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Tainos: el principio del fin

Playa de la Caleta, miércoles 30 de noviembre de 1994 en la carretera de Santo Domingo al aeropuerto. Esta mañana he probado aquí mi primer equipo de buceo. Nadie sabía cuántas libras de plomo necesitaría mi anatomía para lograr la flotabilidad neutra. El primer intento ha resultado fallido y, tras deslizarme desde la chalupa, he bajado en rigurosísima vertical sin poder cumplir ni una sola de las instrucciones recibidas, hasta posarme en el fondo, veintidós metros más abajo. Allí me he sentado a disfrutar del paisaje y a esperar que los expertos bajaran a inspeccionar mis arreos. Una hora más tarde busco por la playa una cerveza helada Presidente. Unos niños hiperactivos se brindan a ir por ella. Así descubro, entre los árboles de la playa, un minúsculo museo con restos mortuorios de indios tainos. Habían vivido y muerto allí mismo. En una tumba pueden verse los esqueletos casi intactos de un hombre y un perro. Hay muy poca luz. De la penumbra de un rincón surge una figura que camina hacia mí. El joven dominicano es un estudioso de la cultura taina y la plantilla completa del museo: guarda, guía, conservador y director. Y un gran conversador. Traen la cerveza y van a por otra haciendo carreras. Me cuenta que en los libros de texto de las escuelas todavía se describe el milagro de la Virgen apareciéndose a los colonos españoles para ofrecerles su protección frente a los salvajes. La escena se me hizo clara en la mente. A la izquierda un indio taino con un tanga y una cerbatana acompañado de un perro mudo de compañía, a la derecha, mirándole de frente, un soldado recién llegado con su casco, peto, armas blancas y de fuego, sosteniendo por la cadena un perro especialmente entrenado para saltar a los genitales del vecino.

Varios años después hice pintar esta escena en un mural de la exposición.

Es bien sabido, pero no por ello un consuelo, que desde que el mundo es mundo casi todo lo que empieza, tarde o temprano termina. La cultura taina sucumbió poco después de chocar con la cultura venida del otro lado del océano. Los pacíficos indios de los trigonolitos (unas piezas triangulares que enterraban y sobre las que se orinaban para fertilizar la tierra), los indios de los perros mudos y las cotorras (animales a la vez para comer y de compañía), los indios que adoraban jugar a la pelota…, no resistieron las nuevas enfermedades del viejo mundo, ni la profunda desmoralización que les produjo el cambio de vida impuesto. Estaban acostumbrados a luchar y a morir contra los caribes, sus agresivos vecinos caníbales, pero nunca lograron aprender a ser esclavos; sencillamente, no «les salía» el serlo. He aquí un ejemplo revelador del encontronazo de ambas culturas. Los nativos, deslumbrados por los signos externos de los recién llegados (catedrales, galeones, armas, caballos…), atribuyeron a las imágenes religiosas de los españoles los poderes que deberían tener sus en principio equivalentes trigonolitos. Al parecer las «tomaron prestadas», pero para usarlas a su manera. No hubo sentido del humor suficiente para perdonar el monumental error. El testimonio ha quedado en el valioso documento de 1493 del ermitaño fray Ramón Pane, Relació sobre les Antiguetats deis Indis, capítulo XXVI:

«… Quan aquells van sortir de l’adoratori, tiraren les imatges a térra i les van cobrir de térra i després s’hi orinaren, dient: “Ara serán bons i grans els teus fruits”. I aixo perqué les van enterrar en un camp de conreu, esmentant que seria bo elfruit que s’hi havia plantat. I en ser vist pels nois que guardaven l’adoratori per ordre dels avantdits catecúmens, aquets van córrer cap els seus progenitors, que es trobaven a les seves terres, i els digueren que la gent de Guarionex havia destrossat i escarnit les imatges. I ells, en saber-ho, deixaren el que estoven fent i anaren cridant per a donar-ne avis a Bartomeu Colom, que tenia aquell govern per encárrec del seu germá l’Almirall, que havia marxat a Castella… I jo puc dir-ho ben de veritat, perquè m’he fatigat per saber tot aixo, i estic segur que s’haurá entes pel que fins ara hem dit; i qui tingui orelles que hi senti».

«Cuando aquellos salieron del santuario, tiraron las imágenes al suelo y las cubrieron de tierra y después se orinaron en ellas, diciendo: “Ahora serán buenos y grandes tus frutos”. Y por eso las enterraron en un campo de labor, mencionando que sería bueno el fruto que allí habían plantado. Y, cuando aquello fue visto por los niños que vigilaban el santuario por orden de los mencionados catecúmenos, éstos corrieron hacia sus progenitores, que se encontraban en sus tierras, y les dijeron que los hombres de Guarionex habían destrozado y ultrajado las imágenes. Ellos, al saberlo, dejaron lo que estaban haciendo y corrieron gritando para avisar a Bartomeu Colom, encargado de aquel gobierno por su hermano el Almirante, que había vuelto a Castilla… Y puedo decirlo con toda certeza, ya que me he esforzado en saber todo esto, y estoy seguro de que se habrá entendido por todo lo dicho hasta ahora, y el que tenga orejas que oiga.»