Capítulo 1

Cazadores y presas

A primera vista, su aspecto era pavorosamente humano. Por lo que Jade podía vislumbrar desde su puesto a la sombra del muro, sólo eran dos. Se encontraban parados en el centro de la antigua plaza del Ayuntamiento, y alzaban la mirada hacia los bordes dentados de las casas en ruinas que se perfilaban contra el agitado cielo de tormenta. Iban totalmente cubiertos, y por el dobladillo de sus ropas goteaban unos hilos de agua sucia. Llevaban incluso la cabeza cubierta: uno con un harapo, el otro con lo que parecía ser un trozo de red de pesca de malla fina. Bajo la luz mortecina de aquella mañana de principios de verano, sus rostros quedaban ocultos; parecía como si en la desierta plaza del Ayuntamiento unos seres incorpóreos, fantasmas de los antiguos habitantes, aguardaran ante sus hogares destruidos mientras los huecos de las ventanas, tan insondables como sus rostros invisibles, les sostuvieran la mirada de forma despiadada indolente.

Jade se apretó la mochila contra el pecho y retrocedió hacia el muro. Aunque la mañana era tan fría que el aliento se condensaba, de pronto se sintió invadida por una sensación febril. Inspiró profundamente para no dejarse llevar por el pánico. Sabía que tenía que desaparecer de allí cuanto antes, pero se quedó inmóvil, incapaz de apartar la mirada. Fascinada a su pesar, observó la elegancia con que los dos personajes se movían y que les hacía parecer bailarines. Les delataba el modo en que asimilaban y reflejaban en sus gestos y en su postura la magnitud de la desolación que los rodeaba. Había en ellos algo etéreo, algo demasiado ligero y evanescente para ser humano. Se detuvieron de nuevo frente al antiguo Ayuntamiento, del cual sólo quedaba en pie la fachada, salpicada de orificios de proyectil, y volvieron la vista hacia lo alto.

—¡Vamos, larguémonos!

La fuerte mano de Lilinn se posó en su hombro.

—Son… son ecos —musitó Jade sin aliento.

—Lo sé. No deben descubrirnos.

Jade tragó saliva. Claro que no.

Aún tenía muy presente el cadáver maltrecho de un hombre que Martyn y las demás gentes del río habían sacado de la dársena hacía unas semanas. Además, en el Mercado Negro se rumoreaba que días atrás se habían encontrado frente a las rejas de la Puerta Dorada los cuerpos de dos centinelas de la Lady, con heridas en la nuca y la expresión del horror gravada en sus rígidos rostros.

Jade retrocedió despacio, tanteando a cada paso, agazapada y con tanto cuidado que ni siquiera el mármol roto del suelo crujía bajo sus zapatos. Cuatro pasos aún, tres más para llegar al final del muro. Seguía aferrando su mochila vacía contra el pecho como si de un escudo protector se tratara. Se estremeció al pensar que tal vez unos ojos muertos llevasen un buen rato espiándola a escondidas, siguiendo todos y cada uno de sus movimientos. En todo caso, se decía que tenían los ojos muertos. Los cuentos que se contaban al oído a los niños desobedientes hablaban de fauces, de colmillos, y de una lengua larga y afilada como un puñal que llevaba a la muerte. Otras historias sostenían que los ecos tenían cara de momia, que lo único que parecía vivo en ellos eran los ojos, de color claro y verde como el agua del Wila, y capaces de paralizar a quien los mirase con demasiada intensidad.

Aunque Jade apenas podía respirar de miedo y nerviosismo, no pudo evitarlo y, poco antes de doblar a toda prisa la esquina detrás e Lilinn, echó un vistazo rápido atrás.

Los ecos habían desaparecido. Sólo el agua que había caído de sus túnicas mojadas y harapientas brillaba en el suelo adoquinado.

—¡Lilinn! ¡Ya no están!

Aquel susurro apenas había sido audible, sin embargo la cocinera se volvió y frunció el entrecejo con preocupación. No acostumbraba a tener la mirada seria, pero en aquel instante, a la sombra, sus ojos de color azul celeste parecían los de un halcón, una impresión que reforzaba más aún el maquillaje negro que los perfilaba.

—¡Maldita sea! —masculló.

Jade supo que las dos pensaban lo mismo en ese momento. Se intercambiaron una mirada muda, se apretaron contra el muro protector más próximo y contuvieron la respiración. Pero era demasiado tarde para ocultarse: los restos del mármol crujían bajo el peso de unos pasos raudos… que se encaminaban directamente hacia ellas.

