Capítulo 3
Nada en la biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución.
THEODOSIUS DOBZHANSKY
Antes del papel, en la Europa medieval los manuscritos se escribían sobre pergamino y vitela, finas láminas de piel de animal seca. Como eran difíciles de producir, muchos escritores medievales reutilizaban láminas antiguas, raspando las palabras anteriores para escribir sobre páginas limpias. Estos manuscritos reciclados reciben el nombre de palimpsestos, del griego «raspado de nuevo».
A menudo, sin embargo, quedaban trazas minúsculas de los escritos anteriores, y estos restos han resultado ser esenciales para nuestro conocimiento del mundo antiguo. Hay muchos textos clásicos que sólo hemos podido conocer mirando debajo del estrato de sobrescritura medieval para recobrar las palabras antiguas. Quizá el más célebre de éstos sea el palimpsesto de Arquímedes, escrito en Constantinopla en el siglo X y borrado y sobrescrito tres siglos más tarde por un monje para hacer un devocionario. En 1906, un estudioso de los clásicos danés identificó en el texto original una obra de Arquímedes. Desde entonces, se han utilizado rayos X, reconocimiento óptico de caracteres y otros complejos métodos para descifrar el texto original subyacente. Este meticuloso trabajo nos ha permitido recuperar tres tratados de matemáticas de Arquímedes escritos en griego antiguo, dos de los cuales eran desconocidos hasta entonces y revisten una enorme importancia para la historia de la ciencia. De tan arcana manera recobramos el pasado.
Igual que estos textos antiguos, los organismos son palimpsestos de la historia, de la historia evolutiva. En el cuerpo de los animales y plantas se encuentran las pistas de su ascendencia, los testimonios de su evolución. Y son abundantes. Ahí escondidos hay rasgos especiales, «órganos vestigiales», que sólo tienen sentido como reliquias de caracteres que en otro tiempo habían sido útiles para un antepasado. Otras veces encontramos «atavismos», rasgos de antepasados que aparecen ocasionalmente cuando se despiertan genes ancestrales que llevaban mucho tiempo silenciados. Ahora que podemos leer secuencias de ADN, hemos descubierto que los organismos son también palimpsestos moleculares: en su genoma está inscrita buena parte de su historia evolutiva, incluidas las ruinas de genes que fueron útiles en otro tiempo. Más aún, durante su desarrollo embrionario, muchas especies realizan contorsiones de lo más extrañas: órganos y otros caracteres aparecen para luego cambiar drásticamente o desaparecer del todo antes del nacimiento. Tampoco las especies están tan bien diseñadas: muchas presentan imperfecciones que no son signos de un diseño celestial sino de la evolución.
Stephen Jay Gould decía de estos palimpsestos biológicos que eran «signos absurdos de la historia». Pero no carecen del todo de sentido, pues constituyen poderosos indicios de la evolución.
Vestigios
Siendo un estudiante de doctorado en Boston, fui invitado a ayudar a un científico establecido que había escrito un artículo sobre si era más eficiente para los animales de sangre caliente correr sobre dos patas o sobre cuatro. Pensaba enviar el artículo a Nature, una de las revistas científicas de más prestigio, y me pidió que lo ayudara a obtener una fotografía llamativa que pudiera servir para la portada de la revista y así llamar la atención sobre su trabajo. Ansioso por salir del laboratorio, pasé una tarde entera persiguiendo a un caballo y un avestruz por un corral con la esperanza de que en algún momento corrieran lado a lado y pudiera mostrar los dos tipos de carrera en una única foto. No hace falta que diga que los animales se negaron a cooperar, y con las tres especies agotadas, abandonamos la idea. Aunque nunca logramos la foto,[15] la experiencia me enseñó una lección de biología: los avestruces no pueden volar, pero sí que utilizan las alas. Cuando corren, las usan para mantener el equilibrio, extendiéndolas a los lados para no tambalearse. Y cuando un avestruz se pone nervioso, como suele ocurrir cuando se los persigue por un corral, corre hacia el enemigo agitando las alas en una exhibición de amenaza. Es una señal para salir por pies, pues un avestruz enfurecido puede destriparnos fácilmente con una rápida patada. También utilizan las alas durante el cortejo,[16] y las extienden para proteger a sus pollos del duro sol africano.
La lección, sin embargo, va más allá. Las alas del avestruz son un carácter vestigial, un carácter de una especie que en sus antepasados fue una adaptación, pero ha perdido su utilidad completamente o, como en el caso del avestruz, se ha aprovechado para nuevos usos. Como todas las aves no voladoras, los avestruces descienden de antepasados que sí volaban. Lo sabemos gracias al registro fósil y al registro de ascendencia inscrito en el ADN de todas las aves no voladoras. Aunque todavía presentes, las alas ya no les sirven para levantar el vuelo para aprovisionarse o para escapar de sus depredadores, o de un estudiante de doctorado un poco pesado. Pero las alas no son inútiles: han evolucionado hasta adquirir nuevas funciones. Ayudan a las aves a mantener el equilibrio, en el cortejo y apareamiento, y para amenazar a sus enemigos.
El avestruz africano no es la única ave no voladora. Además de las ratites —las grandes aves no voladoras entre las que se incluye el ñandú de Suramérica, el emú de Australia y el kiwi de Nueva Zelanda—, varias otras docenas de especies de aves han perdido de manera independiente la capacidad de volar. Entre ellas se cuentan las fochas y calamones, los somormujos y zampullines, las ánades y, por descontado, los pingüinos. Quizá la más extraña de todas sea el kakapo de Nueva Zelanda, un rechoncho loro no volador que vive sobre todo en el suelo pero que también puede escalar los árboles y descender de ellos suavemente en «paracaídas» hasta el suelo del bosque. Los kakapos se encuentran en peligro crítico de conservación: quedan menos de un centenar libres en la naturaleza. Como no pueden volar, son presa fácil para los depredadores introducidos, como los gatos y las ratas.
Todas las aves no voladoras tienen alas. En algunas, como el kiwi, son tan pequeñas (apenas unos centímetros, y escondidas entre las plumas) que no parecen cumplir ninguna función. No son más que reliquias. En otras, como hemos visto en el caso de los avestruces, las alas han adquirido nuevos usos. En los pingüinos, las alas ancestrales han evolucionado a una suerte de aletas que les permiten nadar bajo el agua con una sorprendente velocidad. En cualquier caso, las alas vestigiales siempre tienen exactamente los mismos huesos que en las especies voladoras. La razón es que las aves no voladoras no son el resultado de un diseño deliberado (¿por qué habría de usar un creador exactamente los mismos huesos en unas alas para volar y otras que no sirven para volar, incluidas las nadadoras de los pingüinos?), sino de la evolución a partir de unos ancestros voladores.
Los oponentes a la evolución siempre plantean el mismo argumento cuando se citan los caracteres vestigiales como prueba de la evolución. «Estos caracteres no son inútiles», nos dicen. «O sirven para algo, o todavía no hemos descubierto para qué sirven.» Dicho de otro modo, dicen que un carácter no puede considerarse vestigial si todavía tiene una función o se le espera encontrar una.
Pero esta réplica es irrelevante. La teoría evolutiva no dice que los caracteres vestigiales carezcan de función. Un carácter puede ser vestigial y funcional al mismo tiempo. No es vestigial porque carezca de función, sino porque ya no realiza aquella función para la cual evolucionó. Las alas de un avestruz son útiles, pero eso no significa que no nos digan nada sobre la evolución. ¿No sería extraño que un creador ayudara a los avestruces a mantener el equilibrio dotándolos de unos apéndices que resultan tener el aspecto preciso de unas alas reducidas y que están construidos exactamente del mismo modo que las alas que sirven para volar?
En realidad, cabe esperar que los caracteres ancestrales evolucionen hacia nuevos usos; eso es precisamente lo que ocurre cuando la evolución fabrica nuevos caracteres a partir de otros anteriores. El propio Darwin observó que «un órgano que por el cambio de costumbres se ha vuelto inútil o perjudicial para un objeto, puede modificarse y ser utilizado para otro».
Pero aun cuando hayamos establecido que un carácter es vestigial, las preguntas no se agotan. ¿En qué antepasados fue funcional? ¿Para qué servía? ¿Por qué perdió su función? ¿Por qué sigue ahí en vez de haber desaparecido completamente? Y ¿qué nuevas funciones ha adquirido durante su evolución, si ha adquirido alguna?
Fijémonos en las alas otra vez. Como es obvio, tenerlas supone muchas ventajas, que compartieron los antepasados voladores de las aves no voladoras. Entonces, ¿por qué perdieron algunas aves la capacidad de volar? No estamos del todo seguros, pero tenemos algunas buenas pistas. La mayoría de las aves que en su evolución perdieron la capacidad de volar lo hicieron en islas; es el caso del extinto dodo de Mauricio, de la polluela hawaiana, del kakapo y el kiwi de Nueva Zelanda, y de muchas aves no voladoras que reciben el nombre de la isla donde habitan (la gallereta de Samoa, la gallereta de la isla Gough, la cerceta de las islas Auckland, y otras). Como veremos en el próximo capítulo, una de las características notables de las islas remotas es su falta de mamíferos y reptiles, las especies que depredan a las aves. Pero ¿qué decir de las ratites, que habitan en los continentes, como los avestruces? Todas éstas evolucionaron en el hemisferio sur, donde hay muchos menos mamíferos depredadores que en el norte.
