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19 de marzo de 1989

Domingo al atardecer

Las largas sombras de los arces despojados de sus hojas que bordeaban la entrada, se extendían sobre el patio empedrado de guijarros que separaba la gran mansión de estilo colonial del granero. Al atardecer se había levantado el viento, y las sombras se agitaban suavemente como telarañas gigantescas. Aunque según el calendario faltaban pocos días para la primavera, el invierno reinaba todavía en North Andover, Massachusetts.

Frente al fregadero de la gran cocina campestre, Marsha contemplaba el jardín a la luz del crepúsculo. La distrajo un destello en el camino de entrada: era VJ, que volvía a casa en bicicleta.

Por un instante sintió un nudo en la garganta. Desde la muerte de David, cinco años atrás, la inquietaba cualquier pequeña tardanza del niño en volver a casa. Jamás olvidaría aquel día horroroso cuando el médico le dijo que la ictericia de David se debía a un cáncer. Su rostro amarillo y demacrado quedó grabado en su corazón. Recordaba cómo se había aferrado a ella con el resto de sus fuerzas antes de morir. En ese momento había tenido la certeza de que trataba de decirle algo, pero sólo se escuchaban sus jadeos mientras se desesperaba por aferrarse a la vida.

Las cosas cambiaron desde entonces, e incluso empeoraron un año después. La obsesión de Marsha por la seguridad de VJ se debía en parte a la muerte de David, pero también a las terribles circunstancias de la muerte de Janice un año más tarde. Los dos habían contraído un tipo sumamente raro de cáncer hepático, y aunque los especialistas excluían la posibilidad de un contagio.

Marsha no conseguía librarse del miedo al no hay dos sin tres.

La muerte de Janice era aún más memorable por lo que tuvo de horrenda.

Era otoño, poco después del cumpleaños de VJ. Los árboles empezaban a perder las hojas y hacia frio. Antes de su enfermedad Janice había comenzado a tener una conducta extraña. Se negaba a comer alimentos que no preparara ella misma y que no procedieran de envases cerrados. Había abrazado con verdadero fanatismo una secta cristiana particularmente virulenta. Marsha y Víctor sólo la aceptaban en casa porque después de tantos años de trabajar para ellos era prácticamente un miembro de la familia.

Durante los meses finales y críticos de la vida de David, su ayuda había sido providencial. Pero poco después de la muerte del niño, Janice empezó a llevar su Biblia a todas partes, apretada contra su pecho como un escudo para defenderse de males horribles. Sólo se desprendía de ella, y de mala gana, cuando realizaba sus tareas. Además se había vuelto hosca y malhumorada, y durante la noche cerraba la puerta de su cuarto con llave.

Lo peor de todo fue su actitud hacia VJ. Un día decidió que nada tendría que ver con el niño, que entonces tenía cinco años.

Aunque era una criatura muy independiente, en ocasiones se requería la colaboración de Janice, pero ella se negaba a prestarla. Evitaba cruzarse con él, y cuando le preguntaban por qué, desvariaba hablando de la presencia del demonio en la casa y de otras sandeces religiosas.

La enfermedad de Janice llevó a Marsha al borde de la desesperación.

Fue Víctor quien advirtió el tinte amarillo de sus pupilas y le comunicó el hecho a Marsha, quien recordó, aterrada, el color de los ojos de David. Víctor la sometió a exámenes médicos en Boston. A pesar del color de sus ojos, el diagnóstico los traumatizó profundamente: padecía un cáncer hepático, del mismo tipo virulento que había provocado la muerte de David.

Esta doble incidencia de un tipo raro de cáncer en el mismo hogar en menos de un año los llevó a encargar una minuciosa investigación epidemiológica. Pero los resultados fueron negativos.

No existían factores ambientales. Los ordenadores determinaron que los dos hechos eran producto del azar.

El cáncer de hígado explicaba en cierta medida la extraña conducta de Janice, pues según los médicos probablemente había hecho metástasis al cerebro. Después del diagnóstico, el curso de la enfermedad fue fulminante e inexorable. Perdió peso a pesar de la terapia y en menos de dos semanas quedó reducida a piel y huesos. Pero el suceso más traumático se produjo el día antes de su partida hacia el hospital, donde habría de morir.

Víctor acababa de llegar y estaba en el cuarto de baño contiguo a la sala de estar. Marsha preparaba la cena en la cocina cuando se oyó un grito aterrador que retumbó por toda la casa.

Víctor salió del cuarto de baño.

—¿Quién ha lanzado ese grito?

—Ha salido del cuarto de Janice —dijo Marsha, muy pálida.

Intercambiaron una mirada sombría y se precipitaron al garaje para subir las escaleras hasta el cuarto de la joven. Antes de llegar, escucharon un segundo alarido, salvaje y aterrador, que hizo temblar las ventanas.

Víctor llegó primero, seguido por Marsha.

Incorporada sobre su cama, Janice aferraba su Biblia contra el pecho. Tenía un aspecto lamentable. Parecía un demonio con el cabello quebradizo y erizado, la cara demacrada, la piel amarilla estirada sobre los huesos y la mirada alucinada de sus ojos, amarillos como luces de neón.

