Sol y luna
Soñaba con los reflejos del río, con más de diez reflejos de sí misma que bromeaban y le hacían burla gritando «Sinahe!» y haciéndole muecas. Y estaba también esa cazadora apuntándola mientras Jade, desesperada, trepaba por un muro procurando no caer. Al fin se despertó sobresaltada con un grito y necesitó varios segundos para darse cuenta de que estaba a salvo y de que se encontraba en la cama de la habitación blanca.
Le gustaba pasar la noche en esa habitación de la segunda planta porque tenía un baño prácticamente intacto y conservaba los cristales. La lluvia repiqueteaba en la ventana, y el cielo conservaba aún el gris de la noche.
«Tengo que ver a Martyn», se dijo. Aturdida todavía por el sueño, saltó de la cama. Al dirigirse al baño, estuvo a punto de tropezar. La noche anterior había cogido agua de la cocina para limpiarse las manos tras haber estado trabajando en el ascensor. Aunque en el cántaro que había junto a la bañera se veían huellas de grasa, en él todavía quedaba agua limpia. Jade se sobresaltó al notar el agua helada en la piel, y a continuación intentó borrar de su mente las imágenes de su pesadilla.
El hotel todavía dormía; era tan temprano que ni siquiera Lilinn se había despertado. Jade descendió con sigilo por la escalera, dejó una nota en la pizarra que había junto al ascensor y se deslizó a la calle por la puerta lateral.
La llovizna prendía en su pelo mientras corría hacia el puerto siguiendo el curso del Wila, pasando frente a botes de pescadores y redes desplegadas. Junto al agua había dos hombres elegantemente vestidos, acaso invitados de algún lord. Llevaban unas túnicas largas anudadas con fajas de seda, y tenían la mirada en un grupo de cisnes negros que avanzaban contracorriente.
Las nuevas casas cercanas al puerto, que habían surgido como de la nada en los últimos años, parecían fundidas en el cielo matutino por el color grisáceo de sus fachadas. Jade se apresuró a atravesar una gran plaza de festejos situada junto a las aguas. Había ido avanzando cada vez más rápido hasta que al final se encontró corriendo. Las plantas de sus pies golpeaban la piedra lisa. Como tiros, pensó. Por vacías que estuviesen las calles a primera hora de la mañana, el puerto, situado en la desembocadura, no descansaba jamás.
A Jade le encantaba aquella vista: la cadena de rocas fortificada alzándose en la extensa desembocadura del río que, como un brazo de piedra protector, abrazaba la bahía del puerto.
En el extremo de la cadena rocosa se erguía el faro de piedra blanca. Frente a él, sobre las aguas negras, refulgía la nave de la Lady, una suntuosa embarcación, esbelta y dorada. Y detrás, extenso y misterioso, como un espejo gris oscuro que reflejaba las nubes, se abría el mar.
Se oyó un silbato. Jade aguzó la vista y escudriñó hacia la derecha de la bahía del puerto, donde se encontraban los embarcaderos. Hacía unos días que había amarrados allí dos colosos de hierro, unos barcos mercantes de las islas Meridionales. Esos mercaderes habían llegado a primera hora para servir vino y otros productos para una de las numerosas fiestas del palacio de Invierno. Acababa de llegar también una coca ricamente decorada cargada de especias. Justo al lado de la coca, estaba el transbordador de los Feynal. Iba, curiosamente, muy cargado, como si hubiera hecho una travesía nocturna. En ese momento, se estaban descargando unas cajas del barco por medio de una polea. Las gentes del río dirigían la maniobra con silbidos y señas. Dos perros grises y desgreñados atados a la borda seguían con atención y desconfianza todos y cada uno de los movimientos.
Jade reconoció a Martyn desde lejos entre las gentes del río. Su cabello era tan claro que por las puntas parecía dorado, y lo tenía todavía más rizado que Jade. El pañuelo que llevaba anudado a la frente era de un color rojo intenso, igual que el cinto del que pendía todo tipo de ganchos y herramientas. Las demás gentes del río preferían llevar una vestimenta más oscura. A Martyn, en cambio, le encantaban los colores del fuego.
