Capítulo 7

El origen de las especies

Cada especie es una obra maestra de la evolución que la humanidad no podrá nunca reproducir aunque de algún modo logre crear organismos nuevos mediante ingeniería genética.

E. O. WILSON

En 1928 un joven zoólogo alemán llamado Ernst Mayr partió hacia las tierras salvajes de la Nueva Guinea holandesa para recolectar plantas y animales. Acababa de licenciarse en la universidad, y carecía de experiencia en el campo, pero había tres cosas que jugaban a su favor: una vieja pasión por las aves, un enorme entusiasmo y, lo más importante, el respaldo financiero de un banquero y naturalista aficionado británico llamado lord Walter Rothschild. Rothschild poseía la mayor colección privada de especímenes de aves de todo el mundo, y esperaba que los esfuerzos de Mayr ayudaran a aumentarla. Durante los dos años siguientes, Mayr recorrió dificultosamente montañas y junglas con su libreta de notas y sus artilugios de recolección. A menudo solo, fue víctima del mal tiempo, de los caminos peligrosos, de repetidas enfermedades (un problema grave en aquellos tiempos anteriores a los antibióticos), y de la xenofobia de los habitantes nativos, muchos de los cuales nunca habían visto a un occidental. Pese a todo ello, su expedición en solitario fue un enorme éxito: Mayr regresó con muchos especímenes nuevos para la ciencia, entre ellos 26 especies de aves y 38 especies de orquídeas. Su trabajo en Nueva Guinea lo lanzó a una brillante carrera como biólogo evolucionista que culminó en una cátedra en la Universidad de Harvard, donde siendo estudiante de doctorado tuve el honor de tenerlo como amigo y mentor.

Mayr vivió exactamente cien años, durante los cuales produjo un torrente continuo de libros y artículos hasta el día de su muerte. Entre ellos destaca su obra clásica de 1963, Animal Species and Evolution, el libro que despertó en mí el deseo de dedicarme al estudio de la evolución. En esta obra, Mayr relataba un hecho sorprendente. Cuando sumó los nombres que los nativos de las montañas Arfak de Nueva Guinea daban a las aves, descubrió que reconocían 136 tipos distintos. Los zoólogos occidentales, usando métodos tradicionales de taxonomía, reconocían 137 especies. En otras palabras, tanto los nativos como los científicos habían distinguido el mismo número de especies que vivían salvajes en la naturaleza. Esta concordancia entre dos grupos culturales con una formación y una experiencia tan distintas había convencido a Mayr, como debería convencernos a todos, de que las discontinuidades de la naturaleza no son arbitrarias, sino un hecho objetivo.[40]

En efecto, quizá uno de los hechos más sorprendentes de la naturaleza es que sea discontinua. Cuando observamos a los animales y las plantas, ubicamos cada tipo en un grupo distinto sin ninguna dificultad. Cuando se mira a un felino silvestre, por ejemplo, enseguida lo identificamos como un tigre, un puma, un leopardo de las nieves, etc. Los felinos no se mezclan unos con otros en su apariencia siguiendo una serie continua de felinos intermedios. Aunque haya variación entre los individuos de un grupo (como bien saben quienes investigan con leones, cada león se distingue de los demás), los grupos se mantienen discretos en el «espacio de organismos». Vemos grupos en todos los organismos que se reproducen sexualmente.

Estos grupos distintos son los que conocemos como especies. A primera vista, su existencia parece un problema para la teoría de la evolución. Al fin y al cabo, la evolución es un proceso continuo. ¿Cómo puede producir, entonces, grupos de plantas y animales que son distintos y discontinuos, separados de los otros por cambios en la apariencia y el comportamiento? Cómo surgen estos grupos es el problema de la especiación, el origen de las especies.

Éste es, por supuesto, el título de la obra más famosa de Darwin, un título que hace pensar que tenía mucho que decir sobre la especiación. Incluso en el párrafo inicial anuncia que la biogeografía de América del Sur «parecería dar alguna luz sobre el origen de las especies, este misterio de los misterios, como lo ha llamado uno de nuestros mayores filósofos». (Con lo de «filósofo» se refería al científico británico John Herschel.) Sin embargo, la obra magna de Darwin básicamente calla sobre este «misterio de los misterios», y lo poco que dice sobre este tema es considerado confuso por los evolucionistas modernos. A lo que parece, Darwin no veía las discontinuidades de la naturaleza como un problema por resolver, o tal vez creía que estas discontinuidades de algún modo eran favorecidas por la selección natural. Sea como fuere, no logró explicar los grupos de la naturaleza de una manera coherente.

Un título más adecuado para El origen de las especies hubiera sido El origen de las adaptaciones: aunque Darwin logró entender cómo y por qué cambia una especie determinada a lo largo del tiempo (sobre todo por selección natural), nunca logró explicar cómo se divide una especie en dos. De muchas maneras, sin embargo, este problema de la división de especies es tan importante como el de entender cómo evoluciona una especie. Después de todo, la diversidad de la naturaleza engloba millones de especies, cada una con su propio conjunto único de caracteres. Y toda esta diversidad procede de un único antepasado ancestral. Si queremos explicar la biodiversidad, tenemos que hacer algo más que explicar cómo surgen los caracteres nuevos: también tenemos que explicar cómo surgen las especies nuevas. Y es que de no haberse producido la especiación, no habría biodiversidad, sólo una única especie que habría evolucionado durante mucho tiempo a partir de aquella primera especie.

Durante muchos años después de la publicación de El origen, los biólogos intentaron por todos los medios, pero sin éxito, explicar cómo un proceso continuo de evolución producía los grupos distintos que conocemos como especies. De hecho, el problema de la especiación no se abordó con seriedad hasta mediados de la década de 1930. En la actualidad, más de un siglo después de la muerte de Darwin, disponemos por fin de una visión razonablemente completa de qué son las especies y cómo surgieron. Además, disponemos de pruebas empíricas de ese proceso.

Pero antes de que podamos entender el origen de las especies necesitamos aclarar exactamente qué representan. Una respuesta obvia se fundamenta en cómo las reconocemos: como un grupo de individuos que se parecen entre sí más que a los miembros de otros grupos. Con arreglo a esta definición, que se conoce como concepto morfológico de la especie, la categoría «tigre» se definiría más o menos como «el grupo que engloba a todos los grandes felinos asiáticos cuyos adultos miden más de un metro y medio de largo y tienen rayas negras verticales sobre un fondo anaranjado, con manchas blancas alrededor de los ojos y la boca». Así es como se describen las especies en las guías de campo, y así es como Linnaeus realizó la primera clasificación de las especies en 1735.

