmente reconoció la voz de VJ. Gritaba furioso que Víctor era su padre.

—Lo siento —dijo una voz con fuerte acento español—. ¿Cómo iba a saberlo?

Víctor notó que lo sacudían. Le dolía la cabeza y esta a mareado. Se palpó suavemente la coronilla: tenía un chichón del tamaño de un pelota de golf.

—Papá —dijo VJ.

Abrió los ojos lentamente. El dolor de cabeza era intenso, pero disminuía rápidamente. Se encontró con los helados ojos azules de VJ Su hijo le sostenía los hombros. Había también otros rostros, todos cetrinos. Uno de ellos tenía una expresión siniestra y el párpado izquierdo caído.

Víctor cerró los ojos, apretó los dientes y se sentó. Estuvo a punto de caer debido al mareo, pero VJ lo sostuvo. Pasado e mareo, volvió a abrir los ojos y se palpó el chichón, tratando de recordar qué había sucedido.

—¿Te sientes mejor, papá? —preguntó VJ.

—Creo que sí —dijo Víctor. Miró a los extraños. Los tres vestían el uniforme de los guardias de seguridad de «Chimera», pero no los conocía. Detrás de ellos asomaba la cara de Philip, tímida y temerosa.

Al principio Víctor pensó que se hallaba en su laboratorio porque lo rodeaba el característico instrumental científico. A su lado vio uno de los instrumentos de aparición más reciente en el mercado: una unidad de cromatografía líquida para el análisis rápido de proteínas.

Pero el lugar no era su laboratorio. El escenario era una extraña combinación de tecnología punta con paredes de granito y mobiliario rústico de madera.

—¿Dónde estoy? —preguntó, frotándose los ojos con los nudillos de los índices.

—Donde no deberías estar —respondió VJ.

—¿Qué me ha pasado? —Trató de levantarse pero las piernas no lo sostenían. VJ lo contuvo.

—Descansa un poco. Me imagino que te habrás dado un golpe en la cabeza.

Estuvo a punto de responder que el golpe no había sido accidental, pero se limitó a palpar otra vez el gran chichón y se miró los dedos para ver si sangraba. El mareo se iba disipando y empezaba a pensar con claridad.

—¿Qué es eso de que estoy donde no debería estar? —preguntó, súbitamente consciente de la observación de VJ.

—Significa que no hubieras debido conocer mi laboratorio secreto hasta dentro de un mes o dos —dijo VJ—. Por lo menos hasta que estuviera en mis nuevas instalaciones, al otro lado del río.

Víctor parpadeó. Bruscamente recordó todo, incluso al hombre que había salido de las sombras para golpearlo. Miró el rostro sonriente de su hijo, y después dejó que sus ojos se pasearan por el insólito laboratorio. Era como si lo hubieran transportado a otro mundo, donde los ordenadores convivían con el granito tallado a mano.

—Bueno, dime dónde estamos.

—En el sótano del edificio del reloj —dijo VJ, y lo ayudó a levantarse. Extendió el brazo en un gesto que abarcó todo el lugar.

—Hemos cambiado el decorado de acuerdo con nuestras necesidades. ¿Qué te parece?

Víctor tragó saliva y se humedeció los labios. Miró a su hijo que sonreía con orgullo. Philip se restregaba las manos, nervioso.

Miró a los tres hombres que vestían uniforme de guardias de seguridad de «Chimera»: sudamericanos de piel morena y pelo negro. Después sus ojos recorrieron lentamente la enorme sala de techo alto. Jamás había visto cosa igual. Frente a él se abría la gran boca del desagüe. Del borde inferior chorreaba un hilillo de agua, verdosa de moho. La mayor parte de la abertura estaba tapada por una trampa tosca de madera. El gran canal que transportaba el agua había sido desmontado, y la madera empleada para construir la trampa, además de mesas de laboratorio y estanterías.

La sala medía unos veinte metros de ancho por treinta y cinco de largo. La rueda mayor, en posición vertical, no había sido desmontada. Se alzaba en el centro de la sala como una escultura moderna. Varios instrumentos estaban dispuestos en círculo a su alrededor.

En los dos extremos de la sala había puertas reforzadas con remaches metálicos. Las cuatro paredes eran de granito gris y el techo de madera, sostenido por grandes vigas descubiertas. Además de la gran rueda, todavía se conservaba la mayor parte del aparato mecánico de transmisión de la energía hidráulica. Las enormes barras y los engranajes estaban suspendidos de las vigas por medio de cables.

Una escalera de madera ascendía hacia el techo, pero terminaba en una trampa de madera.

—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó VJ, impaciente—. ¿Qué me dices de todo esto?

Víctor se puso en pie. Le temblaban las piernas.

—¿Dices que es tu laboratorio?

—Así es. No está mal, ¿verdad?

