Capítulo 2

El corazón de la casa

El hotel Larimar era anterior al reinado de la Lady, y existía incluso antes de la construcción del puente de los Grifos. Había quien afirmaba que era incluso más antiguo que la Ciudad Muerta. De hecho, Ben, el centenario desdentado que pedía limosna en el mercado del puerto, en sus momentos de lucidez recordaba haber contemplado de niño las dos anguilas de piedra que, a modo de decoración grotesca, se retorcían en torno a una ventana redonda de la fachada del hotel. La entrada principal de aquella antigua casa señorial daba al río y no a la calle; una escalera conducía desde el umbral del edificio hasta las verdes aguas, facilitando así a los huéspedes el acceso directo al hotel desde el trasbordador. En la fachada posterior del hotel, que estaba orientada a la calle, solo había una puerta estrecha, apenas mayor que una entrada de servicio. La casa, según decía una inscripción sobre la puerta, había sido construida por un tal Jostan Larimar. Al lado, la indicación del año se había desconchado hacía ya tiempo y había desaparecido engullida por el río. Catorce de las dieciocho habitaciones del hotel tenían grandes salas de aseo con bañeras de latón que, con los años, se habían ido oscureciendo. El pan de oro falso de las paredes había adquirido un tono rojizo, lo cual daba a las estancias un cierto aire de esplendor oxidado, ligeramente caduco. Nadie sabía por qué Larimar había construido su residencia orientada al revés y tan próxima al río. Había quien aventuraba que, en aquella época, el Wila no era tan amplio, y que entre la casa y la orilla del río había habido un camino. Otros, en cambio, estaban convencidos de que detrás de todo aquello tenía que haber un secreto oscuro, una maldición, un pacto, o algo peor incluso. Una de las numerosas leyendas sobre la ciudad decía que el edificio tenía un corazón palpitante hecho de corales de río y situado a gran profundidad, en el húmedo sótano socavado por el río. Los viajeros que habían pernoctado en aquellas habitaciones desvencijadas llegaban a jurar que habían oído los latidos de la casa en medio de la oscuridad. Y las gentes del río, a las que nada gustaba más que las historias de pasiones y delirios, alentaban esos rumores y contaban a todos los recién llegados que todas las noches el hotel se despertaba para entregarse al abrazo del río, el espumoso y verde Wila, la ninfa, que cuando la marea crecía extendía sus dedos húmedos hacia las paredes y arrojaba víboras de agua y anguilas, a modo de espías, por las cañerías y hasta la cocina.

Sin embargo, Jade sabía la verdad. Conocía todos los rincones de su casa, incluso de las salas anegadas del sótano, a las que el Wila conquistaba unos centímetros cada año. Hacía tiempo que los cangrejos de río se habían instalado allí, en botellas de vino rotas y en estanterías cubiertas de algas. De hecho, Jakub capturaba allí mismo una buena parte de su comida, en unas nasas especialmente hechas para ello.

Los latidos de la casa eran simplemente el chasquido metálico del antiguo ascensor, producido por unas ruedas dentadas desgastadas y mal encajadas; este sonido, reforzado por la reverberación de los pasillos vacíos, al pasar por las paredes resonaba amortiguado y rítmico. Y el gemido fantasmal que le había parecido oír a más de un huésped alterado era solo el chirrido agudo del caduco motor eléctrico, o bien del cabrestante de emergencia que permitía incluso mover el ascensor de forma manual cuando no había corriente. Algo que, de hecho, se daba prácticamente siempre.

Los verdaderos espíritus del hotel, porque, por supuesto, había algunos, se hacían notar de un modo totalmente distinto.

El Larimar constaba de cuatro plantas y de un ático empinado; tras años de esfuerzo, Jade y Jakub habían ido conquistando una planta tras otra, como exploradores avanzando en un reino desmoronado. Habían limpiado los escombros abandonados por las gentes de la Lady hacía casi veinte años durante el asalto a la ciudad, y habían tapado la mayoría de los orificios de los disparos. Habían retirado de las habitaciones la ruina y el polvo, y las habían vuelto habitables. No habían logrado aún colocar cristales en todas las ventanas. Y la escalera que debería unir la segunda planta con la tercera continuaba destruida. Por ello, solo cuando el ascensor tenía corriente, los huéspedes podían alojarse en las plantas superiores. Sin embargo, por lo general las habitaciones especialmente grandes y suntuosas de la cuarta planta permanecían desocupadas.