Pero esta definición tiene varios problemas. Como hemos visto en el capítulo anterior, en las especies sexualmente dimórficas los machos y las hembras pueden tener un aspecto muy distinto. De hecho, los investigadores de los primeros museos a menudo clasificaban erróneamente a las aves y los insectos de una misma especie como si pertenecieran a dos especies distintas. Es fácil de entender que se clasifique así a los machos y las hembras de los pavos reales cuando sólo se dispone de individuos disecados. Luego está el problema de la variación dentro de un grupo de individuos que se reproducen entre sí. Los humanos, por ejemplo, podrían clasificarse en varios grupos distintos con relación al color de los ojos: los humanos de ojos azules, los de ojos marrones y los de ojos verdes. Estos grupos son distintos sin apenas ambigüedades; ¿por qué no habríamos de considerarlos especies distintas? Lo mismo puede decirse de las poblaciones que tienen aspecto distinto en lugares distintos. Los humanos son, una vez más, un ejemplo excelente. Los inuit de Canadá son muy distintos de los miembros de la tribu !kung del sur de África, y ambos grupos difieren de los fineses. ¿Clasificamos todas estas poblaciones como especies distintas? Eso no parece correcto: al fin y al cabo, todas las poblaciones de humanos pueden cruzarse y reproducirse sin problemas. Lo mismo puede decirse de muchas plantas y animales. Por ejemplo, el sabanero melódico, un gorrión de América del Norte, se ha clasificado en treinta y una «razas» geográficas (o «subespecies») con arreglo a pequeñas diferencias en el plumaje y el canto. Pero los miembros de todas estas razas se pueden cruzar y producir descendencia fértil. ¿En qué punto las diferencias entre poblaciones son lo bastante grandes como para que podamos designarlas como especies distintas? Este concepto hace de la designación de especies un ejercicio arbitrario, pero sabemos que las especies tienen una realidad objetiva, que no son simplemente constructos humanos arbitrarios.

A la inversa, algunos grupos que los biólogos reconocen como diferentes especies tienen una apariencia idéntica, o casi. Estas especies «crípticas» se encuentran en la mayoría de los grupos de organismos, incluidos las aves, los mamíferos, las plantas y los insectos. Yo mismo estudio la especiación en un grupo de moscas de la fruta (Drosophila), que comprende nueve especies. Las hembras de todas estas especies son imposibles de distinguir, incluso al microscopio, y los machos pueden clasificarse sólo atendiendo a minúsculas diferencias en la forma de los genitales. De modo parecido, el mosquito vector de la malaria, Anopheles gambiae, es una de siete especies que son casi idénticas, pero que difieren en el lugar donde habitan y en el huésped al que pican. Algunos no pican a los humanos y, por consiguiente, no suponen ningún riesgo de transmisión de la malaria. Para combatir la malaria con eficacia es fundamental que podamos distinguir estas especies. Además, como los humanos somos animales visuales, tendemos a pasar por alto los caracteres que no son fáciles de ver, como las diferencias en las feromonas que a menudo distinguen especies de insectos que por lo demás tienen un aspecto muy parecido.

El lector quizá se haya preguntado por qué, si estas formas crípticas son tan parecidas, creemos que en realidad se trata de especies distintas. La respuesta es que coexisten en el mismo lugar y, sin embargo, nunca intercambian genes: los miembros de una especie no pueden formar híbridos con los miembros de otra especie. (Puede probarse esto en el laboratorio mediante experimentos de cruzamiento, o directamente estudiando los genes para ver si los grupos los intercambian.) Por consiguiente, estos grupos están reproductivamente aislados entre sí: constituyen «acervos genéticos» distintos que no se mezclan entre sí. Parece razonable suponer que, bajo cualquier concepción realista de lo que constituye un grupo en la naturaleza, estas formas crípticas son distintas.

Además, cuando pensamos en la razón de que consideremos a los humanos de ojos azules y los de ojos marrones, o los inuit y los !kung, miembros de la misma especie, comprendemos que es porque pueden aparearse unos con otros y producir descendientes con combinaciones de sus genes. En otras palabras, pertenecen al mismo acervo genético. Cuando se piensa en las especies crípticas y en la variación en los humanos, se llega a la conclusión de que las especies son distintas y separadas no porque parezcan diferentes, sino porque existen barreras entre ellas que impiden que puedan cruzarse.

Ernst Mayr y el genetista ruso Theodosius Dobzhansky fueron los primeros en darse cuenta de esto, y en 1942 Mayr propuso una definición de especie que se ha convertido en el patrón oro de la biología evolutiva. Sobre la base del criterio de la reproducción para determinar la condición de especie, Mayr la definió como un grupo de poblaciones naturales que pueden cruzarse entre sí y que están reproductivamente aisladas de otros grupos de la misma naturaleza. Esta definición se conoce como concepto biológico de especie, o CBE. «Reproductivamente aisladas» sólo significa que los miembros de distintas especies poseen caracteres (diferencias en la apariencia, el comportamiento o la fisiología) que les impiden cruzarse con éxito, mientras que los miembros de la misma especie pueden reproducirse sin problemas.

¿Qué es lo que impide que los miembros de dos especies parecidas se apareen? Las barreras a la reproducción son muchas. Las especies pueden no cruzarse simplemente porque sus épocas de reproducción o de floración no se solapan. Algunos corales, por ejemplo, sólo se reproducen una noche al año, cuando expulsan al agua masas de huevos y espermatozoides durante un período de unas cuantas horas. Las especies más estrechamente emparentadas que viven en la misma zona se mantienen separadas porque sus picos de reproducción están separados por varias horas, lo que impide que los huevos de una especie se encuentren con los espermatozoides de otra. Las especies de animales a menudo tienen feromonas distintas o realizan cortejos distintos, y no se encuentran unas a otras sexualmente apetecibles. Las hembras de mis especies de Drosophila tienen en el abdomen sustancias químicas que no resultan atractivas para los machos de otras especies. Las especies también pueden estar aisladas por preferir hábitats distintos, de manera que simplemente no llegan a encontrarse nunca. Muchos insectos se alimentan y reproducen en una sola especie de planta, y distintas especies de insectos están restringidos a especies distintas de plantas. Esto impide que se encuentren unas a otras en el momento del apareamiento. Las especies de plantas estrechamente emparentadas pueden mantenerse separadas porque utilizan polinizadores distintos. Por ejemplo, en la misma zona de la Sierra Nevada de California viven dos especies de flores mono (Mimulus), que raramente se cruzan porque una especie es polinizada por abejorros y la otra por colibríes.

Las barreras de aislamiento también pueden actuar después del apareamiento. El polen de una especie de planta puede no llegar a germinar en el pistilo de otra. Si se forman fetos, pueden malograrse antes de nacer, tal como pasa cuando se cruza una oveja y una cabra. Y aun cuando los híbridos sobrevivan, pueden ser estériles: el ejemplo clásico es la vigorosa pero estéril mula, el producto del cruce de una yegua y un asno. Las especies que producen híbridos estériles claramente no pueden intercambiar genes.