Se acercó tambaleante hacia el sintetizador de ADN y rozó el borde con un dedo. Era el modelo más reciente, mejor incluso que el de su laboratorio.

—¿De dónde ha venido todo este instrumental? —preguntó Víctor. Al otro lado de la rueda estaba instalado un microscopio electrónico.

—Digamos que lo tengo en préstamo —dijo VJ. Había seguido a su padre y contemplaba el sintetizador con embeleso.

Víctor se dio la vuelta y lo miró a los ojos.

—¿Son los instrumentos robados de «Chimera»?

—Robados, no —dijo VJ con una sonrisa maliciosa—. Digamos que fueron redistribuidos. Pertenecen a «Chimera» y se encuentran en terrenos de propiedad de la empresa. Mientras no salgan de aquí, no puedes decir que han sido robados.

Al dirigirse al siguiente instrumento —una compleja unidad de cromatografía—, Víctor trató de recobrarse. Le dolía la cabeza, sobre todo al caminar, y persistía el mareo, pero empezaba a creer que la causa de este no era el golpe recibido sino la insólita revelación de aquel mundo subterráneo. Era como un sueño, mejor dicho, como una pesadilla. Palpó suavemente una de las columnas de la unidad de cromatografía para asegurarse de que era real y se volvió hacia VJ, que lo seguía:

—Creo que me debes una explicación sobre todo esto.

—Cómo no —dijo VJ—. Pero vamos a las habitaciones, que estaremos más cómodos.

Bordearon la gran rueda y el microscopio electrónico, y se dirigieron al extremo de la sala. VJ abrió la puerta de la izquierda pero antes de pasar señaló la de la derecha:

—Ahí dentro hay más laboratorios. El espacio nunca alcanza. Antes de seguir a VJ, Víctor echó una mirada sobre su hombro. Philip los seguía, pero los guardias de seguridad no les prestaban la menor atención. Dos de ellos jugaban a las cartas sobre una mesa tosca.

Entraron en un cuarto que realmente parecía un dormitorio.

Sus ocupantes habían colgado alfombras de distintos colores y formas sobre las paredes de granito para conseguir un ambiente más cálido. Había una decena de catres con sábanas y mantas, y junto a la puerta una mesa redonda con seis sillas de lona. VJ lo invitó a sentarse.

Víctor apartó una silla de la mesa y se sentó. Philip ocupó otra, silla.

—¿Quieres tomar algo? ¿Chocolate caliente o té? —preguntó VJ, jugando a anfitrión—. Aquí tenemos de todo.

—Sólo quiero que me digas qué es todo esto.

VJ asintió.

—Como sabes, empecé a tener interés por lo que sucedía en tu laboratorio desde el primer día que me trajiste a «Chimera». El problema es que no me permitían tocar nada.

—Por supuesto —dijo Víctor—. Eras un niño muy pequeño.

—Pero no tenía la mente de un niño muy pequeño. Enseguida comprendí que sólo podría trabajar si contaba con un laboratorio propio. Al principio era muy reducido, pero fue creciendo a medida que incorporé nuevos instrumentos.

—¿Cuántos años tenías cuando empezaste?

—Eso fue hace unos siete años —dijo VJ—. Yo tenía tres. Fue muy fácil instalarlo, contando con los músculos de Philip. —Este sonrió complacido—. Al principio me instalé en el edificio que hay al lado de la cafetería —prosiguió—. Pero cuando me enteré de que pensaban utilizarlo, trasladamos todo hasta aquí, y desde entonces lo mantengo en secreto.

—¿Desde hace siete años?

—Más o menos —asintió VJ.

—¿Por qué lo has mantenido en secreto?

—Para poder trabajar en serio. Al verte trabajar en el laboratorio, me sentí fascinado por las posibilidades que ofrece la biología. Es la ciencia del futuro. Y tenía mis propias ideas sobre la manera de realizar la investigación.

—Pero hubieras podido trabajar en mi laboratorio —dijo Víctor.

—Imposible —dijo VJ, agitando la mano—. Soy demasiado joven. Nadie me hubiera permitido hacer lo que hice. Necesitaba libertad total para trabajar, sin restricciones ni normas de ningún tipo. Ni ayuda. Necesitaba espacio. Permíteme decirte que lo que he logrado supera todas tus fantasías. Desde hace un año estoy ansioso por mostrarte lo que he conseguido. Vas a alucinar.

—¿Has tenido éxito en tus experimentos? —preguntó Víctor, súbitamente interesado.

—Digamos mejor que algunos de mis descubrimientos significan saltos cualitativos en la historia de la biología. Trata de adivinar.

—Es imposible.

—Al contrario, es perfectamente posible, teniendo en cuenta que tú mismo has investigado uno de los proyectos.

—He estado trabajando en varias cosas a la vez —dijo Víctor.

—Mira, yo quiero que el mérito por todos los descubrimientos sea para ti. Así «Chimera» podrá patentarlos y ganar mucho dinero. No quiero que nadie se entere de mi participación.

