10

Sábado por la mañana

Aún persistían el viento y la lluvia cuando Víctor fue al garaje y sacó el coche. Había tomado el desayuno, se había duchado, afeitado y vestido, pero los demás seguían durmiendo. Dejó una nota diciendo que pasaría el día en el laboratorio y salió.

Pero en lugar de ir directamente al laboratorio, dobló hacia el Oeste, cogió la carretera 93 y siguió hacia el Sur hasta llegar a Boston. Allí cogió el Storrow Drive hasta la salida de Charles Street y el Ayuntamiento. Poco después dejaba el coche en la zona de aparcamiento del «Massachusetts General Hospital» y subía al departamento de Patología.

Era un sábado por la mañana y ninguno de los patólogos del departamento había llegado aún. Lo atendió una residente de segundo año llamada Ángela Cirone.

Víctor le dijo que le interesaba el caso de una paciente de cáncer, que había muerto hacía cuatro años.

—Lo lamento, no puede ser —dijo la residente—. No tenemos…

Víctor la interrumpió amablemente, le explicó que se trataba de un caso muy especial debido a que el tumor era muy poco frecuente.

—Eso es otra cosa.

Lo más difícil fue hallar el historial clínico, porque Víctor desconocía la fecha de nacimiento de Janice Fay, el dato de referencia más utilizado en los archivos hospitalarios. Pero la paciencia dio sus frutos y Ángela averiguó tanto el número del historial clínico como el del informe de Patología. Le dijo que se conservaba una muestra macroscópica.

—Pero no puedo darle nada —dijo Ángela después de tanto trabajo—. Uno de los patólogos está arriba, haciendo preparaciones.

Cuando termine, le preguntaré si me autoriza.

Pero Víctor le explicó que su hijo David había muerto del mismo tipo de cáncer, y que por eso le interesaban tanto las células cancerosas de Janice. Sabía ser seductor cuando se lo proponía, y no le costó mucho trabajo convencer a la joven residente.

—¿Qué cantidad necesita?

—Muy poco, un trozo pequeño.

—Bueno, creo que no habrá problema.

Quince minutos después, Víctor bajaba con un frasquito en una bolsa de papel «kraft». Podía haber esperado al patólogo, pero estaba impaciente por llegar al laboratorio. Salió del hospital y se dirigió directamente hacia el Norte.

Cuando llegó a «Chimera» llamó a «Able Protection», pero lo atendió el contestador automático —era sábado— y tuvo que dejar su nombre y número de teléfono. Después salió en busca de Robert, a quien encontró ocupado en el trabajo iniciado por él la noche anterior, de diferenciar el ADN tumoral del normal en la muestra del hígado de David.

—Me va a maldecir —dijo Víctor—, pero le traigo otra muestra. Quiero que analice el ADN.

—No se preocupe por mí —dijo Robert—. Me gusta este trabajo. Lo único que sucede es que me estoy atrasando en todo lo demás.

—Eso no es problema —dijo Víctor—. Por ahora, este proyecto tiene prioridad sobre todo lo demás.

Tomó las muestras de tejido de rata, las preparó para el microscopio y las tiñó. Mientras esperaba que se secaran, recibió la llamada de «Able Protection». Era el mismo hombre de voz grave que lo había atendido anteriormente.

—Ante todo, quiero expresarle mi satisfacción por la actuación del señor Norwell anoche.

—Muchas gracias —dijo el hombre.

—Le llamo además para pedir seguridad adicional. Pero se requiere una persona muy especial. Quiero que alguien esté con mi hijo VJ desde las 6 hasta las 18. Y eso significa que lo siga a todas partes sin perderlo de vista.

—No hay problema —dijo el hombre—. ¿Cuándo quiere que empiece?

—Lo antes posible. Esta misma mañana. Mi hijo está en casa.

No hay problema —repitió el hombre—. Tengo a la persona adecuada. Se llama Pedro González. Ahora mismo sale para allá.

Después de colgar, llamó a Marsha.

—¿Cómo te fuiste sin despertarme?

—Es que después de lo de anoche no pude dormir más. ¿VJ está en casa?

—Sí. Está durmiendo. Philip también.

—Acabo de contratar a un agente para que esté con él todo el día. Se llama Pedro González. Va para allá.

—¿Pero por qué? —preguntó Marsha, evidentemente muy sorprendida.

—Para tener la plena seguridad de que no corre peligro.

—Me estás ocultando algo —dijo Marsha secamente—. Estoy segura. Quiero que me lo digas.

—Sólo quiero tener la seguridad de que no corre peligro —repitió Víctor—. Ya hablaremos cuando vuelva a casa. Te lo prometo.

Víctor cortó la comunicación. No estaba dispuesto a confiar en Marsha. Al menos no iba a comunicarle sus sospechas sobre el asesinato de los niños, y de que VJ podría ser la próxima víctima si le suministraban cefaloclor. Pensando en ello, cogió las preparaciones de cerebro de rata y las examinó con el microscopio óptico. Tal como suponía, eran muy parecidas a las de los niños. No cabía por tanto la menor duda de que el cefaloclor era la causa de la muerte. Ahora se trataba de averiguar cómo lo habían ingerido.

Sacó las preparaciones del microscopio y se reunió con Robert.

Habían trabajado juntos durante tanto tiempo que Víctor podía ayudarlo sin una sola indicación.

