Conocer a alguien desde hace cuarenta y cinco años, y que eso ocurra antes de cumplir los cincuenta, tiene cierto mérito. Es sábado 15 de febrero de 1997 y Vladimir de Semir, periodista científico, viene al museo con sus alumnos de la Universidad Pompeu Fabra. Vladi me presenta con el dato de nuestra insuperablemente vieja amistad nacida en un alegre parvulario suizo. La charla versa sobre el concepto vitrina. Luego damos una vuelta por algunas exposiciones del museo. Noto que estábamos pasando un buen rato. A los pocos días me llama para invitarme a escribir la conferencia para otro de sus proyectos pioneros, la revista Quark. Aquí está el texto, que, como se verá, utiliza algunos episodios que, por otras razones, también aparecen en otros lugares de este mismo libro.
Una idea llamada vitrina
El vidrio es sólido, rígido y sin embargo transparente. A su través pasa la luz, pero no la materia, una propiedad con trascendentes consecuencias físicas y filosóficas. En efecto, el vidrio cierra la percepción humana hasta uno sólo de los cinco sentidos: sin partículas que puedan viajar entre las cosas y las mucosas, no hay olfato ni gusto; sin contacto no hay tacto; y con las vibraciones amortiguadas, hasta el oído se acaba rindiendo. Ni oler, ni tocar, ni paladear, ni oír…, sólo mirar. Sólo mirar. De ahí el renombre del vidrio y de una de sus máximas aplicaciones: la vitrina. La vitrina protege el mundo del objeto del mundo del observador. Y viceversa. Casi todo se puede exponer a la vista de los ciudadanos, por el módico precio de sacrificar cuatro de los cinco sentidos. Ya no hay excusa, por muy frágil, valioso o peligroso que sea el objeto. Muchos museos son aún hoy, en esencia, un universo de vitrinas etiquetadas. Pero la verdad es que, tras muchos siglos de vitrinas, algunos se han preguntado: ¿mirar?, ¿por qué sólo mirar? ¿Puede concebirse también una revolución de la vitrina? Nada impide ensayar pequeñas violaciones del concepto vitrina. Por ejemplo, siempre podemos inventar alguna picardía para que una mano o un dedo entre en una zona tolerada del espacio prohibido o para que ciertos olores o sonidos maticen el contacto entre el objeto y el sensorium. Pero, para muchos, esto es como adaptar un motor de gasolina a una carroza. Mejor inventar otra cosa, un automóvil, por ejemplo. Centremos primero nuestra atención en evaluar la limitación que supone «sólo mirar».
Lo que nos perdemos por sólo mirar
La percepción empieza en el mundo físico de la luz y de las partículas, entra por el mundo fisiológico de la piel y demás órganos sensoriales, se procesa en el mundo cerebral y culmina en una emoción psicológica. De modo que una emoción es una compleja combinación de las diversas entradas sensoriales. Intentemos un sencillo cálculo:
En la reflexión 40 de este libro se ha calculado que cinco sentidos dan para 325 combinaciones de emociones sensoriales. La vitrina reduce este número ¡a la unidad!
En una palabra, un objeto parece tener mucho más que ofrecer de lo que se puede recibir a través de una vitrina. Algunos museos actuales, sobre todo los llamados museos de ciencia interactivos, presumen de haber superado la vitrina de una vez por todas. Su idea consiste en que el centro de la emoción del visitante ya no se basa en un objeto a proteger, sino en un fenómeno real, en un experimento. El costo por obviar la vitrina es también, en este caso, muy alto: nada menos que el destierro del objeto. ¡Museos sin objetos de museo! ¿Por qué no? Basta con cambiar el nombre: centro de ciencia en lugar de museo de ciencia. Pero entre un extremo y otro, entre museos de vitrinas pasivos y museos activos sin objetos, media un universo de matices. Las historias que siguen pertenecen a ese universo.
El castigo
La primera historia se refiere al recuerdo más antiguo que conservo de una vitrina. Era una vitrina, la única de la sala, en la que los libros no se alineaban mostrando sus lomos sino las portadas completas. En ella se exhibían las últimas adquisiciones llegadas a la biblioteca de aquel colegio de verano, de cuyo nombre sinceramente no puedo acordarme. Tampoco puedo acordarme de la razón exacta por la cual tuve que pasar allí toda una larguísima tarde solo y en silencio. El aburrimiento es una refinada tortura (y de eso se trataba) que produce fantasías, algunas de ellas creadoras, porque creo que estuve a punto de inventar un mecanismo diabólico que pudiera pasar las páginas de los libros cautivos, algo así como una vitrina protointeractiva. De vez en cuando, todavía me tropiezo con alguna vitrina que me devuelve a aquella tarde de penitencia. Está muy bien que un objeto estimule desde su encierro en la vitrina, pero está muy mal que tales estímulos sean como los jugos gástricos vertidos en un estómago vacío. Sólo mirar, ¡pero por lo menos mirar!