«¡Por allí!» —indicó Lilinn con la mano—. «¡A la antigua escuela!».

Jade había huido en otras ocasiones: de la gente de la Lady cuando localizaban el Mercado Negro, de los ladrones y de los borrachos. Y, como no, de los cazadores que la habían tomado por una ladrona. Esta vez, sin embargo, tenía que ser más rápida, y también más sigilosa.

Le habría resultado fácil adelantar a Lilinn, que llevaba falda y no era, ni de lejos, tan veloz como ella, pero aquel día no estaba para carreras. La larga cabellera de Lilinn, que llevaba recogida en una trenza artísticamente enroscada, oscilaba a cada paso como si de una serpiente dorada se tratase. Se deslizaron en silencio por debajo de un umbral cubierto de hiedra, y se apresuraron por el amplio pasillo que en otros tiempos recorrían los estudiantes. Hacía años que las plantas trepadoras habían empezado a invadir las paredes, y ni siquiera los inviernos gélidos habían impedido su avance. El edificio ya no tenía techo, y al levantar la vista se veían las nubes pálidas y pesadas que se desplazaban por el blanco cielo matutino.

Jade conocía todos los rincones de la Ciudad Prohibida, desde la sala donde los estudiantes se sentaban a comer en unas largas mesas hasta la elegante calle principal enlosada con mármol negro. Y también la pequeña plaza del mercado, los callejones intrincados y las ruinas de los almacenes de telas y los comercios donde antaño los mercaderes acaparaban tejidos de seda y pieles. Unos puentes de piedra arqueados atravesaban los canales que salían del Wila, el río que cruzaba la ciudad. Las enredaderas hundían sus dedos de color verde pálido por debajo de los puentes y los extendían hacia las escaleras cubiertas de moho.

Jade y Lilinn cruzaron a toda prisa un patio trasero, y desde ahí un puente muy arqueado y estrecho que las gentes del río llamaban Lomo de Gato. Bordearon una iglesia medio derruida y corrieron en dirección a un palacio espléndido con dos colosos barbudos de mármol que sostenían el cielo en lugar del tejado.

Al llegar a la esquina del palacio, Jade se detuvo con la respiración entrecortada; aunque procuraba no hacer ningún ruido, tuvo la impresión de que su pulso resonaba por todas las callejuelas. Se decía que los ecos tenían buen oído, mejor incluso que los gatos.

Escrutó su entorno. No oyó crujidos, ni sonido alguno y, sin embargo, había algo allí que le ponía la piel de gallina. Lilinn le propinó un codazo de advertencia y se sobresaltó a pesar de que llevaba un buen rato oyéndolos: ladridos, amortiguados y lejanos, peor con una intensidad en aumento. La gente de la Lady. ¡Sólo faltaba eso! ¿Habían descubierto ya a los ecos? ¿O tal vez los perros seguían el rastro de los humanos?

Lilinn y Jade se cruzaron las miradas y volvieron a observar con atención cuanto les rodeaba. Aquel era el peor lugar para huir. De la pequeña plaza en forma de estrella que había junto al edificio, partían varias callejuelas y caminos. Tomasen la dirección que tomasen, en cuanto se alejaran del edificio, posiblemente serían vistas.

¿Y si los ecos acechaban a la vuelta de la esquina esperando a que las dos humanas cayeran en sus fauces?

Jade levantó la vista. Uno de los colosos de mármol la miraba sonriente desde lo alto. Al abrigo de los enormes músculos de piedra, justo por donde doblaba el brazo, una paloma había construido su nido. Aquel era un lugar seguro en una ciudad llena de gatos y perros vagabundos. Y, desde luego, constituía una atalaya excelente.