Además, varias de estas barreras pueden actuar al mismo tiempo. Durante buena parte de los últimos diez años he estudiado dos especies de mosca de la fruta que viven en la isla volcánica de Sao Tomé, en la costa occidental de África. Las especies están un tanto aisladas por su hábitat; una vive en la parte superior del volcán y la otra a altitudes bajas, aunque su distribución está algo solapada. Pero también difieren en las exhibiciones de cortejo, así que incluso cuando se encuentran miembros de las dos especies, raramente se cruzan. Cuando lo hacen, el esperma de una de las especies tiene poca capacidad para fecundar los huevos de la otra, así que se produce un número relativamente menor de descendientes. Y la mitad de estos híbridos, que son todos machos, son estériles. Cuando se juntan todas estas barreras, nos vemos llevados a la conclusión de que en la práctica la especie no intercambia genes en la naturaleza, algo que hemos confirmado mediante la secuenciación de ADN. Podemos, pues, considerarlas especies biológicas distintas.

La ventaja del CBE es que resuelve todos los problemas que los conceptos de especie basados en la apariencia no lograban resolver. ¿Qué son esos grupos crípticos de mosquitos? Son especies distintas porque no intercambian genes. ¿Y los inuit y los !kung? Estas poblaciones no se aparean entre sí (dudo que se haya producido nunca una unión entre miembros de estas poblaciones), pero existe un flujo génico potencial de una a otra población a través de áreas geográficas intermedias, y no hay duda de que si se aparearan, la unión produciría descendencia fértil. Por último, los machos y las hembras son miembros de la misma especie porque sus genes se unen en el momento de la reproducción.

Así pues, de acuerdo con el CBE, una especie es una comunidad reproductora, un acervo genético. Y esto significa que una especie es también una comunidad evolutiva. Si en una especie aparece una «mutación buena», por ejemplo una mutación en los tigres que aumente el tamaño de la camada en un 10 por 100, el gen que contiene la mutación se extenderá por toda la especie tigre. Pero no llegará más lejos, pues los tigres no intercambian genes con otras especies. La especie biológica es, pues, la unidad de la evolución: es, en buena medida, lo que evoluciona. Es por eso por lo que, de manera general, los miembros de una especie presentan una apariencia y un comportamiento muy parecidos: como todos comparten los mismos genes, responden del mismo modo a las fuerzas evolutivas. Y es el hecho de que las especies que viven en el mismo lugar no se crucen lo que no sólo mantiene las diferencias en apariencia y comportamiento entre especies, sino lo que les permite continuar divergiendo sin límites.

Pero el CBE no es un concepto infalible. ¿Qué pasa con los organismos que ya se han extinguido? No podemos comprobar su compatibilidad reproductora. Por eso los conservadores de los museos y los paleontólogos tienen que recurrir a los conceptos tradicionales basados en la apariencia y clasificar los fósiles y especímenes por su grado de similitud. Los organismos que no se reproducen sexualmente, como las bacterias y algunos hongos, tampoco se ajustan a los criterios del CBE. La cuestión de qué constituye una especie en estos grupos es compleja, y ni siquiera estamos seguros de que los organismos asexuales formen grupos distintos del mismo modo que lo hacen los sexuales.

Pero a pesar de estos problemas, el concepto de especie biológica sigue siendo el preferido por los evolucionistas para estudiar la especiación, porque va directamente al centro de la cuestión evolutiva. En el contexto del CBE, si se consigue explicar cómo se forman barreras reproductoras durante la evolución, se habrá explicado el origen de las especies.

Exactamente cómo surgen estas barreras es algo que desconcertó a los biólogos durante mucho tiempo. Por fin, alrededor de 1935, los biólogos comenzaron a realizar progresos tanto en el campo como en el laboratorio. Una de las observaciones más importantes fue realizada por naturalistas que observaron que las llamadas «especies hermanas» (especies que son mutuamente sus parientes más cercanos) solían aparecer separadas en la naturaleza por barreras geográficas. Por ejemplo, se encontraron especies hermanas de erizos de mar a un lado y otro del istmo de Panamá. Las especies hermanas de peces de agua dulce solían habitar en cuencas de drenaje distintas. ¿Podía tener algo que ver esta separación geográfica con la aparición de estas especies a partir de un antepasado común?

Sí, respondieron los genetistas y los naturalistas, que al cabo de un tiempo propusieron cómo los efectos combinados de la evolución y la geografía podía hacer que ocurriera esto. ¿Cómo se consigue que una especie se divida en dos, separada por barreras reproductoras? Mayr sostenía que estas barreras no eran más que productos secundarios de la selección natural o sexual que hacían que las poblaciones geográficamente aisladas evolucionaran en direcciones distintas.

Supongamos a modo de ejemplo que una especie ancestral de planta con flor quedara dividida en dos por una barrera geográfica, como una cadena montañosa. Quizá la especie podía dispersarse por encima de las montañas en el estómago de unas aves. Ahora imaginemos que una de las poblaciones vive en un lugar donde hay muchos colibríes pero pocas abejas. En esa área, las flores evolucionarán en el sentido de atraer a los colibríes como polinizadores: lo más habitual es que en este caso las flores se vuelvan rojas (un color que resulta atractivo para las aves), produzcan néctar en abundancia (para premiar a las aves) y tengan tubos profundos (para los largos picos y lenguas de los colibríes). Y supongamos que la población del otro lado de las montañas encuentre invertida su situación respecto a los polinizadores: pocos colibríes y muchas abejas. De este lado, la flores probablemente evolucionarán para hacerse rosadas (un color que atrae a las abejas), tendrán nectarios cortos con menos néctar (las abejas tienen lenguas cortas y no requieren un premio de néctar tan abundante) y flores planas cuyos pétalos formasen una plataforma de aterrizaje (a diferencia de los colibríes, que se ciernen en el aire, las abejas suelen posarse para recoger el néctar). Con el tiempo, las dos poblaciones habrán divergido en la forma de sus flores y en la cantidad de néctar producido, y cada una de ellas estará especializada para ser polinizada por un único tipo de animal. Imaginemos ahora que la barrera física desaparece y que las dos poblaciones que acababan de divergir vuelven a encontrarse en la misma área, que contiene tanto colibríes como abejas. Ahora estarán reproductivamente aisladas: cada tipo de flor será visitado por un polinizador distinto, así que sus genes no se mezclarán a causa de una polinización cruzada. Se habrán convertido en dos especies distintas. Éste es, de hecho, el mecanismo probable que llevó a las flores mono, mencionadas anteriormente, a divergir de su antepasado común.

Ésta es sólo una de las maneras en que puede evolucionar una barrera reproductora por medio de evolución «divergente», es decir, selección que impulsa a las distintas poblaciones en direcciones evolutivas distintas. Es fácil imaginar otros casos en que unas poblaciones geográficamente aisladas diverjan hasta el punto de que algún tiempo más tarde no puedan cruzarse. Pueden aparecer distintas mutaciones que afecten al comportamiento de los machos o pueden aparecer caracteres en distintos lugares, por ejemplo plumas rectrices largas en una población y color naranja en otra población, y que luego la selección sexual se encargue de impulsar a las poblaciones en distintas direcciones. Con el tiempo, las hembras de una población preferirían a los machos de cola larga y las de la otra, a los machos de color naranja. Si las dos poblaciones se volviesen a encontrar más tarde, sus preferencias de apareamiento les impedirían mezclar sus genes, así que se considerarían especies distintas.