Marsha se sirvió la segunda taza de café y contempló el cielo cubierto de nubes. El sábado no atendía en el consultorio, pero tenía pacientes en el hospital. Se preguntó si no estaba tomando el asunto del guardaespaldas para VJ demasiado a la ligera. La idea le parecía razonable y tranquilizadora a la vez. Pero el problema era que Víctor no era totalmente franco con ella.

Oyó ruido de pasos en la escalera: eran VJ y Philip. Saludaron a Marsha e inmediatamente se precipitaron a la nevera en busca de fresas y leche para mezclarlos con copos de maíz.

—¿Qué vais a hacer hoy? —preguntó Marsha cuando estuvieron sentados a la mesa.

—Vamos a ir al laboratorio —dijo VJ—. ¿Papá está allí?

—Sí. Pero pensaba que querías ir a Boston con Richie Blakemore.

—La cosa no ha resultado —dijo VJ. Se sirvió fresas y empujó el tazón hacia Philip.

—¡Qué lástima!

—No importa.

—Bueno, quiero hablar contigo. Ayer tuve una conversación con Valerie Maddox. ¿La recuerdas?

VJ dejó su cuchara sobre el plato.

—Esto no me gusta. Sí, la recuerdo. Es la psiquiatra que ocupa un consultorio encima del tuyo. Una señora que tiene la boca como si estuviera a punto de dar un beso.

Philip soltó una carcajada, lanzando leche y copos de maíz por todas partes. Se limpió la boca con las manos, avergonzado, pero sin dejar de reír. También VJ rio su propia gracia.

—No hables así —dijo Marsha—. Es una persona extraordinaria y una gran psiquiatra. Estuvimos hablando sobre ti.

—Esto me gusta cada vez menos —dijo VJ.

—Se ha ofrecido a hablar contigo. Me parece una buena idea.

Irías a verla dos veces por semana a la salida del colegio.

—¡Ay, mamá! —gimió VJ con una expresión de supremo disgusto.

—Quiero que lo pienses. Volveremos a hablar más adelante. Es algo que te beneficiar cuando seas un poco más grande.

—No tengo tiempo para tonterías —gruñó VJ, sacudiendo la cabeza.

Marsha no pudo contener la risa al escucharlo.

—De todas maneras, piénsalo —dijo—. Hay algo más. He hablado con tu padre. ¿No te ha dicho que está preocupado por tu seguridad? ¿Ha hablado contigo sobre eso?

—Sí, algo me dijo: que me cuide de Beekman y Hurst. Pero nunca los veo.

—Bueno, pero papá sigue preocupado. Te ha contratado un guardaespaldas para que esté contigo todo el día. Se llama Pedro y viene para aquí.

—¡Lo que me faltaba para acabar de volverme loco! —exclamó enfadado.

Después de visitar a los pacientes del hospital, Marsha salió en coche por la carretera 495 y enfiló hacia Lowell. Cogió la tercera salida y con ayuda de un plano que había dibujado en el recetario, siguió una serie de caminos vecinales hasta encontrar el número 714 de la calle Mapleleaf. Era una ruinosa casa estilo Victoriano pintada de gris con adornos blancos. Habían dividido el edificio en dos viviendas. La familia Fay ocupaba la planta alta.

Marsha llamó a la puerta y esperó.

Había telefoneado desde el hospital para que los Fay supieran que iría. Aunque la hija había sido su asistenta durante once años Marsha solo había conocido a los padres de Janice durante el funeral. Hacía cuatro años que la joven había muerto. Le pareció extraño estar allí, esperando que sus padres le abrieran la puerta.

Después de conocerla durante años, Marsha había llegado a la conclusión de que existían serios trastornos emocionales ocultos en la familia, pero no tenía la menor idea de su naturaleza. Janice jamás hablaba de su familia.

—Pase, por favor —dijo la señora Fay al abrir la puerta. Era una mujer canosa de aspecto agradable pero frágil. Tendría algo más de sesenta años. Marsha advirtió que evitaba mirarla de frente.

El interior de la casa era mucho más desagradable que el exterior. Los muebles eran viejos y desvencijados, pero lo peor de todo era la suciedad. Las bolsas de basura desbordaban de latas de cerveza y restos de comida. En un rincón, cerca del techo, había una telaraña.

—Le diré a Harry que ha llegado.

Desde otro cuarto llegaban ruidos de un encuentro deportivo televisado. Marsha se sentó en el borde del sofá. No quería tocar nada.

—Vaya, vaya —dijo una voz ronca—. Ya era hora de que la señora doctora viniera a visitarnos.

Marsha se volvió. Un hombre alto y muy gordo, en camiseta, fue derecho hacia ella y le tendió una mano callosa. Llevaba el pelo muy corto, al estilo militar. En medio de la cara destacaba una gran nariz hinchada, con una red de capilares rotos a cada lado de las fosas.

—¿Quiere beber algo? ¿Le apetece una cerveza?

—No, gracias.

Harry Fay se dejó caer pesadamente en un sillón.

—¿A qué debemos el honor? —preguntó. Eructó ruidosamente y se disculpó.

—Quiero hacerles algunas preguntas sobre Janice.

—Espero que no le dijera mentiras sobre mí —dijo Harry—. He trabajado duro, toda mi vida. Soy camionero. He cruzado el país tantas veces que he perdido la cuenta.

—Me imagino que es un trabajo muy pesado —dijo Marsha.

Empezaba a arrepentirse de su visita.

—Desde luego.

—Lo que quería saber —dijo Marsha—, es si Janice les hablaba alguna vez de mis hijos, de David y VJ.

—Siempre hablaba de ellos —dijo Harry—. ¿Verdad, Mary?