Lilinn, desconcertada, arrugó la frente al ver que Jade dejaba la mochila en el suelo y se quitaba los zapatos. Pero en cuanto se dio cuenta de lo que se proponía, soltó un chasquido de espanto. Dio un paso al frente para agarrarla de la manga, pero Jade fue más rápida. Ya había encontrado a tientas una grieta en el muro, y rápidamente se encaramó por la pared del palacio y empezó a subir. Trepar por ahí no era especialmente difícil: a la pared le faltaban piedras, e incluso la pierna del coloso estaba llena de fisuras en las que ella apoyaba los dedos de los pies para encaramarse. Se alegró de llevara aquel día unos pantalones de lino holgados que le permitían una buena libertad de movimientos. Al volver un instante la mirada hacia atrás vio a Lilinn. Era una belleza serena y distante, pero en ese momento tenía las mejillas enrojecidas y los ojos le echaban chispas de rabia apenas contenida. «¡Baja de ahí!», le ordenaba con gestos autoritarios. Pero Jade negó con la cabeza y siguió ascendiendo. Siguió impulsándose con las manos a la vez que procuraba mantenerse oculta por el gigante de mármol. La piedra rugosa le rasguñaba las palmas. Al cabo de unos metros de ascensión, los músculos ya le temblaban, y en los dedos de los pies desnudos notaba lo cortante que era la piedra en algunos puntos. Con un esfuerzo sobrehumano, se encaramó sobre la orla marmórea de un pliegue de la túnica del coloso y se lastimó la piel del tobillo. En el último segundo logró contener una maldición y soportó aquel dolor agudo sin emitir sonido alguno.

En el pliegue de la túnica del coloso pudo sentarse como si de una hamaca de piedra se tratara. Por un instante disfrutó del triunfo, del temblor y la agitación de los músculos y de la sensación embriagadora de altura.

La paloma la observaba con la cabeza ladeada, dispuesta a levantar el vuelo al menor movimiento.

Jade se inclinó cuidadosamente hacia delante y escrutó las calles que había abajo. Desde allí, la Ciudad Muerta parecía un laberinto de callejones sin salida, puertas y hornacinas. Los canales discurrían entre las ruinas como pálidas arterias. A lo lejos brillaba el extenso ribete de color verde cristalino del Wila. Más allá del río, la Ciudad Nueva se erguía por encima de la niebla matutina: en la orilla norte, la sede del gobierno de la Lady destacaba como un monolito pulido de color grisáceo.

En otros tiempos, aquel edificio había sido un palacio, un edificio intrincado e imponente con ventanas de arco, y, aunque con las nuevas murallas ahora recordaba más bien una fortaleza, los habitantes de la ciudad seguían llamándolo. No muy lejos de allí destacaban la iglesia de Cristal y las residencias de los lores ricos. Muchas de ellas ostentaban fachadas nuevas y brillantes, pero junto al río había también una serie de edificios antiguos con nuevos señores. Un buen trecho río arriba, en el límite entre el presente y el pasado, estaba la casa de Jade.

Una ráfaga de viento sopló por la espalda de la chica y le llevó la espesa cabellera rizada a los ojos. Así era como a Jakub, su padre, le gustaba llamar a su cabello. Jade, impaciente, se recogió los rizos y formó un ovillo que luego se metió en el cuello de la ropa. No había ni rastro de los ecos. Los ladridos sonaban ahora muy próximos; venían del norte. Estaba claro: la gente de la Lady se aproximaba desde el gran puente del Dragón; tal vez no sabían nada de los ecos, tal vez solo patrullaban o andaban buscando el Mercado Negro al cual Jade y Lilinn se dirigían. Con el corazón agitado, escrutó las calles en busca de los ecos, de un movimiento, de algún indicio. Al echar un vistazo rápido hacia abajo, se dio cuenta de que Lilinn ya no estaba junto a la pared; seguramente se había escondido. Sabía que la cocinera estaría furiosa y que tendría que hacer frente a una buena sarta de reproches. Sin embargo, todo aquello carecía de importancia entonces. ¿Dónde estaban los ecos? Jade entorno los ojos. Ahí a lo lejos, en la antigua calle de los Tintoreros, junto al canal: unos charcos en el suelo, un reguero de gotas. Y también, y al verlo se encogió sin querer, un movimiento deslizante, el vuelo del pliegue de un harapo. Al instante, el fantasma desapareció tras una esquina. Los ecos, por lo tanto, se desplazaban hacia el sur en dirección a las afueras de la ciudad. Era evidente que retrocedían ante los ladridos de los perros y que habían perdido la pista de Jade y Lilinn. Respiró con alivio. Ahora solo quedaba zafarse de los cazadores de la Lady. Por lo que veía desde su atalaya, se acercaban avanzando en arco hacia el palacio de la ciudad. Eran aproximadamente una docena, y cada uno de ellos llevaba un perro. Los galgos, unos esbeltos perros de caza atigrados de color marrón claro, estaban ansiosos por que los soltasen. Jade se deslizó por encima del arco de piedra, se descolgó y echó un vistazo hacia la esquina de la calle. Lilinn también había puesto a salvo su mochila y sus zapatos. ¡Bien!