¿Y qué de la esterilidad e inviabilidad de los híbridos? Éste fue un grave problema para los primeros evolucionistas, a quienes resultaba difícil ver de qué manera la selección natural podía producir características tan claramente mal adaptadas y despilfarradoras. Pero supongamos por un momento que estas características no se seleccionaron de manera directa, sino que aparecieron como productos secundarios accidentales de la divergencia genética, una divergencia causada por la selección natural o la deriva genética. Si dos poblaciones geográficamente aisladas evolucionan durante un tiempo suficiente en direcciones distintas, sus genomas pueden llegar a ser tan diferentes que, cuando se unen en un híbrido, sencillamente no funcionan bien juntos. Esto puede afectar al desarrollo y hacer que los híbridos mueran prematuramente o que, si viven, sean estériles.

Es importante entender que las especies no surgen, como pensaba Darwin, con el propósito de llenar los nichos desocupados que haya en la naturaleza. No tenemos distintas especies porque de algún modo la naturaleza las necesite. En absoluto. El estudio de la especiación nos dice que las especies son accidentes evolutivos. Esos «grupos» tan importantes para la biodiversidad no evolucionaron porque aumentaran la diversidad, ni tampoco para que los ecosistemas quedaran equilibrados. Son, sencillamente, el resultado inevitable de las barreras genéticas que surgen cuando unas poblaciones aisladas en el espacio evolucionan en direcciones distintas.

En muchos sentidos, la especiación biológica recuerda a la «especiación» de dos lenguas cercanas a partir de un antepasado común (un ejemplo es el alemán y el inglés, dos «lenguas hermanas»), Al igual que las especies, las lenguas pueden divergir en las poblaciones aisladas que en otro tiempo compartían una lengua ancestral. También cambian más rápidamente cuando hay menos mezcla de individuos de poblaciones distintas. Pero así como las poblaciones cambian genéticamente por selección natural (y, a veces, por deriva genética), las lenguas humanas cambian por selección lingüística (las pronunciaciones cambian por imitación y transmisión cultural). Durante la especiación biológica, las poblaciones cambian genéticamente hasta el punto de que sus miembros ya no pueden reconocerse como parejas, o sus genes no pueden cooperar para producir un individuo fértil. De modo parecido, las lenguas pueden divergir hasta el punto de ser mutuamente ininteligibles: los hablantes ingleses no entienden el alemán, y viceversa. Las lenguas son como las especies en el sentido de que forman grupos distintos en lugar de un grupo continuo: por lo general, el habla de una persona puede adscribirse sin ambigüedad a alguna de las varias miles de lenguas humanas.

El paralelo llega todavía más lejos. La evolución de las lenguas puede reconstruirse hacia el pasado, y puede dibujarse para ellas un árbol de familia, catalogando las semejanzas entre las palabras y la gramática. Esto es muy parecido a reconstruir un árbol evolutivo de los organismos a partir de la lectura del código de ADN de sus genes. También podemos reconstruir protolenguas, o lenguas ancestrales, mediante el análisis de las características que tienen en común las lenguas actuales. Así es precisamente como los biólogos predicen qué aspecto debían tener los eslabones perdidos o los genes ancestrales. Además, el origen de las lenguas es accidental: la gente no comienza a hablar un idioma distinto sólo para diferenciarse, sino que las lenguas nuevas, igual que las especies nuevas, se forman como un producto secundario de otros procesos, como en la transformación del latín en italiano en Italia. Las analogías entre la especiación y las lenguas fueron apuntadas por primera vez por, ¿quién si no?, Darwin en El origen.

Pero no debemos llevar esta analogía demasiado lejos. A diferencia de las especies, los lenguajes pueden experimentar «fecundación cruzada» y adoptar frases los unos de los otros, como ocurre con el uso en el inglés de las palabras alemanas angst o kindergarten. En su ameno libro El instinto del lenguaje, Steven Pinker describe otras semejanzas y diferencias llamativas entre los lenguajes y las especies.

La idea de que el aislamiento geográfico es el primer paso hacia el origen de las especies recibe el nombre de teoría de la especiación geográfica. La teoría puede enunciarse de una forma sencilla: la evolución del aislamiento genético entre poblaciones requiere que en primer lugar se encuentren geográficamente aisladas. ¿Por qué es tan importante el aislamiento geográfico? ¿Por qué no pueden aparecer dos especies nuevas en el mismo lugar ocupado por su antepasado? La teoría de la genética de poblaciones (y un montón de experimentos) nos dice que es muy difícil dividir una población en dos partes genéticamente aisladas si retienen la oportunidad de cruzarse. Sin aislamiento, la selección que podría hacer divergir a las poblaciones tiene que trabajar a contracorriente de los cruzamientos, que constantemente ponen en contacto individuos distintos y mezclan sus genes. Imaginemos por un momento un insecto que vive en manchas de bosque en las que crecen dos tipos de plantas que le sirven de alimento. Cada una de las plantas requiere un conjunto distinto de adaptaciones para ser usada, pues tienen toxinas distintas, distintos nutrientes y distintos olores.

Pero a medida que cada grupo de insectos de un área comienza a adaptarse a una de las plantas, sus individuos también se aparean con insectos que se están adaptando a la otra planta. Esta continua mezcla impedirá que el acervo genético se divida en dos especies. Lo que probablemente ocurrirá en este caso es que al final habrá una única especie «generalista» que utilizará las dos plantas. La especiación es como la separación entre el aceite y el vinagre: siempre intentan separarse, pero no lo consiguen si constantemente están siendo mezclados.

¿Qué pruebas tenemos de la especiación geográfica? La pregunta que planteamos sobre la especiación no es si se produce, sino cómo. Ya sabemos por el registro fósil, la embriología y otros datos que las especies han divergido de antepasados comunes. Lo que queremos ver ahora es si las poblaciones geográficamente separadas se convierten en especies nuevas. No es una tarea fácil. Para empezar, la especiación en los organismos distintos de las bacterias suele ser un proceso lento, mucho más lento que la división de las lenguas. Mi colega Allen Orr y yo mismo hemos calculado que, a partir de un antecesor, hacen falta entre 100.000 años y 5 millones de años para que se produzca la evolución de dos descendientes reproductivamente aislados. Este ritmo glacial de especiación implica que, con pocas excepciones, no podemos esperar ser testigos del proceso entero, ni siquiera de una pequeña parte, durante nuestra vida. Para estudiar cómo se forman las especies tenemos que recurrir a métodos indirectos, a contrastar predicciones derivadas de la teoría de la especiación geográfica.