Marsha quedó paralizada a la vista de la mujer transformada en arpía. Pero siguió su mirada: en la puerta trasera del cuarto estaba VJ, que miraba a Janice serenamente y sin parpadear.

Marsha comprendió: el niño había subido por la escalera de atrás y al parecer había asustado a Janice, quien presa de su psicosis producida por la enfermedad había soltado aquel terrible alarido.

—¡Es el demonio! —gruñó Janice entre dientes—. ¡Es un asesino! ¡Sáquenlo de aquí!

—Trata de calmar a Janice —exclamó Marsha. Se precipitó hacia VJ, lo levantó en brazos y se lo llevó a la sala de estar, cerrando la puerta con el pie. Luego lo estrechó contra su pecho, pensando que era una estupidez permitir que aquella mujer trastornada permaneciera en la casa.

Finalmente lo soltó. VJ la apartó y se la quedó mirando con sus ojos cristalinos.

—Janice no hablaba en serio —dijo Marsha. Rogaba para sus adentros que el horrible incidente no dejara huellas en el niño.

—Ya lo sé —dijo VJ con una madurez asombrosa para sus años—. Está muy enferma. No sabe lo que dice.

Desde entonces, Marsha no pudo volver a disfrutar de la vida como antes. Temía que Dios volviera a castigarla y pensaba que no podría soportar la pérdida de VJ.

Como psiquiatra infantil, sabía que no cabía esperar que el niño evolucionara como ella quisiera, pero a menudo deseaba que VJ fuera más afectuoso. Desde muy pequeño había mostrado un grado de independencia impropio de su edad. De vez en cuando permitía que lo abrazaran, pero a veces ella anhelaba que se sentara sobre su regazo y se apretara contra su pecho como solía hacer David.

Mientras lo veía bajar de la bicicleta, se preguntó si siempre estaba tan absorto como parecía. Agitó el brazo para llamar su atención, pero él dejó caer las alforjas de la bicicleta sin alzar la vista. Abrió el portón del garaje y guardó la bicicleta. Después salió con las alforjas y se dirigió hacia la casa. Marsha agitó el brazo de nuevo, pero él no respondió, aunque se dirigía directamente hacia ella. Mantenía la cabeza gacha, caminando contra el viento frío que siempre soplaba en el patio.

Iba a golpear la ventana para llamar su atención, pero se contuvo. Últimamente la asaltaba la premonición horrible de que algo marchaba mal. Dios era testigo de que lo quería tanto como si hubiera salido de su propio vientre, pero su frialdad e indiferencia le daban miedo. Genéticamente era su hijo, pero no manifestaba la naturaleza cariñosa y alegre que ella recordaba de su propia infancia. Por las noches, antes de dormir, la asaltaba la idea de que tal vez el hecho de haber sido concebido en una probeta había congelado sus sentimientos. Sabía que era ridículo, pero la idea la obsesionaba.

Sacudió la cabeza y dijo:

—Ha llegado VJ.

Víctor, que leía frente a la chimenea en la sala de estar, lanzó un gruñido, pero no alzó la vista.

La puerta trasera se cerró con fuerza y poco después se oyeron ruidos en la entrada, donde el niño se quitaba las botas y el abrigo. Poco después apareció en la puerta de la cocina. Era un muchacho apuesto, de un metro cincuenta, un poco alto para sus diez años. Su pelo dorado no se había oscurecido como el de Marsha, y aún conservaba sus rasgos de querubín. Su rasgo más notable seguía siendo unos helados ojos azules, de mirada intensa, que hablaban de una inteligencia superdotada.

—A ver, jovencito —dijo Marsha con fingida irritación—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que debes volver a casa antes de que se haga de noche?

—Pero si todavía es de día… —dijo VJ con su clara voz de soprano. Entonces advirtió que su madre bromeaba—. He estado en casa de Richie —añadió dejando las alforjas y acercándose al fregadero.

—¡Qué bien! —dijo Marsha, evidentemente satisfecha—. ¿Por qué no has llamado por teléfono? Hubieras podido quedarte hasta más tarde y yo te hubiera ido a buscar.

—Tenía ganas de volver a casa —dijo VJ. Cogió una de las zanahorias que Marsha acababa de pelar y le dio unos mordiscos.

Marsha lo estrechó entre sus brazos y sintió la fuerza de aquel cuerpo delgado y juvenil.

—Ahora que no tienes clases, pensé que querrías estar con Richie y divertirte un poco.

—¡Bah! —dijo VJ, desembarazándose de su madre.

—¿Otra vez estás haciendo regañar a tu madre? —preguntó Víctor en tono burlón. Apareció en la puerta de la sala con una revista científica abierta en la mano y las gafas de lectura en la punta de la nariz.

—¿Qué harás esta semana? —preguntó Marsha, pasando por alto la interrupción—. ¿Tienes planes con Richie?