Se dejó caer al suelo con un gesto ágil y, al amortiguar el impulso del choque con las manos, notó humedad en los dedos. Se incorporó asustada y se miró las manos. Los ecos no solo habían estado cerca del edificio, sino justo al lado. ¡Por eso Lilinn se había ocultado con tanta rapidez!

—¡Sal! —musitó Jade hacia la oscuridad—. Los ecos se han marchado, peor los cazadores nos persiguen.

No obtuvo respuesta. Jade intentó no hacer caso a la comezón que sentían en el estómago. Cerca de ella oyó el golpeteo de unos cascos, unos ladridos roncos, el impacto de unas piedras y un estrépito, como si los restos de una pared fueran a desmoronarse. Luego se oyó un grito ahogado y, finalmente un disparo.

Jade se sobresaltó tanto que se golpeó la cabeza con la pared. Otro disparo resonó en las callejuelas; luego se oyeron unos gritos y una voz autoritaria procedente de donde los ecos se habían marchado:

—¡Ahí atrás!

Antes de que Jade pudiera esconderse detrás de la pared, el primer cazador asomó por una esquina de la calle. Era una mujer joven. Llevaba una casaca hecha con trozos de cuero de tonos oscuros y claros dispuestos de forma que recordaban un damero. La cazadora entornó los ojos, levanto el arma y apuntó hacia algo que estaba a pocos metros a la derecha de Jade. En una décima de segundo, esta captó todos los detalles: el color castaño del pelo de la mujer, que llevaba firmemente recogido, los ojos de color gris y el brillo negro del arma. El disparo estuvo a punto de destrozarle los oídos. Unos cascotes de muro le cayeron sobre los hombros, y, cuando todavía le llovían escombros por encima, se dio cuenta de que un tiro de rebote había estado a punto de darle. Por instinto, buscó cobijo en el arco de la puerta. Se acurruco temblando junto al resto de una puerta destrozada y se encogió lo máximo posible. No iban a por ella; la cazadora ni siquiera la había descubierto; aún así, el terror la embargó.

—¡Aquí! ¡Un reguero de agua que va a hacia la antigua iglesia! —exclamó una voz de hombre.

Se oyeron unos ladridos de perro, y la mujer y los demás cazadores se apresuraron en dirección sur. Jade había supuesto bien: buscaban ecos. Aun así, sólo se atrevió a levantar la cabeza al cabo de un buen rato. Tenía que volver con Lilinn. Sin duda, su amiga estaría ya camino del puente de los Grifos, que era su punto de encuentro si se perdían de vista en la ciudad.

Jade dejó caer por completo los brazos que todavía sostenía sobre la cabeza para protegerse. El alivio le hizo asomar lágrimas en los ojos.

—¿Dónde estabas? —le susurró entonces a la silueta que la miraba a contraluz desde lo alto.

Jade se incorporó rápidamente, y la sombra retrocedió de inmediato. Un débil rayo de sol quedó prendido en la fina malla de una red de pesca. Jade se detuvo a medio gesto Esa silueta no era la de Lilinn.

A pocos pasos de ella, un eco la escrutaba fijamente. A Jade le pareció entrever bajo aquella malla sucia el fulgor de unos ojos, aunque lo que le pareció más terrible fue la mancha oscura que ocupaba el lugar donde tenían que estar sus fauces. La criatura emitió un siseo, un ruido ahogado que caló profundamente a Jade. En cualquier otra ocasión, habría jurado que preferiría andar descalza sobre brasas ardientes que pedir ayuda a las gentes de la Lady, pero esta vez, desesperada, tomó aire, hizo acopio de todas sus fuerzas y gritó:

—¡Un eco! ¡Aquí! ¡¡Aquí!!

El eco se encogió, tensó las extremidades como un depredador dispuesto a saltar con la piel erizada, y se lanzó hacia ella.