Cuando Jade llegó junto al barco, él se volvió hacia ella de inmediato, como si lo hubiera llamado. Era inquietante cómo él parecía percibir su presencia cuando ella estaba cerca. Una sonrisa le recorrió el rostro, y ella no pudo más que responder con otra. Martyn, a diferencia de Arif, el hermano mayor, que era sombrío, reservado y poco dado a las risas, parecía concentrar en él toda la claridad. El sol y la luna, así llamaba Jade a los hermanos para sí misma. Si bien, en ese preciso instante, Martyn más bien era un sol calado por la lluvia. Tenía la camisa totalmente empapada y pegada a los hombros.
—¡Cuando se te ve tan pronto por la mañana en el puerto es que quieres algo! —le gritó contento mientras saltaba del barco al muelle para plantarse ante ella con los brazos cruzados—. Vamos, desembucha. ¿Qué pasa?
—Aceite para las lámparas —respondió Jade sin rodeos—. Todavía os queda un poco. Me basta con media lata.
Los ojos de Martyn brillaron divertidos.
—¿El Larimar vuelve a estar a oscuras? Pues, sí, todavía me queda un poco de aceite. De todos modos, mi ninfa, no sé si alcanzará para media lata. Depende de lo que yo obtenga a cambio.
Su sonrisa se ensanchó.
—Déjate de ninfas y guárdate esta sonrisa seductora para las damas comerciantes —repuso Jade con tono seco—. A fin de cuentas, todavía me debes algo por los cabos.
De pronto, Martyn se puso serio y la escrutó muy atentamente. Parecía como si su mirada alegre fuera capaz incluso de leerle el pensamiento.
—¿Qué te ocurre? —preguntó entonces de golpe—. ¿Acaso esta noche has visto un fantasma?
—Peor que eso.
El último resto de la sonrisa de Martyn se desvaneció.
—Ayer me ocurrió una cosa cuando iba con Lilinn al mercado, necesito hablar contigo de esto con urgencia y…
—¡Martyn! —atronó Arif—. ¡Deja ya de hacer el vago! ¡Vamos!
Martyn se volvió hacia su hermano y le hizo un gesto de impaciencia. Luego posó las manos en los hombros de Jade. A ella aquel gesto le resultó infinitamente familiar y tranquilizador. Resultaba incluso demasiado fácil perderse en los ojos, verdes como el Wila, de Martyn.
—¡Aguarda aquí! —le susurró a Jade—. Estamos a punto de terminar la descarga. Luego hablamos tranquilamente, ¿de acuerdo?
Jade asintió.
—¿Cómo vais tan pronto con un cargamento? —preguntó en voz baja—. ¿De dónde salen esos perros y todas las cajas?
—De las Tierras del Norte.
Las Tierras del Norte… Jade abrió la boca con asombro. La tierra más allá del mar de Hielo, a unos diez días de viaje de allí.
—Ayer un barco dejó el cargamento y a dos pasajeros al oeste de la desembocadura, junto a las Peñas Rojas.
—¿Y por qué no lo hizo aquí?
—¿Y yo qué sé? Puede que no tuviera autorización para entrar en el puerto. El caso es que unos centinelas nos han sacado de la cama en mitad de la noche y nos han ordenado que recogiésemos el cargamento y las personas. —Dio una palmadita a la bolsa de dinero repleta que llevaba a un lado del cinto—. Parece que, por lo menos, algún lord se rasca un poco el bolsillo para transportar su entretenimiento hasta la ciudad.
—¡Martyn, maldita sea! ¿Duermes, o qué? —bramó Arif. Martyn suspiró, pero soltó a Jade y regresó al barco.
Ante el barco se había agolpado un buen puñado de gente. Incluso en la borda de la coca había curiosos apoyados, ansiosos por ver, tal vez, un accidente. Sin embargo, para su decepción, Jade no vio a ningún nórdico. Se decía que eran bajos y corpulentos, que llevaban el pelo anudado en trenzas y que lucían corazas de cuero, pero todo lo que pudo ver a primera vista fueron dos cazadores sin perros y algunos estibadores y porteadores. La visión de los cazadores inquietó a Jade más de lo que le hubiera gustado.
En ese instante, las gentes del río empezaron a alzar una caja con la ayuda de una polea. Era más alta que un hombre, y presentaba algunas rendijas entre los maderos, como si se tratara de orificios de respiración.
Martyn agarró el cabo guía que su hermano le había lanzado y ayudó a colocar la caja en la posición adecuada. Lentamente, esta osciló por encima del foso de agua y permaneció suspendida sobre el grupo de curiosos.
—¡Abajo! —gritó Martyn.
La caja empezó a descender entre bandazos. El gentío retrocedió de inmediato; tan solo una figura tocada con un abrigo con capucha totalmente oscurecido por la humedad vaciló antes de dar un paso al lado.
