Pepón

Ésta es una historia vulgar. Su personaje central, el protagonista, era, fue, un borrico; pero no como Platero, inmortal; Pepón era, fue, un borrico mortal.

A Pepón le hubiera gustado nacer caballo y desfilar en victorias, llevando sobre su lomo algún general vencedor de batallas y compartir con él aplausos y vítores entusiastas de pueblos enardecidos, mientras detrás una banda de músicos tocaba alguna marcha militar.

Pepón, hijo de asno y yegua, se tuvo que conformar con un cura de pueblo, protestador de calores y tacaño de piensos.

Pepón, en el fondo, era católico. De haber sido un borrico ateo hubiera tirado al cura por alguna barranca, pero ya queda dicho que Pepón tenía su poquito de fe. Había oído decir que Jesús entró en Jerusalén a lomos de un borriquillo y esto le hacía sentirse orgulloso.

Claro, que ni él había estado en Jerusalén, ni el cura era Jesús, pero había una cierta relación entre lo uno y lo otro.

La fe católica de Pepón tenía un límite, ignoraba por qué una vez que entró en la iglesia recibió un par de palos en las costillas. No del cura, que el cura, aunque protestador de calores y tacaño de piensos, no era pegador de borricos. Lo de los palos fue cosa del sacristán, que era un hijo de Satanás. Lo de hijo de Satanás lo pensaba Pepón para sus adentros, aunque sabía que el sacristán era hijo de un tal Roque y que el tal Roque era un pedazo de pan, pero Pepón de alguna manera tenía que explicar los palos en las costillas.

La cosa no se volvió a repetir, porque Pepón decidió no entrar nunca más en la iglesia, además de por lo de los palos, porque en la iglesia había poco pienso y mucha cera.

De todas formas, aunque Pepón era católico, en algunas cosas tenía sus dudas, por ejemplo en aquello de: «Dejad que los niños se acerquen a mí». Había oído decir al cura que lo había dicho Jesús. Y en eso, Pepón no estaba de acuerdo, ni con el cura ni con Jesús, porque los niños del pueblo le hacían perrerías o borriquerías, y Pepón frenaba coces, por aquello de ser borrico de cura.

En el pueblo había más borricos. Los otros borricos envidiaban a Pepón. Estaban convencidos de que eso de ser borrico de cura era tener una recomendación para San Francisco de Asís y no sabían que San Francisco de Asís, por saber que Pepón era borrico de cura, se había despreocupado por completo, y Pepón tenía que participar del voto de castidad, del ayuno y de la pobreza. Pepón de noche, Pepón de día, Pepón con nieve, Pepón con sol de agosto, y ni un sombrero de paja con agujeros para las orejas. Y si, en algún ir y venir, se tropezaban con la señora Juana subida a lomos de su burra Sara: «Buenos días, padre» y «Vaya con Dios, señora Juana». Y Pepón frenando el rebuzno por aquello del voto de castidad. Y a diario.

—¡Hale, Pepón, vámonos!

Y el camino largo con orillas comidas de sol o escarcha. El cura encima y Pepón debajo. Y…

—¿Un poco de vino, padre? —Bueno.

Y glu, glu, glu. Y el borrico seco. Y de nuevo.

—¡Hale, Pepón, vámonos!

Hasta Palomo, el burro del tío Senén, era más feliz. Burro de noria, Palomo, con música de cangilones y cantos de agua cristalina, viajaba en círculos, leguas de sueños. Al atardecer dormía en cuadra caliente con pienso abundante. Tenía orden de horarios como cualquier empleado público y nadie sobre sus costillas. Después, al amanecer, volvía a viajar en solitario nuevas leguas de sueños.

¿Qué tenía los ojos vendados? ¡Mejor! Que más bellos paisajes se sueñan que horizontes se ven. La fantasía tiene dilatación de infinitos. Hasta Palomo, el burro del tío Senén, era más feliz.

Cuando los hombres rompieron la paz y gritaron la guerra, Pepón olfateó odios y presintió venganzas.

Sintió pena del sacristán, le perdonó sus palos y en su gemir y suplicar pensó que tal vez el sacristán no era un hijo de Satanás. Se lo llevaron a la fuerza, le sacaron de la sacristía arrastrándole.

Al cura también lo fusilaron. Al monaguillo no le hicieron nada, porque el monaguillo tenía más vocación de propinas que de rezos.

Pepón no sabía de política, pero sabía llorar, a su modo, claro está. Ni los milicianos se dieron cuenta de su llanto.