—¿Cómo la carrera en la piscina?

VJ soltó una carcajada:

—Algo así. No quiero llamar la atención. Es mejor que nadie venga a husmear. La gente se vuelve muy curiosa cuando aparece un prodigio. No, es mejor que el mérito sea para ti y la patente de invención para «Chimera». Digamos que con eso pagaré por el uso del espacio y el instrumental.

—Cuéntame algo de tus descubrimientos.

—Para empezar, he resuelto el misterio de la implantación de un huevo fertilizado en un útero —dijo VJ con orgullo—. Con un cigoto normal, puedo garantizar la implantación en un cien por cien.

—¿Es una broma? —dijo Víctor.

—No es una broma —replicó VJ con fastidio—. La solución fue más sencilla y a la vez más compleja de lo que esperaba. Se trata de la yuxtaposición del cigoto con las células superficiales del útero, la cual inicia una comunicación química, que para la mayoría de la gente sería una especie de reacción como la que tiene lugar entre un antígeno y un anticuerpo. En esta reacción se produce un polipéptido que actúa como factor de proliferación arterial que da lugar a la implantación. He aislado ese factor y lo he producido en cantidad por medio de técnicas de ADN recombinante. Basta una inyección para garantizar en un cien por cien la implantación de un huevo fertilizado sano.

Para dar mayor credibilidad a su afirmación, VJ sacó un frasco de su bolsillo y lo puso sobre la mesa:

—Toma, es para ti. Quién sabe, tal vez ganarás el premio Nobel.

—Se echó a reír, y Philip se sintió contagiado por su risa.

Víctor cogió el frasco y contempló el contenido: un líquido viscoso, de color claro.

—Hay que verificarlo —dijo.

—Ya lo he verificado —dijo VJ—. He experimentado con animales y con seres humanos. Lo mismo da. Cien por cien de éxito.

Miro a su hijo, luego a Philip. Este sonrió tímidamente, inseguro de la reacción del hombre mayor. Víctor miró otra vez el frasco. Inmediatamente pudo apreciar el impacto científico y económico de semejante descubrimiento. Sería colosal, provocaría una revolución en las técnicas de fertilización in vitro. «Fertility Inc.» comercializaría el producto y pasaría a dominar el mercado mundial.

Víctor tomó aliento antes de preguntar:

—¿Estás seguro de que es efectivo con seres humanos?

—Totalmente. Ya he hecho los experimentos necesarios.

—¿Con quién?

—Con voluntarios, por supuesto —dijo VJ—. Pero ya tendremos tiempo de entrar en esos detalles.

¿Voluntarios? La cabeza le daba vueltas. ¿Acaso VJ no comprendía que no se podía experimentar a la ligera con seres humanos? Había problemas legales y éticos de por medio. Pero el potencial era enorme. ¿Y quién era él para juzgarlo? ¿Acaso ese muchacho prodigioso sentado frente a él no era producto de la ingeniería genética?

—Quiero ver el laboratorio otra vez —dijo Víctor.

VJ corrió a abrirle la puerta. Volvieron a la sala principal. Los jugadores de cartas discutían acaloradamente en español.

Víctor recorrió en círculo la sala, lentamente mientras estudiaba el instrumental. Era impresionante: le faltaban adjetivos para calificarlo. Su dolor de cabeza había dejado paso a una creciente excitación. Era difícil creer que su hijo de apenas diez años había creado todo aquello.

—¿Quién conoce este laboratorio? —preguntó, contemplando el microscopio electrónico. Su mano acarició las superficies curvas del instrumento.

—Philip y algunos guardias de seguridad —dijo VJ—. Y ahora tú.

Víctor se lo quedó mirando, y su hijo le sonrió satisfecho.

De pronto soltó una carcajada.

—¡Y pensar que todo esto sucedía en nuestras propias narices! —Meneó la cabeza mientras proseguía la inspección del instrumental científico. Acarició algunos aparatos con las yemas de los dedos—. ¿Estás seguro de que la implantación es eficaz? —preguntó. Por su mente ya rondaban algunos posibles nombres comerciales: Conceptol, Fertol.

—Totalmente. Y ese es sólo uno de mis descubrimientos. Hay muchos más. Algunos de mis hallazgos sobre el proceso de diferenciación y desarrollo celular van a significar una nueva era en la historia de la biología.

Víctor se detuvo y lo miró a los ojos:

—¿Qué sabe Marsha de todo esto?

—¡Nada! —respondió VJ con énfasis.

—Se va a alegrar —dijo Víctor con una sonrisa—. No sabes lo preocupada que está porque no juegas con otros chicos de tu edad.

—Bueno, no he tenido tiempo para dedicarme a los boy scouts —dijo VJ—. He tenido otras ocupaciones, como puedes ver.