La caja osciló ligeramente, como si en su interior un ser vivo desplazara su peso. Un peso considerable. Jade intentó adivinar qué animal podía haber en la caja. ¿No eran arañazos lo que se oía cuando las sogas se detenían por un instante? ¿Podía ser un oso? Muchos loros tenían casas de fieras. Jade todavía no había visto ninguna, pero a veces, a primera hora de la mañana, si el viento soplaba en buena dirección, oía a lo lejos rugidos como los de los felinos, y chillidos de pájaros exóticos.
—¡Cuidado! —gritó Martyn.
Demasiado tarde. El cabo guía que Arif sostenía se soltó, y la caja giró a un lado con una fuerte sacudida. Los curiosos gritaron y se pusieron a salvo; en cambio, el hombre del abrigo no retrocedió ni un paso.
—¡Hatajo de idiotas! ¡¿Os habéis vuelto locos?! ¡Id con cuidado! —gritó.
Aquella voz masculina era joven y temblaba de rabia. Jade no podía ver la cara de aquel hombre, que estaba de espaldas a ella con la capucha tapándole el cabello. Con todo, bajo el abrigo empapado, se adivinaba una figura alta.
Arif se volvió como mordido por una víbora. La ira centelleaba en sus ojos oscuros.
—¿Me estás llamando idiota? —atronó dirigiéndose al forastero. Tiró la soga al suelo sin más—. ¡Si es así, encárgate tú mismo de bajar esta maldita cosa!
Cruzó los brazos y se retiró. La caja empezó a deslizarse por la eslinga.
Algunas gentes del río lanzaron una carcajada, y Elanor, la compañera de Arif, una mujer corpulenta de pelo rojizo y corto, chasqueó la lengua en señal de burla. Tampoco Jade escondió su sonrisa. Aquel tenía que ser forastero porque todos los habitantes de la ciudad sabían lo orgullosas y susceptibles que eran las gentes del río. El hombre, sorprendido, solo vaciló un instante, pero acto seguido, tras proferir una maldición en el extraño y rudo idioma de los nórdicos, corrió y saltó a bordo. Por un instante lleno de inquietud, a Jade le pareció ver dos imágenes superpuestas. Esos movimientos flexibles, casi fluidos, el andar elástico…
Dio un respingo asustada. «No, eso es imposible», se dijo para tranquilizarse a la vez que entrelazaba los dedos de las manos.
El forastero asió la soga en el momento preciso, esto es, antes de que la caja volcara definitivamente a un lado. Un gruñido amortiguado atravesó la madera. Sin duda, eso no sonaba como un oso. Jade sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Oyó entonces un estertor acompañado de unos sonidos roncos. Seguramente, aquel era el ruido que hacían los criminales al ser colgados de la soga del patíbulo. El grupo de curiosos se apresuró a dar otro paso atrás entre cuchicheos.
El desconocido agarraba la soga con todas sus fuerzas, mano sobre mano. La temible semejanza con el eco había desaparecido con la misma rapidez con que había surgido. En ese momento, en el transbordador, solo había un hombre de una agilidad sorprendente. Jade se sintió aliviada.
En cuanto la caja estuvo a salvo en el suelo, el forastero saltó del barco y se acercó a la jaula de madera. Era delgado y musculoso, y sus movimientos resultaban algo felinos. Jade tuvo que admitir a su pesar de que tenía curiosidad por verle el rostro.
Como si la presencia del hombre la hubiera alentado, la gente fue acercándose de nuevo lentamente a aquel bulto extraño. Los porteadores se apresuraron a soltar las sogas y se dispusieron a levantar trabajosamente la caja hasta un carro que aguardaba cerca. Jade alargó el cuello para ver, pero el desconocido se colocó detrás del bulto y desapareció de su vista.
—¡Jade, vamos, deja ya de vaguear! —le gritó Arif con malos modos—. ¡Haz algo útil y ve a la bodega! Necesitamos todas las manos posibles.
No se lo hizo repetir. En el transbordador de los Feynal, Jade se sentía tan en casa como en el hotel. Aunque incluso de pequeña pasaba días enteros con Martyn en el río, cada vez que cruzaba la frontera líquida entre tierra firme y la cubierta del barco, volvía a sentir un hormigueo en el estómago. Era una sensación de libertad y de lo desconocido. Con la misma fuerza con que Martyn deseaba tener su propio barco, Jade ansiaba conocer lugares lejanos.
