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La profesión y el vicio que va por dentro

En unos Juegos Olímpicos se repiten muchas escenas, todas iguales y sin embargo todas distintas. Obsérvese, por ejemplo, la reacción de un atleta en el momento exacto de constatar que acaba de ganar el oro. El oro significa la culminación de una intensa dedicación para lograr ser el mejor de la gran fiesta, es un reconocimiento del mundo entero y un honor, un honor y un orgullo para el entorno al que pertenece: familiares, amigos, vecinos, pueblo o ciudad, región, país, continente… (Y cuanto más pequeño es el entorno más orgullo para el entorno, claro.) Meses y años de tensiones de todo tipo se liberan en un estallido de alegría emocionada que descompone la cara de mil curiosas maneras distintas. Si era previsible… pues porque podría haber fallado, y si no era previsible… pues por eso. Las caras son, en efecto, todas distintas: unas se quedan pequeñas ante una sonrisa en continua expansión, otras aprietan el gesto en una lucha desesperada por reprimir los sollozos, unas se rinden y sollozan sin más, otras, extasiadas, se dilatan y parecen contemplar una divinidad, otras se pliegan sobre sí mismas paladeando orgásmicamente el momento, unas «pronuncian», letra a letra, clarísimas reflexiones (¡Lo hice, lo hice!), otras actúan según un plan ensayado mentalmente, pero que la emoción del momento traiciona y deforma en torpe mímica… Todas son distintas, sí, pero todas son iguales porque en cada una de ellas puede leerse también la descarga de una larga obsesión. Es una de las marcas del atleta de élite.

De hecho, muchas otras profesiones —porque prepararse para unos Juegos es hoy una profesión— están marcadas por esa dedicación obsesiva. Es el caso de los productores de conocimiento: escritores, pintores, científicos, músicos (compositores e intérpretes)… También aquí se percibe una marca común que, al mismo tiempo, exhibe interesantísimos rasgos específicos. Atención a lo que sigue. Toda concentración intensa y prolongada tiende a ayudarse de ciertos, digamos, vicios, ya sea para estimular o soportar tal tensión o para tratar sus secuelas.

Nótese que los escritores de ficción (que con frecuencia necesitan relacionarse con el prójimo para alimentarse de historias) beben. El alcohol lubrifica los canales de la conversación nocturna del escritor urbano y hace que el folio en blanco parezca color crema.

Los pintores y escultores, en cambio, no pueden beber tanto porque su trabajo suele requerir una mínima forma física y una buena luz matinal; en cambio son muchas las veces en las que, en la soledad de su estudio, se apartan unos metros de la obra y se regalan, en cuclillas y atentísimos, unos minutos de contemplación. El cigarrillo es un rito perfecto para el solitario artesano que libera las manos por un instante para estudiar cómo marcha la propia obra. Por lo tanto los pintores y escultores más bien fuman.

Los músicos, sobre todo los compositores-intérpretes, que deben «entrar en trance» frente a la audiencia, suelen creer necesitar algo más fuerte y resulta que se drogan. La química crea mundos de los que no siempre es fácil volver. En cambio los compositores-compositores se parecen, por razones obvias, más bien a los escritores. Y el músico-intérprete-virtuoso se parece, también por razones obvias de forma física y de perfección, al atleta de competición. Pero a eso volveremos al final. Sigamos.

Los científicos deben evitar (en principio) los monstruos que genera el sueño de la razón y la consiguiente colaboración intrusa y espontánea de monstruos y fantasmas. Por eso huyen (también en principio) de los métodos anteriores, pero necesitan, tras un periodo largo de «forzar los sesos», lograr un alivio intenso aunque sea fugaz. Por eso los científicos suelen preferir el sexo, aunque sea practicado de un modo más bien nervioso y terapéutico. Son varios los casos de grandes científicos de los que se cuenta que, agarrotados por la tensión de un seminario, desaparecen misteriosamente durante unos veinte minutos, tras los cuales retornan sorprendentemente relajados y sonrientes.

El filósofo (y el religioso) en cambio come, quiero decir, come bien. Suele ser un buen gastrónomo. No sé bien por qué. Quizá sea porque tiene tiempo, mucho tiempo. En general sus problemas son casi los mismos que los que preocupaban en tiempos de los antiguos griegos, son temas que pueden saborearse y acariciarse lentamente mientras se recorren los recetarios más sabios, antiguos y diversos. Goza, eso sí, más que entiende.

Y llegamos al atleta de competición. Dejemos de lado el caso absolutamente trivial del «doping», que no es un vicio sino un grosero plan premeditado de fraude. Nunca antes me había planteado la cuestión, pero una breve noticia de prensa, al inicio de los Juegos Olímpicos de Barcelona, me dio que pensar. La noticia era: «Los juegos recreativos electrónicos (tipo “comecocos”) causan furor en la Villa Olímpica nada más llegar los atletas». Pues quizá si: el atleta, sobre todo, juega. Las reglas y métodos del atleta son rígidas y desesperadamente deterministas, pero el azar domina con sus caprichos el momento culminante de la competición. La disciplina y obediencia son inevitables. Las esperas en ambientes extraños son largas y tediosas. Las conversaciones con compañías impuestas se agotan con facilidad. El cerebro debe ser apartado con frecuencia de sus tendencias naturales. Reglas, azar y aburrimiento componen un perfecto caldo para cualquier tipo de juego.

En fin, cada clase de profesión tiende, creo, a favorecer una clase de vicio. Habría que ponerse a investigar para saber si esta frívola afirmación puede llegar a alcanzar el respetable nivel de teoría científica. Sólo hay algo inquietante en todo esto. Si la teoría es cierta, entonces se explica un poco la rareza de una importante figura del progreso de la cultura humana: la del admirado «hombre del Renacimiento», ese ser de apetitos culturales universales e interdisciplinarios, el de la mente abierta a toda nueva idea o método, la del gran humanista deliciosamente disperso. En caso de existir, pobre hombre, no puede ser mucho lo que pueda llegar a vivir…, tan grande y diverso sería su mundo de tentaciones.