Fuego negro
Al asesinato del lord le siguieron dos días inquietantes. Aunque el sol asomó, de pronto las calles parecieron barridas por un viento glacial. Había centinelas apostados en los puentes y el puerto, y muchas plazas se cerraron al paso. Ningún lord volvió a pasear con su carroza por la ciudad, y la barcaza dorada de la Lady en el puerto quedó abandonada. Las personas del río anclaron en el delta en lugar de permanecer en los embarcaderos. Por lo menos, eso tranquilizaba a Jade: Martyn estaba a salvo.
—Es la calma que precede a la tempestad.
Lilinn describió así aquel ambiente inusual. La cocinera estaba nerviosa y mostraba unas profundas ojeras. Llevaba la mano izquierda vendada después de que le hubiera resbalado el cuchillo de cocina. Desde la ventana de la habitación azul, más allá del río y en dirección a la Ciudad Muerta, se veían patrullas. Con todo, ninguna barrera era capaz de impedir que los rumores se abrieran paso. Se decía que el lord había sido asesinado en su cama y que la cabeza había sido dejada para la Lady en el patio del palacio, a modo de advertencia. Otros rumores, a su vez, decían que el lord había salido de noche por la ciudad y sin compañía. Había quien afirmaba que cuatro ecos habían sido localizados y abatidos a tiros. En cambio, otros murmuraban, con disimulo, que los lores atentaban entre sí.
—No sería la primera vez —suponía también Jakub—. Es posible incluso que fuera decapitado por orden de la Lady.
—Yo lo único que quiero es que no haya ejecuciones —repetía Lilinn una y otra vez, como si fuera un conjuro. Normalmente, la cocinera y Jakub no hablaban mucho entre ellos, pero Jade se percató de que, aquellos días, su padre pasaba mucho rato en la cocina. Trataba a Lilinn con gran delicadeza, hasta el punto que Jade lo vio prepararle una taza de té, un gesto que Lilinn le agradeció con una sonrisa de gratitud y sorpresa.
El agua de las tuberías de la cuarta planta barboteaba, aunque Tam se dejaba ver muy poco durante el día. El ascensor se movía en plena noche o a primera hora de la mañana. Jade había visto a Faun en una sola ocasión en que se toparon en el pasillo. Su aspecto era tan cansado y abatido que ella tuvo dudas acerca de sus sospechas.
¿Por qué un invitado de la Lady podía tener algo que ver con el asesinato de un lord? Pero entonces le venía de nuevo a la mente la imagen de su sueño, de aquel eco encerrado en la caja. Cuando Faun la vio, su rostro se iluminó por un instante. Aquello fue reconfortante para Jade. ¿Acaso era, tal vez, una sonrisa? Él, sin embargo, bajó la cabeza de inmediato y apresuró el paso.
Aquella noche, Jade volvió a encaramarse a la ventana de la cocina e intentó echar un vistazo al salón de banquetes. Para su decepción, comprobó entonces que Faun no solo había cerrado bien los postigos, sino que también había corrido las cortinas. Todavía estaba oscuro cuando algo la despertó. Tenía la ventana entreabierta y el ladrido ronco de un galgo sonó tan próximo que Jade se incorporó asustada. El ladrido, sin embargo, enmudeció, sin que luego se oyera ninguna orden, ningún paso de botas, ningún golpe en la puerta. Jade al fin se atrevió a salir de la cama y se escabulló a una de las habitaciones vacías situadas en la parte posterior del La-rimar, desde la que se podía ver la calle. Bajo la niebla matutina, apenas visible ante la pared oscura de un edificio, había un grupo de cazadores. Parecían estar esperando algo. Al volver la vista hacia la derecha, vio una mancha de luz cuadrada en el suelo: en la cocina la luz ya estaba encendida.