Mary asintió en silencio.

—¿Nunca les comentó si sucedía algo fuera de lo común? —preguntó. Hubiera podido formular una pregunta más concreta, pero no quería orientar la conversación.

—¡Ya lo creo! —dijo Harry—. Antes de volverse loca y meterse en esa religión tan rara, dijo que VJ había matado a su hermano. Dijo que trató de advertírselo, pero que usted se negaba a escucharla.

—Janice nunca me dijo nada —dijo Marsha con las mejillas ardiendo—. Y quiero que sepa que mi David murió de cáncer.

—Bueno, eso no es lo que nos dijo Janice —replicó Harry—. Dijo que al chico lo envenenaron. Lo drogaron y lo envenenaron.

—Eso es totalmente absurdo —dijo Marsha.

—¿Qué diablos quiere decir?

Marsha tomó aliento y trató de serenarse. Comprendió que trataba de defender a su familia y a sí misma de las acusaciones de ese hombre insolente. Pero ese no era el motivo de su visita.

—Lo que quiero decir es que mi hijo David no pudo ser envenenado. Eso es imposible. Murió de cáncer, como su hija.

—Nosotros sólo sabemos lo que ella nos decía. ¿Verdad, Mary?

Mary asintió, sumisa.

—Le digo más —prosiguió Harry—. Janice nos dijo una vez que la habían drogado. Que no lo denunció porque sabía que no la creerían. Desde entonces empezó a cuidarse muchísimo en las comidas.

Marsha no respondió. Recordaba el cambio que se había producido en Janice. De la mañana a la noche se había vuelto sumamente delicada con las comidas. Nunca había comprendido las causas de ese cambio. Aparentemente se debía a sus fantasías de que la estaban drogando o envenenando.

—La verdad es que nunca creímos a Janice —confesó Harry—. Esos tipos religiosos le metían cosas raras en la cabeza. Llegó a decirnos que su otro hijo, VJ o como se llame, era un ser maligno.

Que era como el diablo.

—Le aseguro que nada de eso es verdad —dijo Marsha, se puso en pie. Estaba harta.

—Qué extraño que su hijo David y nuestra hija murieran del mismo tipo de cáncer —dijo Harry. Se levantó con gran esfuerzo y su cara se puso roja.

—Fue una casualidad —dijo Marsha—. En aquel momento nos preocupaba la idea de que se debiera a algún factor ambiental, pero hicieron un estudio exhaustivo de la casa y puedo asegurarles que sólo fue una trágica coincidencia.

—Un caso de mala suerte, diría yo —suspiró Harry.

—Muy mala suerte —dijo Marsha—. Y la muerte de Janice fue para nosotros un golpe tan duro como la de nuestro hijo.

Era una buena chica —dijo Harry—. La queríamos mucho.

Pero era muy mentirosa. Decía muchas mentiras de mí.

—A nosotros jamás nos habló de usted —dijo Marsha. Le estrechó la mano secamente y salió.

—¿Seguro que no le molesta? —preguntó Víctor a Louis Kaspwicz. Había llamado al técnico a su casa para consultarle sobre el problema del disco duro de su PC.

—No, en absoluto —dijo Louis—. Si la capacidad del disco está agotada, eso significa que todo el espacio disponible está ocupado.

No puede haber otra explicación.

—Pero he consultado el directorio —dijo Víctor—. Sólo aparecen los archivos operativos.

—Tiene que haber más archivos —dijo Louis—. Créame.

—No me gustaría estropearle la tarde del sábado por una estupidez.

—No hay problema, doctor Frank. Es más, ya estaba aburrido de estar en casa. Ahora tengo una excusa para salir.

—Se lo agradezco.

—Dígame cómo puedo llegar a su casa.

Víctor le dio las indicaciones necesarias. Luego fue al laboratorio principal para decirle a Robert que se iba, pero que volvería más tarde. Le preguntó a qué hora se iría a casa. El técnico le dijo que su esposa lo esperaba a las seis, o sea que se iría a las cinco y media.

Cuando Víctor llegó a casa, Louis ya estaba esperándolo.

—Lamento haberlo hecho esperar —dijo Víctor mientras sacaba las llaves.

—No tiene importancia —sonrió Louis—. Qué casa tan bonita —añadió mientras se restregaba los zapatos en la alfombrilla.

—Gracias. —Lo condujo directamente al cuarto donde tenía su ordenador personal «Wang»—. Aquí está —dijo, mientras lo encendía.

Louis echó una rápida mirada al ordenador, luego puso su maletín sobre la mesa y lo abrió. Tenía una colección impresionante de instrumentos electrónicos, todos envueltos en gomaespuma.

Se sentó frente a la pantalla y esperó a que apareciera el menú.

Luego realizó la misma operación que había efectuado Víctor por la mañana. El resultado fue el mismo.

—Tiene razón —dijo Louis—. No queda mucho espacio en este Winchestero.

Abrió el fuelle bajo la tapa de su maletín, de donde sacó un diskette blando que insertó en la ranura.

—Afortunadamente tengo un dispositivo especial para encontrar archivos secretos.

—¿Qué son los archivos secretos? —preguntó Víctor.

—Se pueden almacenar archivos sin que aparezcan en el directorio —dijo Louis sin apartar la vista de la pantalla ni dejar de manipular el ordenador.

Como por arte de magia, la pantalla se llenó de datos.

—Ahí está —dijo Louis. Se puso a un lado para que pudiera ver la pantalla—. ¿Usted entiende de qué se trata?