—Ya lo creo —rio Víctor—. Pero va a ponerse muy contenta cuando lo sepa. Tendremos que decírselo y traerla aquí.

—No sé si es lo más conveniente —dijo VJ.

—Yo creo que sí —dijo Víctor—. Así estar tranquila y me libraré de sus sermones sobre tus supuestos problemas psicológicos.

—No quiero que nadie se entere de esto —dijo VJ—. Tú lo has descubierto por casualidad. Iba a revelártelo todo cuando me trasladara a mis nuevas instalaciones.

—¿Dónde están?

—Muy cerca de aquí. Iremos otro día.

—Marsha tiene que saberlo. Ha estado muy preocupada por ti. Yo me ocuparé de ella. No hablará con nadie.

—Es un riesgo. No creo que mis descubrimientos la impresionen tanto como a ti. La ciencia no la fascina tanto como a nosotros.

—Se quedará extasiada cuando sepa que eres un genio, y que has sido capaz de montar todo esto. Es increíble.

—Bueno, puede ser… —dijo VJ, indeciso.

—Confía en mí —dijo Víctor con entusiasmo.

—Bueno, tú la conoces mejor que yo. Espero que no te equivoques. Podría causarnos muchos problemas.

—Iré a buscarla ahora mismo —dijo Víctor. Evidentemente estaba muy inquieto.

—¿Cómo la traerás hasta aquí sin que nadie os vea?

—Hoy es sábado. Hay muy poca gente, sobre todo a estas horas.

—De acuerdo —dijo VJ con resignación.

Víctor se precipitó hacia la escalera:

—Vuelvo dentro de media hora. O de tres cuartos, como máximo. —Subió una decena de escalones y se detuvo: la escalera terminaba en el techo.

—¿Se sale por aquí? —preguntó.

—Empuja la trampa. Tiene un contrapeso.

Víctor subió lentamente hasta tocar las tablas con la mano.

Empujó hacia arriba y se quedó sorprendido al ver cómo se abría una trampa con toda facilidad. Echó una última mirada atrás, guiñó un ojo y después de salir dejó caer la trampa, que se cerró sin hacer ruido.

Luego corrió directamente hasta el coche, con el pulso acelerado por la excitación. Hacía años que no sentía una emoción tan grande.

Cuando regresó de sus dos desconcertantes visitas, Marsha se preparó una buena taza de té, y luego se sentó a la mesa de su estudio para tomarlo, tratando de tranquilizarse. Entonces oyó el coche de Víctor.

Poco después asomó por la puerta. No se había quitado la gabardina.

—¡Hola, tesoro!

«¿Tesoro? —pensó Marsha con desdén—. Hacía años que no usaba esta palabra».

—Ven aquí —dijo, pero se precipitó dentro.

Le cogió la mano con fuerza e intentó levantarla de la silla, pero ella se resistió.

—¿Qué te pasa?

—Quiero enseñarte una cosa —dijo, con una mirada risueña.

—¿Pero qué te pasa?

—¡Vamos de una vez! —dijo Víctor, y la cogió del brazo—. Tengo una sorpresa que te va a encantar.

—Y yo tengo otra sorpresa que no te va a encantar —dijo Marsha—. Siéntate. Es muy importante lo que quiero decirte.

—Lo mío es más importante.

—Lo dudo. Me he enterado de algunas cosas sobre VJ que no son precisamente tranquilizadoras.

—Precisamente de eso se trata —sonrió Víctor—. Porque yo me he enterado de algunas cosas de VJ que te van a tranquilizar de una vez. La cogió por el brazo e intentó sacarla de nuevo.

—¡Víctor! —exclamó Marsha, desasiéndose—. ¡Pareces un crío!

—¡Tus peores insultos son como caricias! —exclamó Víctor alegremente—. Marsha, hablemos en serio. Tengo algo importante que decirte que te va a alegrar muchísimo.

Marsha puso los brazos en jarras y separó las piernas para mantener el equilibrio.

—VJ no sólo nos ha mentido sobre la escuela. Acabo de enterarme de que nunca ha pasado la noche en casa de los Blakemore.

—¡Nunca!

—No me sorprende —dijo Víctor, pensando que realmente VJ tendría que haber pasado muchas horas en el laboratorio para hacer semejantes descubrimientos.

—¿No te sorprende? —exclamó Marsha, exasperada—. Ni siquiera son amigos. Al contrario, hace poco se pelearon y VJ le rompió la nariz.

—¡Está bien, está bien! —dijo Víctor, tratando de serenarse.

La cogió de los brazos y la miró a los ojos.

—Tranquilízate. Tenemos que hablar. Si vienes conmigo, verás el sitio donde VJ pasa casi todo su tiempo. Todo tendrá su explicación. ¿Vamos?

Marsha entrecerró los ojos. Al menos su tono era sincero.

—¿Adónde me llevas? —preguntó con suspicacia.