Era Lilinn. Sin duda, había estado en el sótano. Sobre la mesa, junto a una nasa chorreante, se deslizaban varios cangrejos de río negros. El olor a pescado de los cangrejos se mezclaba con el aroma dulce de las manzanas maduras que había almacenadas en la cocina. Allí, el agua hervía en una cacerola. Lilinn sostenía un cuchillo con la mano sana. No podía soportar la idea de arrojar los cangrejos de río vivos al agua hirviendo.
—¡En la calle hay cazadores!
—Lo sé —repuso Lilinn—. No te preocupes. Solo son escoltas.
—¿De Tam?
Lilinn asintió.
—¿Has hablado con él? ¿Tiene esto algo que ver con el asesinato… o con los ecos?
Lilinn se limitó a dirigirle una breve mirada de amonestación. Jade se dio la vuelta. Faun estaba apoyado en la puerta y en ese momento mordía una pera tranquilamente. Llevaba la vestimenta negra ajustada que estaba en boga entre la nobleza. El cuello alto negro hacía que su cabellera pareciera más rubia incluso. Sus gestos desenvueltos, la curva de su postura… parecía salido de un cuadro.
—Tenemos que ir a palacio —dijo tranquilamente—. Tam debería estar ya aquí, pregúntale tú misma.
Aunque apartó la mirada de Jade con estudiada indiferencia, su desagrado era evidente. Lilinn cogió los cinco primeros cangrejos y los echó al agua hirviendo. En el mismo instante en que los caparazones soltaron el aire, en el agua se oyó una especie de siseos y bufidos.
—Déjalo, Jade —dijo Lilinn—. Los asuntos de nuestros huéspedes no son de nuestra incumbencia.
Era inquietante la amabilidad con que sonreía a Faun a la vez que mataba los siguientes cangrejos con un pinchazo rápido en la parte posterior del caparazón.
—Sorprende oír algo así de los labios de una habitante de esta ciudad —señaló Faun—. A fin de cuentas, nada parece gustar más aquí que husmear a diestro y siniestro y murmurar.
Era evidente que le divirtió darse cuenta de la mirada de enfado de Jade; las comisuras de los labios se le contrajeron de un modo apenas perceptible. Los cangrejos restantes cayeron al agua entre silbidos.
—Habéis escogido una mala época para visitarnos —repuso Jade mordaz—. Con escolta o sin ella, es bastante arriesgado pasear por la ciudad.
Faun adoptó un aire serio.
—Ninguna época es adecuada. Todos los países tienen sus guerras. —Esas palabras tenían un tono menos arrogante—. ¿Esta casa ha sido siempre un hotel?
Jade creyó no haber oído bien. La reacción de Faun no le habría llamado tanto la atención de no ser por el parecido que guardaba con el modo de hacer de Jakub: no atender al peligro, dar importancia a lo cotidiano. Aunque no quería admitirlo, a sus ojos esto lo hacía simpático para ella. A pesar de que quería guardar las distancias, deseó que él, por lo menos, le dirigiera una mirada.
—Por lo que sé, el Larimar había sido la casa de un noble —respondió Lilinn—. Pero no lo sé con certeza. Solo llevo tres meses viviendo aquí.
—¿De verdad? ¿Y antes dónde vivíais? —quiso saber Faun.
Lilinn tragó saliva y se puso roja.
—¡Si quieres saber cosas del Larimar, pregúntaselas a Jade! Ella ha crecido aquí. Jade titubeó. Aquella era, por lo menos, una ocasión para hablar con Faun.
—Hay muchas historias al respecto. Hay quien cuenta que Jostan Larimar construyó la casa para su amante. La conoció en un viaje que hizo más allá de los bosques, en una tierra en la que los hombres vivían a cielo abierto, sin casas ni ciudades.
