Capítulo 21

Sangre de agua

La silueta de un niño emergió de aquel espejo de agua, no muy lejos de Jade. Primero fue un hombro, y luego la cabeza y los brazos que se alargaron y se afinaron. Los años recorrieron aquella figura con cada respiración. Jade observó con asombro cómo el rostro iba perdiendo su inocencia y se volvía más marcado y adulto. Y cuando, con gesto ágil, el Príncipe de Invierno se incorporó e inspiró profundamente, ya había alcanzado los dieciocho años. Ante Jade se alzó un hombre joven de ojos verdes como el río y piel blanca. Aunque irradiaba el frío de las aguas, no era eso lo único que hacía castañear los dientes a Jade. Ella recordaba la advertencia de Jakub: “Son un pueblo guerrero”.

Y en esos ojos había dieciocho años de ira. Cuando el príncipe dio un paso hacia Jade, ella retrocedió de inmediato. El la miraba con hostilidad, era evidente que la había reconocido. Jade era medio eco y medio humana, ¿la mataría?

—No somos enemigos —susurró ella.

Aunque no sabía si él le comprendía, notó de nuevo la sacudida en el pecho y unos pensamientos que se extendían hacia ella como dedos invisibles. Entonces él se precipitó hacia delante. Jade cayó hacia atrás al suelo con un grito, y levantó el brazo para protegerse el rostro. Oyó la voz de Nell y un chasquido metálico, pero no notó golpe alguno. Cuando se atrevió a mirar, vio que el príncipe solo había cogido una barra de hierro que estaba junto a ella. Mientras Jade, aterrorizada, todavía tenía la vista clavada en el arma, él la saludó con la cabeza y corrió hacia el centro del pasillo con el andar flexible y deslizante de los ecos. Su grito en el sueño de Jade había sido un sonido desacorde, pero entonces, cuando el príncipe dobló la cabeza atrás y abrió la boca, fue tan nítido, penetrante e intenso que incluso el agua se agitó.

Jade cerró los ojos y notó su corazón estremecido. “Sinahe”, se dijo, y por un instante fue simplemente feliz.

Unos crujidos y chasquidos la apartaron de aquel arrobamiento. Al instante volvió en sí y se puso en pie. El agua a su alrededor burbujeaba como en plena tormenta. Unas siluetas emergieron del agua, perdieron su transparencia y adoptaron facciones de persona y unos ojos verdes que brillaban de rabia. Parecían humanos, pero la agilidad de sus movimientos los delataba.

En el mismo instante en que los cazadores derribaron la puerta y se abalanzaron en el interior de la sala, los ecos regresaron por completo a la vida. Uno de los cazadores dio un traspié de sorpresa, e incluso los cinco lores que los seguían enarbolando las espadas vacilaron.

Se encontraron de pronto con una tropa de hombres y mujeres guerreros armados con varas metálicas y palos de madera. Por su expresión, los ecos los habían reconocido, y, según pudo ver Jade, también los lores se dieron cuenta de que la guerra iniciada dieciocho años atrás todavía no había terminado. Solo había alguien cuyos pensamientos eran imposibles de adivinar. La inexpresiva máscara de hierro de la Lady marcaba un curioso contraste con sus gestos autoritarios y su voz.

—¡Matadlos!

Jade asió una vara metálica rota, que posiblemente en otros tiempos había sido un hurgón. En el instante en que la enarboló, una bandada de pájaros revoloteó por encima de su cabeza. Las urracas azules de Tam.

“¡Faun!”.