—Sí —dijo Víctor, estudiando la información—. Las letras representan los nucleótidos de la molécula de ADN. —Ocupaban la pantalla una serie de columnas verticales con las letras AT, TA, GC y CG—. La A representa la adenina, la T pirimidina, la G guanina y la C citosina.

Louis pasó a la página siguiente. Seguían las listas. Pasó un par de páginas más. Las listas eran interminables.

—¿Qué significa esto? —preguntó Louis mientras pasaban las páginas.

—Es una molécula de ADN o una secuencia de genes —dijo Víctor. Sus ojos saltaban de una lista a otra como si mirara un partido de ping-pong.

—¿Podemos pasar a otro archivo? —preguntó Louis.

Víctor asintió.

Louis tecleó sobre el tablero. Apareció otro archivo, similar al primero.

—Estas listas podrían ocupar todo el disco —dijo Louis—. ¿Está seguro de que no lo grabó usted?

—Estoy seguro —dijo Víctor secamente. Sabía que Louis ardía en deseos de preguntar de dónde había salido tanta información y quién había accedido al directorio principal de «Chimera» la noche anterior, pero afortunadamente el técnico sabía dominar su curiosidad.

Durante media hora recorrió una serie de archivos, todos parecidos al primero. Parecía como una biblioteca de moléculas de ADN. De pronto se produjo un cambio.

—A ver, a ver —dijo Louis, interrumpiendo su tecleo con el que pasaba de un archivo secreto a otro. En la pantalla había aparecido un expediente personal—. Sé qué es esto porque lo formateé. Es el expediente de un empleado de «Chimera».

Miró a Víctor, que lo escuchaba en silencio. Pasó al archivo siguiente. Era el expediente de George Gephardt.

Esto lo sacaron directamente del directorio principal —dijo Louis. Los dieciocho archivos siguientes eran otros tantos expedientes. Después apareció una serie de archivos contables—. Esto no sé qué es —dijo Louis, y miró a Víctor—. ¿Usted sí?

Víctor negó con la cabeza. No salía de su estupor.

Louis volvió a la pantalla.

—En todo caso, representa muchísimo dinero. Tiene una presentación bastante ingeniosa. Me pregunto qué clase de programa habrán usado. Me gustaría obtener una copia.

Pasaron varias páginas de cantidades de contabilidad, y luego apareció el archivo siguiente. Era una cartera de acciones de varias empresas pequeñas, que a su vez tenían acciones en «Chimera».

En conjunto representaba una buena parte del paquete de acciones de «Chimera» que no estaba en manos de los tres fundadores ni de sus familias.

—¿Y esto qué podría ser? —preguntó Louis.

—No tengo ni la menor idea —dijo Víctor. Sólo estaba seguro de que volvería a hablar con VJ sobre el uso del ordenador. Si la información aparecida en la pantalla era verídica, si no era un mero videojuego, aunque sumamente complejo, las implicaciones eran gravísimas. Y además faltaban los archivos de Hobbs y Murray.

—Volvamos al ADN —dijo Louis. Nuevamente la pantalla se había llenado de series de nucleótidos—. ¿Quiere ver más?

—No me parece necesario —dijo Víctor—. Por ahora es suficiente. ¿Puede dejarme el diskette? Se lo devolveré el lunes en «Chimera».

—No hay problema —replicó Louis—. Sólo es una copia. Quédese con él, yo tengo el original en casa.

Víctor lo acompañó a la puerta y se quedó allí hasta que el técnico se alejó en su furgoneta. Luego entró en la casa y se aseguró que VJ había salido. Llamó al hospital, pero le dijeron que Marsha no estaba.

Entonces se le ocurrió que podría llamar a «Able Protection».

Ellos sabrían dónde estaba su agente, y por tanto también VJ.

Pero en «Able Protection» lo atendió el contestador automático. Dejó su nombre y número de teléfono, y pidió que lo llamaran lo antes posible.

Durante media hora se paseó por el despacho. Estaba totalmente confundido por lo que acababa de descubrir.

Se sobresaltó cuando sonó el teléfono. Era la voz grave del hombre de la agencia. Víctor le preguntó si podía comunicarse con el agente que acompañaba a VJ.

—Todos nuestros empleados tienen un transmisor-receptor.

—Quiero saber dónde está mi hijo —dijo Víctor.

—Lo llamaré enseguida —dijo el hombre, y cortó. A los cinco minutos recibió su llamada.

—Su hijo se encuentra en «Chimera». Si quiere hablar con Pedro, está en la garita de la entrada.

Víctor le dio las gracias, colgó el auricular y bajó a recoger el abrigo. Minutos después, partía velozmente en su automóvil.

Víctor giró casi noventa grados y detuvo el coche a escasos centímetros de la entrada. Tamborileó impaciente sobre el volante a la espera de que levantaran la barrera blanca y negra. Pero el guardia salió de la garita y corrió hacia el coche, a pesar de la lluvia. Víctor bajó la ventanilla, sin ocultar su fastidio ante la espera.

—¡Buenas tardes, doctor Frank! —exclamó el guardia, llevando la mano a la visera de la gorra—. Si busca al agente de seguridad, está aquí, en la garita.

—¿El de «Able Protection»? —preguntó Víctor.

—Eso no lo sé. —Se enderezó y miró hacia la garita—. Oye, Pedro, ¿tú eres de «Able Protection»?

Un joven apuesto se asomó a la puerta. Tenía el pelo muy negro y un bigote fino. Era muy joven. Aparentaba unos veinte años.