—Vamos al coche —dijo Víctor con entusiasmo—. Coge el abrigo.

—Espero que sepas lo que haces —dijo Marsha, saliendo del estudio. Se puso el abrigo y minutos más tarde iba en el coche que conducía Víctor a toda velocidad—. ¿Por qué corres tanto? —preguntó.

—Estoy impaciente por enseñártelo —dijo Víctor, y giró bruscamente—. ¡Y pensar que a los doce años yo estaba de lo más orgulloso porque tenía un escondite secreto en un árbol!

Marsha lo miró como si estuviera loco. Ultimamente su conducta era algo rara, pero esto lo superaba todo.

Cruzó el puente sobre el río Merrimack a toda velocidad y poco después llegó a «Chimera». Había cambiado el turno de guardia. El hombre de la barrera no era Fred.

Para mantener el secreto, Víctor aparcó en el lugar que tenía asignado, frente a la administración.

—Tenemos que andar un poco —dijo, ayudándola a bajar del coche. Caía la tarde cuando se aproximaron al río. Las callejas ya estaban sumidas en la oscuridad. Hacía mucho frío, casi cero grados. Víctor iba delante y de vez en cuando echaba una mirada sobre su hombro, como si temiera que lo siguieran. Marsha también miró atrás por curiosidad, pero el lugar estaba desierto. Se ajustó el abrigo, pero el frío que sentía no se debía sólo a la temperatura ambiente.

Víctor advirtió que caminaba más lentamente que antes y le cogió la mano. Habían salido de la zona habilitada. A cada lado se alzaban las moles de los edificios desiertos, amenazantes a la luz del crepúsculo.

—Víctor, ¿adónde me llevas?

—Ya estamos cerca.

Cuando llegaron a la gran entrada del edificio del reloj, Marsha se detuvo.

—No pensarás que voy a entrar ahí, ¿verdad? Alzó los ojos hacia la torre. Se sintió ligeramente mareada al ver pasar las nubes y bajó la vista.

—Por favor —dijo Víctor—. VJ está aquí. Créeme, te espera una sorpresa maravillosa.

Marsha miró el rostro emocionado de su esposo y después el lóbrego interior del edificio.

—Es una locura —dijo, pero se dejó llevar al interior, donde los envolvió la penumbra.

Se dirigieron cuidadosamente entre los escombros hacia el centro de la sala.

—Ya llegamos —dijo Víctor.

Acostumbrada ya a la oscuridad, Marsha alcanzó a ver las siluetas de algunos objetos en el suelo. A su izquierda, tras las aberturas de los ventanales, veía la luz reflejada en el agua del embalse. También llegaba el estruendo de la caída de agua. Al llegar a un rincón, Víctor le soltó la mano, se agachó y golpeó con los nudillos en el suelo. Marsha se sorprendió al ver que se levantaba una trampa y dejaba pasar una luz fluorescente.

—Mamá —dijo VJ—. Vamos, rápido.

Marsha bajó temerosa la escalera, seguida por Víctor, mientras VJ cerraba la trampa.

Marsha miró a su alrededor. Le parecía como si se encontrara en medio de una película de ciencia ficción. La desorientaba aquella extraña combinación de los engranajes oxidados, la gran rueda y las paredes de granito, con el instrumental de alta tecnología. Saludó a Philip con la mano, quien le devolvió el gesto. También saludó a los guardias de seguridad, pero ellos la miraron en silencio. Observó que uno de ellos tenía un párpado caído.

—¿No es asombroso? —preguntó Víctor—. ¿Habías visto alguna vez algo parecido?

Marsha se lo quedó mirando. Nunca lo había visto tan alterado.

—¿Qué es todo esto? —preguntó.

—El laboratorio de VJ.

Víctor le dio una breve explicación de las distintas instalaciones y le explicó también cómo VJ había montado el laboratorio sin despertar la menor sospecha: Incluso mencionó el descubrimiento de la proteína de implantación y el adelanto que supondría en el campo de la infertilidad.

—Ahora comprenderás por qué VJ no tiene tanta vida social como tú desearías —dijo para resumir—. Pasa las horas aquí, trabajando como un descosido. —Se echó a reír y una vez más paseó su mirada por la sala.

Marsha miró a VJ, que la observaba cauteloso, a la espera de su reacción. Frente a ella había un aparato enorme. No tenía la menor idea de qué podía ser.

—¿De dónde han salido todos estos instrumentos? —preguntó.

—Eso es lo más curioso —dijo Víctor—. Todo esto es propiedad de la empresa.

—¿Y cómo ha venido a parar aquí?

—Pues, supongo… —Se interrumpió, volviéndose hacia VJ—: ¿Cómo has traído todo esto hasta aquí?

—He contado con la ayuda de varias personas —dijo VJ vagamente—. Philip ha hecho el trabajo más duro. Hubo que desarmar algunos aparatos para volverlos a montar aquí. Utilizamos los antiguos túneles.