La ira acumulada durante tantos años estalló como si desde el ataque al palacio de los reyes eco apenas hiciera unos minutos. A Jade le costaba seguir con la vista a los ecos, tal era su rapidez respecto a sus adversarios. Se oyeron unos disparos, estallaron unos cristales y en la estancia penetró un humo negro que enturbió la visión. En el fragor de la batalla, Jade vislumbró por un instante el rostro de Tam. Un centinela alzó su espada y Jade levantó la vara a tiempo. La sacudida del impacto le recorrió la muñeca y le llegó hasta el hombro. Entonces un eco salió en su ayuda y se interpuso entre ella y el centinela. Jade se agachó y corrió hacia la puerta. La rapidez con que la sangre le recorría los oídos le impedía oír el estrépito y los choques de las espadas. Topó con el pie con algo blando y cayó encima de una figura tumbada en el suelo. Tenía los ojos abiertos y sin vida, y parecía contemplar estupefacta la pintura del techo.

—¡Nell! —exclamó Jade con voz ahogada. Un sollozo incontenible la sacudió.

De pronto, algo cambió; el ambiente se volvió más sosegado y los gritos formaron un único y temible aliento contenido. Solo se oyó un estallido y un chirrido metálico. No muy lejos de ella, Jade vio cómo la máscara de hierro daba contra la pared, se bamboleaba en el agua dos veces de un lado a otro, y luego se quedaba inmóvil en el suelo.

Aturdida, se puso en pie y miró el centro de la estancia. La escena tenía algo de irreal y no le sorprendió mucho ver a Moira.

Aunque las manchas de hollín le manchaban la cara, Jade se dio cuenta de que la cazadora estaba pálida. Entre los combatientes vio rostros totalmente demudados; los cazadores se retiraban entre traspiés, mientras los lores les gritaban que siguieran luchando. Incluso los ecos vacilaron. Y entonces Jade también lo vio.

Puede que, tal como mandaba la ley, la Lady fuera de verdad una divinidad. En cualquier caso, sin duda no era humana. Tenía la piel tan traslúcida que se le podían ver los huesos. Los dientes le brillaban detrás de los labios superiores, igual que los huesos de los pómulos bajo aquella piel transparente y sin sangre. “Lady Muerte”, pensó Jade con horror. Ben tenía razón. Algunos cazadores dieron un paso atrás. Luego se oyó un disparo. La Lady se sacudió, pero no cayó al suelo. Su túnica mostró jirones en el hombro, pero de la herida no brotaba sangre. La ceniza empezó a caer en el agua.

El primer cazador gritó, dio un paso atrás vacilante y dejó caer el arma.

—¡Luchad, hatajo de cobardes! —atronó un lord.

A continuación, la nube de humo que entró por la puerta impidió a Jade ver nada más.

No supo cómo llegó al pasillo siguiente. Los ojos le escocían a causa del aire irritante. Jade apenas podía ver las urracas azules que agitaban el humo con su aleteo. Los ecos pasaron ante ella como una exhalación, y entre los combatientes atisbo a una Tañía enfurecida y a otros rebeldes. Jade repelió a un atacante y esquivó una estocada.

Pero en el momento en que, casi sin aliento, se hizo a un lado, reparó de pronto en un rostro demudado por la rabia. Lord Davan ya no llevaba antifaz. Estaba apenas a tres pasos de ella y agarraba una pistola con ambas manos. Jade oyó el tiro antes incluso de percatarse de lo que ocurría. Durante unos segundos, ensordeció. Vio unas bocas que se abrían y cerraban, y armas que chocaban entre ellas sin ruido alguno. “Ya está”, se dijo mirando atónita a su alrededor. Ni herida, ni dolor. Para su asombro, fue lord Davan quien se desplomó. El estrépito regresó entonces con una intensidad que casi la hizo caer al suelo.

Miró en torno a ella con la boca abierta. A la izquierda, junto a ella, Moira asía todavía el arma con su brazo ileso.

—Contestando a tu pregunta de ayer —rezongó—. Me importa. Maldita sea, me importa mucho.

—Gracias —farfulló Jade.

La cazadora se limitó a asentir y se frotó la frente con la manga. Parecía tan agotada y abatida como si acabara de sufrir un desengaño. “¿Cómo te sientes al darte cuenta de que has estado al servicio de la muerte?”, pensó Jade.

—Largo, a cubierto —dijo Moira.

