Capítulo 22

El brillo de lo desconocido

En unos pocos días, el Larimar había cambiado más que en todos los años anteriores. Con la ayuda de Manu, Jakub había llevado mesas y alfombras al salón de banquetes, así como las sillas que no estaban rotas, un sofá viejo y una cama para Ben, porque al anciano le costaba mucho subir por la escalera empinada. Ya no había ninguna ventana tapada con maderos, y la luz entraba en todas la habitaciones.

Jade oyó el ruido de pasos sobre su cabeza y supo que no se trataba de fantasmas, sino de personas a las que el Larimar daba alojamiento y cobijo desde la victoria de los ecos y los rebeldes. Sonrió y apretó la correa de su mochila. Tendría que esperar todavía un poco para poderla llevar a la espalda, porque la herida de la rozadura se bala en el hombro justo ahora empezaba a sanar. Y, gracias a los cuidados de Lilinn, cicatrizaba bien.

—De verdad, ¿no vas a cambiar de idea? ¿Te lo has pensado bien? —preguntó Jakub con tono desabrido.

Jade se volvió hacia su padre, cruzó los brazos y sonrió irónicamente en lugar de contestarle. Ya habían hablado largo y tendido del tema y, muy a su pesar, Jakub asintió.

—Todo lo desconocido brilla y atrae, ¿verdad? —rezongó—. Realmente, eres como Tishma. Sois como las urracas, que no pueden resistirse de coger las monedas de plata que encuentran en el suelo.

Jade se echó a reír, se acercó a él y lo abrazó.

—Me encantaría llevarte conmigo, pero los ecos necesitan a su traductor, y Lilinn a alguien capaz de apañárselas con los del segundo piso.

—En realidad, no lo necesito —repuso Lilinn con una sonrisa—. En Jakub quien necesita a alguien que le aguante el mal humor cuando no pueda dormir preocupado por ti.

Lilinn aún parecía agotada. A pesar de la heridas producidas por las quemaduras del sol, Jade nunca la había visto tan feliz.

—Vuelve —murmuró Jakub—. Las cosas cambian, también en esta ciudad. Pero, en fin, ¿qué te voy a contar?

Jade asintió y cerró los ojos mientras su padre le besaba las mejillas y la frente; luego se despidió de Lilinn. Abrazar a Ben fue lo que más le dolió. En los últimos días, el anciano parecía todavía más frágil.

Jade tragó saliva y miró por última vez el salón de banquetes. En el suelo de mármol se veían las rozaduras que la jaula de Jay había dejado al ser deslizada.

Martyn la esperaba en la escalera del agua. Jade le pasó la mochila y luego saltó al bote negro. Aunque era una mañana fresca y la niebla desde el rio, vio que Amber la saludaba. Y de nuevo no hubo otra cosa que deseara más que poder contemplar la forma real de su hermana. “¿Seguirá conmigo cuando yo abandone el río?”, se preguntó.

—¿Lista? —preguntó Martyn.

Jade esbozó una sonrisa y asintió. Hasta entonces, y a pesar de toda la nostalgia que la embargaba, se había alegrado de abandonar por fin el Larimar, pero ahora le pesaba. Intentó no volver la vista atrás, pero, cuando ya se deslizaban por el recodo de río, se volvió de nuevo. Jostan Larimar y su ninfa seguían aun en la escalera del agua y agitaban el brazo hacia ella.

La orilla estaba desierta; muchos habitantes aun dudaban sobre si abrir las ventanas que tenían protegidas con travesaños y acercarse de nuevo a la plaza del mercado y el recinto palaciego. Incluso Jade se había sentido incomoda cuando, el día anterior, había acudido a la iglesia con Ben. Aunque todos los incendios habían sido sofocados hacia tiempo, el hedor a madera y cables quemados no escampaba fácilmente. De dos villas nobles apenas quedaban los cimientos, y la iglesia estaba ennegrecida por el hollín. Las jaulas seguían todavía en la plaza de la Iglesia, vacías y abandonadas, como si incluso los traficantes del Mercado Negro tuvieran reparos en tocar esos hieros. Lo más raro, sin embargo, era ver todas las puertas del palacio abiertas, a pesar de que nadie, excepto los rebeldes y los cazadores, se atrevían a entrar.