La primera predicción es que si la especiación depende en gran medida del aislamiento geográfico, durante la historia de la vida tienen que haberse producido muchísimas oportunidades de que unas poblaciones experimenten ese aislamiento. Al fin y al cabo, en la Tierra viven millones de especies en la actualidad. Las cadenas montañosas ascienden, los glaciares se extienden, los desiertos se forman, los continentes se mueven y las sequías dividen una masa continua de bosque en varias manchas separadas por pradera. Cada vez que ocurre alguna de estas cosas, existe la posibilidad de que una especie quede partida en dos o más poblaciones. Cuando se formó el istmo de Panamá hace unos 3 millones de años, la tierra que emergió separó poblaciones de organismos marinos a ambos lados, organismos que antes pertenecían a la misma especie. Incluso un río puede formar una barrera geográfica para muchas aves que no quieren volar sobre el agua.

Pero las poblaciones no quedan aisladas necesariamente por la formación de barreras geográficas. Pueden quedar aisladas por la dispersión accidental a gran distancia. Supongamos que unos pocos individuos inquietos, o incluso un sola hembra preñada, se extravían y acaban colonizando una costa remota. La colonia que allí se forme evolucionará aislada de sus antepasados de la población original. Esto es justamente lo que ocurre en las islas oceánicas. La probabilidad de que se produzca este tipo de aislamiento es mayor aún en el caso de los archipiélagos, donde los individuos pueden desplazarse ocasionalmente entre las islas vecinas, quedando geográficamente aisladas en cada ocasión. Cada ronda de aislamientos proporciona una nueva oportunidad para la especiación. Por eso los archipiélagos albergan las célebres «radiaciones» de especies estrechamente emparentadas, como las moscas de la fruta en Hawái, los lagartos Anolis en el Caribe y los pinzones en las Galápagos.

Así que la especiación geográfica ha contado con numerosas oportunidades, pero ¿ha dispuesto del tiempo necesario? Tampoco aquí hay problema alguno. La especiación es un suceso de escisión por el que una rama ancestral se divide en dos nuevas ramas, que a su vez se vuelven a dividir más tarde, y así una y otra vez mientras el árbol de la vida se va ramificando. Esto significa que el número de especies crece de manera exponencial, aunque algunas de las ramas acaben podadas por la extinción. ¿Qué ritmo tendría que haber llevado la especiación para explicar la actual diversidad de la vida? Se ha estimado que en la Tierra viven hoy unos 10 millones de especies. Subamos esa cifra a 100 millones para tener en cuenta las especies no descubiertas. Si comenzamos con una sola especie hace 3.500 millones de años, obtendremos 100 millones de especies en la actualidad sólo con que cada especie ancestral se divida en dos tan sólo una vez cada 200 millones de años. Como hemos visto, en la realidad la especiación se produce mucho más rápido, así que incluso si tenemos en cuenta las muchas especies que evolucionaron pero luego se extinguieron, el tiempo no supone un problema.[41]

Pero ¿qué pasa con la idea crucial de que las barreras para la reproducción son un producto secundario del cambio evolutivo? Esta idea al menos puede ponerse a prueba en el laboratorio. Para ello, los biólogos realizan experimentos de selección en los que fuerzan a unas plantas o unos animales a adaptarse por medio de la evolución a distintos ambientes. Estos diseños experimentales son modelos de lo que ocurre cuando unas poblaciones naturales aisladas se encuentran en un nuevo hábitat. Después de un período de adaptación, las distintas «poblaciones» se analizan en el laboratorio para ver si la evolución las ha llevado a erigir barreras a la reproducción. Como estos experimentos tienen lugar a lo largo de unas docenas de generaciones, mientras que la especiación en la naturaleza se desarrolla a lo largo de miles de generaciones, no cabe esperar que veamos el origen de especies nuevas con todas las de la ley. Pero ocasionalmente podemos ver los inicios de un aislamiento reproductivo.

Sorprendentemente, incluso en estos experimentos de corta duración se producen barreras genéticas con bastante frecuencia. Más de la mitad de estos estudios (se han realizado alrededor de veinte, todos con moscas debido a su corto tiempo de generación) han dado resultados positivos, y a menudo muestran aislamiento reproductivo entre poblaciones al cabo de sólo un año después del inicio de la selección. Más a menudo, la adaptación a distintos «ambientes» (diferentes tipos de alimento, por ejemplo, o la capacidad de desplazarse hacia arriba en lugar de hacia abajo en un laberinto vertical) dan como resultado la discriminación de las poblaciones en el apareamiento. No sabemos con seguridad qué caracteres usan las poblaciones para distinguirse entre ellas, pero la formación de barreras genéticas por medio de la evolución durante períodos de tiempo tan cortos confirma una de las predicciones fundamentales de la especiación geográfica.

La segunda predicción de la teoría concierne a la propia geografía. Si por lo general las poblaciones tienen que estar físicamente aisladas unas de otras para convertirse en especies, deberíamos encontrar las especies de formación más reciente en áreas distintas pero cercanas. Podemos hacernos una idea aproximada de cuánto tiempo ha pasado desde la aparición de una especie por el grado de diferenciación entre sus secuencias de ADN, que es más o menos proporcional al tiempo transcurrido desde que se dividieron de un antepasado común. Así que podemos buscar en un grupo especies «hermanas», que tendrán el grado más alto de similitud en su ADN (y por tanto estarán más estrechamente emparentadas), y ver si se encuentran geográficamente aisladas.

También esta predicción se cumple: vemos muchas especies hermanas divididas por una barrera geográfica. Por ejemplo, a cada lado del istmo de Panamá se encuentran siete especies de camarón pistola en aguas de poca profundidad. El pariente más cercano de cada especie es otra especie del otro lado. Lo que debe haber ocurrido es que había siete especies ancestrales de camarón que quedaron divididas cuando emergió el istmo desde el fondo del mar hace 3 millones de años. Cada antepasado dio lugar a una especie en el Atlántico y otra en el Pacífico. (Por cierto que los camarones pistola son un prodigio de la biología. Su nombre les viene de la forma en que matan: no tocan a sus presas sino que, al cerrar de un golpe su única y gigantesca pinza, crean una onda sónica de alta presión que atonta a sus víctimas. Los grupos grandes de estos camarones pueden ser tan ruidosos que llegan a confundir a los sonares de los submarinos.)

Con las plantas ocurre lo mismo. Es fácil encontrar pares de especies hermanas de plantas con flor en el este de Asia y el este de América del Norte. Todos los botánicos saben que estas áreas albergan una flora parecida que incluye el dragón fétido, los tuliperos y las magnolias. Una revisión de las plantas puso de manifiesto nueve pares de especies hermanas, entre ellas enredaderas de trompeta (Campsis), cornejos (Comus) y manzana india (Podophyllum), de los que en cada pareja hay una especie en Asia y su pariente más cercano se encuentra en América del Norte. Los botánicos creen que cada una de las parejas había sido una única especie distribuida de forma continua por los dos continentes, pero quedaron geográficamente aisladas (y comenzaron a evolucionar por separado) cuando el clima se tornó más frío y seco hace unos 5 millones de años, barriendo el bosque entre las dos áreas. Y, en efecto, la datación de estos nueve pares de especies a partir del ADN sitúa las divergencias hace unos 5 millones de años.