Pero él no sabía que ella era una ninfa y que tenía prohibido tocar a un ser humano. Sin embargo, ella lo amaba tanto que dejó a su familia y lo siguió. Durante muchos meses vagaron de un lado a otro, y al final Jostan la llevó a su ciudad. Ella, no obstante, era una persona inquieta y le pesaba mucho tener que vivir entre paredes estrechas. Jostan hizo construir entonces el Larimar a fin de que pudieran dormir cada noche en una habitación distinta, como si estuvieran de viaje.
Faun permanecía en silencio. Lilinn tiraba nerviosa de la venda de la mano.
—Un día su familia los encontró —prosiguió Jade— y mataron a Jostan. Su amada lloró tanto su muerte que se desvaneció y se convirtió en un río de lágrimas. Esta mujer se llamaba Wila, y todavía hoy atraviesa la ciudad para ir a parar al mar. Los cisnes negros son el recuerdo de su amor y de su pesar.
La sonrisa de Lilinn se fue desvaneciendo conforme avanzaba la historia.
—Patrañas —aseveró con voz dura—. Ya os diré yo lo que ocurrió de verdad: cuando Larimar se hartó de ella, la puso de patitas en la calle y metió a otra en su cama. Así son las historias de verdad. —Y, con esas palabras, tomó la nasa vacía y se fue de la cocina. Jade se preguntó si debía seguirla, pero se oyó un golpe de la puerta que llevaba al sótano. Era señal de que Lilinn quería estar sola.
—Solo espero que ese lord muerto no fuera quien hizo sufrir de amor a tu amiga —espetó Faun con sequedad—. De ser así, el misterio, por lo menos, quedaría aclarado. Y, tras decir aquello, se pasó el dedo índice por el cuello.
—Los asuntos de Lilinn no son de tu incumbencia.
Él dio un bocado a la pera y sonrió con sorna.
—Es posible. ¿Tú la conoces bien?
“¿Por qué no me mira?”, se preguntó Jade, molesta. Pero, sin quererlo, se vio a sí misma con los ojos de él: el pelo revuelto y rebelde, las ojeras… Al lado de Lilinn, ella, por fuerza, tenía que ser como un cardo frente a un lirio. “¿A qué viene pensar en todo esto?”, se preguntó con enojo.
—¿Que es esto? ¿Un interrogatorio? —preguntó.
—Tal vez. —Los labios le temblaron un poco. Apenas era una sonrisa. A duras penas.
—Si es así, te propongo un trato bien sencillo. ¡Una respuesta a cambio de otra!
El dejó de masticar por un instante. Luego tragó, lanzó el corazón de la pera al cubo de la basura de la cocina y, como Jade, cruzó también los brazos.
—¿Y bien?
Jade decidió empezar con preguntas poco comprometidas.
—¿Qué significan esas llamas negras de tu antebrazo?
Faun se tomó tiempo para responder, como si mentalmente repasara la pregunta y comprobara todos sus aspectos. Pero luego se encogió de hombros con indiferencia.
—Es el signo de la Tierra del Norte, de las Montañas de los Hombres Indómitos. Hay un período del año allí en el que el sol no sale.
—¿Y vivís a oscuras?
Faun echó un poco la cabeza atrás.
—¡Eso son dos preguntas!
El modo en que bajaba la vista para verla lo hacía parecer arrogante. “Bueno —se dijo Jade— por lo menos, ahora me mira”.
—Para responder a tu pregunta: Jakub y yo llegamos al Larimar hace diecisiete años. Un año después de la guerra de invierno.
La postura indiferente de Faun había adquirido cierta tensión. Había funcionado. Había logrado despertar su interés.
—Vivimos a oscuras en tanto que el sol no asoma —respondió entonces él—. Eso, según vuestro calendario, son cuatro meses. Durante este período, la caza resulta especialmente difícil. Hay que aprender a diferenciar todas las sombras del bosque.