—¿Quién pregunta por mí?

—Tu jefe, el doctor Frank.

Pedro se acercó al coche e introdujo la mano por la ventanilla.

—Encantado de conocerlo, doctor Frank. Pedro González, de «Able Protection».

Víctor le estrechó la mano de mala gana.

—Debería estar con mi hijo —dijo a bocajarro.

—Estaba con él, pero cuando llegamos dijo que dentro de la empresa estaba seguro, y que lo esperara en la garita de guardia.

—Pensaba que le habían dado órdenes claras de permanecer junto a él en todo momento.

—Sí, señor —dijo Pedro, dándose cuenta de que había cometido un error—. No volver a suceder. Su hijo me convenció de que era lo que usted quería. Lo siento.

—¿Dónde está?

—Está con Philip, pero no sé exactamente dónde. Lo que puedo asegurarle es que no han salido. No se preocupe por eso.

—No me preocupo por eso —dijo Víctor, furioso—. Lo que me preocupa es que he contratado los servicios de «Able Protection», para que cuiden a mi hijo y lo están haciendo.

—Lo siento —dijo Pedro.

Víctor miró al guardia.

—¿Está Sheldon?

—¡Oye, Sheldon! —gritó el guardia.

Sheldon se asomó a la puerta de la garita. Víctor le preguntó si sabía dónde estaba VJ.

—No. Pero cuando llegó, se fue con Philip hacia allí —dijo, señalando con el brazo.

—¿Hacia el río?

—Puede ser. Pero también puede ser que hayan ido a la cafetería.

—¿Quiere que le ayude a buscarlo?

Víctor negó con la cabeza y puso la primera.

—Espere aquí hasta que lo encuentre. —Se volvió hacia el guardia, que los escuchaba perplejo—. Y usted, dese prisa en levantar la barrera antes de que la derribe.

El guardia se apresuró a cumplir la orden.

Apretó el acelerador a fondo y entró a la zona de aparcamiento. No dejó el coche en el lugar que tenía reservado, sino directamente frente a la entrada del edificio donde estaba el laboratorio.

Había una señal de prohibido aparcar, pero no le hizo caso. Se alzó el cuello de la gabardina y corrió a la puerta.

Todos habían salido menos Robert. Atareado como siempre, trabajaba con la unidad de electroforesis, donde se separaban las porciones del ADN.

—¿No ha visto a VJ? —preguntó Víctor, sacudiendo el agua de la gabardina.

—No lo he visto —dijo Robert. Se frotó los ojos con las palmas de las manos—. Pero tengo algo que quiero enseñarle, —cogió dos filminas que presentaban idénticas bandas oscuras y se las tendió—. La segunda muestra tumoral tiene la misma alteración del ADN que la de su hijo, pero es de otra persona.

—Sí, era de su niñera, que vivía en casa —dijo Víctor—. ¿Está seguro que se trata de la misma alteración en los dos casos?

—Totalmente seguro.

—Es asombroso —dijo Víctor, olvidando a VJ por un instante.

—Ya me parecía que le iba a interesar —dijo Robert con satisfacción—. Es la clase de descubrimiento que buscaban los cancerólogos. Podría representar un avance cualitativo para la medicina.

—Hay que analizar la secuencia —dijo Víctor, impaciente—. Ahora mismo.

—Ya lo estoy haciendo. Lo dejaré pasar por electroforesis un poco más y después veremos qué descubre el ordenador.

—Si fuera un retrovirus o algo parecido… —Víctor dejó la frase en suspenso. Era un descubrimiento inesperado más en una lista que ya resultaba demasiado larga.

—Si ve a VJ, dígale que yo estoy buscando —dijo Víctor, al tiempo que salía del laboratorio.

En la cafetería, fue derecho al encargado.

—¿No ha visto a VJ?

—Ha venido a comer temprano con Philip y otro guardia.

—¿Qué otro guardia? —preguntó Víctor. Sheldon no había mencionado ese detalle. Pidió al encargado que lo llamara si veía a su hijo.

Había pocas personas en la biblioteca. Muchos estaban leyendo y otros parecían dormir. La bibliotecaria no había visto a VJ.

Tampoco lo habían visto en el gimnasio ni en la guardería. Nadie había visto a VJ en todo el día, salvo en la cafetería.

Buscó un paraguas en el coche y se dirigió a la orilla del río, aproximadamente a la altura del centro del complejo de «Chimera». Dobló hacia el Oeste, bordeando el muelle de granito. La empresa todavía no había utilizado los edificios que bordeaban el río, pero lo haría cuando llevara a cabo la expansión proyectada. Víctor había decidido trasladar su oficina administrativa a uno de ellos. Si querían obligarle a realizar tareas burocráticas, que le compensaran con una bonita vista desde su ventana.

Contemplaba el río mientras caminaba. Bajo la lluvia, el agua parecía aún más turbulenta que el día anterior. Levantó la vista y trató de ver la presa, pero la mole apenas aparecía esbozada detrás de la espesa bruma que se elevaba desde el salto de agua.

Al contemplar la hilera de edificios desiertos cayó en la cuenta de que había centenares de rincones donde un muchacho podía ocultarse a jugar. Era un paraíso para jugar al escondite, a buscar tesoros y a otros juegos. Pero para ello hacían falta varios niños.

VJ siempre andaba solo o en compañía de Philip.

Siguió por la orilla río arriba hasta llegar al ala voladiza del edificio del reloj, que se extendía sobre la presa y parte del embalse. Para seguir adelante, debería bordear el edificio y aproximarse al río por el lado oeste. Allí le cerraba el paso el desagüe del embalse, de tres metros de ancho, que terminaba en un túnel.