Sin agarrarse a nada, descendió por la empinada escalera que conducía a la bodega, saltó los últimos escalones y, de pronto, se detuvo, asombrada ante el gran número de cajas. La bodega, en la que por lo general había las hamacas y los efectos personales de las gentes del río, estaba llena hasta los topes.
—Son todo jaulas —exclamó Martyn por la escotilla que se abría sobre la cabeza de Jade a la vez que bajaba hacia donde ella se encontraba. El paso entre la bodega y la escalera era tan estrecho, que sus brazos se tocaron. Jade disfrutó de aquel momento de cercanía.
—¿Qué hay en las jaulas? —preguntó.
Martyn se encogió de hombros.
—No nos lo han dicho —musitó.
Jade intentó vislumbrar algo entre las rendijas de los maderos de una caja, pero era evidente que quien las había construido se había esforzado mucho para impedir que ninguna mirada penetrara en el interior.
—¿No serán animales extraños de las Tierras del Norte? —reflexione—. Jakub dice que allí hay unos lobos de un tamaño no mayor al de un gato.
—Pues el ruido no es precisamente el de las garras de un lobo —repuso Martyn—. Y Arif jura y perjura que ha oído bufidos.
—¿Y qué hay en la caja grande que se ha descargado ahí fuera?
—Otro misterio. Es un regalo, más ya no sé. —Martyn bajó la voz—. Sea lo que sea, no quisiera verlo. Esta noche me han despertado los aullidos que profería esa cosa. Ya te digo que odia el agua. Y me imagino que también odia a los humanos.
Jade tragó saliva.
—Bueno, ¿y os han dicho, por lo menos, qué pretenden hacer con los animales? ¿Acaso esos nórdicos son una especie de feriantes?
Una risa grave sonó procedente de la parte posterior de la bodega.
—Sí, una especie de feriantes —dijo una voz agradable y melódica—. Aunque a mí me gusta definirme como coleccionista.
El hombre que apareció en el pequeño pasillo que quedaba entre las cajas amontonadas se ajustaba mejor que su compañero a la imagen de nórdico, aunque él tampoco llevaba trenzas ni coraza de cuero. Tenía el sombrero de fieltro empapado, y debajo del ala se dibujaba un rostro enjuto y arrugado con una barba castaña cuidadosamente afeitada. Sus pómulos altos le daban una apariencia extraña y dura, pero tenía unos ojos amables de color marrón aterciopelado que conquistaron a Jade. Eso y también la capa de aspecto aventurero hecha con tiras de pieles de animales distintos. Una parte estaba hecha con piel de foca manchada, pero Jade descubrió también pieles de animales que ella no había visto jamás.
—¿Habéis cazado todos los animales en persona? —se oyó preguntar—. ¿Para luego adiestrarlos?
El hombre volvió a soltar una carcajada.
—Digamos que los he sabido atraer. Obedecen mi voz. En las Tierras del Norte, este es un arte muy apreciado.
Jade había oído decir que había personas con voz seductora capaces de someter incluso a los felinos. No era difícil imaginar que aquel hombre tuviera ese don. Hablaba con una salmodia suave, y su voz, a pesar de que sonaba algo áspera, tenía un tono casi hipnótico. Sin embargo, ni siquiera la melodía hipnótica de sus palabras logró que Jade olvidara la pregunta más importante.
—¿Qué hay en la caja grande?
Una sonrisa se desplegó como un abanico por el rostro arrugado.
—Todo el mundo pregunta lo mismo —respondió misteriosamente—. Y tampoco a ti te lo voy a decir. De hecho, se trata de un obsequio muy especial procedente de las Tierras del Norte. Sería una lástima que toda la ciudad lo supiera antes de que lo vea la persona a quien va destinado.
—Pero es un animal de presa, ¿verdad? —insistió Jade—. Tal vez es algo parecido a un oso, ¿no? ¿Lo llevarán a una casa de fieras?
—Tú no te rindes fácilmente, ¿verdad? —El nórdico rió de buena gana—. De todos modos, yo soy tan discreto como tú insistente. Y ahora, llevad las cajas arriba y que no caiga ninguna. —Aquello tenía más el tono de una exigencia que de una petición—. Y ni se te ocurra abrir alguna de ellas. Mis protegidos pueden ser pequeños, pero son capaces de provocar desgracias.
—¿No serán venenosos? —quiso saber Martyn.