El objeto real
La segunda historia, ya comentada con otro propósito en la reflexión 38, ocurre en el Museo Arqueológico Nacional en Madrid. Tengo muy poco tiempo y camino a buen paso. No me entretengo apenas en ningún objeto, pero tampoco llego a quitar la mirada de las vitrinas. De repente, algo interesa a un rincón de mi cerebro, pero voy tan rápido que ya no lo veo. Me detengo en seco. ¿Dónde está? La sensación es como si una cara conocida me hubiera saludado alegremente. Repaso hacia atrás. Busco con prisa y con temor de que la imprecisa imagen retenida en mi retina se esfume para siempre. ¡Ahí está! ¡Ésa es! Se trata de una figurita de barro de unos diez centímetros y representa, clarísimamente, un joven travestido. Parece recién salido de un típico espectáculo erótico-ambiguo-folclórico de la ciudad. El gesto de la mano izquierda con la muñeca suelta y el meñique fuera de control, la picarona mirada cargada de pestañas por encima del hombro y los andares de gato en celo —así lo recuerdo ahora— resultan demasiado próximos para una sala dedicada a la Antigua Grecia. ¿Será una broma de conservador guasón? Por un momento, creo ver incluso que la figura parpadea y que levanta la barbilla con descaro. Releo la etiqueta. No hay error, no hay duda. Aunque con algún desorden, algo había leído y oído sobre los griegos y los romanos, sobre su historia, su filosofía, su ciencia, su literatura, su arte, sus creencias, incluso sobre su vida cotidiana. No pocos eran tampoco los restos y rastros que había visitado en directo, desde el Museo Británico hasta las ruinas de Ampurias o Pompeya. Pero nunca hasta entonces había caído en la cuenta de lo esencialmente cercano que nos es, en el fondo, un ciudadano de la antigüedad. Me convencí de dos cosas: (1) que no me había enterado de nada al leer sobre aquellos tiempos; (2) que ahora, después de aquel descubrimiento íntimo, azaroso e indispensable en el Museo de Arqueología, era el momento de volver a empezar. Releer, en este caso, era como leer por primera vez. La visión de un objeto real en una vitrina había conseguido un milagro, hacerme comprender algo que todos los libros ilustrados del mundo jamás hubieran conseguido. Dudo mucho que una reproducción de aquel mismo objeto pudiera tener el mismo efecto. Una simulación sólo contiene la información que el simulador tiene a bien introducirle. Ni un gramo más. Sólo un objeto real, aunque sea en una vitrina, puede obrar el milagro. El objeto real no sustituye al conocimiento, pero puede erigirse en un estímulo insustituible de tal conocimiento. Ésa es, por cierto, la noble función de toda buena pieza de museo. Sólo mirar, sí. ¡Pero mirar puede ser mucho! Incluso demasiado.
El susto
Es el 7 de julio de 1992 y estamos en el Museo Nacional de la Universidad Federal de Río de Janeiro. Es la cuarta historia de vitrinas. El Museo tiene una rica colección de momias egipcias. En estos casos, uno llega a agradecer las limitaciones típicas de una vitrina: sólo mirar, de acuerdo. Hay que reconocer que, a la hora de exponer restos humanos, se mezclan emociones de toda clase, emociones racionales y emociones tradicionales. Colocar objetos en una vitrina plantea cuestiones técnicas importantes que, de no resolverse, pueden acabar ridiculizando las emociones más sublimes. Uno de ellos es la movilidad de los objetos en el interior de la vitrina, como consecuencia de las vibraciones que produce el visitante. Efecto: algunas de las momias de este museo saludan, con manso cabeceo, al ciudadano que se acerca con el paso demasiado decidido. El susto puede ser mayúsculo, según la hora del día y el estado de ánimo del visitante. Errores de diseño o de mantenimiento provocan no pocas situaciones como ésta. En el sorprendente Museo del Oro de Bogotá, por ejemplo, las vitrinas están suspendidas del techo de la sala y muchos de los objetos cuelgan a su vez del techo de las vitrinas. Efecto: cualquier contacto con la vitrina desencadena un alegre tintineo de irrepetibles joyas precolombinas. Algún visitante menudo puede encontrar eso muy divertido, pero la llamada interactividad, si se me permite la broma, no es eso. Hablemos un poco más de interactividad.