En muchas estancias se habían empleado velas de barco y redes de pesca viejas a modo de cortina, y muchos muebles parecían veteranos de guerra con piernas de madera. Había piedras que sostenían camas de solo tres patas, y más de una mesa se había combado con la humedad de las noches de verano. Casi todos los baños tenían azulejos rotos y, sin embargo, cada habitación desprendía una belleza que desde hacía años era motivo de alabanza entre los huéspedes.

Jade tenía la impresión de que, en los diecisiete años que llevaba viviendo allí con su padre, la casa había ido creciendo con ella, y que de noche se convertía en una fortaleza hecha de piedra, estuco y madera.

También en esta ocasión, tras seguir a Lilinn por la estrecha entrada de servicio y pisar el suelo de mármol de color rosa grisáceo, se sintió totalmente a salvo. Aquella piedra desgastada y lisa resultaba refrescante y beneficiosa para sus maltrechas plantas de los pies. La luz de la mañana hacía bailar partículas de polvo por la sala y se arrojaba contra cuatro espejos decorativos con discos de bronce que eran el orgullo de Jakub. Había unas alfombras enrolladas apoyadas en la pared, y las herramientas yacían esparcidas en el suelo frente a la caja del ascensor.

—¡Ya estamos de vuelta! —exclamó Lilinn arrojando la mochila de Jade sobre una silla situada frente a la puerta de entrada.

—¿Tan pronto?

La voz de Jakub sonó amortiguada y lejana, como procedente del más profundo de los sótanos. Jade había planeado subir de inmediato por la escalera y dejar que Lilinn llevara la charla, pero Jakub, como siempre, fue más rápido. En cuanto oyó el chasquido y el chirrido del dispositivo mecánico, la cara de su padre asomó por la caja del ascensor. Una mancha de grasa le atravesaba la frente, convirtiendo sus arrugas de expresión en unos surcos negros muy definidos. Las manos de Jakub, con unos dedos cortos y fuertes, también estaban sucias y oscuras. Tan solo el cabello y la barba, con unos rizos espesos que brillaban en un tono más rojizo que castaño, destacaban en aquella suciedad grasienta.

—¿Y bien? ¿Habéis conseguido un relé de mando? —gruñó mientras se descolgaba para salir de la caja del ascensor.

Como siempre, pareció como si una criatura de la tierra acabara de asomar del subsuelo. Jakub llevaba aquel día un pantalón marrón de trabajo y una camisa de cuero grasienta que le cubría el amplio pecho y los hombros fuertes. Sonrió a Jade, cerró con un golpe enérgico del codo la reja del ascensor y se limpió las manos con un trapo. Pero cuando su mirada se posó en los pies descalzos de Jade y reparó en su tobillo lastimado, su sonrisa se truncó. Jade sintió un estremecimiento. ¡Maldita sea! ¿Cómo no había pensado en volver a calzarse?

Su padre había palidecido al instante. El trapo cayó al suelo.

—Pero ¿qué diablos ha ocurrido? —bramó Jakub, precipitándose hacia ella—. ¿Por qué sangras? ¿Dónde tienes los zapatos?

Cualquier desconocido se habría sobresaltado ante aquel arrebato; de hecho, cuando era pequeña, Jade a menudo se había asustado ante su ira y sus voces.

Pero sabía que aquella irascibilidad escondía un miedo y una preocupación que pocas veces permitían dormir tranquilo a su padre. Cuanto más renegara, mayor había sido su espanto.

—No ha pasado nada —repuso ella—. He trepado por una pared y he resbalado. Y luego no he tenido tiempo de calzarme los zapatos. Teníamos que marcharnos antes de…

—¿Antes de qué?

Jakub apretó con sus dedos los hombros de su hija, y sus ojos, de color ámbar y de mirada cálida, se endurecieron de pronto.

—Nos vimos obligadas a desaparecer. —Lilinn salió en auxilio de Jade—. Había cazadores patrullando por la Ciudad Muerta.

Jade se encontró de pronto sumida en un abrazo por segunda vez en ese día.

—¡Oh, cielos! —Murmuró Jakub todavía hundido en sus cabellos—. ¿Cuántos eran? ¿Os han descubierto? ¿Estás temblando, Jade? ¡Oh, sí, estás temblando!

Jade tragó saliva, cerró los ojos para apartar de sí la imagen del eco y se soltó cuidadosamente.

—Solo tengo frío. Nada más —dijo con la máxima tranquilidad que le fue posible. Logró incluso sonreír a su padre—. Sí, los hemos visto. Pero no nos perseguían a nosotras. No te preocupes.