Los archipiélagos son un buen lugar para ver si la especiación requiere aislamiento físico. Si un grupo ha producido especies en un conjunto de islas, deberíamos encontrar que los parientes más cercanos viven en islas distintas, y no en la misma isla. (Una sola isla suele ser demasiado pequeña para permitir la separación geográfica de las poblaciones, que es el primer paso de la especiación. Varias islas, en cambio, están separadas por el agua, y deberían permitir la aparición de nuevas especies con facilidad.) Esta predicción también ha resultado ser cierta en general. En Hawái, por ejemplo, las especies hermanas de Drosophila casi siempre ocupan islas distintas; lo mismo puede decirse de otras radiaciones menos conocidas pero no por ello menos espectaculares, como las de los grillos ápteros y las plantas lobelia. Además, se han determinado las fechas de los eventos de especiación de Drosophila a partir del ADN de estas moscas y, tal como se había predicho, las especies más antiguas se han encontrado en las islas más antiguas.

Una predicción más del modelo de la especiación geográfica es la suposición razonable de que este modo de especiación sigue produciéndose en la naturaleza. Si esto es cierto, deberíamos poder encontrar poblaciones aisladas de una misma especie que estén comenzando a experimentar una especiación y que, por consiguiente, presenten una moderada cantidad de aislamiento reproductor respecto a otras poblaciones. Y, en efecto, tenemos de ello numerosos ejemplos. Así ocurre con la orquídea Satyrium hallackii, que vive en Sudáfrica. En las partes norte y sur de este país es polinizada por esfinges y moscas de probóscide («lengua») larga. Para atraer a estos polinizadores, la evolución de la orquídea la ha llevado a desarrollar unos largos tubos de néctar en las flores; la polinización sólo puede producirse cuando las mariposas y moscas de probóscide larga se acercan a la flor lo suficiente como para introducir sus lenguas en los tubos. Pero en las regiones costeras, los únicos polinizadores son abejas de probóscide corta, y aquí la evolución de la orquídea la ha llevado a desarrollar tubos más cortos para el néctar. Si las poblaciones vivieran en una región donde hubiera los tres tipos de polinizadores, sin duda las flores de tubos largos y las de tubos cortos mostrarían cierto grado de aislamiento genético, pues las especies de probóscide larga no pueden polinizar fácilmente las flores de tubos cortos, y viceversa. También entre los animales hay numerosos ejemplos de especies en las que los individuos de poblaciones distintas tienen más dificultad para aparearse que los de la misma población.

Hay una última predicción que podemos hacer para poner a prueba la especiación geográfica: deberíamos encontrar que el aislamiento reproductor entre un par de especies físicamente aisladas aumenta lentamente con el tiempo. Mi colega Allen Orr y yo mismo hemos contrastado esta predicción examinando muchos pares de especies de Drosophila que habían divergido de sus respectivos antepasados comunes en distintos momentos del pasado. (Con el método del reloj molecular descrito en el capítulo 4 pudimos estimar el momento en que un par de especies comenzó a divergir contando el número de diferencias en sus secuencias de ADN.) Medimos tres tipos de barreras reproductoras en el laboratorio: la discriminación entre parejas durante el apareamiento, y la esterilidad e inviabilidad de sus híbridos. Tal como habíamos predicho, encontramos que el aislamiento reproductor entre especies aumentaba paulatinamente con el tiempo. Las barreras genéticas entre grupos se hicieron lo bastante fuertes como para impedir completamente el cruzamiento al cabo de unos 2,7 millones de años de divergencia. Eso es mucho tiempo. Al menos en las moscas de la fruta está claro que el origen de especies nuevas es un proceso lento.

La manera en que hemos descubierto cómo surgen las especies se parece al modo en que los astrónomos descubrieron cómo «evolucionan» las estrellas con el tiempo. Ambos procesos ocurren demasiado lentamente como para que podamos presenciarlos durante nuestra vida. Pero todavía podemos entender cómo funcionan buscando instantáneas del proceso en distintos estadios evolutivos para luego juntarlas en una película conceptual. En el caso de las estrellas, los astrónomos vieron nubes dispersas de materia («nubes moleculares») en el interior de galaxias. En otros lugares vieron cómo esas nubes se condensaban formando protoestrellas. Y en otros lugares vieron protoestrellas en proceso de convertirse en estrellas, condensándose más hasta comenzar a generar luz cuando la temperatura de su núcleo ascendió lo bastante como para fusionar átomos de hidrógeno en helio. Otras estrellas eran grandes «gigantes rojas» como Betelgeuse; algunas mostraban signos de desprender sus capas más exteriores al espacio; y aun otras eran todavía pequeñas y densas enanas blancas. Montando todas estas fases en una secuencia lógica, basada en lo que sabemos de su estructura y comportamiento físico y químico, hemos podido inferir cómo se forman, persisten y mueren las estrellas. A partir de esta imagen de la evolución estelar, podemos realizar predicciones. Sabemos, por ejemplo, que las estrellas de un tamaño en torno al de nuestro sol brillan de manera constante y estable durante unos 10.000 millones de años antes de hincharse y convertirse en gigantes rojas. Como el sol tiene unos 4.600 millones de años, sabemos que nos encontramos aproximadamente a mitad de la vida de nuestro planeta, antes de que se lo trague la expansión del sol.

Lo mismo pasa con la especiación. Vemos poblaciones geográficamente aisladas que recorren todo el abanico desde aquellas que no muestran ningún aislamiento reproductor, pasando por otras con grados crecientes de aislamiento reproductor (a medida que las poblaciones quedan aisladas durante periodos más largos), hasta llegar, al final, a la especiación completa. Vemos especies jóvenes que descienden de un antepasado común, a cada lado de barreras geográficas como los ríos o el istmo de Panamá, y en distintas islas de un archipiélago. Cuando juntamos todas estas observaciones, llegamos a la conclusión de que las poblaciones aisladas divergen, y que cuando la divergencia se prolonga durante un tiempo suficiente, se forman barreras reproductoras como subproducto de la evolución.

Los creacionistas afirman con frecuencia que si no podemos ver la evolución de una nueva especie durante nuestra vida, es que la especiación no se produce. Pero este argumento es fatuo: es como decir que como no podemos seguir el ciclo de vida completo de una misma estrella, las estrellas no evolucionan, o que como no podemos ver cómo surge un nuevo idioma, los idiomas no evolucionan. La reconstrucción histórica de un proceso es una forma absolutamente válida de estudiar ese proceso, y puede producir predicciones contrastables.[42] Podemos predecir que el sol comenzará a agotarse de aquí a 5.000 millones de años, del mismo modo que podemos predecir que unas poblaciones sometidas en el laboratorio a selección artificial en direcciones distintas acabarán aisladas genéticamente.