—No, venenosos no, pero son bastante mordedores —apuntó el nórdico—. Y estoy seguro de que no queréis quedaros sin ojos, ¿verdad? A ver, ¿me permitís?
Jade y Martyn se hicieron a un lado para permitirle el acceso a la escalera. El olor a tabaco y a jabón para cuero se coló por la nariz de Jade. Cuando el forastero pasó entre ellos, Jade notó el tacto de la piel de pantera de las nieves de las mangas en el dorso de las manos. Un escalofrío le recorrió la espalda. Ahí tenía muy próximas las tierras lejanas y el peligro.
Cuando se hallaba a media altura de la escalera, el forastero se volvió de nuevo hacia ellos.
—Tenéis una ciudad bonita —dijo de buen humor haciendo un guiño a Jade—. En nuestro país se habla mucho de ella, y tengo muchas ganas de visitarla por fin en persona.
Las gentes del río habían formado una cadena que comenzaba con Jade y Martyn. Las cajas de las jaulas iban pasando de mano en mano. Tocarlas resultaba inquietante. A veces, Jade oía algo así como crujidos amortiguados o rasguños, pero, en cuanto tocaba la jaula, la criatura del interior se quedaba quieta, como si se agazapara en actitud expectante y aguzara el oído con la misma tensión que ella. Solo en una ocasión notó cómo la caja se le agitaba en las manos, como si el animal del interior se revolviera contra las paredes de la jaula, y se sintió muy aliviada al pasar la carga.
Aunque en sí las cajas no eran demasiado pesadas, tardaron más de una hora en despejar la bodega. Al poco rato, Jade estaba totalmente sin aliento y los brazos y la espalda le dolían. Por fin llegó a la última caja. Se enderezó y echó un último vistazo de comprobación en los rincones más ocultos de la bodega. Normalmente, las gentes del río dormían ahí abajo; sin las hamacas ni las paredes divisorias, la sala resultaba desacostumbradamente vacía. Descubrió en un rincón todavía dos cofres.
Jade se inclinó hacia la caja y la levantó. Un dolor intenso le atravesó los dedos.
La caja estuvo a punto de caérsele de las manos, pero en el último momento logró sostenerla con la mano derecha y sacudió la mano izquierda herida. Notó algo minúsculo y húmedo en los labios.
—¿Qué ocurre? —exclamó Martyn.
—¡Nada! —repuso ella de mala gana—. Una astilla, o un clavo.
Un sabor metálico y salado le recorrió la lengua. La gota en los labios… ¡era de sangre! Entonces notó en el dedo índice un punto húmedo, caliente e intenso. En la yema de los dedos, en la parte más sensible, le faltaba un pequeño pedazo de piel. Jade renegó y giró la caja con cuidado para mirar la parte posterior. En efecto, faltaba un trozo de madera, pero la apertura, apenas mayor que una uña, no presentaba ni cantos afilados ni astillas. ¿Cómo podía haberse hecho daño? Escudriñó con cuidado por la abertura y retrocedió de inmediato. Un ojo negro cristalino la miraba fijamente con ganas de atacar.
—¿Quedan más? —gritó entonces Elanor desde cubierta.
—¡Es la última! —respondió Martyn quitando a Jade de las manos la caja maltrecha.
—¡Cuidado! ¡La caja tiene un orificio!
Pero Martyn no la oyó porque se apresuró a subir la escalera y a unirse a los demás. Los zapatos creaban un ritmo de percusión irregular en la cubierta.
Jade, desconcertada y con el corazón agitado, se rezagó. La herida no era profunda, era apenas un arañazo. Se preguntó si tal vez, pese a todo, se había herido con la madera. Se metió el índice en la boca y aspiró hasta que dejó de sangrar.
En la cubierta se oían gritos, y Jade subió la escalera a toda prisa. Había dejado de llover, el cielo estaba despejado y refulgía en un blanco transparente. Jade parpadeó ante aquella luminosidad repentina y, en su carrera, chocó contra alguien que estaba de espaldas a la escotilla. El golpe la dejó sin aliento e hizo que se tambaleara a un lado. Un objeto blando y pesado cayó al suelo con un ruido sordo. Algo húmedo le tocó la mano, vislumbró un abrigo agitándose y luego tropezó contra una bolsa de viaje muy abultada que era evidente que había caído al suelo. Martyn la asió por la muñeca antes de que cayera encima y la ayudó a recuperar el equilibrio.