—¿Gephardt fue uno de los que te ayudaron? —preguntó Víctor con suspicacia.

—Así es —asintió VJ.

—¿Y cómo puede ser que te ayudara una persona como Gephardt? —preguntó Marsha.

—Pensó que era lo más prudente —dijo VJ enigmáticamente—. Yo había entrado en los programas del ordenador de «Chimera» y había descubierto que varias personas estafaban a la empresa. Cuando tuve esa información, pedí a esas personas que me ayudaran desde sus respectivos departamentos. Por supuesto que ninguna de ellas conocía a las demás ni sabía lo que estaba sucediendo. Por eso todo fue muy complicado, aunque sin problemas. Pero lo importante es que todo el instrumental pertenece a «Chimera». No he robado nada. Todo está aquí.

—Para mí, eso es chantaje —dijo Marsha.

—No amenacé a nadie —dijo VJ—. Simplemente les dije lo que sabía de ellos y después les pedí un favor.

—Me parece bastante ingenioso —dijo Víctor—. Pero me gustaría saber los nombres de los estafadores.

—Lo lamento —dijo VJ—. Tengo un acuerdo con esas personas. Además al peor de todos, el doctor Gephardt, ya lo había descubierto la inspección de impuestos. Y lo más irónico es que pensó que yo lo había denunciado.

—Ahora está claro —dijo Víctor de pronto—. Fue Gephardt quien lanzó el ladrillo y mató a la pobre Kissa.

—¡Pobre infeliz! —dijo VJ, moviendo la cabeza.

—¡Me quiero ir! —exclamó de pronto Marsha, para sorpresa de ambos.

—Pero hay mucho más que ver.

—Te creo —dijo Marsha—. Pero por hoy he visto suficiente. Me voy. —Miró a su esposo y a su hijo, y después echó una mirada a su alrededor. Más que incómoda, se sentía asustada.

—Hay una habitación… —dijo Víctor, señalando el extremo de la sala.

Marsha hizo caso omiso a sus palabras. Fue directamente a la escalera y empezó a subir.

—Ya te dije que era un error traerla aquí —susurró VJ.

Víctor le puso una mano sobre el hombro y le habló al oído:

—No te preocupes, yo me ocupo de ella—. Luego se dirigió a Marsha—: Espera, voy contigo.

Marsha subió sin detenerse, abrió la trampa y salió. Luego se dirigió hacia la salida, cruzando la amplia sala y tropezando con los escombros. El aire fresco fue como una bendición.

—¡Marsha, por el amor de Dios! —exclamó Víctor al alcanzarla—. ¿Adónde vas?

—¡A casa! —Se alejó con paso decidido. Víctor tuvo que correr para alcanzarla.

—¿Pero por qué?

Sin decir palabra, Marsha aceleró el paso y subió al coche.

—¿No quieres hablar conmigo? —preguntó al sentarse frente al volante.

Marsha apretó los labios y clavó la mirada en el parabrisas.

Volvieron en silencio.

Cuando estuvo en casa, Marsha se sirvió un vaso de vino blanco.

—Marsha —dijo Víctor rompiendo el silencio—, ¿por qué actúas así? Pensaba que te emocionarías tanto como yo, sobre todo porque andabas tan preocupada por su nivel de inteligencia. Es evidente que VJ está muy bien. Sigue siendo tan inteligente como siempre.

—A eso quería llegar, precisamente —replicó Marsha—. Es tan inteligente que me aterra. A juzgar por el laboratorio, es un genio, ¿no crees?

—Sí, es evidente —dijo Víctor—. Y me parece maravilloso.

—A mí no —respondió Marsha con brusquedad. Dejó el vaso de vino sobre la mesa—. Si sigue siendo un genio, entonces lo de la pérdida de inteligencia fue una simulación. Desde hace años no hace más que fingir. Y es tan inteligente que supo burlarse de mis tests psicológicos, salvo de la escala de validez. ¿No comprendes, Víctor? Su vida con nosotros es pura simulación. Una mentira gigantesca.

—Podría haber otra explicación —dijo Víctor—. Tal vez su inteligencia cayó y después rebotó.

—Le apliqué un test de inteligencia esta semana. Su coeficiente sigue siendo 130 desde los tres años y medio.

—Bueno, está bien —dijo Víctor con fastidio—. Lo que importa es que VJ está muy bien y no hay de qué preocuparse. Está más que bien. Ha sido capaz de montar ese laboratorio por su cuenta.

Su coeficiente debe de estar muy por encima de 130. Esto significa que mi proyecto FDN es un éxito incuestionable.

Marsha meneó la cabeza. Tanta miopía la dejaba atónita.

—¿Qué piensas que has creado con VJ y tus mutaciones y tus manipulaciones genéticas? —preguntó.

—Un niño normal, aunque de inteligencia superior —dijo Víctor sin vacilar.