Jade se marchó a toda prisa, pasó junto a lord Davan, y, al doblar una esquina, el silbido agudo de Moira la detuvo otra vez. La cazadora propinó entonces una patada a un objeto que había en el suelo. El agua salió despedida y la pistola de lord Davan se deslizó hasta los pies de Jade. Ella la tomó. Era el arma de un lord, con empuñadura de marfil. Asintió, puso el seguro, y se la colgó al cinturón. Un ala le acarició la sien, un pico le mordió el pelo y Jade se agachó y corrió hacia el pasillo lateral. Al buscar al pájaro con la vista, descubrió a Faun.

Jamás había podido imaginar lo maravilloso que es volver a ver a alguien vivo. Le hubiera gustado abalanzarse sobre él de puro alivio, pero solo logró esbozar una sonrisa torcida.

Faun llevaba tras de sí un duro combate; su jubón estaba hecho jirones, y en el cuello lucía cuatro arañazos. Debería haber demostrado alegría por ver a Jade, pero se limitó a inclinarse levemente, con un gesto tan felino que ella, turbada, arrugó la frente.

Había algo allí que no encajaba. En los ojos de Faun brillaba una luz oscura. Su expresión era distinta; era más dura y desconocida, como si en ella se cerniera algo siniestro. “Los ángeles negros tienen este aspecto” —se dijo Jade, y dio un paso atrás.

Sin quererlo, el temor se adueñó de ella. —“Un ángel vengador”, concluyó. —¿Faun?— preguntó, vacilante.

—¡Márchate! —gritó él.

Esa rabia parecía estar conteniendo una onda expansiva capaz de arrojarla hacia atrás. Faun contraía el rostro, como si intentara reprimirse con mucha dificultad. Él se volvió y quiso marcharse a toda prisa cuando un gesto lo detuvo. En ese momento, Tam surgió de la sombra de una hornacina. Iba, como siempre, acompañado de uno de los perros. “¿Y Jay?”, pensó Jade, alarmada. Una de las urracas azules se posó en el hombro de Tam, ladeó la cabeza y contempló a Jade con esos ojos negros de expresión maligna.

—Y tú, amigo, lo supiste durante todo este tiempo —dijo el nórdico a Faun.

—¡Déjalo! —gritó Jade. Esta vez su ira era nítida y gélida. Buscó a tientas en su espalda el arma que llevaba prendida en el cinturón. Tam sonrió con desdén.

—¿Y quién lo exige? ¿Una eco?

Faun gimió y apretó los puños. Jade observó el reflejo de ese movimiento por el rabillo del ojo. Volvió entonces la cabeza hacia la pared de agua. Aunque seguía agarrando con fuerza la empuñadura del arma, el horror súbito la paralizó.

Vio en el reflejo de sí misma a una joven mujer con un vestido empapado y roto. Una cabellera oscura colgaba enmarañada sobre su pálido rostro. Era humana, pero en ese instante la eco que había en ella resplandecía con tanta nitidez que se preguntó cómo nadie había reparado antes en ello. A apenas diez pasos, estaba Faun, que de nuevo se volvía hacia ella muy lentamente. La diferencia era que su reflejo no mostraba a Faun, sino a Jay. La piel negra, los ojos blancos y brillantes, las garras…

Era la bestia que, como comprobaba en ese momento pavoroso, nunca había estado frente a la ventana, sino que solo era un reflejo en el cristal. El reflejo de Faun. El era, en realidad, el monstruo que había estado a punto de matarla, el depredador que reaccionaba ante la sangre de eco y que en la Ciudad Muerta había seguido el rastro del príncipe gemelo. Su enemigo.

Incapaz de soportar por más tiempo la visión del lado oscuro de Faun, le miró la cara.

En su semblante había desconcierto, pero también una hostilidad que la sobrecogió.

—No —susurró ella.

—¿A qué esperas? —gritó Tam con su voz cálida e hipnótica—. Eres un cazador sangriento. Vamos, ¡mátala! —La orden resonó por el lugar e hizo estremecer a Faun.