Mientras a Jade el grito aún le retumbaba en los oídos, el tiempo desapareció para ella; no supo cómo había logrado huir del palacio e la ciudad, y se encontró corriendo, llevada por sus propias piernas. Su respiración entrecortada le resonaba en la cabeza. Oyó que el eco le iba ganando terreno. Un grito siseante alcanzó sus oídos y le recorrió la espalda con un estremecimiento. ¡Sinahe! Era una palabra en una lengua extraña. Le pareció que ya sentía el aliento en la nuca, y que la larga lengua en forma de daga iba a clavársele en los omoplatos; tuvo la certeza de que unas garras se extendían hacia ella dispuestas a derribarla al punto. Saltó a un lado con un grito, zigzagueó y se metió por un arco de piedra. Dobló entonces una esquina cerrada y estuvo a punto de resbalar con unos guijarros. El dolor en las plantas desnudas de los pies la hizo estremecer. Se recuperó titubeante, y luego corrió hacia una plaza con una fuente que estaba próxima a un puente. Una bandada de palomas levantó entonces el vuelo y huyó; sonaron dos disparos, tan atronadores y próximos que se convirtieron en un estruendo doloroso para los oídos de Jade. Se topó entonces con las fauces abiertas de unos galgos, unas garras brillantes de perro y las bocas de las armas. Los dedos estaban posados y dispuestos en los gatillos. La duda recorrió la expresión de los cazadores; Jade, suspendida por un instante entre la vida y la muerte, se dio cuenta de que no sabían si debían apretar el gatillo.

—¡Aparta! —gritó uno.

Dispararon de inmediato. Jade se arrojó al suelo, se hizo a un lado rodando sobre sí misma y se apartó de la línea de tiro arrastrándose. El olor seco, acre, de la munición quemada de los cartuchos, que recordaba un poco al olor del pescado ahumado, le provocó náuseas de inmediato. Logró llegar a un cobijo apartado. Ahí se incorporó y huyó siguiendo la orilla de un canal estrecho. Como si de restos de un naufragio se tratara, unos botes de remos rotos pendían de unas cuerdas podridas cubiertas de largas barbas de algas. Olía a piedra aceitosa y a agua salobre.

Detrás de ella sonaron más disparos. Entonces se dio cuenta con horror de que el eco había logrado sobrevivir. Y, lo peor, que seguía yéndole a la zaga y se le acercaba. Lo podía notar y oler y, antes de que ella pudiera darse cuenta… ¡pasó por su lado a toda prisa!

Una lluvia de gotas le roció las mejillas y un trozo de capa húmeda rozó sus tobillos heridos; a continuación, la adelantó y se apresuró a toda velocidad hacia el puente siguiente, que se encontraba aún a unos treinta pasos. Jade estaba demasiado asombrada para gritar. El eco parecía saber exactamente hacia dónde iba. Al otro lado del canal estaba la zona de los antiguos comercios, un buen escondite, laberíntico y lleno de sótanos que conectaban con los canales. El eco atravesó el empinado puente a grandes zancadas. En el instante en que hubo alcanzado el punto más alto del arco, vaciló de pronto y se volvió a mirar a Jade.

La muchacha, que avanzaba cada vez más lentamente, se detuvo en seco. ¿Acaso el eco pretendía regresar para atacarla? En las mallas de la red de pesca se dibujaba la curva de una mejilla. Aquella criatura la miraba con tanta tensión que parecía estar esperándola. Entonces, un nuevo estrépito agudo atravesó el aire. El eco retrocedió y se tambaleó hacia atrás mientras el disparo todavía resonaba en las callejuelas. Un poco antes de llegar a la entrada del puente, a pocos pasos de Jade, perdió el equilibrio y cayó al suelo.

Jade debería haber sentido alivio, pero lo único que sintió fue miedo y un ahogo extraño. Contempló impotente cómo aquel ser herido de muerte se desplomaba como un abrigo vacío. ¡Ahí yacía el enemigo, aquel que en sus fauces llevaba adherida sangre humana! A Jade le fallaron las piernas y cayó al suelo, aguantándose con ambas manos en el pavimento de guijarros. Estaba húmedo y fresco, impregnado de agua.

Observó perpleja cómo aquella criatura se retorcía, agonizaba y finalmente se quedaba inmóvil en el suelo. Incomprensiblemente, la indefensión en la postura de aquel ser la emocionó y la turbó.

Unos pasos se aproximaron desde el otro lado del puente.

Primero Jade creyó que un recuerdo inmediato la obligaba a revivir lo que acababa de suceder, pero entonces reconoció el segundo eco. Se aproximaba a toda prisa por el puente, agitando sus húmedos harapos. Cuando vio a Jade, estuvo a punto de dar un traspié, pero se serenó y detuvo su paso deslizante a la entrada del puente. Volvió la vista al cuerpo de su compañero. Durante un instante eterno, las dos figuras permanecieron inmóviles: la una acurrucada en el suelo de guijarros; la otra de pie, y, entre ellas, el cadáver.