En definidas cuentas, el vuelo es metabólicamente costoso, y usa una gran cantidad de energía que podría dedicarse a la reproducción. Si uno vuela sobre todo para escapar de los depredadores pero éstos a menudo faltan en las islas, o si se puede obtener suficiente alimento en el suelo, como suele ocurrir en las islas (donde a menudo faltan los árboles), ¿para qué tener unas alas plenamente funcionales? En tal situación, las aves con alas reducidas gozarían de una ventaja reproductiva, y la selección natural favorecería la pérdida de la capacidad de volar. Además, las alas son apéndices grandes que pueden dañarse con facilidad. Si son innecesarios, pueden evitarse heridas reduciéndolos. En ambas situaciones, la selección favorecería de manera directa las mutaciones que condujeran a unas alas cada vez más pequeñas, lo que tendría como consecuencia la pérdida de la capacidad de vuelo.
Entonces, ¿por qué no han desaparecido completamente? En algunos casos, casi lo han hecho: las alas del kiwi no son más que unas pequeñas protuberancias sin función alguna. Pero cuando las alas han adoptado nuevos usos, como en el caso de los avestruces, la selección natural las ha mantenido, aunque en una forma que no permite el vuelo. En otras especies, las alas pueden estar camino de desaparecer, y simplemente las vemos porque están en medio de ese proceso.
También son comunes los ojos vestigiales. Muchos animales, y sobre todo los subterráneos y los cavernícolas, viven en la oscuridad más absoluta, pero sabemos por los árboles evolutivos que hemos construido que descienden de especies que vivían en el exterior y tenían ojos funcionales. Al igual que las alas, los ojos son una carga cuando no se necesitan. Hace falta energía para hacerlos, y pueden dañarse con facilidad. Así que cualquier mutación que favorezca su pérdida será claramente ventajosa cuando el entorno sea demasiado oscuro para no ver nada. Alternativamente, las mutaciones que reducen la visión pueden ir acumulándose con el tiempo si no ayudan ni perjudican al animal.
Justamente este tipo de pérdida de los ojos durante la evolución se produjo en los antepasados de la rata topo ciega del Mediterráneo oriental. Este roedor alargado, cilíndrico y de patas robustas parece una salchicha cubierta de pelo con una boca minúscula. Este animal pasa toda su vida bajo el suelo. Sin embargo, retiene todavía un vestigio de ojos, un órgano minúsculo de apenas un milímetro de sección totalmente escondido bajo una capa protectora de piel. Este ojo vestigial no puede formar imágenes. Los análisis moleculares indican que las ratas topo ciegas evolucionaron, hace unos 25 millones de años, a partir de unos roedores con ojos funcionales, y sus marchitos ojos son testimonio de su ascendencia. Pero ¿por qué han retenido aunque sólo sea un vestigio de los ojos? Estudios recientes muestran que contiene un fotopigmento sensible a niveles bajos de luz, y que ayuda a regular el ritmo diario de actividad del animal. Esta función residual que hace posible la pequeña cantidad de luz que penetra bajo el suelo, podría explicar la persistencia de los ojos vestigiales.
Los topos verdaderos, que no son roedores sino insectívoros, han perdido los ojos de manera independiente, reteniendo únicamente un órgano vestigial cubierto por la piel que puede verse si se despeja el pelo de la cabeza. De modo parecido, en algunas serpientes subterráneas los ojos quedan completamente escondidos bajo las escamas. Muchos animales cavernícolas también tienen ojos reducidos o faltantes. La lista incluye peces (como el pez ciego de las cuevas, que puede comprarse en las tiendas de mascotas), arañas, salamandras, camarones y escarabajos. Hay incluso un cangrejo de río cavernícola que todavía tiene los pedúnculos ¡pero sin ojos en sus extremos!
Las ballenas son todo un archivo de órganos vestigiales. Muchas especies actuales tienen vestigios de la pelvis y de los huesos de las extremidades posteriores, testimonios, como hemos visto en el capítulo anterior, de su descendencia desde un antepasado terrestre de cuatro patas. Si se mira un esqueleto completo de ballena expuesto en un museo, se podrá ver unos diminutos huesos de la pelvis y las extremidades posteriores que cuelgan del resto del esqueleto, suspendidos por medio de hilos. La razón es que en las ballenas actuales no están conectados al resto de los huesos, aguantándose sólo por el tejido que los rodea. En otro tiempo habían formado parte del esqueleto, pero cuando dejaron de necesitarse se redujeron en tamaño y se fueron desconectando del esqueleto. La lista de órganos vestigiales de los animales podría llenar un largo catálogo. El propio Darwin, que de joven había sido un ávido coleccionista de coleópteros, apuntaba que algunos escarabajos no voladores todavía conservaban vestigios de las alas debajo de las cubiertas de las alas (los élitros), que estaban fusionadas.
Los humanos poseemos muchos caracteres vestigiales que demuestran que hemos evolucionado. El más célebre es el apéndice. Conocido en la terminología médica como apéndice vermiforme («en forma de gusano»), es un fino cilindro de tejido, del grosor de un lápiz, que constituye el extremo final del ciego, la sección de intestino situada en la unión entre el delgado y el grueso. Como muchos caracteres vestigiales, su tamaño y grado de desarrollo son muy variables: en los humanos, su longitud varía entre poco más de dos y poco más de treinta centímetros. Unas pocas personas nacen sin apéndice.
En los animales herbívoros como los koalas, los conejos y los canguros, el ciego y su apéndice son mucho más grandes que en nuestro intestino. Lo mismo puede decirse de los primates que se alimentan de hojas como los lémures, los loris y los monos araña. En éstos, la bolsa agrandada del ciego y el apéndice funciona como un vaso de fermentación (como los «otros estómagos» de las vacas), y contiene bacterias que ayudan al animal a descomponer la celulosa en azúcares que pueda asimilar. En los primates cuya dieta incluye menos hojas, como los orangutanes y los macacos, el ciego y el apéndice están reducidos. En los humanos, que no comemos hojas y no podemos digerir la celulosa, el apéndice prácticamente ha desaparecido. Obviamente, cuanto menos herbívoro es el animal, más pequeños son el ciego y el apéndice. Dicho de otro modo, nuestro apéndice es simplemente una reliquia de un órgano de enorme importancia para nuestros antepasados herbívoros, pero que ya carece de valor para nosotros.
¿Nos sirve de algo el apéndice? Si es así, no es evidente. Su extirpación no tiene efectos secundarios ni un aumento de la mortalidad (de hecho, parece reducir la incidencia de colitis). Al discutir el apéndice en su famoso libro de texto The Vertebrate Body, el paleontólogo Alfred Romer comenta secamente: «Su mayor importancia parece residir en el apoyo financiero de la profesión médica». Pero, en justicia, podría tener alguna utilidad. El apéndice contiene retazos de tejido que podrían funcionar como parte del sistema inmunitario. Se ha sugerido también que sirve de refugio para las bacterias beneficiosas del intestino cuando una infección las elimina del resto del sistema digestivo.
Pero estos pequeños beneficios sin duda quedan más que contrarrestados por los graves problemas que acompañan al apéndice en los humanos. Su estrechez hace que se obstruya con facilidad, lo que puede conducir a su infección e inflamación, que se conoce como apendicitis. Si no se trata, un apéndice perforado puede producir la muerte. La probabilidad de contraer una apendicitis en algún momento de la vida es de uno entre quince. Por suerte, gracias a la práctica evolutivamente reciente de la cirugía, la probabilidad de morir por haber contraído una apendicitis es de sólo el 1 por 100. Pero antes de que los doctores comenzaran a extirpar los apéndices inflamados a finales del siglo XIX, la mortalidad podía superar el 20 por 100. En otras palabras, antes de la cirugía del apéndice, más de una persona de cada cien moría de apendicitis. Eso es una selección natural bastante fuerte.
Durante casi todo el dilatado período de la evolución humana, es decir durante más del 99 por 100 de ese tiempo, no había cirujanos, así que vivíamos con una bomba de relojería en nuestro intestino. Cuando se comparan las pequeñas ventajas del apéndice con sus enormes desventajas, queda claro que en conjunto no vale la pena conservarlo. Bueno o malo, el apéndice es un órgano vestigial, pues ya no realiza la función para la que había evolucionado.
Entonces, ¿por qué lo tenemos? Todavía no conocemos la respuesta. Quizá estuviera camino de desaparecer, pero la cirugía casi ha eliminado la selección natural contra las personas que tienen apéndice. Otra posibilidad es que la selección simplemente no puede hacerlo más pequeño sin hacerlo más perjudicial: un apéndice de menor tamaño podría correr un riesgo todavía mayor de quedar obstruido. Ése podría ser el tronco que bloquea su camino evolutivo hacia la desaparición.