Las Montañas de los Hombres Indómitos. El bosque. La caza. En las Tierras del Norte también había ciudades. Con todo, lo que a Jade más le fascinaba era pensar que hubiera gente viviendo lejos de allí. Sobre todo si lo que se decía de las Montañas del Norte era cierto: que había humanos con cabeza de lobo, y animales felinos capaces de imitar las voces humanas para atraer a sus presas.
—¿Qué ocurrió durante la guerra de Invierno? —quiso saber Faun.
—La Lady conquistó la ciudad —respondió Jade, escueta—. Ordenó matar a los capitostes de la ciudad y a los antiguos gobernantes, e hizo que todos sus criados y la mayoría de los habitantes murieran ahogados.
—Entonces, no hizo prisioneros.
Jade negó con la cabeza. Se aclaró la garganta antes de proseguir.
—Perdonó la vida a los niños, pero todos aquellos que habían estado al servicio de los antiguos gobernantes fueron asesinados.
Son muy pocos los que vivieron los inicios de su dominio. Los ancianos que habitan hoy en día en la ciudad vinieron con el séquito de lores y artesanos que levantaron la Ciudad Nueva.
—Pero tu padre sobrevivió.
Poco a poco, Jade empezó a sentirse incómoda. Aquel recuerdo antiguo, ese llanto, volvió a aflorar. Recordó el cuello de Jakub, al cual se agarraba mientras a su alrededor brillaban las antorchas.
—Es cierto. Logró ocultarse el tiempo suficiente.
—Entonces, tuvo suerte.
La ironía en la voz de Faun la molestó. Extendió el brazo y señaló su marca en forma de lirio.
—¿Ves esto? Nosotros somos habitantes de esta ciudad. También Jakub lleva el sello de Lady Mar.
—Un sello bien puede ser una recompensa. A saber por qué…
—Tú no confías en nadie, ¿verdad?
—Es la ley de los bosques —adujo él sin sonreír—. Confiar no es más que otro modo de decir conocer. ¿Quién gobernaba antes de la Lady?
—Unos reyes. Eran de las islas.
—Así que siempre habéis sido esclavos de gobernantes extranjeros.
—¡Qué sabrás tú de esclavitud! —replicó ella enojada—. ¿Acaso vosotros no tenéis leyes ni restricciones? “¿Cómo es posible que ahora yo defienda a la Lady?”, se preguntó al punto, horrorizada.
El se encogió de hombros.
—En el bosque, o cazas o te cazan.
—En esto, la ciudad es igual —dijo ella—. Hay que conocer las normas y romperlas a veces para sobrevivir. Y las reglas cambian sin cesar.
—¿Por qué no os marcháis y os buscáis otro lugar donde no haya amos?
¿Sabía él que acababa de poner el dedo en la llaga? Esos eran sus pensamientos más ocultos. Resultaba inquietante oírlos en boca de un desconocido. “Porque no puedo abandonar a mi padre y dejarlo solo”. —Esa habría sido su respuesta sincera—. “Porque aquí hay algo que lo retiene y a lo que yo no puedo acceder”.
—Es nuestra ciudad —dijo en cambio—. Mi hogar.
Le hubiera gustado haber sonado algo más convincente.
—¿De verdad os gusta tener que pagar tributos para poder vivir en vuestra propia ciudad? —se mofó Faun—. Estas leyes yo no las puedo comprender.
Aquel día, encontrarse de cara con la verdad no la enojó, sino ' que la entristeció. “Es evidente que somos unos esclavos”, pensó apesadumbrada.
—¿Y qué hay de tu madre? ¿Ella también murió durante la guerra de…?
—¡No pienso contestar esa pregunta! —le interrumpió Jade de forma brusca—. Es tu turno, Faun. ¿Por qué vais a palacio hoy? Vosotros sois cazadores, ¿no es cierto? ¿La Lady os ha hecho llamar a causa de los ecos?
Las preguntas lo pillaron tan desprevenido que Faun abrió los ojos con asombro. Bajo la luz oblicua, Jade observó que él tenía pupilas, y que su iris no era de color negro obsidiana, sino de un intenso y felino color marrón cobre.