De pequeña, Jade estuvo a punto de sufrir la mordedura de una víbora de agua. El reptil había llegado a la cocina a través de una de las tuberías que entraban en su casa directamente desde el río. Jade quiso escapar, pero, en vez de eso, quedó paralizada, incapaz de hacer nada más que clavar la mirada en los ojos indiferentes de aquella serpiente venenosa, hasta que al final el animal se lanzó rápidamente hacia delante. Jade, sin embargo, retrocedió a tiempo. En ese momento, se sentía como entonces: paralizada por el miedo, observando cómo el eco, con un movimiento, se sentía como entonces: paralizada por el miedo, observando cómo el eco, con un movimiento grácil, de sonámbulo, se volvía sobre sí mismo en busca de una vía de escape. A continuación, se dio la vuelta, tensó el cuerpo y echó a correr. El cuerpo de Jade reaccionó de forma maquinal; notó cómo se dejaba caer al suelo y golpeaba con los hombros en la piedra. Se acerco las piernas a la barbilla y se agarro la cabeza con los brazos a modo de protección. El eco saltó por encima del cadáver de su compañero, pero, lejos de aproximarse a Jade, dio la vuelta y huyó en dirección al norte. Al saltar, la túnica acarició el rostro del muerto e hizo a un lado la red de pesca que lo cubría. De pronto, Jade estaba cara a cara con el rostro de aquella criatura muerta.

Una herida asomaba por el punto de la sien donde la bala había penetrado. En lugar de brotar sangre, de ella manaba un reguero de agua clara que formaba en el suelo, debajo de la cabeza, un charco cristalino y reflectante. El eco tenía la piel blanca, casi transparente, y carecía de sangre. No tenía cara de momia, ni tampoco de bestia. Era un rostro humano; en realidad, casi humano, agradable y delicado, de labios pálidos. Sobre los altos pómulos, presentaba unas estrías muy finas, parecidas al craquelado de un cuadro antiguo. Bajo la luz amarillenta del sol del amanecer, parecía como si de la piel fuera a desprenderse pan de oro; era como si alguien, siglos atrás hubiera pintado un retrato y hubiera dejado la obra expuesta a las inclemencias del tiempo. Era un semblante frágil y maravilloso, cuya visión despertó en Jade el incómodo deseo de acariciarlo. Únicamente los ojos vacíos y abiertos como el cielo, estaban muertos, tal como contaban tantas historias. Con todo, había en ellos cierto fuego fatuo, acaso el destello del asombro y… del temor.

De pronto oyó unos ladridos y gritos atronadores que procedían de todas partes, incluso del otro lado del canal, se dijo jade. Acto seguido, se preguntó, enojada: «¿Estamos?».

Fue entonces cuando notó en la nuca el aliento cálido de un perro deseoso de carne fresca.

—En pie —le ordeno la voz autoritaria de una mujer.

Jade se incorporó temblando.

—¿Has visto al otro? —prosiguió la cazadora.

Era la mujer de la casaca adamerada y estaba totalmente sin aliento. Jade intentó sin suerte echar otro vistazo al eco muerto, pero de pronto todo el espacio delante del puente se vio invadido por perros y cazadores que le impedían ver nada más.

La cazadora la asió del brazo con rudeza.

—¡El otro! ¡¿Lo has visto?! —vociferó.

Jade asintió aturdida.

—¿Hacia dónde ha ido?

Jade quiso decir algo, pero entonces cayó en la cuenta de los perros. Iban de un lado a otro, aturdidos, con los hocicos pegados al suelo, olfateando pistas. ¿Eran capaces de percibir el rastro de los ecos? Como los ecos en las venas en lugar de sangre tenían agua…

—¡Eh! ¡Te estoy hablando! —La cazadora la sacudió con brusquedad—. ¿Hacia dónde?

Jade levantó el brazo pero, en lugar de señalar hacia el norte, indicó la dirección opuesta. «¿Qué haces? —gritó una voz aterrorizada en su cabeza—. ¿Te has vuelto loca? ¡Estas protegiendo a un eco!». Pero entonces le volvieron a la cabeza aquellos ojos vacíos y fue incapaz de articular palabra. La cazadora malinterpretó su expresión aturdida, asintió y la soltó.

—¡Al antiguo Mercado de la Seda! —ordenó.