En la antigua fábrica, que funcionaba con energía hidráulica, el desagüe conducía el agua al sótano del edificio del reloj. Allí el torrente hacía girar unas ruedas enormes y la energía se transmitía a miles de telares y máquinas de coser, además del reloj de la torre.

Desde el borde del túnel, Víctor inspeccionó el desagüe. Un hilillo de agua caía sobre los escombros, en su mayoría botellas rotas y latas de cerveza. Observó el punto de unión del desagüe con el río torrencial. El flujo de agua era regulado por dos pesadas compuertas de acero. Todo el dispositivo estaba corroído por el óxido. Víctor se preguntó cómo era posible que aún resistiera la tremenda presión del agua. El nivel del río llegaba casi al borde superior de las compuertas.

Bordeó el desagüe para proseguir su camino. Había dejado de llover. Cerró el paraguas. Finalmente llegó al último edificio de «Chimera», que también se extendía sobre el río con vigas voladizas. Más allá había una calle. Víctor se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos.

Esta vez no llamó a VJ. Miró a su alrededor y aguzó el oído.

Finalmente volvió al sector habilitado del complejo, pasando por el edificio del reloj. Se detuvo en el laboratorio a preguntar por VJ, pero Robert no lo había visto.

Confundido, sin saber qué hacer, volvió a la cafetería.

—No lo he visto —dijo el encargado, anticipándose a la pregunta.

—Ya me lo imaginaba —dijo Víctor—. Sólo he venido a tomar café.

El frío y la humedad le habían calado hasta los huesos durante la caminata junto al río, y después de la tormenta la temperatura aún había bajado más.

Reconfortado por el café, se puso la gabardina húmeda, le dijo al encargado que no dejara de llamarlo al laboratorio si veía a VJ y se dirigió a la garita de guardia. El ambiente era agradablemente cálido, aunque lleno de humo de tabaco. Pedro estaba haciendo un solitario, y al verlo se puso inmediatamente de pie. Sheldon también se levantó de su asiento.

—¿Han visto a mi hijo?

—He hablado con Hal hace dos minutos —dijo Sheldon—. Le he preguntado pero me ha dicho que no lo ha visto en todo el día.

—En la cafetería me han dicho que VJ ha comido con uno de ustedes —dijo Víctor—. ¿Por qué no me lo dijeron?

—¡Yo no he comido con VJ! —exclamó Sheldon, llevándose la palma de la mano al pecho—. Hal tampoco. Hemos comido juntos lo que trajimos de casa. ¡Oye, Fred!

Fred se asomó a la garita desde el sitio donde vigilaba la entrada y movía las barreras. Sheldon le preguntó si había comido con VJ.

—Yo, no —respondió. Vivo cerca y como en casa.

Sheldon se encogió de hombros y miró a Víctor.

—Hoy sólo estamos nosotros tres.

—Pero el encargado me dijo… —Se interrumpió. No tenía sentido ponerse a discutir quién había comido con quién. Lo importante era descubrir el paradero del chico. Más que curiosidad, empezaba a sentir preocupación. Marsha se preguntaba, como él ahora, en qué se ocupaba VJ cuando pasaba el día en «Chimera».

Hasta ese momento, Víctor no se había detenido a pensar en ello.

Salió del despacho y se dirigió al laboratorio. Ya no sabía dónde seguir buscándolo.

—Ha llamado el encargado de la cafetería —dijo Robert al verlo—. VJ está allí.

Víctor lo llamó desde el teléfono más cercano.

—Aquí está —dijo el encargado.

—¿Solo?

—No, con Philip.

—¿Le ha dicho que lo estoy buscando?

—No. Usted me dijo que le avisara, pero no me dejó ningún recado para él.

—Perfecto —dijo Víctor—. No le diga nada. Voy para allá.

Cruzó la zona de aparcamiento hasta el edificio de la cafetería, donde también se encontraba la biblioteca, pero no se dirigió a la puerta principal sino a una entrada lateral. Desde allí subió a la planta alta, donde podía dominar la cafetería desde un balcón. Al inclinarse sobre la barandilla vio a VJ y Philip, sentados a una mesa y comiendo helados.

Se apartó de la barandilla para que no lo vieran y esperó a que terminaran con los helados. Poco después se levantaron para llevar las bandejas al mostrador. Cuando salían, Víctor bajó la escalera, pegado a la pared para que no pudieran verlo. Oyó el ruido de la puerta al cerrarse y se precipitó hacia allí, desde donde pudo ver que se dirigían hacia el río.

—¿Sucede algo malo? —preguntó el encargado.

—No, no pasa nada —dijo Víctor, enderezándose con aire despreocupado. No le interesaba lo más mínimo dar lugar a chismorreos—. Sólo tengo curiosidad por saber adónde se mete mi hijo.

Le he dicho mil veces que no se acerque al río cuando está crecido, pero es como hablarle a la pared.

—Los niños son así —dijo con una sonrisa el encargado.

Salió de la cafetería justo cuando ellos doblaban a la derecha más allá del laboratorio. No cabía duda de que iban hacia el río.

Se dirigió a grandes zancadas hasta el lugar donde habían girado a la derecha y alcanzó a verlos unos cincuenta metros más adelante.

Los vio llegar a la orilla del río, girar a la izquierda y desaparecer de vista. Inmediatamente echó a correr hacia allí.