—¿Qué más?

—¿Cómo, qué más? No comprendo.

—¿Qué me dices de la personalidad del sujeto?

—¿El sujeto? Marsha, se trata de VJ, de nuestro hijo.

—¿Qué me dices de su personalidad? —insistió Marsha.

—¡Al cuerno con la personalidad! El chico es un prodigio. Ha hecho descubrimientos importantísimos. Tiene algunos problemas emocionales, es cierto. ¿Pero quién no los tiene?

—Es un monstruo —dijo Marsha suavemente, con la voz quebrada. Se mordió los labios para no llorar, pero no pudo contener las lágrimas—. Has creado un monstruo, nunca te lo perdonaré.

—Confía en mí —dijo Víctor, exasperado.

—VJ es un bicho raro. Su inteligencia lo ha apartado de los demás. Es un solitario, y tan inteligente que no admite las restricciones sociales. Está por encima de todo y de todos.

—¿Ya has terminado? —preguntó Víctor.

—No, ahora me vas a escuchar —replicó ella, furiosa a pesar de la lágrimas—. ¿Qué me dices de los niños que tenían el mismo gen que VJ? ¿Por qué murieron?

—¿Y eso qué tiene que ver ahora?

—¿Y la muerte de David y Janice? —prosiguió, pasando por alto la pregunta de Víctor—. Hoy no me querías escuchar, pero iba a decirte que he estado en casa de los Fay. Según ellos, Janice estaba convencida de que VJ tuvo algo que ver con la muerte de David. Decía que era un demonio.

—Sí, recuerdo que decía estas idioteces antes de morir —dijo Víctor—. Se volvió una psicótica con manías religiosas. Al menos eso decías tú.

—Sí, pero después de visitar a los padres volví a pensar en lo que había sucedido. Janice estaba convencida de que la habían drogado y envenenado.

—¡Marsha! —exclamó Víctor. La tomó de los hombros y la sacudió—. Tranquilízate. No digas estupideces. David murió de cáncer de hígado, ¿no te acuerdas? Janice se volvió loca antes de morir. ¿Lo has olvidado? Se volvió una paranoica, probablemente a causa de una metástasis al cerebro. Además, no hay veneno en el mundo que pueda causar un cáncer de hígado. —Hablaba con convicción, pero tenía algunas dudas, sobre todo a raíz de las extrañas porciones de ADN descubiertas en las células tumorales de David y Janice—. Creo que esas muertes están relacionadas con problemas internos de la empresa. Alguien está al corriente del proyecto FDN y quiere desacreditarme. Por eso he contratado un guardaespaldas para VJ.

—¿Cuándo has llegado a esa conclusión? —preguntó Marsha después de beber un sorbo de vino.

Víctor se encogió de hombros:

—No recuerdo cuándo fue. Hace un par de días.

—O sea que tú también crees que esas muertes fueron intencionadas, que alguien asesinó a los dos niños —dijo Marsha, asustada de nuevo.

Había olvidado su decisión de no revelarle lo que había averiguado sobre el cefaloclor. Tragó saliva.

—¡Víctor! ¡Me estás ocultando algo!

Víctor bebió un sorbo de vino para ganar tiempo y echar una cortina de humo que ocultara la verdad. Pero no se le ocurrió nada. Y después de lo que había descubierto ese día, ya no importaba. Suspiró y le dijo lo que sabía.

—¡Dios mío! —exclamó Marsha—. ¿Estás seguro de que les dieron el cefaloclor en «Chimera»?

—No tengo la menor duda —dijo Víctor—. Sus vidas no tenían otro punto de contacto que la guardería de «Chimera»… Allí les dieron el cefaloclor.

—¿Pero quién pudo hacer semejante monstruosidad? —preguntó. Quería tener la seguridad de que VJ no tenía nada que ver en ello.

—Hurst o Ronald, no puede ser otro. Si me dieran a elegir, diría que fue Hurst. Pero mientras no tenga mejores pruebas, sólo puedo ponerle un guardaespaldas para estar seguro de que nadie va a intentar darle cefaloclor.

En ese momento se abrió la puerta y VJ, Philip y Pedro González irrumpieron en la cocina. Marsha no se dio la vuelta, pero Víctor se levantó de un salto:

—Qué tal, muchachos —exclamó con fingida alegría. Iba a presentar a Pedro, pero Marsha dijo que lo había conocido por la mañana.

—Ah, qué bien —dijo Víctor, frotándose las manos.

Marsha miró a VJ. El chico le devolvió la mirada con sus penetrantes ojos azules. Ella tuvo que apartar la suya. Sus propios pensamientos la aterraban. Además, sentía miedo cada vez que él estaba cerca.

—¿Por qué no os dais un chapuzón en la piscina? —dijo Víctor a VJ y Philip.

—Buena idea —dijo VJ, dirigiéndose con Philip a la escalera.