A Pepón se lo llevaron lejos, donde olía a pólvora y a sangre, donde se gritaban órdenes y se alimentaban odios. A Pepón ya nadie le llamaba Pepón. Todos le llamaban burro o borrico, da igual. El pienso era abundante en ocasiones y escaso a veces.

El lomo de Pepón se cargó de armas y cadáveres, transportaba muerte y muertos. Fue testigo de destrucciones y humillaciones, víctima de malos tratos, escuchador de blasfemias y oidor de cantos guerreros. Presenció victorias y derrotas, se codeó con caballos que participaron en batallas crueles o los vio morir mordidos por la metralla.

El burro del tío Senén, el pueblo pequeño, la iglesia, el camino largo con orillas comidas de sol o escarcha, todo era en Pepón un sueño de trazos sencillos, como un dibujo hecho por algún niño en el blanco cuaderno de una paz tardía.

El cura, tacaño de piensos y protestador de calores, ya sin calores que protestar, ni piensos que tacañear, estaba en el viento, en la lluvia, en el silencio, en la noche, en el arroyo, Pepón le olfateaba.

—¡Hale, Pepón, vámonos!

Y el camino largo, con orillas comidas de sol o escarcha. El cura encima y Pepón debajo. Y…

—¿Un poco de vino, padre? —Bueno.

Y glu, glu, glu. Y el borrico seco. Y de nuevo.

—¡Hale, Pepón, vámonos!

Ahora ya no es la voz del cura con su ¡hale, vámonos!, ahora es el grito grosero de un soldado, acompañado de un palo en las costillas, sin pausa entre grito y palo.

—¡Arre, burro!

El camino es difícil, áspero. Pepón delante, el soldado detrás. Pepón siente en sus costillas el peso de la carga. Lleva muerte en su lomo, el hombre en su mente. Ahora el camino se hace más fácil, se ensancha Lejos, suenan disparos de fusil y tronar de morteros y artillería. Pepón ha perdido la costumbre de oír el repique de campanas, ya no hay misas ni Ángelus, sólo muertos, pero sin campanas ni rezos. A los hombres en la guerra los entierran con rabia.

—¡Arre, burro! ¡La madre que te parió!

—¡Sooo, burro!

La carga se ha ladeado. El hombre entre blasfemia y blasfemia la endereza. El hombre detiene su tarea y mira hacia arriba, hacia el mismo cielo donde Pepón imagina al cura y tal vez al sacristán.

Primero es un punto lejano, sin forma, luego se va agrandando y su ruido resuena entre los riscos.

El hombre, el soldado, corre dejando a Pepón solo en el camino; el caza hace un vuelo rasante y se deja sentir el ta-ta-ta de una ametralladora y el hombre, el soldado, deja de correr, abre los brazos, cae pesadamente y queda inmóvil.

Pepón avanza unos pasos y llega hasta el herido, que le mira suplicante, con los ojos muy abiertos.

Lejos siguen los disparos de fusil y el tronar de morteros y artillería. Las urracas han huido y los lagartos están ocultos. No hay cantos de grillos ni de chicharras. El sol sigue, sin miedo, calentando guijarros y brillando arroyos.

El soldado está empezando a morir. Pepón recuerda al cura, su fusilamiento, recuerda el gemir del sacristán al ser arrastrado, y mira al herido que está camino del morir. Pepón ahora siente ser un asno que no sabe reír; luego, cuando recuerda a Jesús entrando en Nazaret, se alegra de no saber reír.

Pepón siente algo en su carne. Su pelo blanco, gris, se está volviendo rojo, hay un pequeño manantial de sangre en su cuello. Pepón mira al soldado, el soldado mira a Pepón. Los dos, hombre y burro, se miran; el herido, no el burro, el hombre, pide ayuda con la mirada, Pepón no puede hacer nada, ni quiere. Comienza a caminar, muy lentamente. El soldado se muere un poco más, aún no del todo.

Está anocheciendo. Pepón quiere encontrar el camino con orillas comidas de sol o escarcha y andar por él, y llegar al pueblo y morir junto a la iglesia.

Pepón quedó a morirse solo, sin repique de campanas ni rezos.

El hombre, el soldado, tampoco tuvo rezos, lo enterraron como se entierra a los hombres en las guerras, con indiferencia.

La sepultura de Pepón, sin dimensiones, en un terreno baldío, es de guijarros desiguales y tierra mezclada con agujas de pinos, flores de tomillo y jara, y sin ninguna inscripción sobre su tumba, pero las urracas que descansan vuelos en los chaparros, lo dicen con el batir de sus alas.

Aquí yace Pepón, un borrico que hubiera querido nacer caballo y desfilar victorias y se tuvo que conformar con ser burro de un cura protestador de calores y tacaño de piensos.