El reniego en una lengua extranjera le sentó como una bofetada. Jade levantó la vista irritada. Tenía justo delante de ella al hombre del abrigo con capucha. Le sacaba una cabeza de altura. Como estaba a contraluz, no podía ver bien su rostro.
—¡Que sea la última vez! —siseó el forastero inclinándose para recoger la bolsa.
—¡Y tú no te pongas en medio! —replicó Jade con el mismo tono.
El forastero se incorporó con actitud amenazadora. Jade cruzó los brazos y levantó la barbilla.
—¿Y bien? —preguntó desafiante.
El se retiró un poco la capucha con un gesto airado. Jade no esperaba que fuera tan joven. Calculó que a lo sumo tendría diecinueve años, y su rostro era de una belleza austera e impresionante. El cabello, ondulado y de color rubio claro, le caía sobre la frente. Tenía la boca ancha, unos labios tal vez demasiado finos pero bien definidos, y la nariz dibujaba un delicado arco, parecido al de los bustos de muchas esculturas. Pero los ojos… su mirada era inquietante. Eran de color pardo, casi negro, lo cual impedía distinguirle las pupilas. Había algo centelleante en ellos, tal vez irritación, o tal vez mera rabia. El joven nórdico frunció el entrecejo y miró a Jade con asombro, como si hubiera visto un fantasma…
Aquella reacción no era nueva para Jade. Mucha gente, cuando la veía por primera vez, reaccionaba igual que él al verle los ojos. Eran de un color muy poco habitual, de color turquesa claro y transparente teñido de un velo verde. «El Wila te besó cuando estabas en la cuna», le decía Jakub de pequeña.
Normalmente, en cuanto se acostumbraban a su imagen, la gente le sonreía; sin embargo, la boca de ese hombre adoptó una mueca dura. La hostilidad siniestra que ardía en esos ojos casi negros la estremeció. Por un instante, le pareció que ese hombre atraería hacia él toda la claridad y la transformaría en algo siniestro. Tuvo que hacer un esfuerzo por mantener su actitud de fría superioridad.
—¿Qué? —preguntó ella—. ¿Te disculpas? Que yo no conozca tu lengua no significa que tengas derecho a insultarme.
—No he dicho nada de lo que deba disculparme. —El tono de voz era bajo pero amenazador—. Y ahora, apártate de mí.
—¡Mucho cuidado con lo que dices! —intervino Martyn con tono tranquilo.
Dio un paso al frente y se puso junto a Jade, muy cerca, de tal modo que sus hombros se tocaban. Jade observó que las gentes del río también habían abandonado sus tareas y los miraban. Una sola palabra de ella o de Martyn, y toda la familia de Arif acudiría en su ayuda. Pero aquel hombre rubio no se dejó intimidar ni en lo más mínimo. Enarcó la comisura de los labios e hizo un gesto de desdén.
—¡Pero qué valiente…! —se mofó—. Cuando hacen corrillo, incluso los perros más roñosos se ven capaces de atacar a un oso, ¿no es cierto?
El aire se podía cortar, los puños estaban apretados dentro de los bolsillos. Uno de los perros atado con correa gruñó. Jade notó cómo el brazo de Martyn se tensaba.
—Si hay alguien aquí que se comporta como un perro roñoso eres tú —repuso Martyn con una calma todavía más amenazadora.
Aunque a Jade la sangre le hervía de rabia, asió a Martyn por la muñeca.
—No —musitó a su amigo—. Déjalo.
—Tranquilizaos, amigos —intervino entonces una voz suave. El nórdico de más edad se acercó y posó una mano en el hombro del hombre rubio—. Aunque el viaje ha sido muy cansado y no estás de humor, no es motivo para que descargues tu rabia en la barquera.
—¿Te parece que es eso lo que estoy haciendo, Tam? —replicó el forastero con una sonrisa irónica y sin un asomo de humor.
El nórdico se limitó a sonreír, y luego le dio una palmadita en la espalda.
—Déjala tranquila. Y apresúrate con el equipaje. Ya hemos perdido mucho tiempo con el transbordo.
Jade habría jurado que aquel criado —pues eso era lo que parecía ser el desconocido— replicaría, pero se relajó claramente y asintió. «Parece como si se quitara un peso de encima», se dijo ella asombrada. Tal vez, al fin y al cabo la idea de enzarzarse en una pelea con las gentes del río le había asustado. Lo cual, de ser cierto, sería señal de que, pese a toda su arrogancia, el hombre aún conservaba un poco de sentido común.