—Lo espero mañana por la mañana —dijo Víctor a Pedro.

—Sí, señor. Mañana a las seis estaré en mi coche frente a la puerta.

Víctor lo acompañó a la puerta y luego volvió a la cocina.

—Voy a hablar con VJ —dijo—. Le preguntaré sobre esa cuestión de su inteligencia. Tal vez su respuesta te tranquilice.

—Ya sé cuál ser su respuesta —dijo Marsha—. Pero pregúntale, si quieres.

Víctor subió la escalera rápidamente y entró en el cuarto de VJ. El muchacho miró a su padre, expectante. Por primera vez se sintió sobrecogido por su propia creación. Era un muchacho hermoso, y de un poder mental ilimitado. No sabía si sentirse orgulloso o celoso.

—Mamá no se siente tan fascinada por el laboratorio como tú —dijo VJ—. Me he dado cuenta.

—Ha sido una experiencia muy fuerte para ella.

—Me arrepiento de haberte permitido que se lo revelaras.

—No te preocupes —dijo Víctor—. Yo me ocuparé de ella. Pero hay algo que le preocupa desde hace años. Esa pérdida de inteligencia que sufriste a los tres años y medio, ¿fue real o fingida?

—Fingida, por supuesto —dijo VJ, cubriendo su cuerpo lampiño con un albornoz—. De lo contrario, no hubiera podido trabajar.

Como prodigio superinteligente no hubiera podido conservar el anonimato. Quería que me trataran como un chico normal y para eso tenía que parecer normal, o casi normal.

—¿No crees que me lo tendrías que haber dicho?

—¿Bromeas? Mamá y tú no dejabais de exhibirme. Constantemente. No hubiera podido convenceros.

—Tal vez tengas razón —admitió Víctor—. Durante un tiempo tus proezas eran el centro de nuestras vidas.

—¿Vienes a nadar con nosotros? —sonrió VJ—. Te dejaré ganar.

A Víctor se le escapó la risa:

—Gracias, pero prefiero bajar a hablar con Marsha, a ver si consigo tranquilizarla. Divertíos. —Fue hacia la puerta, pero se volvió antes de salir—: Mañana me gustaría conocer los detalles del trabajo de implantación.

—Estoy impaciente por enseñártelos —dijo VJ.

Víctor le dirigió una sonrisa y se dirigió a la escalera. Desde la cocina llegaba el olor de ajo, cebollas y pimientos fritos de la salsa para los fideos. Marsha estaba cocinando; era una buena señal.

Cocinar era para ella una forma de terapia instantánea. En su mente andaban todavía revueltos los descubrimientos del día y el estar ocupada era un medio para dejar de pensar en las consecuencias. Estaba concentrada en destapar una lata de salsa de tomate, y no prestó la menor atención a Víctor, que permanecía en silencio. Puso la mesa y descorchó una botella de chianti. Después se sentó en uno de los taburetes y se la quedó mirando.

—Tenías razón: la pérdida de su inteligencia fue una pura ficción.

—No me sorprende —dijo Marsha. Sacó lechuga, cebollas y pepinos para la ensalada.

—Pero tenía excelentes motivos —dijo, y repitió la prosaica explicación de VJ.

—Y piensas que esa explicación me hará sentir mejor, ¿no es así?

Víctor no respondió.

—Dime —insistió Marsha—, cuando hablaste con él, ¿le preguntaste sobre esos niños muertos y sobre David y Janice?

¡Claro que no! —exclamó Víctor, horrorizado sólo de pensarlo—. ¿Por qué iba a hacerlo?

—¿Y por qué no?

—Porque es absurdo.

—Voy a decirte por qué no se lo preguntaste: porque tienes miedo de saber la respuesta.

—Esa es otra estupidez. ¡Basta, por favor!

—Yo sí tengo miedo —dijo Marsha. Sentía de nuevo un nudo en la garganta.

—Te dejas llevar por tu imaginación. Escucha, sé que estás muy nerviosa por todo lo que ha sucedido hoy. Lo lamento. Pensé que te sentirías emocionada al conocer el laboratorio. Pero estoy seguro de que más adelante, cuando recuerdes este día, te reirás de tus propios temores. Si la implantación es efectiva, como él dice, entonces la carrera de VJ no tendrá límites.

—Me gustaría creerlo —dijo Marsha sin convicción.

—Sólo te pido que me prometas que no hablaras con nadie sobre todo esto. El laboratorio debe permanecer en secreto, por ahora.

—¿Con quién podría hablar de esto?

—Por ahora deja que yo me ocupe de VJ. Algún día nos va a dar grandes satisfacciones, ya lo verás.

Marsha sintió un escalofrío en la espalda y se estremeció.

—¿Hace frío en casa? —preguntó.

—Al contrario —dijo Víctor, mirando el termostato—. Yo diría que hace demasiado calor.