Le resultaba muy difícil hacer que su voz sonara tranquila y segura. Esquivó la mirada inquisidora de Jakub y, entretanto, fue a coger la mochila. Aunque en ella solo llevaba los zapatos, le pareció que era de plomo. La mentira le pesaba, y estaba segura de que su padre percibía el peso de sus palabras, pero lo amaba demasiado como para permitir que las pesadillas volvieran a hostigarlo. Y él, ella lo sabía perfectamente, la amaba demasiado para reconocer, aunque fuera en parte, que ella le mentía.

En estos casos, a Jade le parecía que con el tiempo ella y su padre habían intercambiado los papeles: a ella, los caminos la llevaban al exterior, a la ciudad, a los mercados y al puerto; en tanto que Jakub cada vez se retiraba más al subsuelo de la casa, ya fuera renovando y reparando tuberías, ocupándose de las nasas de cangrejos o haciendo funcionar el ascensor y los baños. Sentía como si ella tuviera que proteger a su padre de cuanto ocurría en la ciudad y de los ecos, cuyo nombre no podía ni siquiera mencionar dentro del hotel.

—En cualquier caso, no hemos conseguido ningún relé —explicó ella—. Y hoy tampoco es un buen día para conseguir nada más. Seguro que, al oír los galgos, Manu y los demás han desmontado el mercado.

Aunque Jakub volvió a tragar saliva, al final logró relajarse. Relajó los puños y por fin asintió.

—Bueno, no importa. De momento, hay suficientes habitaciones desocupadas en la primera y la segunda planta. —Aquella afirmación era descaradamente exagerada, aunque Jakub siempre hablaba del hotel como si tuviera una buena ocupación—. Además, ahora mismo no tenemos corriente y, por lo tanto, la gente tendrá que acarrear los cachivaches por la escalera. De todos modos, cuando tenga esto medio desmontado, aprovecharé para comprobar las guías. Hay algo que rasca entre la segunda y la tercera planta. Jade, ayúdame. Tendrás que subir a la cabina y examinar la caja que queda encima. En la sala de mandos también hay cosas que hacer. En cuanto a la luz… será mejor que mañana vayas al puerto y tomes prestado un bidón de aceite para lámparas.

—Le pediré uno a Martyn —dijo Jade—. De hecho, todavía me debe una cosa.

Al oír el nombre de Martyn, Lilinn no pudo reprimir una sonrisa. La rutina había vuelto a Jade y, a pesar de estar a salvo, no dejaba de tiritar.

—Vuelvo enseguida y te ayudo —prosiguió—. Voy un momento a dejar la mochila.

Jakub asintió.

—Ponte zapatos —rezongó mientras volvía a centrar la atención en el ascensor.

Lilinn le dirigió una última mirada seria y se encaminó hacia la zona de la cocina para preparar la comida de los huéspedes. No iba a tener mucho trabajo. Solo había dos comerciantes de las Tierras del Sur hospedados en la segunda planta. Se conformaban con unos cangrejos de río hervidos y no se quejaban por tener que acarrear a mano su mercancía hasta la habitación. A fin de cuentas, el Larimar no era un establecimiento para clientes exigentes; más bien era un alojamiento para viajeros de paso y solicitantes que esperaban audiencia con la Lady o con alguno de sus administradores.

Jade se colgó la mochila al hombro y subió a toda prisa los escalones de la amplia escalera de dos en dos.

En el lugar donde debería haberse encontrado la escalera que conducía a la tercera planta, había un boquete.

Todo lo que unía la parte superior del Larimar con la inferior no era más que una escalera de mano de madera cuyo uso por parte de los huéspedes, evidentemente, no era razonable. Jade se encaramó por ella sin problemas para ir a parar directamente al pasillo de la tercera planta a través de un orificio que había en el techo.

Aunque en otros tiempos la alfombra había sido roja, ahora tenía un tono rosa apagado. Las puertas de las habitaciones todavía estaban pintadas de color rojo sangre, pero estaban desconchadas y la pintura recordaba los antiguos mapas de continentes e islas. Jade conocía las habitaciones tan bien que era capaz de pasearse por ellas con los ojos cerrados. Había temporadas en que dormía cada noche en una habitación distinta, sobre todo en aquellas donde había algo que reparar. Pero si, como ahora, quería estar sola, había una habitación muy especial solo para ella. Ningún huésped había entrado allí, y Jakub pocas veces se acordaba de ella. Estaba en la tercera planta, daba al río y no tenía puerta de entrada, aunque sí una ventana redonda, parecida a los ojos de buey de los barcos. Como carecía de cristal, en invierno resultaba inhabitable, pero a Jade eso le venía muy bien, ya que, de hecho, la ventana del exterior era el único modo de acceder a la habitación.

