Esto ocurrió cuando yo tenía cuatro o cinco años.
En aquella época mis padres poseían una enorme fortuna; vivíamos en una gran mansión, con ama de llaves, doncellas y mayordomo, y también teníamos un jardinero y un chófer.
Ocurrió ese día en que el lema de turno era el de «Siente un pobre a su mesa». Matías y Laura, que era como se llamaban el mayordomo y el ama de llaves, salieron a la calle a buscar un pobre para cumplir con ese deber de cristianos. Recuerdo que era un día de un invierno de los más crudos que se han conocido; las calles estaban cubiertas de nieve, y encontrar un pobre era muy difícil, y eso que en aquella época España era la abundancia en pobres, Incluso recuerdo haber leído, algunos años más tarde, cuando ya sabía leer, que España exportaba pobres a los países ricos que no tenían gente con quien practicar la caridad.
El día anterior mi padre había ordenado poner cepos en las puertas de las iglesias, que es adónde solían ir, pero los pobres, ateridos por el intenso frío, no habían salido de las cuevas.
Teniendo en cuenta las dificultades que habría para encontrar a uno, Matías y Laura llevaron dos perros de caza que estaban amaestrados para cazar pobres, ya que uno de los deportes favoritos de mi padre era la caza del pobre, que organizaba con otros nobles en temporada, o sea, durante los meses sin erre.
Matías y Laura tardaron más de nueve horas en volver a casa con un pobre, al que habían logrado cazar cerca de Navacerrada, tras una larga persecución. El pobre, que se llamaba Lucas, había huido a los montes cubiertos de nieve ignorando que se le cazaba con fines deportivos, como se solía hacer en temporada; por eso, nos explicó, había huido hacia la sierra, donde, gracias a los perros, pudieron darle alcance y traerlo a casa.
Cuando entró en el comedor, ya había en su cara humildad y confianza, pues en el camino Matías y Laura le explicaron el porqué de la cacería. Entró cuando ya estábamos todos sentados a la mesa, esperando únicamente su llegada. Mi padre hizo una seña a Laura, a Matías y a los perros, y los cuatro se retiraron. Luego, con la mano, indicó al pobre que se sentara. Lucas obedeció y se sentó junto a mi tía Teresa, hermana mayor de mi padre, viuda de un coronel de Caballería que había muerto en África cuando la batalla de Alhucemas, de un ataque de asma. Al otro lado del pobre estaba mi hermana Elena, seis años mayor que yo. Mi padre, en un extremo de la mesa, y mi madre, en el extremo opuesto; yo estaba justamente enfrente del pobre, y a mi lado mi abuela, la madre de mi madre. El pobre nos miraba a todos con curiosidad; nadie pronunciaba una palabra, ya que mi padre nos tenía prohibido hablar hasta que él lo autorizaba. Mi padre rompió el silencio:
—Siéntese, señor pobre —y mi padre se puso en pie y pronunció un pequeño discurso—: Hoy nos sentimos felices de tenerle entre nosotros, ya que gracias a eso vamos a cumplir con nuestro deber de cristianos sentando un pobre a nuestra mesa. Tanto yo como mi familia estamos muy felices de compartir con usted este almuerzo —y se sentó—. Lo que sí le voy a pedir —añadió— es que se lave un poco las manos. Espero que no le sea molesto.
Entonces me cuando descubrí que el pobre no era manco, porque el abrigo que llevaba puesto le estaba tan grande y tan largo de mangas, que las manos no se le veían. El pobre, acompañado por una de las doncellas, fue al cuarto de baño a lavarse las manos. Cuando volvió se subió las mangas del abrigo y le enseñó las manos a mi padre, y luego se sentó. Mi padre dijo:
—Ya pueden servir la mesa.
Y aparecieron dos criadas y el mayordomo con una bandeja cada uno, en las que había unas riquísimas ostras. Mi madre, que no había dicho una palabra, habló por primera vez:
—Esperamos que le guste la comida. Para empezar, hay ostras, luego lenguado meunier y después un tournedó con champiñones.
El pobre miró a mi madre con cara de no haber entendido nada; luego estiró el pescuezo y miró una de las bandejas.
—Yo preferiría unas lentejas con chorizo… —dijo.
Todos nos quedamos secos. A mi tía Teresa se le atragantó una miga de pan que estaba comiendo para hacer tiempo. Ali padre carraspeó disimuladamente. Mi madre trató de convencer al pobre.
—Son ostras de hoy, traídas hace dos horas del Cantábrico.
El pobre, con toda naturalidad, dijo:
—Sí, pero es que a mí esas cosas que comen ustedes me dan asco. Yo me apaño mejor con unas lentejas.
La servidumbre estaba paralizada, con las ostras en suspenso.
—Escúcheme, pobre —dijo mi padre—. Las ostras es lo más fino que hay, y más acompañadas de un vino rosado Rene Barbier, bien frío.
El pobre se quedó mirando a mi padre para decir:
—Yo vino rosado no quiero; yo, un tinto, y eso —señaló hacia las ostras— no lo como porque me da asco.
Mi padre se levantó, se apoyó con las dos manos en la mesa y dijo:
—¡Usted es un invitado!… Y no es de buena educación poner reparos a lo que le ofrecen los anfitriones.
Si mi padre pensó que el pobre se iba a callar, se equivocó.
—Yo como lentejas o no como nada, y si no, no me hubieran invitado, porque yo no les dije que me invitaran.
Mi padre le miró sorprendido.
—Escuche. Le hemos invitado porque somos una familia cristiana y es nuestro deber en este día compartir nuestra mesa con un pobre.