La mayoría de los evolucionistas acepta que el aislamiento geográfico de las poblaciones es la forma más común de especiación. Esto significa que cuando en una misma área encontramos dos especies cercanas, que es una situación común, en realidad divergieron en el pasado cuando sus antepasados se encontraron geográficamente aislados. Pero algunos biólogos creen que las especies nuevas pueden surgir sin necesidad de separación geográfica. En El origen, por ejemplo, Darwin sugiere en varias ocasiones que pueden aparecer nuevas especies, especialmente de plantas, en un área pequeña y circunscrita. Y desde los tiempos de Darwin los biólogos han discutido acaloradamente sobre la probabilidad de que se produzca especiación sin barreras geográficas (lo que se conoce como especiación simpátrica, del griego «el mismo lugar»). El problema, como ya se ha comentado, es que resulta difícil dividir en dos un acervo genético mientras sus miembros permanecen en la misma área, porque los cruzamientos entre las formas divergentes lo empujarán constantemente de vuelta a una sola especie. Las teorías matemáticas muestran que la especiación simpátrica es posible, pero sólo en condiciones muy restrictivas que tal vez sean poco frecuentes en la naturaleza.

Es relativamente fácil encontrar indicios de especiación geográfica, pero mucho más difícil encontrarlos de la especiación simpátrica. Que en una misma área veamos dos especies emparentadas no significa necesariamente que hayan surgido en esa área. Las especies cambian constantemente sus áreas de distribución siguiendo la expansión y contracción de sus hábitats al ritmo de los cambios climáticos a largo plazo, los episodios de glaciación, etcétera. Las especies emparentadas que viven en un mismo lugar pueden haber surgido allí o haber coincidido en una misma área más tarde. ¿Cómo podemos estar seguros de que dos especies relacionadas que viven en un mismo lugar realmente surgieron es ese lugar?

He aquí una manera de hacerlo. Podemos centramos en las islas de hábitat, manchas pequeñas y aisladas de tierra (como las islas oceánicas) o de agua (como los lagos de pequeño tamaño) que por lo general son demasiado pequeños para contener barreras geográficas. Si en estos hábitats hallamos especies estrechamente emparentadas, podemos inferir que se formaron de manera simpátrica, pues la posibilidad del aislamiento geográfico es remota.

Sólo tenemos unos pocos ejemplos. El mejor de ellos se refiere a los peces cíclidos de dos pequeños lagos de Camerún. Estos lagos africanos aislados, que ocupan los cráteres de sendos volcanes, son demasiado pequeños para que sus poblaciones queden separadas en el espacio (tienen una superficie de 0,5 y 3,9 kilómetros cuadrados). Pese a ello, cada uno de los lagos contiene una minirradiación de peces distinta que en cada caso desciende de un solo antepasado común: uno de los lagos tiene once especies; el otro, nueve. Ésta es quizá la mejor prueba que tenemos de la especiación simpátrica, aunque no sabemos cómo ocurrió ni por qué.

Otro de los casos corresponde a las especies de palmeras de Lord Howe, una isla oceánica situada en el mar de Tasmania, a unas 350 millas de la costa este de Australia. Aunque la isla es pequeña (unos trece kilómetros cuadrados) contiene dos especies autóctonas de plantas, la kentia y la palmera rizada, que son mutuamente sus parientes más cercanos. (La kentia quizá le resulte familiar al lector, pues es una planta ornamental popular en todo el mundo.) Estas dos especies parecen haber evolucionado a partir de una palmera ancestral que vivió en la isla hace unos cinco millones de años. Las probabilidades de que esta especiación haya implicado un aislamiento geográfico parece ser bastante baja, sobre todo si se tiene en cuenta que ambas son polinizadas por el viento, que puede diseminar el polen sobre una gran superficie.

Hay algunos ejemplos más de especiación simpátrica, pero no son tan convincentes como éstos. Lo más sorprendente, sin embargo, es el gran número de veces que la especiación simpátrica no se ha producido aun teniendo la oportunidad. Hay muchas islas de hábitat que contienen un número considerable de especies, pero ninguna tiene en la misma isla su pariente más cercano. Es evidente que en estas islas de hábitat no se ha producido especiación simpátrica. Mi colega Trevor Price y yo mismo hemos revisado las especies presentes en islas oceánicas aisladas en busca de parientes cercanos que pudieran indicar especiación. De las cuarenta y seis islas examinadas, ni una sola contenía una pareja de especies de aves que fuesen mutuamente sus parientes más cercanos. Un resultado parecido se obtuvo para los Anolis, unos pequeños lagartos verdes que a menudo se encuentran en tiendas de animales. No se encuentran especies de Anolis estrechamente emparentadas en islas menores que Jamaica, que es lo bastante grande, montañosa y variada como para permitir la especiación geográfica. La ausencia de especies hermanas es estas islas muestra que la especiación simpátrica no puede ser común en estos grupos. También sirve de evidencia en contra del creacionismo. Después de todo, no existe ninguna razón obvia por la que un creador habría de producir especies similares de aves o lagartos en los continentes pero no en las islas alejadas. (Por «similar» me refiero a que sean tan parecidas que los evolucionistas las consideren parientes cercanos. La mayoría de los creacionistas no aceptan que dos especies puedan ser «parientes», pues ello presupone la evolución.) La rareza de la especiación simpátrica es precisamente lo que predice la teoría de la evolución, y es un apoyo más de la teoría.

Existen, sin embargo, dos formas especiales de especiación simpátrica que no sólo son comunes en las plantas, sino que nos proporcionan los únicos ejemplos de «especiación en acción», de especies que se forman en un tiempo inferior a una vida humana. Una de ellas es la llamada especiación alopoliploide. Lo más curioso de esta forma de especiación es que en lugar de comenzar con poblaciones aisladas de la misma especie, comienza con la hibridación de dos especies distintas que viven en la misma área. Y por lo general requiere que esas dos especies distintas tengan también distinto número o tipo de cromosomas. A causa de esta diferencia, un híbrido entre las dos especies no podrá aparear adecuadamente los cromosomas en el momento de hacer el polen o los óvulos, y por lo tanto será estéril. Sin embargo, si hubiera manera de duplicar cada uno de los cromosomas de ese híbrido, cada cromosoma tendría ahora otro con el que aparearse, y el híbrido con el doble de cromosomas sería fértil. Además, sería una nueva especie, pues sería fértil en los cruzamientos con otros híbridos del mismo tipo, pero no podría cruzarse con ninguna de las especies progenitoras, pues un cruzamiento de este tipo produciría híbridos estériles con un número desparejo de cromosomas. Estos alopoliploides con «cromosomas duplicados» se producen con regularidad, dando lugar a nuevas especies.[43]

La especiación poliploide no siempre requiere la hibridación. Una poliploidía puede surgir simplemente de una duplicación de todos los cromosomas de una especie, un proceso que se conoce como autopoliploidía. También este proceso da como resultado una nueva especie, pues una planta autopoliploide puede producir híbridos fértiles al cruzarse con otra planta autopoliploide, pero estériles si se cruza con la especie parental original.[44]