La sangre de eco de Jade asomó como un recuerdo, esencia de muchas vidas pasadas hacía tiempo. En el instante en que en los ojos de Faun se apagó la última chispa de claridad, ella tensó los músculos, se giró y echó a correr. Apenas se daba cuenta de la rapidez con que pasaba junto a la pared: lo único que oía era como Faun se aproximaba cada vez más. Estaba muy cerca de ella, demasiado, y entonces, de pronto, dejó de oír pasos. Jade supo que Faun la iba a embestir, y en el instante preciso en que él se abalanzó sobre ella, Jade cedió por instinto, se echó al suelo y giró sobre sí misma.

Abrazados, fueron a dar contra el suelo.

El pánico le recorría las venas. Se movía con tanta rapidez que su visión solo le mostraba unos borrones imprecisos. Unos colmillos le rozaron el cuello, pero no consiguieron atraparla. Ella se defendió con todas sus fuerzas, se zafó del abrazo con la agilidad de un eco, agarró a Faun por el pelo y le mordió en el hombro. Encogió rápidamente la pierna y le golpeó en la cadera.

Aunque él gritó rabioso, ella logró librarse definitivamente de sus brazos. Sin reflexionar apenas, asió la vara que se le había escapado de las manos al caer y lo golpeó. “¡Eso no debería ser así! —le susurraba una vocecita histérica y desesperada en su interior—. ¡No podemos… no debemos hacernos daño!”.

Cuando vio cómo Faun caía al suelo, el dolor le atravesó el pecho.

Sollozó, arrojó la vara al suelo y huyó. El humo era tan espeso que la hacía toser. En su carrera, volvió la vista por encima del hombro y vio que Faun se incorporaba de nuevo y la perseguía a toda velocidad. Jade apretó los dientes y corrió hasta el final del pasillo que giraba hacia la derecha. Una cálida brisa vespertina le acarició el rostro. Logró no tropezar a tiempo y saltó por encima de un alud de cascotes de piedra. El brillo de las llamas centelleaba sobre los restos de un muro frente al cual se abría el azul nocturno del mar. Jade se detuvo deslizándose. Al hacerlo, levantó un poco de agua del suelo, que salpicó por encima del borde del boquete y se derramó como en una cascada sobre el muro del palacio, hacia las profundidades. Los rebeles habían volado la mitad del pasillo. Había ganchos y cuerdas prendidos en los restos de la muralla que mostraban el punto por el cual las gentes de Tañía habían penetrado en el palacio. Una parte del resto del pasadizo era un gran boquete, y la otra había sucumbido bajo la avalancha de piedras. Jade, horrorizada, se dio cuenta de que había caído en una trampa.

Se volvió sin aliento. A su espalda, el abismo y el mar; delante de ella, Faun, que acababa de doblar la esquina y todavía se tambaleaba y sacudía la cabeza, como aturdido por el golpe que ella le había propinado. Jade agarró la pistola con dedos temblorosos.

“No lo hagas”, pensaba, fuera de sí. “Pero eres una eco”, rebatía la Jade juiciosa. “si huele tu sangre! ¡Te matará!” —¡Atrás!— gritó ella. Faun avanzó.

Jade tragó saliva y levantó el arma. Bajó con el pulgar la palanca del seguro de la pistola. Notó la sangre que le latía en las sienes y, de pronto, sintió de nuevo la herida en el hombro. Tal vez Faun no fuera consciente de lo que significaba el arma pero, en cualquier caso, no demostró temor alguno.

“¡Es una locura!”, pensaba Jade.

—No quiero matarte —susurró ella—. Te lo ruego, Faun.

El dedo índice le temblaba en el gatillo. Él se detuvo a cuatro pasos de ella, pero no miraba el arma, sino su cara.

Tenía la boca desfigurada, y levantaba y bajaba el tórax como si estuviera haciendo un gran esfuerzo.

