Siempre Gila

por Pedro Ruiz

No recuerdo mi vida sin Gila.

No hay un solo instante de mi memoria deshabitado de él. Antes de que supiera escuchar ya le oía. Y le entendía. Y le compartía.

Los sonidos que se adentran en nuestros primeros silencios son las primeras compañías de nuestro inconsciente. De alguna manera son los padres de nuestros primeros pensamientos. Todo el Gila sonoro me habitó antes de conocerle. Y todo él seguirá aquí cuando yo mismo no pueda leer estas letras.

Miguel, el rayo de luz blanca en la habitación oscura de los tópicos, buceó en la estupidez humana y bajó hasta el fondo con la botella de oxígeno de la ternura.

Autodidacto, como los genios del esfuerzo, se empeñó en ponerle una enorme lupa a la vida para dejarla en pelotas.

Y lo hizo. Y nos puso ante el espejo de nuestras miserias para hacernos una caricia de risa.

«Inteligencia —dice Lao Tse— es percibir el germen de las cosas» y Miguel es la inteligencia. La lucidez suicida que baja al abismo de las propias contradicciones para pelear con ellas hasta partirse mutuamente la boca… de risa.

Gila le ha quitado el casco a los violentos y la boina a los obtusos. Ha deificado la rutina en que devienen los amores y ha llenado de poesía la miseria. A todo esto —magistralmente labrado— la sociedad le llama humor.

«El humor», he escrito en algún libro, «es la forma menos dañina de decir las verdades más peligrosas».

Y es que la verdad es el mayor peligro. Tanto que cuantas más se dicen más carcajadas pueden escucharse. Reír es una forma de escapar del miedo. Del miedo a lo esencial. A la raíz de los asuntos.

Gila es la raíz de todo. Va a ella en corto y por derecho. La desenmascara con un adjetivo. O con un verbo. O con tres segundos de silencio.

Gila sabe que sabe. Y lo explica como nadie.

Y también sabe que no sabe y se calla como pocos.

En Miguel conviven el entusiasmo y el escepticismo como en la mochila de un sabio —que lo es— marcando su camino con la vista en las estrellas y los pies muy en el suelo.

Gila es la vida mofándose de su soberbia. La pedantería sin pantalón con raya. El absurdo convertido en lógica.

Un genio. Un faro en la niebla de la ambición, el conformismo y la necedad.

Nadie ha explicado como él, sin pretenderlo, que tras el biombo de la apariencia y lo asumido hay tan sólo un pobre ser que tiembla. Y acierta y se equivoca.

Junto al débil, y al proscrito, y al perseguido, y al incomprendido, y al ofendido, y al dañado, y al explotado, y al jodido… Miguel Gila ha levantado una antorcha de luz y de talento para señalar la injusticia y mitigar los daños.

Y para divertirnos. Y para consolarse. Porque Miguel sabe que el humor es una tabla de salvación para los demás y un flotador para uno mismo.

Esta antología de sus monólogos y actuaciones es un premio Nobel de Filosofía.

Y si no se lo dieron es porque las academias se toman, como casi todos, demasiado en serio.

Disfruten de este Gila «siempre vivo» para ser ustedes más vivos también.

No es éste su último regalo. Es el testigo que todos hemos de agradecerle.

Gracias por tu brújula de ingenios y hasta luego, maestro.

PEDRO RUIZ