Nuestro cuerpo contiene muchos otros restos de nuestra ascendencia primate. Tenemos una cola vestigial, el cóccix, el extremo triangular de nuestra columna vertebral, formado por varias vértebras fusionadas, que cuelga de la pelvis. Es todo lo que queda de la larga y útil cola de nuestros antepasados (Figura 14). Todavía tiene una función (algunos músculos útiles están anclados en él), pero conviene recordar que su naturaleza de vestigio no se diagnostica por su utilidad sino porque ha dejado de tener la función para la que originalmente había evolucionado. Es revelador el hecho de que algunas personas tienen un rudimentario músculo de la cola (el extensor coccígeo), idéntico al que mueve la cola de los monos y otros mamíferos. Todavía está anclado en el cóccix, pero como los huesos no pueden moverse, el músculo es inútil. Cualquiera puede tenerlo sin saberlo.
FIGURA 14. Colas vestigiales y atávicas. Arriba, a la izquierda: en nuestros parientes con cola, como el lémur de collar (Varecia variegata), las vértebras de la cola (caudales) no están soldadas (las cuatro primeras se designan C1 a C4). En cambio, en la «cola» humana, el cóccix (arriba, a la derecha), las vértebras caudales están soldadas formando una estructura vestigial. Abajo: cola atávica en un bebé israelí de tres meses. La radiografía de la cola (derecha) muestra que las tres vértebras caudales son mucho mayores y están más desarrolladas que las normales, no están soldadas y se aproximan al tamaño de las vértebras sacras (S1 a S5). La cola fue más tarde extirpada quirúrgicamente.
Otros músculos vestigiales se hacen notar en invierno, o cuando nos horripila una película de terror: son los músculos erectores o arrector pili, los diminutos músculos que se fijan a la base de cada pelo del cuerpo. Cuando se contraen, se erizan los pelos y se nos pone la «piel de gallina», así llamada por su parecido con la piel de una gallina desplumada. La piel de gallina y los músculos que la provocan no realizan ninguna función útil, al menos en los humanos. En otros mamíferos, sin embargo, levantan el pelo para proteger del frío o para que el animal parezca mayor de lo que es cuando amenaza o es amenazado. Piénsese sino en los gatos, que arquean el cuerpo y levantan el pelo cuando hace frío o están furiosos. Nuestra piel de gallina vestigial está ocasionada por los mismos estímulos, es decir el frío o un subidón de adrenalina.
Hete aquí un último ejemplo: las personas que pueden mover las orejas también son prueba de la evolución. Tenemos tres músculos bajo el cuero cabelludo que se fijan a las orejas. En la mayoría de las personas no sirven para nada, pero algunas pueden usarlos para menear los pabellones auditivos. (Yo soy uno de los afortunados, y cada año realizo una demostración de esta habilidad en mi clase de evolución, ante la mirada divertida de mis alumnos.) Éstos son los mismos músculos que otros animales, como los gatos y los caballos, usan para mover las orejas y localizar los sonidos. En estas especies, mover las orejas los ayuda a detectar a sus depredadores, localizar a sus crías y otras cosas. Pero en los humanos estos músculos sólo sirven para el entretenimiento.[17]
Parafraseando la cita del genetista Theodosius Dobzhansky que abre este capítulo, los caracteres vestigiales sólo cobran sentido a la luz de la evolución. Aunque a veces sean útiles y con frecuencia no lo sean, son exactamente lo que esperaríamos encontrar si la selección natural eliminase de manera paulatina los caracteres inútiles o los remodelara para crear otros nuevos y con valor adaptativo. Unas alas diminutas y no funcionales, un apéndice peligroso, unos ojos que no pueden ver y unos estúpidos músculos de las orejas sencillamente carecen de sentido cuando uno piensa que las especies son el resultado de un acto especial de creación.
Atavismos
De manera ocasional aparecen individuos con una anomalía que parece el resurgimiento de un carácter ancestral. Puede tratarse de un caballo con dedos extranumerarios, o de un bebé humano con una cola. Estas reliquias de caracteres ancestrales que se expresan de manera esporádica reciben el nombre de atavismos, del latín atavus, «antepasado»; difieren de los caracteres vestigiales en que sólo aparecen de manera ocasional, y no en todos y cada uno de los individuos.
Los atavismos verdaderos deben recapitular un carácter ancestral, y de forma bastante fiel. No son simplemente monstruosidades. Un humano que nazca con una pierna de más, por ejemplo, no es un atavismo porque ninguno de nuestros antepasados tuvo cinco extremidades. Los atavismos genuinos más famosos son sin duda las patas de las ballenas. Ya hemos visto que algunas especies de ballena retienen una pelvis vestigial, y los huesos de las extremidades posteriores, pero una de cada quinientas nace con una pata posterior que sobresale de la pared del cuerpo. Estas extremidades presentan todos los grados de refinamiento, y algunas de ellas contienen claramente los principales huesos de las patas de los mamíferos terrestres, es decir, el fémur, la tibia y el peroné. ¡Algunas incluso tienen pies con todos sus dedos!
¿Por qué se producen atavismos como éste? Nuestra mejor hipótesis es que surgen de la expresión de genes que habían sido funcionales en los antepasados pero que la selección natural había silenciado cuando dejaron de ser necesarios. Estos genes dormidos pueden despertarse en algunas ocasiones cuando algo falla en el desarrollo. Las ballenas tienen todavía la información genética necesaria para desarrollar unas patas; no unas patas perfectas, pues esa información se ha ido degradando durante los millones de años que ha residido en el genoma sin utilizarse, pero patas al fin y al cabo. Y esa información está ahí porque las ballenas descienden de antepasados con cuatro patas. Al igual que la ubicua pelvis de las ballenas, las raras patas de las ballenas son una prueba de la evolución.
Los caballos actuales, que descienden de antepasados de menor tamaño y con cuatro dedos, presentan atavismos similares. El registro fósil documenta la pérdida gradual de los dedos a lo largo del tiempo, de manera que en los caballos actuales sólo queda el central, que forma la pezuña. Lo interesante es que los embriones de caballo comienzan su desarrollo con tres dedos que crecen al mismo ritmo. Más tarde, sin embargo, el dedo central comienza a crecer más rápido que los otros dos, que en el alumbramiento quedan como simples «sobrehuesos» a cada lado de las patas del caballo. (Los sobrehuesos son auténticos caracteres vestigiales. Cuando se inflaman, se dice del caballo que «tiene sobrecañas».) En raras ocasiones, sin embargo, estos dedos continúan su desarrollo hasta convertirse en dedos extranumerarios, cada uno con su propia pezuña. A menudo estos dedos atávicos no tocan el suelo salvo cuando el caballo corre. Precisamente así era el caballo fósil Merychippus, de hace 15 millones de años. Los caballos con dedos extranumerarios se consideraban en otro tiempo un prodigio sobrenatural, y se cuenta que tanto Julio César como Alejandro Magno los habían montado. Y en cierto modo sí que son prodigios, pero prodigios de la evolución, pues muestran con toda claridad el parentesco genético entre los caballos actuales y los fósiles.
El atavismo más sorprendente de nuestra propia especie es la llamada «proyección coccígea», más conocida como cola humana. Como veremos enseguida, durante las primeras fases de su desarrollo el embrión humano presenta un cola parecida a la de los peces, y de tamaño considerable, que comienza a desaparecer hacia las siete semanas de gestación (sus huesos y tejidos son simplemente reabsorbidos por el cuerpo). En raros casos, la regresión no es completa, y el bebé nace con una cola que sale de la base de la columna vertebral (Figura 14). Las colas varían enormemente: algunas son «blandas», sin huesos, mientras que otras contienen vértebras, las mismas que normalmente están soldadas en nuestro cóccix. Algunas colas tienen unos dos centímetros de largo; otras, hasta un tercio de metro. Y no son simples repliegues de la piel, sino que tienen pelo, músculos, vasos sanguíneos y nervios. ¡Algunas incluso pueden menearse! Por fortuna, estas extrañas extensiones pueden extirparse quirúrgicamente con facilidad.
¿Qué puede significar esto si no es que todavía llevamos con nosotros un programa de desarrollo para hacer una cola? De hecho, investigaciones genéticas recientes han demostrado que llevamos exactamente los mismos genes responsables de la formación de la cola en animales como los ratones, pero estos genes normalmente están desactivados en los fetos humanos. Las colas son verdaderos atavismos.