—Yo no digo que ustedes no sean cristianos, pero a mí las ostras esas no me gustan, me dan asco.
Mi madre intentó apaciguar los ánimos.
—¿Las ha probado alguna vez?
—No, señora.
—Entonces, ¿cómo sabe que no le gustan?
—Porque me dan asco. Prefiero unas lentejas con chorizo.
—Escuche —dijo mi madre—. No va a comparar las ostras a las lentejas.
El pobre se asomó a una de las bandejas.
—Son un asco —repitió.
A mi padre se le estaba cambiando el color de la cara. Mi madre se dio cuenta y dijo:
—Está bien, llévense las ostras.
La verdad es que el pobre ponía una cara cuando miraba las ostras que a todos nosotros nos empezaron a parecer asquerosas. Las criadas y el mayordomo se las llevaron. Al rato trajeron el lenguado con su correspondiente decorado de limones; aparte, en unas salseras, venían varios tipos de salsas.
El pobre miró los lenguados con la misma cara de asco con que había mirado las ostras. Mi madre, con una sonrisa, levantó el plato del pobre para servirle.
—¡A mí no me eche de eso!
De nuevo se produjo una situación violenta. Mi padre le miró desafiante.
—¿Qué tiene ese lenguado?
—Nada, pero yo…, los peces…
—No son peces; es lenguado.
—¿Ah, no? ¿Y qué es el lenguado, un vegetal? Porque una cosa es que yo sea pobre y otra cosa que yo sea ignorante; el lenguado es un pez.
De nuevo mi madre trató de calmar los ánimos:
—Bueno, sí; es un pez. Pero no es una carpa; es un lenguado del Cantábrico, y está fresquísimo.
El pobre esta vez quiso hablar con más humildad.
—Mire, señora, no es por hacerles un desprecio; sé que debe de estar fresquísimo, pero yo los peces no los como. Yo, ya les dije: prefiero unas lentejas con chorizo.
Mi padre apretó los dientes en un gesto de ira contenida. Luego, mordiendo las palabras, dijo:
—Escuche bien lo que le voy a decir —el pobre le miró con cierto temor—. Hoy es un día muy especial, y no quisiera que el pecado de la ira arruine mi actitud de cristiano, así que haga el favor de comer lenguado.
Hubo un silencio durante el cual todos permanecimos a la expectativa. Una de las camareras puso en el plato del pobre la mitad de un lenguado. El pobre, después de mirarlo con cara de asco, lo olfateó. La otra camarera y el mayordomo sirvieron a los demás. Mi madre quiso relajar tensiones:
—¡Qué buena cara tiene ese lenguado!
El pobre miró a mi madre y luego miró al lenguado. Todos comenzamos a comer con cara de deleite; únicamente Lucas, el pobre, no comía. Mi padre, al borde de un ataque de locura, preguntó:
—¿Qué espera?
—Nada.
—Entonces, ¿por qué no come?
—Ya se lo he dicho: porque no me gustan los peces.
Mi padre se limpió la boca con la servilleta y después de resoplar por la nariz dijo:
—Me parece que es usted un caprichoso, y en esta casa, mientras yo viva, no hay caprichos. Así que haga el favor de comerse ese lenguado.
Todos estábamos asustados, porque mi padre, aunque era bueno, cuando se le contradecía tenía un carácter terrible.
El pobre no respondió, pero miró el plato y a mi padre, y con su mirada y sus labios apretados dio a entender que no iba a comerse el lenguado.
Mi tía Teresa, que no quería violencias desde que su marido murió en Alhucemas, dijo con voz débil:
—¿Y si buscáramos a otro pobre?
Mi madre vio el cielo abierto y apoyó a mi tía.
—Claro, es verdad, podemos traer a otro pobre.
Pero mi padre era de los que no se dejaban ganar la partida fácilmente.
—No es un problema de buscar o no a otro pobre… —y se dirigió directamente al pobre—, ¿usted quién se ha creído que es? ¿El duque de Windsor?
—No.
—Entonces cómase ese lenguado antes de que me dé un ataque de locura.
El pobre, asustado, pinchó con el tenedor un trocito de lenguado y todos le miramos con una sonrisa. Pero antes de que el tenedor le llegara a la boca, lo miró y lo dejó en el plato. Mi padre esta vez se levantó y dio un grito que nos aterrorizó a todos; hasta a mi abuela, que no había dicho nada.
—¡Cómase ese lenguado!
El pobre tomó de nuevo el tenedor y esta vez se metió la porción de lenguado en la boca, pero no se Ja tragó; se quedó mirándonos a todos con la boca cerrada y los carrillos hinchados, como si fuera a apagar una vela de cumpleaños. Mi padre no pudo contener su ira.
—¡Está bien, pobre caprichoso! ¡Usted lo ha querido! ¡Matías!
—Señor…
—¡Sujételo!
Matías agarró al pobre y, con las mangas del abrigo que le quedaban largas, hizo una especie de camisa de fuerza, y después de cruzarlas por delante del pecho del pobre se las anudó a la espalda. El pobre quedó de esta manera inmovilizado.
—Bien —dijo mi padre—, se acabaron las contemplaciones. Julia, ayude a Matías y hagan que se coma el lenguado.
Y mientras Matías, ayudándose con el mango de una cuchara, abría la boca del pobre, Julia, la criada, le metía en la boca trozos de lenguado y pedacitos de pan, y de vez en cuando le volcaba un sorbo de vino rosado.
Y ese día todos comimos felices viendo cómo gracias a mi padre cumplíamos con nuestro deber de cristianos con aquel pobre sentado a nuestra mesa.