Una docena de cazadores llamaron a sus perros con un silbido y se apresuraron en la dirección indicada. Sólo se rezagaron la cazadora y otros dos hombres que habían cubierto el cadáver del eco con sus harapos. Miraron a Jade con ojos recelosos. Ella fue consciente de la imagen que daba a los cazadores: una chica con una cinta a rayas en la frente, pantalón de lino holgado, pies descalzos y escoriados, y despeinada. Y, por si fuera poco, además andando sola por la Ciudad Prohibida. Por suerte, no llevaba la mochila; de lo contrario, habrían dado por supuesto que se dirigía al Mercado Negro.

—¿Eres de la gente de las barcas? —preguntó la cazadora con brusquedad. El galgo que tenía al lado mostró los colmillos y gruñó.

Jade negó con la cabeza.

—Soy del hotel Larimar —dijo con un tono de voz especialmente resuelto—. Mi padre es Jakub Livonius. La Lady lo conoce.

De hecho, eso era exagerado. Pocas veces la Lady recordaba a los ciudadanos de a pie que le pedían audiencia. De todos modos, en la gran sala de la recepción, pendía un permiso firmado por ella que autorizaba a Jakub a dirigir como un hotel la vieja casa junto al río, así como a vivir en ella.

La cazadora frunció el ceño. Sus ojos tenían algo de felinos. La desconfianza refulgía en ellos. Jade se dio cuenta entonces de que esa mujer no podía ser mucho mayor que ella, que debía tener unos veinte años.

—Livonius, bien —dijo la cazadora secamente—. ¿Tu nombre?

—Jade.

—Eres ciudadana, ¿verdad? Si es así, muéstrame la marca. ¡Vamos!

Jade obediente, se arremangó la manga izquierda. Llevaba en el antebrazo el distintivo de Lady Mar, un lirio diminuto, que se tatuaba en la piel con la ceniza blanca de las flores quemadas. Todos los habitantes de la ciudad llevaban esa señal. Era un regalo de la Lady y, en ocasiones, venía a ser como un seguro de vida. Según cómo le diera la luz, brillaba bajo la piel en un tono verde o azul especial. Nadie era capaz de imitar aquella tonalidad, y los cadáveres de los tatuadores que habían intentado vender con un lirio falso el derecho de ciudadanía a los forasteros se pudrían en los patíbulos situados ante a la puerta este de la ciudad, junto al osario.

—¿Qué andas buscando en la Ciudad Muerta? —inquirió la cazadora. Jade solo esperaba aparentar que estaba suficientemente asustada.

—Yo no quería venir por aquí. Estaba en el río, cerca del puente de los Grifos. Y, entonces, tuve que huir. De los ecos.

Bueno, por lo menos la última parte no era mentira. Con todo, la cazadora no parecía creerla. Y los dos hombres que permanecían en pie con los brazos cruzados frente al bulto harapiento sonreían con desdén.

La cazadora dio un paso al frente. Jade observó que asía con más fuerza el arma y se mordió el labio inferior. Por un instante, tuvo la certeza de que la mujer iba a dispararle. El corazón empezó a latirle con fuerza y sintió unas palpitaciones en la sien. Sin embargo, la cazadora no levantó el arma sino que agarró la cadena del cuello de su galgo. El perro era tan alto que no necesitó inclinarse para hacerlo.

—Tú crees que me puedes tomar por tonta —dijo—. Sé perfectamente lo que andas buscando en la Ciudad Muerta, y has tenido mucha suerte de que los ecos no te hayan atrapado. Espero que, con lo ocurrido, Jade Livonius, te haya quedado todo muy claro. Si nosotros no les hubiésemos ido a la zaga…

Levantó las cejas con un gesto elocuente.

—¡Moira! —gritó uno de los hombres.

La cazadora se volvió hacia él con un gesto de impaciencia. Luego se volvió de nuevo hacia Jade y, con un ademán casi descuidado, soltó la correa de hierro que el perro llevaba al cuello.

—Lárgate —dijo en voz baja y con un tono tan penetrante que parecía una estocada—. Dentro de un minuto azuzaré al perro para que vaya tras de ti. Así que rápido.

No se hizo de rogar. La cazadora ya había apartado la mirada de ella, como si hubiera desaparecido de su pensamiento; Jade se volvió y corrió cuanto le permitieron las piernas en dirección al río y la Ciudad Nueva.

A pesar del intenso dolor que sentía en los pies, para ella era mucho peor la rabia contra los cazadores y la sensación de humillación. Y había también el recuerdo de un rostro despejado, de unos rasgos dulces y frágiles, y de unos ojos vacíos.