Algunos atavismos pueden producirse en el laboratorio. El más increíble de éstos es ese parangón de la rareza: los dientes de gallina. En 1980, E. J. Kollar y C. Fisher, de la Universidad de Connecticut, combinaron los tejidos de dos especies injertando el tejido que recubre la boca de un embrión de pollo encima del tejido embrionario de la mandíbula de un ratón. Sorprendentemente, el tejido de pollo produjo unas estructuras parecidas a dientes, algunas lo bastante parecidas como para tener raíces y coronas. Como el tejido subyacente del ratón no podía haber producido los dientes por sí solo, Kollar y Fisher concluyeron que algunas moléculas del ratón debían haber despertado un programa de desarrollo de dientes que estaba silenciado en los pollos. Esto quiere decir que los pollos tenían todos los genes necesarios para producir dientes, pero les faltaba la chispa que el tejido del ratón había proporcionado. Veinte años más tarde, los científicos han desentrañado la biología molecular implicada, validando así la sugerencia de Kollar y Fisher: las aves poseen las vías genéticas para producir los dientes, pero no los producen porque carecen de una sola proteína esencial. Cuando se proporciona esa proteína, se forman en el pico unas estructuras con forma de dientes. Como se recordará, las aves evolucionaron a partir de los reptiles. Esos dientes los perdieron hace más de 60 millones de años, pero hoy sabemos que llevan todavía algunos de los genes para producirlos, unos genes que son un recuerdo de su ascendencia reptiliana.
Genes muertos
Los atavismos y los caracteres vestigiales nos enseñan que cuando un carácter deja de utilizarse o se reduce, los genes correspondientes no desaparecen al instante del genoma: la evolución evita su acción inactivándolos, no expulsándolos del ADN. A partir de aquí podemos hacer una predicción: deberíamos encontrar, en los genomas de muchas especies, genes silenciados o «muertos», genes que en otro tiempo habían sido útiles pero que ya no están intactos y no se expresan. En otras palabras, deberíamos encontrar genes vestigiales. En contraste con esto, la idea de que todas las especies fueron creadas a partir de la nada predice que este tipo de genes no debería existir, pues no habría antepasados comunes en los que esos genes estuvieran activos.
Hace treinta años no podíamos poner a prueba esta predicción porque no teníamos manera de leer el código del ADN. En la actualidad, sin embargo, es bastante fácil secuenciar el genoma completo de una especie, y ya se ha hecho con varias, incluida la especie humana. Disponemos así de un instrumento único para estudiar la evolución si tenemos en cuenta que la función normal de un gen es fabricar una proteína, cuya secuencia de aminoácidos viene determinada por la secuencia de bases nucleótidas que constituyen el ADN. Y una vez que tenemos la secuencia de ADN de un gen determinado podemos, por lo general, saber si se expresa de forma normal (es decir, si hace una proteína funcional) o si en cambio está silenciado y no hace nada. Podemos ver, por ejemplo, si alguna mutación ha cambiado el gen de manera que ya no sirva para hacer una proteína útil, o si las regiones de «control» responsables de activar un gen han quedado ellas mismas inactivadas. Un gen que no funciona se denomina pseudogen.
La predicción evolutiva de que encontraremos pseudogenes se ha cumplido ampliamente. Todas las especies albergan genes muertos, muchos de ellos todavía activos en las especies emparentadas. Esto implica que los genes también estaban activos en un antepasado común, y quedaron anulados en algunos de sus descendientes pero no en otros.[18] Por ejemplo, de los aproximadamente treinta mil genes de los humanos, más de dos mil son pseudogenes. Nuestro genoma, y el de otras especies, son unos cementerios bien poblados de genes muertos.
El pseudogen humano más famoso es el GLO, así llamado porque en otras especies produce una enzima llamada L-gulono-γ-lactona oxidasa. Esta enzima se utiliza en la síntesis de la vitamina C (ácido ascórbico) a partir del azúcar simple glucosa. La vitamina C es esencial para el metabolismo, y prácticamente todos los mamíferos disponen de vías metabólicas para fabricarlo; todos, con la excepción de los primates, los murciélagos frugívoros y los cobayas. Estas especies obtienen la vitamina C directamente de los alimentos, y sus dietas habituales contienen la suficiente. Si no ingerimos la vitamina C necesaria, enfermamos: el escorbuto era corriente entre los marineros del siglo XIX, privados de fruta en sus viajes. La razón de que los primates y otros pocos mamíferos no sinteticen su propia vitamina C es que no necesitan hacerlo. Pero la secuenciación de ADN nos dice que los primates todavía llevan la mayor parte de la información genética necesaria para hacer la vitamina.
Resulta que la vía de síntesis de la vitamina C a partir de la glucosa consiste en una secuencia de cuatro pasos, cada uno de ellos promovido por el producto de un gen distinto. Los primates y los cobayas todavía poseen los genes para los tres primeros pasos, pero el último, que requiere la enzima GLO, no lo pueden producir porque el GLO ha quedado inactivado por una mutación. Se ha convertido en un pseudogen, llamado ψGLO (ψ es la letra griega psi, que simboliza «pseudo»). ψGLO no funciona porque le falta un nucleótido de la secuencia de ADN del gen. Y es exactamente el mismo nucleótido que falta en otros primates. Esto nos dice que la mutación que destruyó nuestra capacidad para sintetizar la vitamina C estaba presente en el antepasado de todos los primates, y pasó a todos sus descendientes. La inactivación de GLO en los cobayas se produjo de manera independiente, pues implica otras mutaciones. Es muy probable que como los murciélagos frugívoros, los cobayas y los primates reciben más que suficiente vitamina C con su dieta, la inactivación de su vía de síntesis no fuera una desventaja. Incluso podría haber sido beneficiosa porque eliminaba una proteína de fabricación costosa.
Un gen muerto en una especie pero activo en especies emparentadas constituye evidencia de la evolución, pero hay más. Cuando se analiza el ψGLO en los primates actuales, se descubre que su secuencia es más similar en las especies más emparentadas que en las más distantes. Las secuencias de ψGLO de los humanos y de los chimpancés, por poner un caso, se asemejan mucho entre sí pero difieren más del ψGLO de los orangutanes, que son parientes más distantes. Más aún, la secuencia de ψGLO de los cobayas es muy distinta de la de todos los primates.
Sólo la evolución y la descendencia desde un antepasado común pueden explicar estos hechos. Todos los mamíferos han heredado una copia funcional del gen GLO. Hace unos 40 millones de años, en el antepasado común de todos los primates, un gen que había dejado de ser necesario quedó inactivo a causa de una mutación. Todos los primates heredaron la misma mutación. Después de que GLO quedase silenciado, se produjeron otras mutaciones en el gen, que ya no se expresaba. Estas mutaciones se fueron acumulando con el tiempo, pues son inocuas en los genes muertos, y se fueron transmitiendo a todas las especies descendientes. Como los parientes cercanos comparten un antepasado común más reciente, los genes que cambian al ritmo del tiempo siguen la pauta de la ascendencia común, lo que significa secuencias de ADN más parecidas en los parientes cercanos que en los distantes. Esto ocurre tanto en los genes activos como en los muertos. La secuencia de ψGLO de los cobayas es tan diferente porque se inactivo de manera independiente, en un linaje que ya había divergido del de los primates. Y ψGLO no es el único gen que manifiesta estas pautas: hay muchos otros pseudogenes.
Si uno cree que los primates y los cobayas son el fruto de un acto de creación especial, estas observaciones carecen de sentido. ¿Por qué habría de poner el creador en todas estas especies las vías para la síntesis de la vitamina C sólo para inactivarla después? ¿No sería más fácil simplemente omitir la vía entera desde un buen principio? ¿Por qué habrían de tener todos los primates la misma mutación de inactivación, y otra distinta los cobayas? ¿Por qué las secuencias de los genes muertos reflejan de manera precisa las relaciones de parentesco predichas a partir de la filogenia conocida de estas especies? ¿Y por qué, además, habrían de tener los humanos miles de pseudogenes?
También albergamos genes muertos que provienen de otras especies: de virus. Algunos, los llamados «retrovirus endógenos», pueden realizar copias de su genoma e insertarse a sí mismos en el ADN de la especie que hayan infectado. (El HIV es un retrovirus.) Si los virus infectan las células que fabrican los espermatozoides y los óvulos, pueden transmitirse a las generaciones futuras. El genoma humano contiene miles de virus como éstos, casi todos ellos inactivos a causa de mutaciones. Son remanentes de antiguas infecciones. Pero lo más revelador es que algunos de estos restos se encuentran exactamente en el mismo lugar en los cromosomas de los humanos y de los chimpancés. Sin duda se trata de virus que infectaron a algún antepasado común y se han transmitido a todos sus descendientes. Como la probabilidad de que dos virus se inserten de manera independiente en el mismo lugar exacto en dos especies distintas es ínfima, que los encontremos ahí es una prueba fuerte de la descendencia a partir de antepasados comunes.
Otro caso interesante que implica a los genes muertos tiene que ver con nuestro sentido del olfato, o más bien nuestro pobre sentido del olfato, pues desde luego los humanos olfateamos muy mal en comparación con el resto de mamíferos. Aun así, podemos distinguir más de diez mil olores distintos. ¿Cómo logramos tal proeza? Hasta hace poco, la respuesta era un absoluto misterio. Pero la hemos encontrado en el ADN, o más en concreto, en nuestros numerosos genes de receptores olfativos (RO).
La historia de los RO fue desentrañada por Linda Buck y Richard Axel, quienes por este logro recibieron el premio Nobel en 2004. Veamos cómo son los RO en un superolfato, el del ratón.