El nórdico se ciñó bien el sombrero, se acercó a los perros y soltó las correas de la borda. Los animales, que hasta entonces habían mantenido una actitud amenazadora, se convirtieron en unos cachorros juguetones y le recibieron con gimoteos de alegría, saltos y peleas por lamerle la mano y la cara. Tam no se lo permitió, tomó las correas, saludó con la cabeza a las gentes del río para despedirse y desembarcó.
El hombre rubio dirigió a Jade una mirada siniestra que la dejó helada y sobrecogida.
—Nunca más te vuelvas a cruzar en mi camino —masculló en voz baja.
—Y tú no vuelvas a cruzarte en el de ella —masculló Martyn—. Nos tienes a todos en contra. No lo olvides.
El forastero sonrió con sorna, se cargó con facilidad la abultada bolsa de viaje a los hombros y abandonó el barco a grandes zancadas.
—¡Qué tipo tan miserable! —musitó Martyn con los dientes apretados de rabia—. Esta noche ya se ha puesto como un basilisco cuando al cargar una de las cajas ha sufrido un golpe.
Jade soltó la muñeca de Martyn y se hizo a un lado. No quería de ningún modo que su amigo notara que temblaba, aunque no sabía si era de rabia o de miedo. Le fastidiaba que aquel desconocido hubiera logrado sacarla de sus casillas. Con todo, no pudo evitar observarlo mientras se marchaba.
—Olvídalo —murmuró—. Solo es un imbécil.
—¡Oye, Martyn! Tu pequeña está pálida del susto —gritó Elanor—. Vamos, consuélala y dale un besito…
Martyn y Jade le lanzaron una mirada de enojo.
—Bésala tú, Elanor —gruñó Martyn.
Las demás gentes del río se echaron a reír.
—¡Uy, qué susceptible! —se mofó Elanor—. Si mal no recuerdo, el verano pasado no teníais tantos reparos…
—Vámonos —dijo Jade enojada tomando a su amigo de la manga.
En el transbordador, las riñas y las risas eran habituales. De noche se jugaba a las cartas o a los dados, y se cantaba, se cenaba, se dormía y se montaba guardia. En cambio, el amor, los besos y los cuchicheos secretos raramente se daban, y quien quería estar solo tenía que encontrar un rincón apartado de los demás. A veces, Jade tenía la impresión de que a las gentes del río les gustaba tanto hablar de amor y de pasiones porque en el barco vivían tan apretados que los secretos y los sentimientos apenas tenían cabida.
Cerca del faro había un sitio muy adecuado para decirse cosas lejos de los oídos de los otros. El verano anterior, en un lugar abrigado entre los peñascos claros que rodeaban el puerto, Martyn había colocado a modo de asiento unos cuantos barriles vacíos. Aquel rincón medio escondido junto al mar era el lugar favorito de quienes se sentían muy desgraciados o muy enamorados; no obstante, aquel día, Jade y Martyn hallaron el escondite sin gente.
Jade se desplomó sobre uno de los barriles y se apretó las rodillas contra el pecho. Martyn no cometió el error de atosigarla con preguntas. Tal vez aquello fuera lo que había acabado con los besos de ella. ¿Cómo amar a alguien que siempre hace lo correcto?
Permanecieron un buen rato contemplando cómo en el horizonte la desembocadura se fundía con el mar. Desde allí, forzando un poco la vista, se podía ver también la isla de la Prisión, un peñasco pelado con una fortaleza cuadrada y maciza que ningún preso abandonaba con vida. Al final, Jade inspiró y empezó a hablar. Esta vez sin omitir nada. Martyn no era de los que rehúyen los problemas. Ni tampoco era alguien como Jakub, a quien Jade tuviera que salvaguardar de toda preocupación.
Él escuchó sin interrumpir y, cuando ella hubo acabado, tampoco dijo nada durante un buen rato; se limitó a abrazarla por los hombros y a acercársela. En esa ocasión, el gesto no era un recuerdo de tiempos pasados, y Jade lo aceptó y cerró los ojos. Creía haber superado ya el momento en que los cazadores la habían apuntado, pero entonces notó cómo el nudo del miedo y el horror le apretaba en el estómago.
—¡Válgame el cielo, Jade! —dijo Martyn, consternado, al cabo de un rato.
—O dices algo útil o mejor te callas —musitó ella—. No necesito más reproches, ¿está claro?