Para que se produzca cualquiera de estas dos formas de especiación poliploide, se necesita que se produzca un suceso poco frecuente en dos generaciones sucesivas: la formación y la unión de polen y óvulos con un número anormalmente alto de cromosomas. Por ello, podría pensarse que este tipo de especiación debe ser un evento muy raro. No es así. Dado que una sola planta puede producir millones de óvulos y granos de polen, un evento improbable acaba siendo probable. Las estimaciones son variadas, pero en áreas del mundo bien estudiadas se ha estimado que hasta una cuarta parte de las especies de plantas con flor se formaron por poliploidía. Por otro lado, la fracción de especies existentes que en algún momento de su evolución tuvieron un evento de poliploidía podría ser de hasta el 70 por 100. Está claro que ésta es una manera común de formación de especies de plantas. Más aún, encontramos especies poliploides en casi todos los grupos de plantas (una excepción notable son los árboles). Y muchas de las plantas que utilizamos como alimento u ornamento son poliploides o híbridos estériles que tienen un progenitor poliploide; son ejemplos el trigo, el algodón, la calabaza, los crisantemos y los plátanos. Esto se debe a que los humanos vieron que los híbridos de la naturaleza poseían caracteres útiles de las dos especies parentales, o a que de manera deliberada produjeron poliploides con el propósito de crear combinaciones de genes útiles. Dos ejemplos cotidianos de nuestra cocina ilustran esto. Muchas formas de trigo tienen seis conjuntos de cromosomas que han surgido de una compleja serie de cruzamientos en los que intervinieron tres especies distintas, y que realizaron nuestros antepasados. Los plátanos comerciales son híbridos estériles entre dos especies salvajes y llevan el conjunto completo de cada una de estas dos especies. Las manchas negras del interior del plátano son óvulos abortados que no llegan a formar semilla porque sus cromosomas no pueden emparejarse correctamente. Como las plantas de plátano son estériles, sólo pueden propagarse por esquejes.

La poliploidía es mucho más rara en animales; sólo aparece de manera ocasional en peces, insectos, gusanos y reptiles. La mayoría de estas formas se reproducen asexualmente, pero hay un mamífero poliploide de reproducción sexual, la curiosa vizcacha de Argentina. Sus 112 cromosomas son los más vistos de todos los mamíferos. No entendemos por qué los poliploides animales son tan infrecuentes. Quizá tenga algo que ver con que la poliploidía altere el mecanismo de determinación del sexo mediante los cromosomas X/Y, o con la incapacidad de los animales para autofecundarse. A diferencia de los animales, muchas plantas puede autofecundarse, lo que permite a un único pie de un poliploide nuevo producir muchos individuos emparentados que serán miembros de su nueva especie.

La especiación poliploide difiere de otros tipos de especiación en que implica cambios en el número de cromosomas, no en los propios genes. Además, es extraordinariamente más rápida que la especiación geográfica «normal», puesto que una especie poliploide nueva puede aparecer en tan sólo dos generaciones. Eso es un instante en tiempo geológico. Y nos ofrece la insólita oportunidad de presenciar la aparición de una especie en «tiempo real», satisfaciendo así la exigencia de ver la especiación en acción. Sabemos de al menos cinco nuevas especies de planta que han aparecido de este modo.

Una de ellas es el senecio de Gales (Senecio cambrensis), una planta con flor de la familia de las margaritas, que fue observada por primera vez en Gales del Norte en 1958. Estudios recientes han puesto de manifiesto que en realidad es un híbrido poliploide entre otras dos especies, una de ellas el senecio común o hierba caña (Senecio vulgaris), autóctona en el Reino Unido, y el senecio de Oxford (Senecio squalidus), introducido en este país en 1792, pero que no llegó a Gales hasta aproximadamente 1910. Si tenemos en cuenta la afición de los británicos por la herborización, que produce un inventario casi continuo de las plantas locales, esto significa que el senecio de Gales híbrido debe haber aparecido entre 1910 y 1958. Las pruebas de que se trata realmente de un híbrido y de que se formó por poliploidía tienen varias fuentes. Para empezar, tiene el aspecto de un híbrido, pues posee características tanto del senecio vulgar como del de Oxford. Además, tiene exactamente el número de cromosomas esperado (sesenta) para un híbrido poliploide a partir de estas dos plantas parentales (cuarenta cromosomas de una y veinte de la otra). Los estudios genéticos han revelado que los genes y cromosomas del híbrido son combinaciones de los de las especies parentales. Pero la prueba definitiva la obtuvieron Jacqueline Weir y Ruth Ingram, de la Universidad de Saint Andrews, en Escocia, cuando sintetizaron completamente la nueva especie en el laboratorio por medio de varios cruces entre sus dos especies parentales. El híbrido producido artificialmente tiene exactamente el mismo aspecto que el senecio de Gales silvestre. (Es habitual sintetizar de este modo las especies híbridas silvestres para comprobar su ascendencia.) Quedan pocas dudas, por consiguiente, de que el senecio de Gales representa una nueva especie que apareció durante el último siglo.

Los otros cuatro casos de especiación en tiempo real son parecidos. En todos ellos se trata de híbridos entre una especie autóctona y una introducida. Esto implica un cierto carácter artificial, pues en cada caso los humanos han llevado unas plantas de un lugar a otro, pero es casi necesario que esto se produzca si queremos ver cómo se forman nuevas especies ante nuestros ojos. Por lo que parece, la especiación poliploide se produce con gran rapidez cuando dos especies parentales apropiadas se encuentran en el mismo lugar. Para ver cómo aparece en la naturaleza una especie alopoliploide, tenemos que entrar en escena poco después de que las dos especies ancestrales se encuentren próximas. Esto sólo puede ocurrir después de una invasión biológica reciente.

Pero la especiación poliploide se ha producido sin testigos muchas veces en el curso de la evolución. Esto lo sabemos porque los científicos han sintetizado en invernaderos híbridos poliploides esencialmente idénticos a los que se han formado en la naturaleza mucho antes de nuestra llegada. Además, los poliploides producidos artificialmente son fértiles cuando se cruzan con los híbridos silvestres. Todo esto constituye un indicio sólido de que hemos reconstruido el origen de una especie que se formó de manera natural.

Estos casos de especiación poliploide deberían satisfacer a los críticos que no están dispuestos a aceptar la evolución si no la ven con sus propios ojos.[45] Pero incluso sin poliploidía, tenemos una gran abundancia de pruebas de la especiación. Vemos en el registro fósil cómo se dividen algunos linajes. Encontramos especies muy cercanas separadas por barreras geográficas. Y vemos cómo comienzan a surgir nuevas especies a medida que sus poblaciones desarrollan durante su evolución barreras reproductoras incipientes, unas barreras que son el fundamento de la especiación. No hay duda de que si Mr. Darwin levantara la cabeza, descubriría con placer que el origen de las especies ha dejado de ser el «misterio de los misterios».