Los ratones dependen en grado sumo de su sentido del olfato, no sólo para encontrar comida y evitar a los depredadores, sino también para detectar las feromonas emitidas por sus congéneres. El mundo sensorial de un ratón es extraordinariamente distinto del nuestro, en el que utilizamos mucho más la vista que el olfato. Los ratones tienen aproximadamente un millar de genes olfativos funcionales. Todos ellos descienden de un único gen ancestral que surgió hace millones de años y se duplicó muchas veces, de manera que cada gen difiere ligeramente de los otros. Y cada uno produce una proteína distinta, un «receptor olfativo», que reconoce una molécula distinta llevada por el aire. Cada proteína RO se expresa en un tipo distinto de célula receptora en los tejidos que recubren las mucosas olfativas de la nariz. Cada olor consiste en una combinación distinta de moléculas, y cada combinación estimula un grupo distinto de células. Éstas envían señales al cerebro, que integra y descodifica las diferentes señales. Así es como el ratón puede distinguir el olor de los gatos del aroma del queso. Al integrar combinaciones de señales, el ratón (y otros mamíferos) puede reconocer un número de olores mucho mayor que el número de genes RO que posee.
La capacidad de reconocer distintos olores es útil, pues permite distinguir a los individuos emparentados de los que no lo están, encontrar pareja, localizar el alimento, reconocer a los depredadores y saber quién ha estado invadiendo el territorio propio. Las ventajas para la supervivencia son enormes. ¿Cómo las ha aprovechado la selección natural? En primer lugar, un gen ancestral se duplica varias veces. Este tipo de duplicaciones se produce con cierta frecuencia como un accidente durante la división celular. De manera paulatina, las copias duplicadas van divergiendo entre sí, de modo que cada una reconoce a una molécula volátil distinta. Para cada uno del millar de genes RO evolucionó un tipo de célula distinta. Al mismo tiempo, en el cerebro fueron formándose conexiones nuevas que permitían combinar las señales de los distintos tipos de célula para crear las sensaciones de los distintos olores. Ésta es una auténtica hazaña de la evolución impulsada por el enorme valor que tiene un buen olfato para la supervivencia.
Nuestro sentido del olfato queda muy lejos del de los ratones. Una de las razones de ello es que expresamos muchos menos genes RO, tan sólo unos cuatrocientos. Pero todavía llevamos con nosotros un total de ochocientos genes olfativos, que en conjunto corresponden a un 3 por 100 de nuestro genoma. Pero la mitad de estos genes son pseudogenes permanentemente inactivados por mutaciones. Lo mismo puede decirse de la mayoría de los primates. ¿Cómo ocurrió esto? Probablemente lo que pasó es que los primates, que son activos sobre todo durante el día, utilizan más la vista que el olfato, y por consiguiente, no necesitan discriminar tantos olores. Los genes innecesarios acaban corrompidos por mutaciones. De manera previsible, los primates con visión del color, y por tanto con mayor discriminación de su entorno, tienen más genes RO muertos.
Cuando se examinan las secuencias de los genes RO humanos, tanto los activos como los inactivos, se ve que son más similares a los de otros primates, menos parecidos a los de mamíferos más «primitivos» como el ornitorrinco, y aún menos parecidos a los genes RO de nuestros parientes lejanos como los reptiles. ¿Por qué habrían de mantenerse estas relaciones de parecido si no es por la evolución? Y el hecho de que alberguemos tantos genes inactivos es un indicio más de la evolución: arrastramos esta carga genética porque la necesitaban nuestros antepasados lejanos, que para sobrevivir dependían de un fino sentido del olfato.
Pero el ejemplo más sorprendente de la evolución —o «desevolución»— de genes RO se encuentra en el delfín. Los delfines no necesitan detectar olores volátiles en el aire porque viven en el agua y poseen un conjunto distinto de genes para detectar sustancias químicas disueltas en el agua. Como cabía esperar, en los delfines los genes RO están inactivos. De hecho, el 80 por 100 de ellos no son funcionales. Cientos de ellos todavía se encuentran silenciados en el genoma del delfín, como mudo testimonio de la evolución. Y si se analizan las secuencias de ADN de estos genes muertos de los delfines, se descubre que se parecen a los de los mamíferos terrestres. Tiene sentido que sea así cuando se tiene en cuenta que los delfines evolucionaron a partir de mamíferos terrestres cuyos genes RO perdieron la utilidad al pasar a habitar en el agua.[19] Carecería de sentido, en cambio, si los delfines hubieran sido creados por un acto especial.
Los genes vestigiales van de la mano de las estructuras vestigiales. Los mamíferos hemos evolucionado a partir de antepasados reptilianos que ponían huevos. A excepción de los «monotremas», el orden de mamíferos al que pertenecen el equidna australiano y el ornitorrinco (que significa pico de ave), los mamíferos abandonaron hace mucho la práctica de poner huevos a favor de alimentar a sus crías directamente a través de la placenta en lugar de proveerles unas reservas alimenticias en la yema. Los mamíferos poseen tres genes que, en los reptiles y las aves, producen la proteína vitelogenina, que llena el saco vitelino o yema, pero prácticamente todos tienen estos genes muertos, totalmente inactivos a causa de mutaciones. Sólo los monotremas, que ponen huevos, producen todavía vitelogenina, pues de los tres genes tienen uno funcional. Además, los mamíferos, incluidos los humanos, todavía producen un saco vitelino, aunque vestigial y sin yema, un gran globo lleno de fluido unido al intestino fetal (Figura 15) que en los humanos se separa del embrión en el segundo mes de embarazo.
FIGURA 15. Sacos vitelinos normales y vestigiales. Arriba: saco vitelino lleno en un embrión de pez cebra (Danio rerio), extraído del huevo a los dos días, justo antes de la eclosión. Abajo: saco vitelino vestigial y vacío de un embrión humano de unas cuatro semanas. El embrión humano de la derecha muestra los arcos branquiales, la yema de las piernas y, debajo de ésta, la «cola».
Con su pico de ave, su gruesa cola, sus espolones venenosos en las patas traseras de los machos y con hembras que ponen huevos, los ornitorrincos de Australia son raros con avaricia. Si hay alguna especie que parece estar diseñada de manera nada inteligente, o quizá para goce y disfrute del creador, es ésta. Y su catálogo de rarezas no acaba aquí: el ornitorrinco no tiene estómago. A diferencia de casi todos los vertebrados, que poseen un estómago en forma de bolsa donde las enzimas digestivas descomponen los alimentos, el «estómago» del ornitorrinco ha quedado reducido a un leve abultamiento del esófago allí donde se une al intestino. Este estómago carece de las glándulas que en otros vertebrados producen las enzimas digestivas. No sabemos a ciencia cierta por qué la evolución se ha deshecho del estómago, aunque quizá sea porque la dieta del ornitorrinco, formada por insectos blandos, no requiere demasiado procesamiento. Sabemos, sin embargo, que el ornitorrinco procede de antecesores con estómago. Y una de las razones para pensarlo es que su genoma contiene dos pseudogenes que codifican enzimas relacionadas con la digestión. Innecesarios, han quedado inactivos a causa de mutaciones, pero quedan como testimonio de la evolución de este extraño animal.
Palimpsestos en embriones
Mucho antes de los tiempos de Darwin, los biólogos ya se ocupaban del estudio de la embriología (cómo se desarrolla un animal) y la anatomía comparada (las semejanzas y diferencias en la estructura de distintos animales). Sus estudios revelaron muchas peculiaridades que, en aquel momento, no tenían sentido. Por ejemplo, todos los vertebrados comienzan su desarrollo del mismo modo, con una apariencia de pez embrionario. A medida que avanza su desarrollo, las especies comienzan a divergir, pero lo hacen de las más extrañas maneras. Algunos vasos sanguíneos, nervios y órganos que al principio estaban presentes en los embriones de todas las especies, de repente desaparecen; otras se someten a extrañas contorsiones y migraciones. Al final, la danza del desarrollo culmina en las formas adultas, tan distintas de los peces, los reptiles, las aves, los anfibios y los mamíferos. Pero al principio del desarrollo, todos se parecen mucho. Darwin cuenta la historia de cómo el gran embriólogo alemán Karl Ernst von Baer se mostraba confundido por la similitud de los embriones de los vertebrados. Von Baer había escrito a Darwin:
Tengo en mi poder embriones en alcohol, cuyos nombres he dejado de anotar, y ahora me es imposible decir a qué clase pertenecen. Pueden ser saurios o aves pequeñas, o mamíferos muy jóvenes: tan completa es la semejanza en el modo de formación de la cabeza y tronco de estos animales.
Y una vez más fue Darwin quien reconcilió las dispares observaciones que llenaban los tratados de embriología de su época al mostrar que las extrañas características del desarrollo cobraban sentido de golpe bajo la idea unificadora de la evolución:
La embriología aumenta mucho en interés cuando consideramos el embrión como un retrato, más o menos borrado, de la forma del progenitor común de cada una de las grandes clases de animales.
