Mi bisabuelo era inventor, pero como éramos muy pobres no tenía dinero para comprarse un laboratorio. Empezó inventando cosas muy sencillas. Lo primero que inventó mi bisabuelo fue un colador sin agujeros para que no se saliera el caldo, porque decía que era una pena, porque el caldo es lo que más alimenta; luego inventó una sartén con dos mangos para que guisaran dos cocineras al mismo tiempo. Pero el mejor invento de mi bisabuelo fue el huevo frito.
Antes de que mi bisabuelo inventara el huevo frito, la gallina era el animal de compañía del hombre, es decir, la mejor amiga del hombre, porque en aquella época todavía no existían los perros, o sí existían y tal vez habitaban en los montes, pero no en las ciudades, con toda seguridad por temor a una pedrada. La gente tenía gallinas para cuidar sus casas, había gallinas de caza, gallinas mensajeras, gallinas policías y gallinas que vigilaban los rebaños.
Recuerdo que nosotros teníamos una gallina muy cariñosa a la que llamábamos Aurelia, y daba la patita y nos traía las zapatillas y el periódico.
Los ciegos en aquella época tenían gallinas amaestradas que les servían de lazarillo, y en los partidos de fútbol la policía usaba gallinas en lugar de perros. La gente sacaba a pasear su gallina para que hiciera pis en una farola o en un árbol, y la gallina, después de hacer pis, ponía un huevo, pero el dueño no le daba importancia, al revés, disimulaba para que la gente no se diera cuenta, porque la gente de entonces estaba convencida de que el huevo que ponía su gallina era una caca blanca y sólida, hasta que un día mi bisabuelo dijo: «Voy a inventar el huevo frito». Se encerró en su dormitorio, donde había improvisado un sencillo laboratorio, con una gallina, medio litro de aceite y una sartén, y a los siete días ya había inventado el huevo frito, pero la gente de entonces, que era muy envidiosa, empezó a decir que era mentira y que estaba loco, y vinieron a buscarle y estuvo un mes en observación en un psiquiátrico, hasta que la gente comenzó a comer huevos fritos y a decir que estaban muy ricos y que se podía mojar pan y todo.
Pero la ilusión de mi abuelo era inventar la radío, porque antes de que mi bisabuelo inventara la radio, los artistas tenían que ir casa por casa. Tocaban el timbre y decían: «Buenas noches, somos el trío Los Forasteros, que venimos de parte de la emisora RS 42 a cantar». Y la señora decía que pasaran al living y entonces el trío Los Forasteros cantaba eso tan bonito de «siempre que te pregunto que dónde, cómo y cuándo, tú siempre me respondes, quizá, quizá, quizá». Y se iban. Al rato llegaba un señor y decía: «Soy el locutor de la radio y vengo para decirles que el jabón de baño Huelebien es el mejor jabón de baño, y elimina las bacterias, y que el papel higiénico marca El Canguro es el papel higiénico más higiénico de todos los papeles higiénicos y viene en rollos de treinta metros, y en rollos de sesenta metros para familias numerosas», y cuando había relatado los anuncios se iba.
La gente empezó a decir que lo que había que hacer era inventar la radio para poder escuchar al trío Los Forasteros y a los locutores sin tener que abrir la puerta cada dos por tres vestidos de calle, y porque sin radio era imposible escuchar a la orquesta sinfónica de Filadelfia, que no cabía en el living de ninguna casa, aparte de que había que pagarles el viaje desde Filadelfia y los gastos de hotel.
Así que el Gobierno llamó a mi bisabuelo para que inventara la radio. El primer aparato de radio que inventó era un mueble de metro y medio de alto por uno de ancho; metió dentro un enano que tocaba la trompeta, pero la gente se cansó de oír al enano tocar la trompeta y en las casas ya ni le abrían la puerta, hasta que mi bisabuelo, con unos cables y unas lámparas, inventó la radio y la gente se puso muy contenta, menos el enano, que se quedó sin trabajo.
Otro de los inventos de mi bisabuelo fue la bala, porque, aunque en aquella época ya se habían inventado el fusil, la pistola y el cañón, no se había inventado la bala. Los soldados hacían la guerra insultándose de trinchera a trinchera, y los policías usaban las pistolas solamente para asustar.
La primera bala que inventó mi bisabuelo era de cera, pero aunque era una buena bala, sólo servía para disparar en invierno, porque en el verano, con el calor, se derretía dentro del fusil y ni mataba ni nada. Y aunque era una buena bala, tenía el inconveniente de que las guerras sólo se podían hacer en invierno, y los soldados morían de pulmonía.
Un día le llamaron del Ministerio de la Guerra para que inventara una bala que se pudiera disparar también en verano, y entonces mí bisabuelo inventó la bala de madera, que era un poco más dura que la bala de cera; pero, cuando llovía en la guerra, la bala de madera se hinchaba con el agua y no había manera de meterla ni en el fusil ni en el cañón. Las guerras estaban paralizadas y aunque se hacían a base de insultar al enemigo, ni había bajas, ni prisioneros ni nada de lo que debe haber en una guerra.
Mi bisabuelo se pasaba noches y noches encerrado en su laboratorio tratando de resolver este grave problema. Una tarde vino a casa un general y le dijo a mi bisabuelo que si en una semana no inventaba la bala, lo fusilarían. Por fin un día en que nos estábamos lavando los pies en un florero, porque aún no se había inventado la palangana, que, por cierto, un año después la inventó mi bisabuelo, mi bisabuelo salió del laboratorio muy contento, y gritando y dando saltos de alegría, dijo: «¡Por fin he inventado la bala!».
Al principio lo tomamos como una broma, hasta que nos enseñó la bala que acababa de inventar, pero resulta que como sólo había inventado una no sabía si dársela al ejército o a la policía. Finalmente se decidió por el ejército por temor a que lo fusilaran. La bala se la entregaban a un soldado cada día y, así, todos los combatientes tenían oportunidad de disparar contra el enemigo, pero después de disparar tenían que ir a buscarla y a veces tardaban horas en encontrarla.
Mi bisabuelo pensó que lo que tenía que hacer era inventar una bala para cada soldado y otra para cada policía, y gracias a que un amigo suyo, que también era inventor, había inventado una máquina de multiplica balas, algo así como eso que ahora llamamos una foto copiadora, mi bisabuelo y su amigo se dedicaron a multiplicar balas, y cada soldado y cada policía pudo tener balas en grandes cantidades, y gracias a mi bisabuelo y a su amigo las guerras ya eran otra cosa: había heridos, y muertos y prisioneros, como deben ser las guerras.
Pero sin lugar a dudas el invento más importante de mi bisabuelo fue el calendario. El primer calendario que inventó no le quedó bien, era un calendario que sólo tenía un mes y una semana, así que nunca se sabía qué época del año era, sólo se sabía que era martes o jueves, pero como no había inventado los meses, la gente nunca sabía si era verano, primavera o invierno; y la gente se desorientaba; y a lo mejor salían a la calle en camiseta en pleno invierno y morían de una pulmonía, o en verano se ponían el abrigo y la bufanda y sudaban hasta deshidratarse.
Entonces mi bisabuelo inventó los doce meses, las cincuenta y dos semanas y los trescientos sesenta y cinco días, y como le sobraba un día que le había quedado suelto encima de la cama, inventó el año bisiesto, que le puso de nombre bisiesto porque un hermano suyo dormía dos veces la siesta. Mi bisabuelo también inventó el monojoanómetro que nunca se supo para qué servía. En fin, que mi bisabuelo era un gran hombre.