—¿Cómo se te ocurre una cosa así?
—¿Es que lo de la caja no es un eco?
La pregunta se le escapó de los labios. Jade se maldijo por haber cometido esa tontería. Faun se echó a reír. La risa le salió de corazón y lo transformó por completo. En ese instante pasó a ser simplemente un muchacho que se reía por una ocurrencia graciosa. Por primera vez, Jade admitió para sí que se sentía atraída por él como por un dolor temido y, a la vez, deseado.
—¿Un eco? —exclamó con sorpresa mientras negaba con la cabeza—. Dime, ¿cómo se te ha ocurrido algo así?
Su reacción había sido tan auténtica e inmediata que Jade no pudo más que creerlo. Por un segundo, el vínculo entre ambos volvió a surgir. Al parecer, Faun también se dio cuenta de ello, porque de pronto recobró su gravedad, como sorprendido de su propia conducta. El hervor de los cangrejos, que con el calor habían adquirido un color rojo intenso, era lo único que se oía.
—Pero vosotros os dedicáis a cazarlos, ¿no? —preguntó Jade rompiendo el silencio—. La noche del asesinato tú estuviste en la ciudad, ¿verdad? ¿Con el animal de la caja?
Para su asombro, Faun bajó la mirada.
—Tam tiene la insólita capacidad de encontrar cualquier cosa o criatura —murmuró—. También a ellos. Por eso mucha gente lo llama “cazador”.
—¿En las Tierras del Norte hay ecos?
Él asintió de un modo apenas perceptible.
—¿Y les teméis tanto como nosotros?
Faun frunció el ceño.
—¿Adonde quieres llegar?
—A ningún sitio. No sé nada de ellos —respondió Jade con sinceridad—. Pero tengo que saber más. Los vi en la Ciudad Muerta. Me asustaron mucho. Pensé que me mataban.
—No es bueno hablar de ellos —respondió él con tono de preocupación—. Si los buscas, te encuentran. Son capaces incluso de oír el eco de tus pensamientos, y son, en sí, el vivo reflejo del mal. En cuanto rastrean tu pista, estás perdido. Aparecerán mientras duermas y te estrangularán. Luego beberán tu sangre y te despedazarán.
Jade tuvo que apoyarse en el respaldo de una silla. Fuera se oyó el golpeteo y chirrido del ascensor.
—Pero ellos… tienen una lengua, ¿verdad? —objetó en voz baja—. Sinahe, ¿tú sabes qué significa?
—Significa que estás muerta —respondió él con grosería—. No tienen ninguna lengua, créeme.
La reja de latón se corrió a un lado. Unas garras de perro arañaron el suelo de mármol.
—¿Faun? —atronó la voz de Tam.
Faun se apartó de la pared, como si hubiera estado esperando la oportunidad de abandonar la cocina.
—¡Espera! —exclamó Jade dando un paso hacia él. Tendió entonces la mano para asirlo por el brazo. Faun se volvió como mordido por una serpiente.
—¡No me toques! —masculló.
Jade, asustada, dio un respingo y se sintió incapaz de replicar nada. El se quedó en la puerta y se volvió otra vez hacia ella. Jade intentó vislumbrar un poco de pesar en el rostro de él, pero lo único que se encontró fue frialdad.
—Oh, por cierto, sobre tu pregunta —dijo él con una voz peligrosamente baja—. Esa noche no estuve en el recinto del palacio. Y, desde luego, no con él. De hecho, no tengo la llave de su jaula. —La rabia le brillaba en la mirada—. Y, antes de que saques falsas conclusiones, déjame que te diga que mientras yo esté aquí él estará tranquilo. Es capaz de matar a cualquiera de vosotros. Lo que no puedo prometer es que la jaula sea una protección suficiente si él huele que estáis cerca.