Corría tan rápido que los pulmones le empezaron a arder, temerosa de que el galgo fuera a alcanzarla. Sin embargo, el perro no la siguió y, al poco, dejó de oír disparos.

En cuanto avistó el puente de los Grifos, se atrevió a aminorar la marcha. Finalmente se detuvo, aturdida. Su respiración, entrecortada, le parecía extraña, y empezó a tiritar de espanto. En esa ocasión ni siquiera se sintió segura al ver las dos figuras de piedra, tan familiares, que guardaban aquel puente estrecho: unos leones con unas enormes alas de águila.

No vio a Lilinn por ningún lado, y por un minuto temió que los cazadores la hubieran apresado, o que los ecos al huir al hubieran herido o matado. En su mente dibujó la imagen de esas bestias que le habían inculcado desde hacía años a través de los cuentos.

Entretanto, el sol se hallaba ya sobre los tejados de las casas y dibujaba un reflejo tembloroso del puente en las aguas. Las chalanas y los botes de remos se deslizaban por encima de la corriente, y en la orilla los cisnes negros, que decoraban también el escudo de la ciudad, lanzaban cascadas de gotas brillantes al agitar su plumaje.

Como siempre, Lilinn surgió de repente de la nada. El alivio hizo aflorar las lágrimas a los ojos de Jade, pero a la vez sintió tanta rabia contra Lilinn que la habría sacudido de buena gana.

—¡Maldita sea!, ¿dónde te habías metido? —le espetó.

Lilinn no respondió, dirigió una mirada extraña a Jade, dejó caer la mochila y la abrazó.

—¡Gracias a Styx! —dijo con voz ahogada—. Oí uno disparos y temí que…

Lilinn se interrumpió. Jade se dio cuenta de que su amiga tragaba saliva.

—No me ha pasado nada —murmuró—. La cazadora me ha dejado marchar sin más. ¿Y a ti? ¿Qué te ha pasado?

—¿Es que no se nota? He caído al canal. He intentado saltar a un bote y al final he tenido que vadear por el barro.

Lilinn esbozó una sonrisa débil y empezó a retorcerse la falda empapada. Aquel gesto parecía tan tranquilo que nadie, excepto Jade, se habría dado cuenta de cómo le temblaban las manos.

—¿Por qué no me has hecho ninguna señal? —preguntó Jade.

—Lo he intentado, pero tú no mirabas desde arriba. ¿Qué querías que hiciese? ¿Dar silbidos? Estaba detrás de la pared; si hubieras esperado cinco segundos más en lugar de marcharte a toda prisa, me habrías visto.

—Tenía que huir. Había un eco. Y los cazadores… lo han abatido con un disparo.

Jade tuvo que contenerse para pronunciar esas palabras con un tono trivial, que no denotara ni dolor, ni horror, ni desconcierto. Lilinn se incorporó y le dirigió una mirada de asombro. En sus ojos se dibujaban los reflejos de la luz del río.

—¿Has visto cómo lo mataban?

Jade apenas pudo asentir.

—¿Cerca de ti?

Jade se aclaró la garganta.

—Le han disparado justo ante mis ojos y…

«… y he ayudado a huir a otro eco». Pero esta última parte habría resultado demasiado tremenda e injustificable. Así que Jade se mordió la lengua y calló.

Lilinn palideció tanto que Jade creyó tener de nuevo ante sí a un eco: el temor que se reflejaba en su mirada la hacía parecer una hermana gemela de aquel ser monstruoso. Jade tuvo que apartar la mirada.

—Contemplar la muerte nunca es algo bello —musitó Lilinn al cabo de un rato—. ¡Ya puedes dar gracias a la ninfa del río por haberte librado de algo así!

Jade asintió y dirigió una última mirada a la Ciudad Muerta antes de hacer una seña a Lilinn para que la siguiera por el puerto.

—Será mejor que regresemos —dijo con su habitual sensatez en la voz, que por suerte no había desaparecido por completo—. Te ruego que no digas nada de los ecos a Jakub. Ya sabes cómo se pone cuando oye hablar de ellos.

Lilinn respondió con un simple suspiro y asintió.

—¡Espera un momento! —gritó cuando Jade se disponía a cruzar el puente. Corrió hacia ella y empezó a quitarle fragmentos de piedra del pelo—. Si eres lista —prosiguió con énfasis—, tampoco contarás a Jakub que hemos estado en el punto de mira de los cazadores.