Al llegar, vio que VJ y Philip se dirigían al edificio del reloj.

Subieron los escalones frente al edificio desierto y desaparecieron por la entrada.

«¿Qué diablos hacen ahí dentro?», se preguntó Víctor. Ocultándose lo más posible, se acercó a la entrada y se detuvo a escuchar. No se oía más ruido que el estruendo del salto de agua.

Totalmente perplejo, entró en el edificio y esperó a que sus ojos se adaptaran a la escasa luz. Entonces vio precisamente lo que cabía esperar en un edificio abandonado: escombros esparcidos por el suelo.

La planta baja era una gran sala con vistas al embalse. Los cristales de las ventanas hacía años que estaban rotos. Ni siquiera quedaban los marcos. La basura y los restos de comida amontonados en el centro eran testimonio de los vagabundos que habían utilizado el lugar como refugio antes de que «Chimera» comprara y cercara el complejo. El aire estaba impregnado de olor a madera podrida y cartones viejos.

Víctor se dirigió sigilosamente al centro de la sala y aguzó el oído, pero el estruendo del torrente era aún más ensordecedor dentro que fuera. No se distinguían otros ruidos.

En el lado opuesto al río había entradas a una serie de cuartos pequeños. Víctor se asomó sucesivamente a cada uno. Sólo encontró escombros. En cada extremo y en el centro de la sala había escaleras que conducían a las dos plantas superiores. Víctor subió lentamente la escalera central y recorrió el laberinto de salitas que daban a un largo pasillo. Tampoco había nada, aparte de la basura y los escombros.

Desconcertado, bajó a la planta principal. Desde una de las ventanas contempló el río, la presa, el embalse y el desagüe seco, con las compuertas oxidadas.

De pronto recordó que el edificio del reloj se comunicaba con los demás edificios por medio de un complejo sistema de túneles que distribuían la energía mecánica de las ruedas. Evidentemente, VJ había descubierto el laberinto y en ese momento no se hallaba en el edificio del reloj.

Bruscamente se giró, sobresaltado. Le pareció haber oído un ruido por encima del estruendo del agua, o tal vez se lo había parecido; no estaba seguro. Su mirada recorrió la sala, pero no había nadie allí, y de nuevo no oyó otro ruido que el de las aguas del río.

Fue de una escalera a la otra en busca de la bajada al sótano, pero no pudo encontrarla por más que se esforzó. No había escaleras que bajaran. Se asomó por una ventana en busca de una entrada exterior, pero no vio nada. Aparentemente, no había manera de bajar al sótano.

Víctor salió del edificio y volvió al sector habilitado del complejo para dirigirse a la oficina de arquitectura. Abrió la puerta con su llave maestra y encendió las luces. De un enorme armario metálico sacó los planos arquitectónicos de todas las construcciones existentes en el terreno. Buscó el edificio de la torre en el plano general y con esa referencia encontró después los planos correspondientes.

El primero era justamente del sótano. Mostraba el punto en el que el agua entraba en el edificio. Dentro del sótano, un gran canal revestido de madera conducía el agua a una serie de ruedas de paleta, algunas de eje vertical y otras horizontal. El sótano en sí constaba de una sala central, la de las ruedas, y una serie de salitas laterales, de una de las cuales nacía el sistema de túneles.

Después estudió el plano de la planta principal e inmediatamente encontró la escalera de bajada al sótano. Estaba a la derecha de la escalera ascendente central: era inconcebible que no la hubiera visto.

A fin de asegurarse, hizo copias reducidas en la fotocopiadora de los planos del sótano y de la planta principal y volvió con ellos al edificio del reloj, decidido a explorar la parte inferior.

Pisando con cuidado en medio de los escombros, se acercó a la escalera central, se detuvo frente al hueco y miró a la derecha.

Luego, consultó el plano para asegurarse de que estaba en el lugar indicado. Pero algo estaba mal. No había escaleras que condujeran al sótano. Miró al otro lado por si acaso había algún error en los planos, pero tampoco descubrió ninguna escalera.

Al volver al lugar donde, de acuerdo con el plano, debía estar la escalera descendente, Víctor advirtió que justamente ese espacio estaba libre de los escombros desparramados por todo el resto de la sala. El hecho le llamó la atención. Al inclinarse para estudiar el suelo, vio que las tablas eran más anchas que en el resto del lugar, y que la madera no era tan vieja.

Se sobresaltó al oír un ruido a sus espaldas. Se dio la vuelta pero no vio nada. Su intuición le decía sin embargo que alguien se ocultaba en la penumbra y estaba muy cerca de él. Aterrado, escudriñó la gran sala. De nuevo escuchó un ruido o una vibración.

No había duda de que era un paso. Giró rápidamente pero ya era tarde. Alcanzó a ver una silueta que empuñaba un objeto sobre su cabeza. Levantó las manos para defenderse, pero el golpe fue terrible. Su mente se hundió en un pozo negro.

Al salir de Lowell, Marsha se detuvo en una estación de servicio con teléfono público y llamó a los Blakemore. Se sentía incómoda, pero logró hacerse invitar. Tardó media hora en llegar a la casa, situada en Plum Island Road 479, West Boxford.

Había dejado de llover, pero al abrir la portezuela del coche lamentó no haber traído el abrigo. La temperatura descendía rápidamente.

La casa de los Blakemore era un edificio de aspecto acogedor al estilo de la costa atlántica de Massachusetts. Las ventanas eran de dos hojas y con marco blanco. Delante de la entrada había una glorieta enrejada de madera. Marsha subió los escalones y llamó a la puerta.