—Nuevas caras, nuevos amos —había murmurado Ben—. Está por ver si dieciocho años y dos guerras habrán bastado para que los humanos sean un poco más listos.

—Humano y ecos —repuso Jade con énfasis.

—Ecos humanos —le corrigió Ben con su sonrisa desdentada.

Andaba muy erguido, tenía la mirada despejada y Jade se preguntó de nuevo si alguna vez había estado verdaderamente loco.

Y, naturalmente, con la lucidez que le era propia, de nuevo esta vez había tenido razón: todavía no era hora de celebraciones. Nada había adquirido aún su forma definitiva. ¿Los ecos y los humanos podrían convivir? ¿Habría amos y criados, o, tal como esperaba Jakub, un Consejo constituido por las distintas partes que tomarían decisiones en común? Todavía resultaba extraño ver ecos en la ciudad, se había dicho Jade al ver dos figuras deslizándose hacia la Puerta Dorada por la plaza de la Iglesia. Su piel blanca brillaba al sol. Y, a la vez, eso hacía que en la ciudad la ausencia de algunos rostros resultara aún más dolorosa: Tania, Nell, Leja, Ruk y otros habían sido enterrados en el osario, recordó Jade.

Tragó saliva y volvió la mirada al agua. Sin embargo, un silbido fuerte y un ladrido ronco la sobresaltaron.

—Otra persona que también quiere despedirse —exclamó Martyn señalando hacia la orilla.

Jade entornó los ojos y, en un primer momento, dio un respiro al ver dos enormes perros grises. ¡Eran los perros guardianes de Tam!

Entonces vislumbró a Moira.

—¡Pensé que no te encontraría! —le gritó esta con una sonrisa.

Ya no llevaba uniforme de los cazadores, sino unos pantalones negros de lino y una chaqueta de uniforme que seguramente había pertenecido a un oficial. Su pelo castaño y liso ondeaba al viento. Silbó a los perros para que se le acercaran y siguió el recorrido del bote río abajo, hasta que al fin este se detuvo. Los guijarros crujieron debajo de la quilla. Jade se dispuso a saltar a la orilla, pero la cazadora se lo impidió con un ademán de los brazos.

—No hay tiempo para escenas largas —dijo—. Voy a palacio.

—¿Otra reunión? —preguntó Martyn.

Moira asintió.

—Nuevos mandos, nuevas tropas. Pronto llevaremos un nuevo uniforme, para los humanos, para los ecos, o para ambos.

—¿Por qué haces esto? —preguntó Jade—. Ya no estás obligada a ser cazadora. Podrías marcharte y ser libre.

Moira hizo una mueca burlona con la boca, volviéndose la comisura derecha hacia arriba. —Nos des demasiadas importancia a la libertad, Jade —dijo extendiendo con cuidado el brazo herido como para probar su resistencia—. Ha sido necesario un gran combate para conseguirla, pero solo es la mitad de la historia. Una libertad como esta siempre pende de un hilo. Ahora reina el equilibrio. Pero, aunque se forme ese Consejo, alguien deberá encargarse de que ese equilibrio se mantenga. Es solo cuestión de eso, ¿entiendes?

A Jade le hubiera gustado decirle lo bien que la entendía y lo mucho que significaba para ella aquella amistad extrañamente esquiva, pero conocía suficientemente bien a la cazadora como para limitarse a asentir.

—¿Cómo está tu amigo? —preguntó en cambio.

Moira encogió los hombros, pero en los labios formó, de hecho, una sonrisa.

—Está mejor. —Uno de los perros de Tam gimoteó, y ella le posó una mano en la cabeza—. Realmente, son unos perros excelentes —dijo con admiración. Luego saludó con la mano a Jade y se marchó de allí sin mirar atrás.