Jade vio que él se debatía en su interior y vio en ello la misma desesperación que ella sentía. Entonces bajó los brazos. El perro de Tam apareció como surgido de la nada. Los pájaros revolotearon sobre ella.

La sonrisa fría de Tam parecía flotar en la penumbra.

—¡Mátala de una vez!

Faun gimió, cerró los ojos y… abrió los brazos. El jubón roto dejó ver su pecho y mostró el tatuaje de la urraca azul.

Jade levantó el arma, apuntó y apretó el gatillo. Las urracas azules revolotearon asustadas y huyeron a toda prisa. El perro retrocedió gimoteando, sacudió la cabeza enojado y corrió hacia su amo. Faun no soltó ni un gemido. No abrió los ojos, solo palideció y se desplomó. Tam trastabilló. Se apoyó con la mano derecha en el muro y luego cayó lentamente al suelo. Miró desconcertado primero a su jubón roto y luego a Jade.

—Bestia —musitó ella con voz ahogada.

El nórdico cayó de rodillas, se giró sobre un costado y quedó tumbado e inmóvil.

Jade dejó caer la pistola. “Asesina”, se dijo, asustada. Unos anillos de agua huyeron espantados del arma e hicieron oscilar el reflejo de Faun.

Tenía el rostro apretado contra el suelo húmedo, de manera que daba la impresión de que él y el monstruo estaban tumbados mejilla contra mejilla. Jade pudo contemplar por primera vez con tranquilidad el otro yo de Faun. Sus rasgos eran más duros y crueles que los de un humano, y la piel, en realidad, no era negra sino que tenía un brillo de color añil. El pelo negro caía sobre la frente de su reflejo. “¡Huye!”, gritaba su voz interior.

Se sentía tan débil y cansada que apenas podía tenerse en pie. Aproximarse a Faun le costó más esfuerzo que todo cuanto había hecho hasta ese momento. Por fin sus rodillas la vencieron y se dejó caer al suelo, junto a él. Lo volvió cuidadosamente sobre la espalda y le apartó con una caricia el pelo húmedo. Al tocarlo sintió, a su pesar, que se le erizaban los pelos. Estaba helado. ¿Está muerto? ¡No puede estar muerto! Tragó saliva y posó la mano en el pecho. Casi esperaba notar allí una herida, pero lo único que sintió fueron unos latidos rápidos e irregulares.

Deslizó las manos por debajo de los hombros de Faun y se lo acercó a ella. La cabeza de él reposaba pesadamente en su hombro y el aliento acariciaba la piel de su cuello. “¿Y si se despierta y me mata?”, se preguntó. Aunque se estremeció, no pudo soltarlo. En lugar de ello, miró el mar.

El reflejo del fuego daba a las olas unas coronas rojas. Y a lo lejos brillaba la nave dorada de la Lady. “Lady Muerte abandona la ciudad —se dijo Jade con amargura—. Pronto encontrará nuevos lores. En otra ciudad, con otros humanos”.

Faun gimió y se movió. A Jade el corazón le dio un vuelco y notó la boca tan seca que la lengua se le quedó adherida al paladar. El terror le impedía respirar bien, y tuvo ganas de huir. Faun abrió los ojos. Eran negros como la obsidiana, más temibles e inhumanos que nunca.

Entonces las comisuras de los labios se movieron y dibujaron una sonrisa cautelosa. Jade suspiró aliviada. Era Faun. Su Faun.

—Tam ha muerto —dijo ella con un gemido—. Yo… lo he matado. Eres libre.

Faun tomó saliva con dificultad y asintió.

—¡Lo sabías desde el principio!

—¿Que tú eras una eco? —murmuró—. Sí, desde el primer momento. Pero tú no sabías que lo eras. Y me confundiste. Tienes la sangre roja y, en cambio, eres como ellos.

—Una vez dijiste que tú eres tan humano como yo. Entonces no comprendí lo que querías decir.

