Yo sé que siendo tan pobre como soy, no tendría que hacer lo que hago. Sería distinto si fuese millonario o, si no millonario, que tuviera al menos un negocio que me dejara al mes trescientas o cuatrocientas mil pesetas de beneficio, o que fuese un empleado de una multinacional que ganara doscientas mil pesetas, pero soy pobre, muy pobre, duermo en los bancos de los paseos y en invierno me tengo que tapar con periódicos para no pasar frío, y si alguna vez como algo es porque hay gente buena que me dan un pedazo de pan o las sobras de la comida del día anterior.
Por eso digo que siendo tan pobre como soy no debería hacer lo que hago; pero no lo puedo remediar, y cada año por Navidad le regalo a mi madre un abrigo de visón o un collar de perlas auténticas. Ella siempre me dice:
—Hijo, siendo tan pobre como eres no tendrías que hacerme estos regalos tan caros.
Pero yo sé que es mi madre y sé lo que sufrió cuando se quedó viuda, que yo tenía dos años y ella se destrozaba las rodillas fregando pisos para poder alimentarme. Por eso se merece, no un abrigo de visón, sino docenas de abrigos de visón. Todo lo que se haga por una madre es poco. Sin embargo, a pesar de mi pobreza me da vergüenza pedir limosna. Sólo cuando hace mucho tiempo que no sé nada de mi madre pido algunas monedas para llamarla por teléfono. Y ella al otro lado del teléfono siempre me dice lo mismo:
—Hijo mío, ¿por qué en lugar de gastarte esas monedas en un bocadillo te las gastas en llamarme por teléfono?
—Porque hace mucho que no se nada de ti. ¿Estás bien, mamá?
—Sí, hijo, pero con problemas. Se me ha ido la cocinera. Estoy desesperada.
Éstas son las cosas que me hacen sufrir mucho más que mi pobreza. Como aquella vez que una criada le rompió una sopera de la vajilla inglesa que yo le había regalado por el día de la madre. Por supuesto que al día siguiente le compré otra, y una cubertería de plata.
—¿Y tú cómo estás, hijo?
—Muy bien, mamá.
—¿Has comido hoy?
—Sí, mamá.
Y no es verdad que haya comido; he pasado varios días sin probar ni un pedazo de pan. Pero ¿qué ganaría con decírselo? ¿Hacerla sufrir? Bastante sufre sabiendo que soy pobre, que duermo en los bancos de los paseos que en invierno me tengo que tapar con periódicos para no pasar frío, que estos zapatos que llevo puestos son tan viejos que se me caen a pedazos, y que la única prenda de vestir que tengo es este abrigo, que me lo regaló una señora a quien se le murió el marido de no sé qué, a lo mejor de llevar este abrigo.
Mi madre sufre mucho con mi pobreza; por eso yo la tengo como a una reina, y si alguna vez no pudiera comprarle pulseras de brillantes o abrigos de visón, sería capaz de… de pedir limosna, que, ya lo he dicho antes, me da vergüenza, pero sería capaz de pedir limosna, porque las madres se lo merecen todo.
Hace tres años le compré una casa en una zona residencial, y un Mercedes, tiene su chófer, su jardinero, su ama de llaves, su doncella, su cocinera, y un televisor en colores de cuarenta pulgadas, estéreo. Y si mi madre tiene todo eso, ¿a mí qué me importa ser pobre, dormir en los bancos de los paseos y estar sin comer días enteros?
Pero tengo un defecto, porque una cosa son las madres y otra cosa son los caprichos. Yo soy muy pobre, pero caprichoso. Tengo locura por las corbatas, y tienen que ser italianas y de seda natural, que siendo tan pobre como soy, es absurdo. Lo que llevo debajo del abrigo más que una camisa es un pedazo de trapo, el cuello está lleno de agujeros y hace meses que no la lavo, sin embargo estoy loco por las corbatas de seda natural y raro es el día que no me compro dos o tres, que luego ni me las pongo. Porque, ¿habrá algo más ridículo que un pobre con una corbata de seda natural? Las regalo.
Y lo mismo que con las corbatas, me pasa con la pintura. Soy un enamorado de la pintura. Voy a las subastas y compro obras maestras de los grandes pintores: un rembrandt, un modigliani, a veces un -picasso… He llegado a tener dos auténticos van goghs, tres murillos y dos grecos, pero ¿dónde los cuelgo? ¿Eh? Si no tengo paredes ni techo. Hago lo mismo que con las corbatas. Los regalo. Pasa la gente: «Tome un picasso, tome, un dalí». Pues no lo van a creer, hay gente que dice: «No, gracias».
Y me ocurre lo mismo con los relojes, siempre que me compro un reloj, tiene que ser de oro y de marca. Pero ¿qué pasa?, la gente no es tonta, cuando alargas la mano para pedir, te ven el reloj y dicen: «¿Con un Rolex de oro y pidiendo limosna? ¡Anda, anda!». Y por culpa del reloj, te quedas sin comer. Además, lo que yo digo. ¿Para qué quiere un pobre un reloj? ¿Para decir: «Ahora hace catorce horas que no como»?
Yo sé que hay cosas que siendo tan pobre como soy no debería hacer. Pero lo que se haga por una madre es poco, porque las madres se lo merecen todo, pero otra cosa son los caprichos.
Hace dos años me compré un yate, el más grande que había. Lo bauticé con el nombre de Albatros. Otro capricho. Porque, ¿qué hago yo con un yate, que ni sé por dónde se va al mar? ¿Voy a ir por la calle con el yate atado a una cuerda, preguntando: «Por favor, el mar»? Se lo regalé a unos millonarios que tienen una casa en Puerto Banús. Ni las gracias me dieron.
Yo conozco muchos pobres y ninguno comete la torpeza de comprarse cosas de tanto valor; pero yo no lo puedo remediar, es más fuerte que yo. Mi pasión por las cosas hermosas hace que se me olvide que soy pobre y me comporto como si fuese millonario.
Dice mi psicoanalista que me voy a curar, que es cuestión de tiempo, pero aquí, entre nosotros, yo tengo mis dudas, no es que desconfíe de la psiquiatría, pero mi caso es un caso muy particular.