Las últimas brumas ya se habían disipado cuando Martyn condujo el bote hacia el delta. Pasaron por la bahía del puerto, donde estaban congregados todos los transbordadores. Martyn entonces puso en marcha el motor, y Jade pudo disfrutar de la brisa fresca en la cara mientras pasaban ante el faro y bordeaban la costa. El agua del mar no era ni verde ni tranquila, sino agitada y de un profundo azul añil. Las olas hacían oscilar el bote.

—¡Ahí! —gritó Jade a Martyn señalando una serie de rocas calcáreas planas.

Su amigo le dirigió una mirada escéptica. Con el viento, los rizos despeinados de Martyn brillaban como rayos de sol, y Jade grabó en su corazón aquella imagen preciosa para poder recuperar esa visión en las horas frías y solitarias, y sentir su calidez.

—Pero ¿no querías ir a las Peñas Rojas? —gritó Martyn para hacerse oír por encima del motor. Jade negó con la cabeza.

—¡Déjame ahí delante! Seguiré a pie.

Se dio cuenta de que aquella idea no convencía para nada a su amigo, pero Martyn se limitó a encogerse de hombros y condujo el bote hasta la orilla. El oleaje marino chocaba contra una roca caliza plagada de conchas. Martyn apagó el motor y llevó el bote a remo hasta una de las rocas más planas.

—La mochila pesa —dijo él—. Bajaré para llevártela.

Se puso en pie, pero Jade le posó una mano en el hombro.

—Iré sola —decidió.

Martyn rezongó.

—Muy bien —dijo con enfado—. Vete con él si no puedes dejarlo. Pero ya sabes lo que pienso.

—¡Cómo no voy a saberlo! —repuso Jade—. ¡En los últimos días, me lo debes haber dicho unas cien veces!

—Doscientas —le corrigió Martyn, impasible—. De todos modos, ¿qué cabe esperar de alguien tan terco que tiene además la mitad de la sangre de criaturas semisalvajes de río, y la otra mitad de Jakub?

La chanza, tan familiar para ambos, recorrió el corazón de jade con un calido estremecimiento de confianza. De pronto, sintió muchas ganas de echarse a llorar y tuvo que tragar saliva. Martyn adoptó también un aire serio y carraspeó; pero luego dio un paso al frente y la abrazó con fuerza.

—¡Cuídate y mantente alejada de Lady Muerte! —Luego, bajando la voz le susurró al oído—: ¡Vamos! ¡Largo de mi bote!

Y Jade se echó a reír entre lágrimas.

A la luz de la mañana, las Peñas Rojas aún parecían pálidas. Jade las había contemplado muy pocas veces desde aquel lado y quedó asombrada de la amplitud y del color azul del mar que se abría detrás de ellas. Dejó en el suelo la mochila y estiró el hombro dolorido. Luego tomó aire para serenarse un poco y se dirigió hacia las Peñas. Vio a Faun desde lejos. Estaba sentado en la roca que penetraba más profundamente en el mar, escudriñando la superficie del agua. Era evidente que esperaba ver el bote. Y, por supuesto, no estaba solo.

Jade se detuvo de pronto. Parecía que el viento la empujara a continuar, pero ella se opuso y se quedó quieta, con el corazón agitado.

En las pesadillas de las noches anteriores, se había imaginado miles de seres distintos, a cual más amenazador y extraño. Aunque ahora debería sentirse más aliviada, curiosamente, al ver a Jay el corazón le empezó a latir con fuerza. Se alegró de tener el viento de espaldas, porque así el animal no la podía oler.

Era el mayor lobo que ella había visto en su vida, tumbado, era tan alto como los perros de Tam cuando estaban en pie. Faun tenía la mano hundida en el pelaje negro y espeso de la nuca. De ellos emanaba una confianza tan intensa que Jade quedó muy impresionada.

Aunque por instinto Jay debería haber sido el primero en advertir su presencia, fue Faun el que de pronto se volvió.