—¡Pero dejaste escapar al otro eco! ¿En qué pensabas?
—¡Y yo qué sé! —Jade se soltó con fuerza del abrazo—. Pensé que tal vez no era una bestia. Por otra parte… seguro que los cazadores lograron dar con su pista.
—Lo dudo. En la ciudad se rumorea que los cazadores eliminaron un eco en el Lomo de Gato.
Jade se estremeció. Eliminaron. Ayer, ella también habría empleado la misma palabra.
—Un eco… —subrayó Martyn—. No dos.
—Entonces es que huyó. Lo ahuyentaron.
Ella misma se dio cuenta de que todo aquello sonaba muy mal.
—¿Se lo has contado a Jakub?
—Por supuesto que no —repuso ella con enfado.
Martyn calló y se mordió el labio inferior.
—Bueno, a ver, ¡¿qué?! —gritó Jade, impaciente—. ¡Si quieres decir algo, dilo ya de una vez!
—Todavía no lo sabes. —Cuando los ojos de Martyn se apagaban, era incuestionable que algo no iba nada bien—. Ayer hubo otro asesinato. Hallaron a un centinela junto a la puerta norte del palacio. Degollado.
De pronto, Jade se sintió mareada. El barril en el que estaba sentada parecía mecerse con las olas. Martyn permaneció en silencio, mirando el horizonte. No tenía que decir nada, Jade sabía que en ese momento ambos pensaban lo mismo.
«¿Y si por mi culpa han asesinado al centinela?». Jade se quedó mirando el remanso de agua clara que se formaba entre las rocas con la marea alta. En él, unos pequeños jaramugos tiraban de los hilos de un trozo de soga que había quedado enredado allí.
—¿Se lo has contado a alguien más? —preguntó Martyn con una gravedad que ella no le conocía.
Jade negó con la cabeza.
—Bien. Si es así, guárdatelo para ti. Si se llega a saber, te podría costar la cabeza.
—Es que… parecía tan humano… —repuso Jade con tristeza—. Sinahe. Uno de ellos me dijo eso. Me pareció que no solo podían imitar palabras humanas. Tuve la impresión de que disponen de una lengua propia…
—Pero no era humano —le interrumpió Martyn con dureza—. ¿Acaso tienes la sangre transparente? No. ¿Lo ves? Y eso que has oído bien podría ser un siseo, un ruido del cual tú has inferido una palabra.
—Pero ¿de dónde salen ahora los ecos de pronto? ¿Por qué se atreven a entrar en la ciudad?
Martyn carraspeó.
—Nadie sabe de dónde salen. Se dice que antes existían, pero nadie lo sabe con certeza. Si a Ben le quedara algo de juicio en la cabeza, tal vez se acordaría.
«Ben, el viejo loco…». Jade, pensativa, se quedó mirando las aguas.
—Son como animales de rapiña —prosiguió Martyn—. Aparecen porque huelen la carnaza. No querrás que te recuerde cómo quedó aquel cadáver del río que…
—No —le interrumpió Jade. Martyn calló.
—Había tres muertos. Y desde ayer suman ya cuatro —constató Jade—. ¿Qué pasará si aparecen más ecos?
Martyn suspiró.
—No se sabe. Un eco es capaz de matar a mucha gente. Y tú tienes buenas posibilidades para ser la siguiente si continuas siendo tan cabezota y te dedicas a seguirles el rastro.
Resultaba desconcertante lo bien que Martyn la conocía.
—¿Es que no te importa lo que ocurre? —le espetó Jade—. El eco de ayer no tenía garras, ni su lengua era como un puñal. Y tenía miedo, como una criatura sensible. ¡Lo vi con mis propios ojos! Tengo que averiguar de dónde salen y qué es lo que… quieren.
—Pero ¿tú oyes lo que dices, Jade? —le espetó Martyn—. Solo quieren una cosa, y sabes perfectamente qué es. Tal vez resultan atractivos, quién sabe. Puede que haya más de una especie. Pero son malvados. Y siembran la muerte. ¿Le viste acaso la cara, al otro eco? Tal vez entonces te hubieras encontrado con un monstruo. Prométeme que no te vas a poner en peligro.
Jade bajó la cabeza y miró su reflejo, que temblaba por los movimientos de los jaramugos. «Entonces, Martyn, lo haré sin ti», se dijo. La muchacha de cabellera oscura del agua esta vez no la saludó, sino que sacudió la cabeza en señal de advertencia.