En cuanto Faun se hubo marchado, Jade se quedó aturdida durante unos segundos; luego corrió hacia la ventana y la abrió. Tuvo que asomarse afuera para ver cómo Tam y Faun abandonaban el edificio. Los cazadores que estaban al final de la calle se volvieron hacia ellos. A Jade le pareció ver entre la niebla la casaca adamerada de Moira, aunque aquello bien podía ser un espejismo. Como atraída por la voz de Tam, una bandada de pájaros se arremolinó encima del grupo como si de un nubarrón agitado se tratase. Jade solo podía distinguir unas sombras oscuras. Resultaba siniestro que ningún pájaro hiciera el menor ruido. Al cabo de una hora, estalló el tumulto. Jade lo supo al percibir el olor a quemado. Los tiros y los gritos retumbaban como si hubiera una partida de caza. El viento soplaba desde la Ciudad Muerta, y cuando Jade miró por la ventana, vio las llamas. La humareda se deslizaba sobre el Wila. No era consciente de la fuerza con que apretaba los dedos en el alféizar. Su reflejo en el agua del río tenía las manos apretadas contra la cara y lloraba.
—Lo sé —murmuró Jade—. Yo también tengo miedo.
Formaban un grupo silencioso. Lilinn había cerrado los postigos de la cocina y permanecía quieta como una estatua, sentada entre Jakub y Jade. Los tres estaban muy cerca y escuchaban los disparos.
—Son capaces de convertir toda la ciudad en escombros y ceniza —musitó Jade en una ocasión en que hubo unos minutos de silencio.
—Este es el precio por la vida de un lord —repuso Lilinn. Jade notó que temblaba.
—No estamos en peligro. —Jakub repetía su letanía una y otra vez—. Respetarán el Larimar. Mañana habrá pasado todo.
Jade se hubiera sentido más tranquila si no hubiera percibido tanta rabia en la voz de su padre. No sabía qué era lo que más la preocupaba: pensar en Martyn, o el hecho de que tal vez en ese momento Faun anduviera por la calle entre escombros en llamas. No dejaba de ver en su cabeza imágenes de Faun flotando bocabajo por el río o asesinado en una fuente. “Es normal que no me preocupe tanto por Martyn”, se justificaba. A fin de cuentas, la Lady no permitiría que se apresara a la gente del río. Las necesitaba demasiado. En cualquier caso, Jade sabía cuándo se quería engañar: lo que la obligaba a pensar en Faun continuamente no era la preocupación, sino, sobre todo, el recuerdo de su sonrisa. En el momento en que una explosión hizo vibrar los cristales de todas las ventanas, atronó otro ruido que estremeció a Jade: una especie de gemido intenso y ronco que atravesaba todas las paredes. Nadie dijo nada, pero todos pensaron en lo mismo: la bestia del salón de banquetes aullaba aterrada. Jade se alegró entonces de que la puerta del salón fuera gruesa y robusta, y que tuviera una cerradura de hierro.
Cuando se oyeron unos golpes fuertes en los postigos, Jade se levantó tan rápidamente que dio con la cabeza contra la lámpara. Sin embargo, no se trataba ni de cazadores ni de centinelas, sino de Manu y Nell, la mujer desdentada del Mercado Negro, que buscaban protección frente a una patrulla que los perseguía. Con ellos, entró en la casa también el olor a humo de pólvora.
—¡Ha habido presos! —farfulló Nell horrorizada mientras intentaba sostener la taza que Lilinn le había puesto en las manos—. No se trata solo de los ecos. Piensan que hay humanos implicados.
—¿Como autores del atentado? —Lilinn palideció.
Jade tragó saliva. En el pasado había habido algunas revueltas, muestra de ello era la horca que se erguía en la plaza de la Justicia. Otra idea le vino a la cabeza: “Si fue algún humano, entonces los ecos no son asesinos”.