Entró en la sala contigua a la habitación secreta: era un dormitorio con una cama de barras metálicas oxidadas y las paredes repletas de manchas de humedad que formaban intrincados dibujos. Algunas eran asombrosamente rectas, y, si Jade entrecerraba los ojos, podía adivinar dónde se encontraba la puerta que daba a la habitación secreta antes de que alguien la tapiara y pintara de nuevo la pared.

Jade se llevó las correas de la mochila al hombro izquierdo y se acercó a la ventana. La cornisa era amplia e invitadora, y en cuanto colocó el pie en ella y se encaramó hacia el exterior, notó una ráfaga de aire cálido que se levantaba desde el río y que olía a algas y agua. A sus pies, a cierta distancia, el Wila acariciaba la escalera que descendía hacia el cauce. Si Jade resbalaba y caía, iría a parar sobre los escalones de piedra.

Con un gesto rutinario, palpó a la derecha de la ventana una de las dos anguilas de piedra que decoraban el ojo de buey, se agarró fuertemente a ella y puso el pie en la cornisa de piedra que daba estructura a la fachada. No le costó mucho balancearse por el muro exterior hasta alcanzar la ventana. Abajo, en las profundidades del agua, vio su reflejo, situado exactamente junto a la escalera donde el agua quedaba estancada. Se detuvo unos instantes y lo contempló mientras se sostenía con ambas manos en la anguila de piedra. En efecto. También en esta ocasión la imagen en las aguas cambió. La Jade de las olas levantó una mano y la saludó.

También esto era algo que ocultaba a Jakub: los reflejos no hacen señas, pero el de Jade se movía de vez en cuando, hacía muecas, o se reía si Jade estaba triste. Nadie excepto ella era capaz de verlo; para Lilinn eso no era más que un juego que el Wila jugaba con ella, y decía que no permitiera jamás sentirse atraída por la corriente.

Jade sonrió a su imagen en el río, y disfrutó por un segundo de la sensación de altura y del viento. Hizo resbalar la mochila por el brazo, la lanzó con fuerza por la ventana redonda y luego ella se descolgó hasta su interior.

El azul oscuro de las paredes de aquella habitación cuadrada la hacían parecer aún más pequeña. En el suelo yacía desperdigado todo cuanto Jade había ido arrojando por la ventana: unas mantas que hacían las veces de cama, y ropa apilada desordenadamente junto a la pared. En el techo, de un gancho para lámparas, colgaba un largo vestido de seda de color azul grisáceo que Jade había encontrado de niña en un baúl roto. El polvo acumulado de varios decenios deslucía el tejido. El vestido no era el único objeto hallado. Junto al camastro había un diario que Jade había encontrado entre los escombros de una casa de la Ciudad Muerta. Parte de la cubierta de cuero estaba chamuscada, y las páginas secas crujían y olían a humo. Jade jamás lo había leído por respeto a los secretos de la persona muerta; solo conocía las dos primeras frases, y estas tenían un tono tan triste que no sentía ningunas ganas de volver la página y averiguar un poco más.

Se dejó caer en el montón de mantas y se apoyó en la pared azul. Resultaba tranquilizador tener el libro en la mano y acariciar con los dedos los bordes de las hojas. En cuanto cerró los ojos, vio al eco y a la cazadora apuntándole directamente al corazón. Sin apenas darse cuenta, se apretó el diario al pecho. Al cabo de un rato, lo abrió y encontró el tesoro que conservaba celosamente entre las hojas. El libro en sí era un secreto, que a su vez ocultaba un tesoro; era un secreto dentro de otro. Se trataba de una fotografía antigua y descolorida, y era tan borrosa que parecía haber sido tomada a la carrera. No podía ver gran cosa en ella: al borde de la imagen, una cabellera negra al aire, lisa como la crin de un caballo; un rostro claro apenas insinuado, y una sonrisa velada. Como siempre que miraba a su madre, que recordaba vagamente como una voz, Jade se sintió reconfortada y, a la vez, melancólica.

—Hoy he estado a punto de morir de un disparo —susurró a aquella sonrisa velada—, pero el muerto al final ha sido un eco. Y ya sé que es de locos y que está mal, pero allí en el puente… he deseado que… el eco escapase.