—Eres igual de humana que yo. —Faun se incorporó trabajosamente. Seguía siendo inquietante ver en su reflejo al otro Faun, ese ser demoníaco.

—¿Y Jay? —preguntó ella en voz baja—. ¿Existe de verdad? Faun sonrió de nuevo. Tenía unas ojeras tan oscuras que parecía alarmantemente cansado.

—Sí, puedo asegurarte que sí.

—Pero… no es un cazador de ecos.

—Sí y no. Es un animal. Sin embargo, estamos unidos, y por ello compartimos muchas habilidades. Percibe como yo la sangre de los ecos. Él estaba bajo el hechizo de Tam y yo solo podía rebelarme cuando intentaba ejercer su influjo en mi lado humano.

—¿Nunca pensaste en… matar a Tam? —Faun gimió y se pasó los dedos por el pelo.

—Más de una vez. Y Tam lo sabía —Señaló entonces el sello de la urraca azul—. Si lo hubiera hecho, habría muerto.

Jade intentó imaginar qué habrían significado para Faun los años pasados junto a Tam.

No lo logró.

—Me dijiste que Jay era tu hermano. ¿Qué puede enseñarnos un animal como él a vosotros… los cazadores sanguinarios? —quiso saber ella con cautela.

—Simplemente, a actuar y a matar como un depredador. Sin crueldad. A contener nuestro lado salvaje, a vivir con ello sin abandonarnos por completo. Por esto tenemos que abandonar nuestro clan y solo nos está permitido regresar a él cuando somos capaces de dominar nuestro lado oscuro.

Jade tomó aire. Le resultaba muy difícil formular la pregunta siguiente:

—Y… ¿tú ya lo has aprendido?

—No lo sé —repuso Faun muy serio—. Lo sabré cuando mi gemelo muera. —Sonrió con tristeza—. No podemos permanecer juntos. Los cazadores sanguinarios y los ecos son enemigos irreconciliables.

—Pero tú y yo no lo somos.

—Yo soy lo que soy, Jade.

—Yo también —repuso ella—. Pero nos amamos, ¿recuerdas?

Fuera se oyeron entonces unos gritos de triunfo que los hicieron estremecer. Unos pasos se les acercaron rápidamente. El perro de Tam, que no se había apartado del cadáver, gruñó. Entonces Moira asomó por el recodo, desaliñada, despeinada y con una mano vendada de forma provisional. Jade suspiró aliviada. ¡La cazadora estaba viva!

También Moira sonrió al ver a Faun y Jade. Evaluó la situación de un solo vistazo.

—¡Gracias a Styx! —dijo, y de inmediato adquirió su actitud seria—. La lucha ha terminado. Se ha decretado un armisticio. Aunque nadie puede saber cómo acabará todo esto.

Jade se puso en pie con dificultad.

—¿Quién ha vencido? —preguntó con voz débil.

Moira escupió con desdén.

—La Lady ha huido. Ocho lores han luchado hasta el final. Lord Lomar y lord Palas se han entregado; los cazadores que no han desertado han depuesto las armas. Quedan aún los ecos y los rebeldes. Ahora mismo se están bajando las jaulas y tu padre habla con el príncipe de los ecos. —Moira enarcó una ceja—. El más fiel de los partidarios de la

Lady domina su idioma —dijo con sarcasmo—. Todas las ciudades necesitan sus traidores, ¿no?

Jade se sintió muy aliviada. Moira se dirigió directamente hacia Faun, lo tomó por la muñeca y lo puso en pie. Él vaciló, pero logró incorporarse y permitió que Moira lo sostuviera.

—¡Vamos, rebelde! —gritó Moira a Jade—. Es hora de sacarlo de aquí y de que lo escondamos bien antes de que los ecos perciban el rastro de su cazador sanguinario. ¡No cabe duda de que les gusta la venganza!

Se disponían a marcharse a toda prisa cuando Faun se opuso.

—¡La llave! —exclamó señalando a Tam—. Necesito la llave de la jaula de Jay.