—Hasta ahora, han apresado a veinte personas —siguió explicando Manu—. Está claro que habrá ejecuciones. Se dice que alguien atrae a los ecos. Intencionadamente, ¿comprendéis?
Jade se quedó mirando a Manu como si fuera un fantasma. “Asesinos antiguos, sangre nueva”. ¿Y si Ben sabía algo?
—¿Y qué hay de la gente del río? —quiso saber mientras se restregaba la piel de gallina del antebrazo—. ¿Las estaciones eléctricas han resultado dañadas?
Manu negó con la cabeza.
—No te preocupes por Martyn. Los Feynal fondean desde ayer junto a las Peñas Rojas. Hoy ha habido caídas de suministro, claro, pero las turbinas no están dañadas. No parece que la gente del río tenga que actuar por debajo de las aguas.
Jade suspiró con alivio.
—¿Y… Ben? ¿Lo habéis visto en algún sitio?
Nell soltó una risa nerviosa.
—¿Ese espantapájaros? En cuanto sonó el primer tiro salió corriendo hacia el este como alma que lleva el diablo. Es sorprendente lo rápido que puede correr un despojo humano como él cuando tiene el fuego detrás del culo.
Hacia el este. Mientras los demás seguían musitando entre ellos, Jade se quedó mirando su taza de hojalata con el té frío y recordó el rostro cadavérico de Ben. Era evidente que él sabía algo, pero ¿qué podía ser? ¿Y si fuera cierto que había humanos buscando ecos? La idea era fan espeluznante como asombrosa.
Tal vez Ben sabía contactar con los ecos. De pronto, mientras reflexionaba acerca de la sonrisa irónica del anciano, se hizo la luz en su mente. Una asociación llevó a otra. “¡Calaveras!”, le vino a la cabeza. ¿Qué había dicho Ben? “Las calaveras se guarecen solas. Su palacio es de mármol. Las campanas mudas llaman a la lucha”. ¡El osario! Se encontraba a las afueras de la puerta este de la ciudad. Jade se percató además de otra cosa: ¿cómo había sabido Ben con tanta certeza que el muerto decapitado era un lord?
—Jade, ¿qué te ocurre?
Ella levantó la mirada asustada, y se dio cuenta de que tenía cuatro pares de ojos mirándola. Rápidamente bajó la taza que había sostenido frente a la boca como si se hubiera quedado paralizada.
—No es nada. Ningún problema.
Apenas acababa de articular esa frase cuando retumbó otra explosión atronadora.
—Sí, sí hay problemas —replicó Lilinn con amargura—. Lo están destruyendo todo. Y no les va a temblar el pulso a la hora de matarnos a todos.
—Lo único que hacen es ahuyentar a los ecos de la Ciudad Muerta —la tranquilizó Jakub.
Apenas Jade había podido recuperarse de la sorpresa de oír a Jakub pronunciar la palabra “ecos”, cuando él la volvió a asombrar al rodear con el brazo los hombros de Lilinn, con un gesto protector y tierno. Aunque Lilinn dio un respingo, no rehuyó aquel contacto.
—A nosotros no nos pasará nada —aseveró Jakub.
—¿De veras? ¿Y cómo piensas impedirlo? —objetó Lilinn con dureza.
—Impedir, no podemos impedir nada. Pero estamos juntos —replicó Jakub con una calma que pocas veces Jade había visto en su padre—. Se trata de esto: de estar y permanecer juntos pase lo que pase.
Aunque mientras hablaron ninguno de los dos se miró a la cara, se palpaba entre ellos una nueva confianza, como si Jakub hubiera tendido la mano y la desdichada Lilinn se la hubiera aceptado.
La bestia de Faun gruñó, gimoteó y después enmudeció. Cuando oyó aquellos ruidos, Nell palideció.
—En cuanto cese la orgía de sangre, los supervivientes volverán a asomar —prosiguió Jakub—.