Comencemos por ese feto con aspecto de pez que aparece en todos los vertebrados, sin miembros y con una cola que recuerda una aleta caudal. Quizá de los caracteres que recuerdan a los peces, el más sorprendente sea una serie de siete bolsas, separadas por surcos, presentes en el embrión a cada lado de lo que será la cabeza. Estas bolsas reciben el nombre de arcos branquiales, pero en bien de la brevedad podemos llamarlos «arcos» (Figura 16). Cada uno de los arcos contiene tejidos que durante el desarrollo se convertirán en nervios, vasos sanguíneos, músculos y hueso o cartílago. A medida que avanza el desarrollo embrionario de los peces y los tiburones, los primeros arcos se convierten en estructuras branquiales: los surcos entre las bolsas se abren convirtiéndose en hendiduras branquiales, y las bolsas desarrollan nervios para controlar el movimiento de las branquias, vasos sanguíneos para extraer el oxígeno del agua, y barras de hueso o cartílago para sostener la estructura de branquias. Así pues, en los peces, incluidos los tiburones, el desarrollo de las branquias a partir de los arcos embrionarios es más o menos directo: estos caracteres embrionarios simplemente aumentan de tamaño sin cambiar demasiado hasta formar el aparato respiratorio del adulto.
FIGURA 16. Arcos branquiales de un embrión de tiburón (arriba, a la izquierda) y de un embrión humano (abajo, a la izquierda). En los tiburones y los peces (como el tiburón peregrino, Cetorhinus maximus, arriba a la izquierda), los arcos se desarrollan directamente en las estructuras branquiales de los adultos, mientras que en los humanos (y otros mamíferos) dan lugar en el adulto a diversas estructuras de la cabeza y el tronco.
En otros vertebrados que de adultos no tienen branquias, estos arcos se convierten en estructuras muy diferentes: estructuras que forman parte de la cabeza. En los mamíferos, por ejemplo, forman los tres huesecillos del oído medio, la trompa de Eustaquio, la arteria carótida, las amígdalas, la laringe y los nervios craneanos. En algunos casos, las hendiduras branquiales embrionarias no se acaban de cerrar en el feto humano, y el resultado es un bebé con un quiste en el cuello. Esta afección, que es un atavismo de nuestros antepasados peces, puede corregirse con cirugía.
Nuestros vasos sanguíneos sufren algunas contorsiones bastante peculiares. En los peces y los tiburones, el sistema de vasos sanguíneos se desarrolla de manera bastante directa a partir del que se forma en el embrión. En otros vertebrados, sin embargo, los vasos migran durante el desarrollo, y algunos desaparecen. Los mamíferos como nosotros se quedan con sólo tres de los seis vasos originales. Lo realmente curioso es que a medida que avanza nuestro desarrollo, los cambios recuerdan una secuencia evolutiva. Nuestro sistema circulatorio de pez se convierte en uno parecido al de los embriones de los anfibios. En éstos, los vasos embrionarios se convierten directamente en los adultos, pero los nuestros siguen cambiando hasta convertirse en un sistema circulatorio parecido al de los embriones de los reptiles. En éstos, este sistema produce directamente el adulto, pero el nuestro sigue cambiando, dando algunas vueltas más que lo convierten en un verdadero sistema circulatorio de mamífero, con sus arterias carótidas, pulmonares y dorsales (Figura 17).
FIGURA 17. Los vasos sanguíneos de los embriones humanos comienzan siendo parecidos a los de los embriones de los peces, con un vaso dorsal y otro ventral conectados por vasos paralelos, uno a cada lado («arcos aórticos»). En los peces, estos vasos laterales llevan la sangre de y hacia las branquias. Los peces embrionarios y adultos tienen seis pares de arcos; éste es el plan básico que aparece al principio del desarrollo de todos los vertebrados. En el embrión humano, los arcos primero, segundo y quinto se forman brevemente al principio del desarrollo, pero desaparecen a las cuatro semanas de edad, cuando se forman los arcos tercero, cuarto y sexto (que se distinguen aquí por el diferente tono de gris). A las siete semanas, los arcos embrionarios adoptan una disposición que se parece mucho a la que siguen los vasos embrionarios de un reptil. En la configuración final del adulto, las vasos vuelven a adoptar una nueva configuración, desapareciendo algunos mientras otros se transforman en distintos vasos. Los arcos aórticos de los peces no sufren tales transformaciones.
Estas pautas de desarrollo plantean muchas preguntas. Para empezar, ¿por qué distintos vertebrados, que al final acabarán siendo muy diferentes, comienzan su desarrollo con el aspecto de un embrión de pez? ¿Por qué los mamíferos forman la cabeza y el rostro a partir de las mismas estructuras embrionarias que en los peces dan lugar a las branquias? ¿Por qué los embriones de los vertebrados siguen una secuencia tan retorcida de cambios en el sistema circulatorio? ¿Por qué los embriones humanos, o los de los reptiles, no comienzan su desarrollo con el plan del sistema circulatorio que les corresponderá como adultos, en lugar de hacer tantos cambios sobre los desarrollos anteriores? ¿Y por qué nuestra secuencia de desarrollo sigue el orden de nuestros antepasados (de peces a anfibios, a reptiles y a mamíferos)? Como Darwin explica en El origen, no es porque los embriones humanos experimenten durante su desarrollo una serie de entornos a los que tengan que adaptarse de manera sucesiva, primero el propio de un pez, luego el propio de un reptil, y así en adelante:
Los puntos de estructura en que los embriones de animales muy diferentes, dentro de la misma clase, se parecen entre sí, muchas veces no tienen relación directa con sus condiciones de existencia. No podemos, por ejemplo, suponer que en los embriones de los vertebrados, la dirección, formando asas, de las arterias junto a las aberturas branquiales esté relacionada con condiciones semejantes en el pequeño mamífero que es alimentado en el útero de su madre, en el huevo de ave que es incubado en el nido y en la puesta de una rana en el agua.
La «recapitulación» de una secuencia evolutiva se observa también en la secuencia de desarrollo de otros órganos: por ejemplo, los riñones. Durante el desarrollo, el embrión humano forma en realidad tres tipos distintos de riñón, uno tras otro, de manera que los dos primeros son eliminados antes de que aparezca nuestro riñón definitivo. Esos riñones embrionarios transitorios se parecen a los que encontramos en especies que evolucionaron antes que nosotros en el registro fósil: los peces agnatos y los reptiles, respectivamente. ¿Qué significado tiene esto?
Uno podría dar a esta pregunta una respuesta superficial del siguiente modo: todos los vertebrados pasan por una serie de fases durante su desarrollo, y resulta que la secuencia de esas fases sigue la secuencia evolutiva de sus antecesores. Así, un reptil comienza su desarrollo pareciéndose primero a un pez embrionario, luego a un anfibio embrionario y, por último, a un reptil embrionario. Los mamíferos siguen la misma secuencia, pero añaden al final la fase del mamífero embrionario.
Esta respuesta es correcta pero sólo plantea preguntas más profundas. ¿Por qué habría de producirse el desarrollo de esta manera? ¿Por qué la selección natural no elimina la fase de «pez embrionario» del desarrollo humano, dado que la combinación de una cola, unos arcos branquiales y un sistema circulatorio como los de los peces no parecen necesarios para un embrión humano? ¿Por qué no comenzamos nuestro desarrollo directamente como pequeños homúnculos, como en efecto creían algunos biólogos del siglo XVII, y vamos creciendo hasta que por fin nacemos? ¿Por qué tantos cambios y transformaciones?
La respuesta probable, que no es nada mala, es que a medida que una especie evoluciona hacia otra, los descendientes heredan el programa de desarrollo de sus antepasados, es decir, todos los genes que forman las estructuras ancestrales. Y el desarrollo es un proceso muy conservador. Muchas estructuras que se forman en las fases tardías del desarrollo requieren «señales» bioquímicas generadas por caracteres que se han formado antes. Si, por ejemplo, uno intenta modificar el sistema circulatorio remodelándolo desde el principio mismo del desarrollo, podrían producirse toda suerte de efectos secundarios adversos en la formación de otras estructuras, como los huesos, que no necesitan cambiarse. Para evitar estos efectos laterales deletéreos, lo más sencillo suele ser producir algunos cambios menos drásticos en lo que ya es un plan de desarrollo básico y robusto. Lo mejor es programar las cosas que evolucionaron más tarde para que se desarrollen más tarde en el embrión.
Este principio de «añadir lo nuevo a lo viejo» explica también por qué la secuencia de cambios durante el desarrollo refleja la secuencia evolutiva de los organismos. A medida que un grupo evoluciona hacia otro, a menudo añade su programa de desarrollo al final del antiguo.