La abrió una mujer menuda, de la edad de Marsha. Llevaba el pelo recortado y con las puntas vueltas hacia arriba.

—Adelante —dijo, mirándola con curiosidad—. Soy Edith Blakemore.

La mirada sorprendida de la mujer le hizo preguntarse si había algo raro en su aspecto. Pensó que tendría los dientes manchados por la fruta que acababa de comer, y se pasó la lengua para limpiarlos.

El interior de la casa era tan hermoso como el exterior. Los muebles eran de estilo americano antiguo, con sofás tapizados en zaraza y sillas con apoyabrazos. Algunas pequeñas alfombras cubrían el suelo de pino.

—Permítame el abrigo —dijo Edith—. ¿Le apetece tomar un café o un té?

—Un té, gracias —dijo Marsha. Fueron juntas a la sala.

Un hombre que leía el periódico sentado junto al hogar se levantó al verla y extendió la mano.

—Carl Blakemore mucho gusto —dijo. Era un hombre alto, de piel correosa y rasgos pronunciados.

Marsha le estrechó la mano.

—Siéntese, póngase cómoda —dijo, indicándole el sofá. Luego volvió a su asiento junto al hogar, dejó el periódico en el suelo y sonrió cordialmente. Edith fue a la cocina.

—Bonito tiempo, ¿verdad? —dijo Carl para iniciar la conversación.

Desde el primer momento, Marsha se sentía incómoda en aquel lugar. La habían recibido cordialmente, pero como si tuvieran que esforzarse en hacerlo. No sabía a qué atribuirlo.

Entró un muchacho en la sala. Tenía la edad de VJ, pero era más alto y robusto, con pelo castaño y ojos pardos. Tenía un gran parecido con su padre. Su aire no era amistoso, pero le tendió la mano como un caballero y dijo «hola».

—Tú eres Richie, ¿verdad? —dijo Marsha al estrecharle la mano—. Soy la mamá de VJ. Me ha hablado mucho de ti. —No era cierto, pero convenía exagerar un poco.

—¿De verdad? —preguntó el chico con extrañeza.

—Sí —dijo Marsha—. Y por eso tenía muchas ganas de conocerte. ¿No te gustaría venir a casa? VJ ya te habrá dicho que tenemos una piscina cubierta.

—VJ nunca me ha dicho nada de la piscina —dijo Richie. Se sentó junto al hogar y la miró fijamente. Marsha se sentía cada vez más incómoda.

—No comprendo por qué no lo ha hecho —dijo. Miró a Carl y sonrió—. A veces los chicos son tan difíciles de entender…

—Eso parece —dijo Carl.

Se hizo un silencio molesto y Marsha se preguntó qué diablos sucedía.

—¿Leche o limón? —preguntó Edith al entrar con la bandeja.

La dejó sobre la mesita del té.

—Limón, por favor —dijo Marsha. Sostuvo la taza mientras Edith le servía, y luego le echó unas gotas de limón. Al acomodarse nuevamente en el sofá, advirtió que los demás no bebían nada. La miraban fijamente.

—¿Nadie me acompaña? —preguntó, incómoda.

—No, ya hemos tomado —dijo Edith.

Marsha bebió un sorbo. Estaba muy caliente, de manera que dejo la taza sobre la mesita. Carraspeó.

—Lamento molestarlos —dijo, nerviosa.

—No, por favor —dijo Edith—. Estábamos en casa y no teníamos nada que hacer.

—Hace tiempo que quería conocerlos —dijo Marsha—. Han sido tan amables con VJ, que me gustaría devolverles el favor.

—¿A qué se refiere? —preguntó Edith.

—Bueno, por ejemplo me gustaría que Richie viniera a casa a pasar la noche. Si él quiere, desde luego. ¿Te gustaría venir a mí casa?

El niño se encogió de hombros.

—¿Y por qué quiere invitar a Richie a pasar la noche en su casa? —pregunto Carl.

—Bueno, para devolverles el favor —dijo Marsha—. Ya que VJ ha pasado tantas noches aquí, me parece lógico que Richie venga de vez en cuando a nuestra casa.

Carl y Edith intercambiaron una mirada significativa.

—Su hijo nunca ha pasado la noche aquí —dijo Edith – No se ofenda, pero la verdad es que no tengo idea de lo que está hablando.

Marsha se los quedó mirando, sumida en una creciente confusión.

—¿VJ nunca ha pasado la noche aquí?

—Nunca —corroboró Carl.

—¿Y el domingo pasado? —preguntó mirando a Richie—. ¿No estuvo VJ contigo?

—No —dijo Richie, negando con la cabeza.

—Bueno, entonces les pido disculpas por robarles tanto tiempo —dijo Marsha, y se puso en pie. Edith y Carl la imitaron.

—Pensábamos que su visita se debía a la pelea —dijo Carl.

—Parece que VJ y nuestro hijo tuvieron un pequeño enfrentamiento. Tuvimos que llevar a Richie al dispensario. Tenía la nariz fracturada.

—Lo lamento mucho —dijo Marsha—. Hablaré con VJ.

Se despidió de los Blakemore con toda la amabilidad de que fue capaz y abandonó la casa. Estaba furiosa. ¡Claro que hablaría con VJ! La situación era mucho peor de lo que había imaginado. ¿Cómo podía ser tan ciega? Su hijo parecía llevar una vida aparte completamente distinta de la que representaba. Tanta frialdad y serenidad para mentir no era normal. ¿Qué podría sucederle?