Así es la guerra. O mueres, o sobrevives y encuentras un modo de seguir adelante. Tenemos que esperar y resistir. Y luego, a seguir pagando nuestros tributos y no entrometernos en los asuntos de la Lady o de los lores. Así es nuestra vida, nos guste o no.
Jade apretó la mano en la taza. Aquel era el Jakub que ella conocía; pero en esa ocasión aquella resignación la indignó sobremanera.
—¡Pues no nos gusta! —exclamó, vehemente—. ¡Y a ti, Jakub, tampoco te gusta!
Nell asintió; por suerte se percató a tiempo de que no era una buena idea escupir contra el suelo recién fregado de la cocina.
—¡Lo juro! —musitó Jade—. Si por mí fuera… Si de verdad hubiera rebeldes…
Jakub dio un puñetazo en la mesa.
—¡Esto en mi casa no se dice! —bramó—. ¿Es que estáis locos?
Lilinn dio un respingo; con la mano izquierda vendada agarró en un acto reflejo la taza que estuvo a punto de caer al suelo.
—No es tu casa —replicó Jade tranquila mientras sentía que el corazón le latía con rapidez. Jamás había dicho esa verdad, pero en ese momento, en medio de truenos y disparos, le pareció lo único correcto—. No tenemos ningún derecho. Eso tú lo sabes igual que yo.
Al decir aquello, le pareció que se quitaba un peso de encima.
—De hecho —prosiguió, repitiendo en voz baja lo que pensaba—, no somos mucho más que meros esclavos.
—Jakub no —dijo Manu con una sonrisa—. El sabe relacionarse con los lores y mantiene buenas relaciones con el prefecto de la Lady.
—Y por esto precisamente la chusma del Mercado Negro como vosotros puede venir a mi casa con toda la tranquilidad —gruñó Jakub—. ¡Y ahora, ni una palabra, a menos que queráis hacer una visita a las patrullas de ahí fuera!
—¿Quién nos puede oír? —dijo Manu—. ¿Los cangrejos de la olla? Admítelo, Jakub. Tú no eres como ellos. No has traicionado a nadie, y siempre que puedes ayudas a “la chusma del Mercado Negro”. Cualquier ciego vería que aborreces este caldo tanto como nosotros. Por debajo de la mesa, Jade dio una patada de advertencia a Manu, pero eso no lo detuvo.
—Tú, como nosotros, si pudieras echarías a la Lady de la ciudad cuanto antes.
—¡Cállate! —dijo Nell mirando aterrada alrededor.
Jakub se levantó de un salto.
—¡Cuidado con esa lengua!
—¡Basta! —ordenó Lilinn con voz tranquila. Para sorpresa de Jade, los puños apretados de Jakub se relajaron—. Todos sabemos que Jakub tiene razón —prosiguió la cocinera—. Podéis estar contentos de que os haya abierto la puerta.
El asombro dejó a Jade boquiabierta. Por el rostro de Manu se deslizó un asomo de preocupación.
—Y ahora, vamos a olvidar todo lo que aquí se ha dicho —dijo Lilinn con una sonrisa tranquilizadora—. ¡Oye, no me miréis como si fuera una espía de la Lady!
Manu suspiró con alivio, pero no dijo nada. Jade esquivó la mirada escrutadora de Jakub y clavó la vista en la mesa en la que se veían las muescas de un número incontable de cortes de cuchillo. Entonces tomó una decisión: Jakub podía esconderse en el Larimar y ganar a Lilinn para su causa, pero ella no estaba dispuesta a agachar la cabeza. Primero averiguaría lo que contenían las cajas de la cuarta planta. No podía haber una oportunidad mejor que la de ese mismo día. Y al día siguiente tal vez iría a ver a Ben. Si no se equivocaba, él no estaba tan loco como se creía. A menos que estuviera equivocada, él le había indicado de un modo muy preciso el lugar exacto donde encontrarlo.