Habiendo observado este principio, Ernst Haeckel, un evolucionista alemán coetáneo de Darwin, formuló en 1866 una «ley biogenética» que suele resumirse en la célebre máxima «la ontogenia recapitula la filogenia». Esto significa que durante el desarrollo de un organismo se representa su historia evolutiva. Pero esta idea sólo es cierta en un sentido limitado. Los estadios embrionarios no se parecen a las formas adultas de los antepasados, como Haeckel sostenía, sino a las formas embrionarias de los antepasados. Los fetos humanos, por ejemplo, no se parecen nunca a un pez o un reptil adultos, sino que en ciertos aspectos se parecen a peces y reptiles embrionarios. Además, la recapitulación no es ni estricta ni inevitable: no todos los caracteres del embrión de un antepasado aparecen en los descendientes, como tampoco se suceden los estadios de desarrollo con arreglo a un orden evolutivo estricto. Además, algunas especies, como las plantas, han prescindido de casi toda traza de su ascendencia durante el desarrollo. La ley de Haeckel ha quedado desprestigiada no sólo porque no es estrictamente cierta, sino también porque Haeckel fue acusado, de forma bastante injusta, de alterar algunos dibujos de embriones en sus primeras fases para hacerlos más parecidos entre ellos de lo que realmente eran.[20] Pero tampoco se trata de tirar la fruta fresca con la pocha. Los embriones presentan cierta forma de recapitulación: a menudo los caracteres que aparecieron primero en la evolución también aparecen primero durante el desarrollo. Y esto sólo cobra sentido si las especies tienen una historia evolutiva.
Ahora bien, no sabemos con certeza por qué algunas especies retienen buena parte de su historia evolutiva durante el desarrollo. El principio de «añadir lo nuevo a lo viejo» no es más que una hipótesis, una explicación de las observaciones de la embriología. Es difícil demostrar que es más fácil que un programa de desarrollo evolucione de una forma y no de otra. Pero las observaciones de la embriología siguen estando ahí, y sólo tienen sentido a la luz de la evolución. Todos los vertebrados comienzan su desarrollo como peces embrionarios porque todos descendemos de un antepasado semejante a los peces y con un embrión, por consiguiente, parecido al de los peces. Vemos extrañas contorsiones y desapariciones de órganos, vasos sanguíneos y hendiduras branquiales porque los descendientes todavía llevan los genes y los programas de desarrollo de sus antepasados. Y la secuencia de cambios durante el desarrollo también tiene sentido: en cierta fase del desarrollo los mamíferos tienen un sistema circulatorio embrionario parecido al de los reptiles, pero no viceversa. ¿Por qué? Porque los mamíferos descienden de antiguos reptiles y no al contrario.
FIGURA 18. Desaparición, en el delfín manchado (Stenella attenuata), de las estructuras de las extremidades posteriores, que son un vestigio evolutivo de sus antepasados tetrápodos. En el embrión de 24 días (izquierda), la yema de las extremidades posteriores (señalada con un triángulo) está bien desarrollada, siendo apenas un poco menor que la de las extremidades anteriores. Pero a los 48 días (derecha), las yemas posteriores casi han desaparecido, mientras que las anteriores continúan su desarrollo hasta lo que serán las aletas.
Cuando escribió El origen, Darwin consideraba que la embriología aportaba los indicios más fuertes a favor de la evolución. En la actualidad probablemente concedería la posición de honor al registro fósil. Con todo, la ciencia sigue acumulando rasgos peculiares del desarrollo que apoyan la evolución. Los embriones de las ballenas y los delfines forman yemas de los miembros posteriores, unas protuberancias de tejido que, en los mamíferos de cuatro patas, se convierten en las patas traseras. Pero en los mamíferos marinos las yemas se reabsorben poco después de su formación. La Figura 18 muestra esta regresión en el desarrollo del delfín manchado. Las ballenas con barbas (misticetos), que no tienen dientes pero descienden de ballenas que sí los tenían, desarrollan dientes embrionarios que desaparecen antes del nacimiento.
Uno de mis casos preferidos de prueba embriológica de la evolución es el pelo en el feto humano. Se nos conoce como «monos desnudos» porque, a diferencia de otros primates, no nos cubre una capa gruesa de pelo. Con la excepción de un breve período, mientras somos embriones. Alrededor de los seis meses después de la concepción, quedamos totalmente cubiertos por un vello fino y aterciopelado que recibe el nombre de lanugo. Por lo general, el lanugo cae un mes antes del nacimiento, y es reemplazado entonces por el pelo más escaso con el que nacemos. (Los bebés prematuros, sin embargo, a veces nacen con lanugo, que cae al poco tiempo.) El caso es que los embriones humanos no necesitan un abrigo temporal de pelo. Después de todo, en el útero se vive muy cómodamente a 37 grados centígrados. El lanugo sólo puede explicarse como una reliquia de nuestros antepasados comunes con los primates: los fetos de los monos también desarrollan una cubierta de pelo aproximadamente en la misma fase del desarrollo. Su pelo, sin embargo, no cae, sino que se mantiene hasta formar el pelo del adulto. Y, al igual que los humanos, los fetos de las ballenas tienen lanugo como recuerdo de sus antepasados terrestres.
El último ejemplo relativo a los humanos nos introduce en el dominio de la especulación, pero es demasiado atractivo como para omitirlo. Me refiero al «reflejo de prensión» de los recién nacidos. Si el lector tiene oportunidad de probarlo con un bebé, bastará con que le acaricie con un dedo la palma de la mano. El bebé responderá cerrando el puño alrededor del dedo. De hecho, agarran con tanta fuerza que, con las dos manos, pueden colgarse de un palo de escoba durante varios minutos. (Advertencia: ¡no haga este experimento en casa!) El reflejo de prensión, que desaparece unos cuantos meses después del nacimiento, podría ser una conducta atávica. Los monos y los simios recién nacidos poseen el mismo reflejo, pero en ellos persiste durante todo la infancia, lo que les permite agarrarse al pelo de sus madres cuando se desplazan.
Es una lástima que aunque la embriología nos proporciona una mina de indicios de la evolución, los libros de texto de esta disciplina no suelen hacer mención de esto. He conocido obstetras, por ejemplo, que lo saben todo sobre el lanugo salvo por qué aparece.
Además de las peculiaridades del desarrollo embrionario, hay peculiaridades de la estructura de los animales que sólo la evolución puede explicar. Me refiero a los casos de «mal diseño».
Mal diseño
En la poco memorable película El hombre del año, el actor de comedia Robin Williams interpreta el papel de un entrevistador de la televisión que, por una serie de extraños accidentes, se convierte en presidente de Estados Unidos. Durante un debate electoral, le preguntan al personaje de Williams por el diseño inteligente. Y responde: «La gente habla del diseño inteligente, dicen que deberíamos enseñarlo. Fijaos en el cuerpo humano; ¿os parece eso inteligente? ¡Tenemos una planta de desechos al lado de un área recreativa!».
Es una buena observación. Aunque los organismos parezcan estar diseñados para ajustarse a sus entornos naturales, la idea de diseño perfecto no es más que una ilusión. Todas las especies son imperfectas de varias maneras. Los kiwis tienen alas inútiles, las ballenas una pelvis vestigial, y nuestro apéndice es un órgano nefando.
A lo que me refiero con lo de «mal diseño» es a que si los organismos hubieran sido construidos desde cero por un diseñador que utilizara como materiales de construcción los nervios, los músculos, los huesos, etc., no tendrían esas imperfecciones. El diseño perfecto sería verdaderamente el sello de un diseñador habilidoso e inteligente. El diseño imperfecto es la marca de la evolución; de hecho, es precisamente lo que esperamos de la evolución. Sabemos que la evolución no comienza de cero. Las partes nuevas evolucionan a partir de otras ya existentes, y tienen que funcionar bien con las partes que ya habían evolucionado. En consecuencia, debemos esperar compromisos: algunos caracteres que funcionan bastante bien, pero no tan bien como podrían, o algunas características (como las alas de los kiwis) que no funcionan en absoluto, que son sólo remanentes evolutivos.
Un buen ejemplo de mal diseño son los peces planos, cuya popularidad como pescado de mesa (el lenguado, por ejemplo) le viene en parte por su forma, que hace que sea fácil separar los filetes de la espina. Existen unas quinientas especies de peces planos (halibut, rodaballo, platija), todos ellos en el orden pleuronectiformes. Esta palabra significa «que nadan de lado», y nos da la clave de su pobre diseño. Los peces planos nacen siendo peces de aspecto normal que nadan verticalmente, con un ojo a cada lado de su cuerpo en forma de torta. Pero al mes de vida les ocurre algo extraño: uno de los ojos comienza a migrar hacia arriba. Migra hasta pasar al otro lado del cráneo y unirse al otro ojo, formando una pareja en uno de los lados del cuerpo, el derecho o el izquierdo, dependiendo de la especie. El cráneo también cambia de forma para facilitar esta migración, y se producen cambios en las aletas y el color. Al mismo tiempo, el pez plano se vuelca sobre el lado del cuerpo que ha quedado sin ojos, que quedan en lo que ahora es la parte superior del pez. Se convierte así en un habitante de los fondos, en los que se camufla para depredar sobre otros peces. Cuando tiene que nadar, lo hace de lado. Los peces planos son los vertebrados más asimétricos del mundo; vale la pena examinar de cerca un ejemplar en la pescadería más cercana.