Soltó de inmediato a Jay, se puso en pie y empezó a sonreír. De pronto, todo regresó: la noche, los besos, el deseo vehemente y fogoso, la alegría de verlo ahora. Pero también volvió la amenaza, el tacto de marfil y el hierro en las manos, el retroceso de la pistola y ese otro rostro oscuro., pensó Jade, estremecida.

Faun, sin aliento, se acercó a ella.

—¡Me he pasado tres días preguntándome si al final vendrías! —exclamó.

Jay se levantó trabajosamente de la roca y se dirigió hacia ellos.

Faun fue a abrazar a Jade, pero el leve respingo de ella lo detuvo de inmediato. Su rostro se ensombreció. Jade ardía en deseos de acariciarlo, pero no conseguía dar el último paso.

Jay se puso en movimiento, y Jade observó que era una especie de lobo que ella no había visto nunca. Era de una raza más esbelta y de piernas más altas, con un pecho de mayor tamaño y manchas por encima de los hombros que confluían en al pecho formando una V negra. Su tamaño llegaba a la cadera de un hombre. Lentamente, como si andar le exigiera una gran concentración, se aproximó y se sumergió bajo la mano de Faun. Jade escrutó aquel rostro enjuto y bello de lobo con unos ojos opacos como discos de nácar que miraban al vacío. Se dio cuenta, consternada, de que estaba ciego. Era un animal viejo y tenía en torno al hocico un pelaje de color blanco e hirsuto. Visto de cerca, no era, ni de lejos, tan fuerte como hacía suponer su pelaje espeso. Tenía las costillas marcadas y el ruido del agua y del viento parecían molestarle.

—Ha pasado tanto tiempo a oscuras que se ha vuelto ciego —dijo Faun en voz baja—. Y después de tantos años en la jaula, va a necesitar un poco de tiempo para recuperarse.

—En la oscuridad, tú ves por los dos —dijo ella.

Al oírle la voz, el lobo olisqueo en su dirección e hizo un gruñido de desconfianza. Ella, asustada, retrocedió. Faun habló suavemente a Jay en la lengua de los nórdicos.

—Se acostumbrara a ti —dijo, excusándolo. Se mordió los labios con nerviosismo. El temor brillaba en su mirada—. Bueno, eso siempre que tú… realmente quieras quedarte conmigo.

Jade hizo acopio de todo su valor y tendió la mano hacia Faun. Jay se quedó quieto, pero erizó la piel. Jade notó que su corazón empezaba a latir más rápido. Faun, sin embargo, sonrió aliviado y se acercó cuidadosamente, como temiendo ahuyentarla. Musgo, nieve. Y helechos.

Era como si aquel aroma despertara en ella algo cálido, dulce y firme. Sus dedos se rozaron. Jade vaciló por un breve instante, pero luego lo abrazó. Faun le rodeó con los brazos la cintura y la atrajo hacia sí cuidado de no tocarle el hombro. El color rojo miel de sus ojos de media noche resplandecía, y Jade se preguntó si en ese momento él contemplaba al eco o a la mujer que amaba. Notó que él también se sentía inseguro. “¿Nos saldrá bien? —pensó ella—. ¿Empezar de nuevo?”. Al fin, ella superó el último límite y lo besó. Y experimentó de nuevo una sensación de caída y, a la vez, de abandono a un torrente ardiente de sentimientos. Notó el peligro de aquel beso, pero, cuando Faun se separó un poco de ella y la miró a los ojos, la sonrisa de él le volvió a recordar por qué lo quería.

—¿Y bien? —preguntó él, cariñoso—. ¿Vamos a los Bosques Boreales, o tal vez a las Ciudadelas?

—Empecemos recorriendo la costa —dijo ella—. Crucemos los bosques de la orilla hasta la próxima ciudad. Y desde allí, tal vez, partiremos por el mar hacia las islas Meridionales.

Faun se rió y asintió, y luego la soltó titubeante. Cuando se disponía a regresar a las Peñas para coger al fardo con sus cosas, Jade lo retuvo un instante.

—Faun —murmuró—, ¿sabes que hueles a nieve y bosque?

Él se encogió de hombros y le dirigió una sonrisa socarrona que la dejó sin aliento.