—Yo. Voy a pasar la semana con papá en el laboratorio. Bueno si papá está de acuerdo —dijo, y miró a Víctor.

—Por mí no hay problema —dijo Víctor, encogiéndose de hombros.

—¿Se puede saber por qué te gusta tanto ir al laboratorio? —preguntó Marsha. Pero era una pregunta retórica, a la que no habría respuesta. VJ iba al laboratorio con su padre desde muy pequeño. El servicio de guardería de «Chimera» era excelente pero además le encantaba jugar en el laboratorio. Se había convertido en un hábito, sobre todo después de la muerte de Janice Fay—. ¿Por qué no llamas a unos cuantos chicos del colegio y te vas con ellos y Richie a jugar?

—Déjalo en paz —dijo Víctor—. Si VJ quiere venir conmigo, me parece perfecto.

—Está bien, está bien —capituló Marsha, derrotada por el frente del padre y el hijo—. Cenamos a las ocho —añadió, y dio al niño una palmada en las nalgas.

VJ cogió las alforjas que había dejado sobre la silla junto al teléfono y se dirigió a la escalera trasera. Los viejos peldaños de madera crujían bajo sus treinta kilos de peso. VJ fue directamente al estudio de la planta alta, un cuarto acogedor revestido de caoba.

Se sentó ante el ordenador de su padre y lo encendió. Aguzó el oído para asegurarse de que sus padres seguían conversando en la cocina y luego efectuó una serie de pasos complejos para llamar un archivo al que había denominado STATUS. La pantalla se llenó de datos. VJ abrió las alforjas, contempló su contenido y efectuó una serie de cálculos. Luego incorporó una serie de cifras en el ordenador. Toda la operación le llevó pocos minutos.

Después de efectuar las entradas, VJ volvió al menú principal e hizo subir el Pac-man. Sonrió cuando la bola amarilla empezó a recorrer el laberinto devorando sus presas.

Marsha se escurrió el agua de las manos y las secó con la toalla colgada de la puerta del frigorífico. Su preocupación por VJ aumentaba a su pesar. No es que existiera ningún problema concreto. Sus maestras jamás tenían quejas. A pesar de que no acertaba a definir el problema, crecía en ella la convicción de que algo marchaba mal. Cogió a Kissa, la gata negra que se frotaba parsimoniosa contra sus piernas, y fue a la sala de estar. Tendido en el sofá. Víctor leía revistas científicas, como tenía por costumbre antes de acostarse.

—¿Podemos hablar? —preguntó Marsha.

Víctor la miró por encima de las gafas. Era un hombre de cuarenta y tres años, menudo y esbelto, de pelo oscuro y revuelto, y rostro inteligente. Había sido buen jugador de squash en la Universidad y todavía lo practicaba tres veces a la semana. Chimera, poseía terrenos de juego propios gracias a Víctor.

—Me preocupa VJ —dijo Marsha. Se sentó en el sillón junto al sofá sin dejar de acariciar a Kissa, que se acomodó en su regazo.

—¿Qué sucede? —dijo Víctor, sorprendido—. ¿Algún problema?

—Ninguno en concreto —dijo Marsha—. Es como una suma de pequeñas cosas. Por ejemplo, tiene-muy pocos amigos. Hace unos minutos, cuando me dijo que había estado con ese chico, Richie, me sentí tan contenta como si se tratara de una hazaña. Y ahora dice que no quiere pasar más tiempo con él durante la semana de vacaciones. Un chico de su edad tiene que tener amigos. Es un aspecto importante de su desarrollo.

Víctor la miró con fastidio. Le molestaban las discusiones psicológicas, aunque ella era psiquiatra. No tenía paciencia. Además, el tema del desarrollo de VJ parecía suscitar en él ciertas ansiedades que aparentemente se esforzaba por evadir. Lanzó un suspiro, pero no respondió.

—¿No te preocupa? —insistió Marsha ante el silencio de Víctor. Acarició la gata, que parecía soportar las caricias con resignación.

Víctor meneó la cabeza.

—La verdad es que no. VJ me parece uno de los chicos mejor adaptados que conozco. ¿Qué vamos a cenar?

—¡Víctor! —exclamó Marsha—. Es importante.

—Bueno, está bien —replicó él, y cerró la revista.

—Se lleva muy bien con los adultos —prosiguió Marsha—, pero nunca está con otros chicos de su edad.

—En la escuela, si.

—Es cierto pero ese es un ambiente estructurado.

—Bueno té diré lo que pienso —dijo Víctor. Sabía que iba a herirla, pero la ansiedad que VJ suscitaba en él, una ansiedad muy distinta a la de su esposa, le impedía discutir el tema—. Marsha, hizo un esfuerzo para contener las lágrimas y seguir la discusión.

Cuando compramos a Kissa, le dijimos que la gata era suya, pero es extraño que VJ nunca hable de ella. Cuando se lo dijimos, reaccionó como alguien que está perturbado, eres tú. Llevas cinco años llorándole.

—Sólo quería que supieras lo que pienso —dijo, y se fue la cocina.