Si uno quisiera diseñar un pez plano, seguro que no lo haría así. Produciría un pez como la raya, que es plano desde el momento en que nace y descansa sobre el vientre, y no un pez que para ser plano tiene que acostarse sobre un lado, desplazar los ojos y deformar el cráneo. Si este diseño es deficiente es a causa de su herencia evolutiva. Sabemos por su árbol filogenético que las platijas, como todos los peces planos, evolucionaron a partir de peces simétricos «normales». Debió resultarles ventajoso tumbarse sobre un lado y nadar por el fondo del mar, donde podían esconderse de sus depredadores y ocultarse ante sus presas. Esto, como es obvio, creó un problema: el ojo que quedase contra el fondo sería inútil y se dañaría fácilmente. Para arreglarlo, la selección natural siguió el camino tortuoso pero factible de mover ese ojo al otro lado y deformar de otra manera el cuerpo.
Uno de los peores diseños de la naturaleza es el nervio laríngeo recurrente de los mamíferos. Este nervio, que conecta el cerebro con la laringe, nos ayuda a hablar y tragar. Lo curioso es que es mucho más largo de lo necesario. En lugar de seguir una ruta directa desde el cerebro hasta la laringe, una distancia de unos treinta centímetros en los humanos, lo que hace es bajar hasta el pecho, darle la vuelta a la aorta y un ligamento derivado de una arteria, y luego regresar («recurrir») hacia arriba hasta conectar con la laringe (Figura 19). Con tanta vuelta, acaba teniendo una longitud de casi un metro. En las jirafas el nervio sigue un camino parecido, o sea, que baja todo su largo cuello y vuelve a subir, recorriendo una distancia ¡4,6 metros mayor que la ruta directa! La primera vez que tuve noticia de este extraño nervio, me costó creerlo. Deseoso de verlo con mis propios ojos, hice acopio de coraje y me dirigí al laboratorio de anatomía humana dispuesto a inspeccionar mi primer cadáver. Un solícito profesor me mostró el nervio, siguiendo su curso con un lápiz de la cabeza al torso y de vuelta a la garganta.
FIGURA 19. El tortuoso recorrido del nervio laríngeo recurrente izquierdo en los humanos es prueba de su evolución a partir de un antepasado parecido a los peces. El sexto arco branquial de los peces, que más tarde se convierte en una branquia, está irrigado por el sexto arco aórtico. La cuarta rama del nervio vago discurre por detrás de este arco. Estas estructuras se mantienen como parte del aparato branquial en el pez adulto, inervándolo y trayendo la sangre de las branquias. En cambio, en los mamíferos una parte del arco branquial evolucionó hasta convertirse en la laringe. Ésta y su nervio se mantuvieron conectados durante este proceso, pero el sexto arco aórtico del lado izquierdo del cuerpo migró hacia el pecho, donde quedó reducido a un vestigio no funcional, el ligamento arterioso. Como el nervio se mantuvo detrás de este arco pero conectado todavía con una estructura del cuello, su evolución se vio forzada a desarrollar una vía que baja hasta el pecho, da la vuelta a la aorta y a los restos del sexto arco aórtico, y asciende después de vuelta a la laringe. El recorrido indirecto de este nervio no refleja un diseño inteligente; sólo puede entenderse como el producto de nuestra evolución a partir de antepasados con un plan corporal muy distinto.
El retorcido circuito del nervio laríngeo recurrente no se queda en mal diseño: podría ser una mala adaptación. La longitud innecesaria lo hace propenso a las heridas. Puede dañarse, por ejemplo, por un golpe en el pecho, que resultaría entonces en una dificultad para hablar y tragar. Pero el recorrido puede explicarse teniendo en cuenta cómo evolucionó este nervio. Como la propia aorta de los mamíferos, desciende de aquellos arcos branquiales de nuestros antepasados comunes con los peces. En los primeros estadios de desarrollo del embrión de todos los vertebrados, cuando se parece al embrión de un pez, el nervio discurre de arriba abajo acompañando al vaso sanguíneo del sexto arco branquial; es una rama de otro nervio mayor, el nervio vago, que recorre el dorso desde el cerebro. Y en los peces adultos, el nervio conserva esta posición, conectando el cerebro con las branquias, a las que ayuda a bombear agua.
Durante nuestra evolución, el vaso sanguíneo del quinto arco aórtico desapareció, y los vasos del cuarto y sexto arco migraron hacia abajo, hasta el futuro torso, donde se convirtieron en la aorta y un ligamento que conecta la aorta con la arteria pulmonar. Pero el nervio laríngeo, todavía detrás del sexto arco, tenía que mantenerse conectado con las estructuras embrionarias que se convirtieron en la laringe, unas estructuras que se mantuvieron más cerca del cerebro. Cuando la futura aorta, en su evolución, dio la vuelta hacia el corazón, el nervio faríngeo se vio obligado a evolucionar con ella. Hubiera sido más eficiente que el nervio diera la vuelta a la aorta, se rompiera y luego volviera a formarse siguiendo una ruta más directa, pero la selección natural no podía hacer eso porque cortar un nervio para volverlo a unir es un paso que reduce la eficacia biológica o fitness. Obligado a seguir a la aorta en su giro, el nervio laríngeo tuvo que hacerse largo y recurrente. Esta vía evolutiva, además, queda recapitulada durante el desarrollo, pues comenzamos nuestra vida como embriones con un diseño de nervios y vasos sanguíneos como en los peces ancestrales. Al final, acabamos con un mal diseño.
Por gentileza de la evolución, la reproducción humana también está repleta de chapuzas. Ya hemos visto que el descenso de los testículos en los machos, que es una consecuencia de su evolución a partir de las gónadas de los peces, crea puntos blandos en la cavidad abdominal que pueden provocar hernias. Los machos tienen la desventaja adicional de un pobre diseño de la uretra, que pasa por en medio de la próstata, la glándula que produce una parte del fluido seminal. Parafraseando a Robin Williams, es una alcantarilla que atraviesa un área de ocio. Una elevada fracción de hombres de edad avanzada sufre un engrasamiento de la próstata, que estruja la uretra y hace que la micción sea difícil y dolorosa. (Cabe suponer que esto nunca fue un problema durante la evolución humana, cuando pocos hombres vivían más de treinta años.) Un diseñador inteligente no haría nunca que un tubo susceptible de aplastarse pasase a través de un órgano propenso a la infección y el engrasamiento. Si ocurrió así fue porque la próstata de los mamíferos evolucionó a partir del tejido de las paredes de la uretra.
Las mujeres no lo tienen mucho mejor. Alumbran a sus hijos por la pelvis, un proceso doloroso y poco eficiente que, antes del advenimiento de la medicina moderna, mataba a un número considerable de madres y bebés. El problema es que al aumentar nuestro volumen cerebral, la cabeza del bebé se hizo muy grande en comparación con la abertura de la pelvis, que tenía que mantenerse estrecha para permitir un eficiente bipedismo (locomoción sobre dos piernas). Este compromiso está en la raíz de las dificultades e intensos dolores del parto en las mujeres. Puestos a diseñar una mujer, ¿no hubiera sido mejor cambiar el tracto reproductor para que se abriera al exterior por el bajo abdomen en lugar de hacerlo por la pelvis? ¡Cuánto más fácil no sería entonces dar a luz! Pero los humanos evolucionaron a partir de animales que ponían huevos o parían (pero de forma mucho menos dolorosa que nosotros) a través de la pelvis. Nuestra historia evolutiva nos impone restricciones.
Y ¿hubiera creado un diseñador inteligente la pequeña brecha entre los ovarios humanos y las trompas de Falopio, que obliga a los huevos a cruzar este espacio antes de poder descender por la trompa e implantarse en el útero? De vez en cuando un óvulo fecundado no consigue dar el salto y se implanta en el abdomen. Se producen así «embarazos abdominales» que casi indefectiblemente son fatales para el feto y, si no se interviene quirúrgicamente, también para la madre. La brecha es un remanente de nuestros antepasados peces y reptiles, que ponían los huevos directamente del ovario al exterior del cuerpo. Las trompas de Falopio son una conexión imperfecta porque evolucionaron posteriormente como un añadido en los mamíferos.[21]
Algunos evolucionistas replican que el mal diseño no es un argumento a favor de la evolución, que un diseñador inteligente sobrenatural podía haber creado a propósito estas características imperfectas. En su libro La caja negra de Darwin: el reto de la bioquímica a la evolución, el defensor del DI Michael Behe afirma que «las características de diseño que nos resultan extrañas podrían o no haber sido puestas ahí por el Diseñador por alguna razón, artística quizá, o por dar variedad, para lucirse, por algún propósito práctico que todavía no podemos entender o alguna razón que nunca podremos averiguar». Pero no es ésa la cuestión. Un diseñador podría, en efecto, haber tenido motivos insondables. Pero los ejemplos concretos de mal diseño que hemos observado sólo tienen sentido si evolucionaron a partir de características de los antepasados. Si un diseñador realmente tenía claros motivos cuando creó las especies, sin duda uno de ellos debía de ser el de engañar a los biólogos haciendo que pareciera que los organismos habían evolucionado.