La selección natural de las ideas
La quinta historia de vitrinas ocurre en el Národní Technické Muzeum de Praga (Museo Nacional de la Técnica). Entre sus tesoros destaca la mejor colección de cámaras fotográficas del planeta. Se diría que, sencillamente, están todas. Desde las ideas más rústicas hasta ayer mismo. Metros y metros de vitrinas mostrando cámaras y cámaras, dispuestas en riguroso orden cronológico. El observador experto advierte los diferentes intentos por resolver un determinado problema y cómo, a medida que camina, vitrina adelante, uno de los intentos, generalmente el más sencillo y compacto, se impone con espontánea autoridad. Es como una selección natural de lo artificial. Ideas para el obturador, para el diafragma, para el enfoque… Hay tantas cámaras, que en ocasiones ni el observador experto advierte la menor diferencia relevante en un metro de estantería. Dos cámaras contiguas parecen parientes cercanos de la misma variedad, especie y género. Hay adaptación continua y mutación discontinua…, como la vida misma. Darwinismo del bueno. Si dispusiéramos de una colección similar en registro fósil de todo lo que alguna vez ha vivido, entonces conoceríamos todo lo que se puede conocer sobre historia natural y la evolución de las especies. Lo más emocionante de tantas cámaras es, justamente, que haya tantas. La pieza más notable es el conjunto de todas ellas. La continuidad, si uno circula disciplinadamente, es asombrosa, tanta que incluso llega a ser deliciosamente aburrida. Y aquí empieza la historia. Medio adormecido por la implacable lógica de centenares de cámaras rigurosamente clasificadas, llego al final de una fila de vitrinas. Lo que tengo delante me espabila del todo. Por más que miro, no logro comprender. Paradójicamente, todas las funciones de esta extraña cámara están muy claras, pero con rangos ridículamente pequeños. Todo parece demasiado grande para facilitar la manipulación, pero con cierto desprecio en cuanto al ahorro de espacio y a la estética. Todo parece muy robusto y desproporcionado, pero poco versátil y preciso. La cámara tiene algo de monstruosa. Se diría que es un prototipo hecho a mano. Algo en él invita a cogerlo, a tocarlo, a pulsar sus mecanismos y a probar sus prestaciones. Pero está en una vitrina ¿Qué demonios es esto? Nada relevante en la etiqueta. Dos días después, durante una recepción en otras dependencias dentro del mismo museo, me doy cuenta de que estoy hablando con la joven conservadora de la sala de las cámaras. Con una sonrisa entre cortés y desconfiada, se deja arrastrar, canapé en mano, frente al enigma. ¡Ah, ésa…! No se trata de una cámara para hacer buenas fotografías, sino de una cámara pedagógica, una simulación para manipular, un artefacto para enseñar los secretos del funcionamiento de una cámara, probablemente construida por algún profesor de fotografía de antes de la guerra. Enternecedor sarcasmo: sólo mirar aquello que se ha diseñado sólo para tocar. ¡Una simulación haciéndose pasar por objeto real! ¡Un módulo interactivo condenado a una pena de años de vitrina! Si algo faltaba en aquella magnífica sala era, justamente, unos cuantos ingenios para explicar, mediante su uso, unas pocas ideas trascendentes sobre la evolución de la cámara fotográfica. No es difícil burlar el vidrio de una vitrina con mecanismos, pero, atención, no hay que obsesionarse.
El sueño
Mi amigo Peter Fehlhammer, director del celebérrimo Deutsches Museum de Munich, es hoy el gran impulsor de la renovación museográfica de la química en los museos y centros de ciencia. El estímulo más importante de tamaña empresa es, sin duda, un pasillo con varias decenas de vitrinas que aún funcionan en dicho museo. En cada una de ellas un simple botón invita al visitante a «poner en marcha» una reacción química, generalmente del estilo A más B igual a C. Consumada la reacción, todo está preparado para volver a empezar. La tecnología necesaria para recuperar los reactivos y hacer desaparecer los productos centenares de veces al día, durante centenares de días al año, es admirable. La vitrina se ha complicado con sofisticados autómatas que obedecen a un pulsador exterior. Pero la cuestión es ésta: ¿para qué? Una noche soñé que a ambos lados del largo pasillo todos los módulos funcionaban solos sin que nadie los contemplara: A más B igual a C, A más B igual a C, A más B igual a C, A más B igual a C, A más B igual a C… EI kafkaorsonwelliano escenario estaba vacío. Quizás un escolar se introdujo en mi espacio onírico, recorrió el pasillo a toda velocidad con los brazos extendidos en cruz, para no dejar un botón sin pulsar, y yo empecé a soñar justo cuando el niño ya había desaparecido por el fondo de la sala.
Pero una vitrina cerrada no es incompatible con la idea de que el visitante participe en el encuentro sujeto-objeto. Existen, como mínimo, dos maneras. La primera es trivial. El vidrio deja pasar la luz, de modo que cualquier experimento que involucre la luz, pero sólo la luz, puede estar perfectamente cautivo en una vitrina. En la segunda planta del Museu de la Ciència de la Fundació «la Caixa» en Barcelona, por ejemplo, el visitante puede interrogar las leyes de la óptica a placer y ad infinitum. Todo es interactivo y todo son vitrinas. Pero todo es luz. La segunda manera tiene que ver directamente con la mente.
Un museólogo en Nueva York
La séptima historia de vitrinas tiene lugar en el Museo de Historia Natural de Nueva York. En esta ocasión, la visita es con un grupo de colegas de La Cité des Sciences et de l’Industrie de la Villette de París. Me han invitado a dar una vuelta por los museos estadounidenses. Una de las propiedades de la vitrina es que admite la visita colectiva y, por lo tanto, no está descartado que también estimule el diálogo, incluso el debate. Llevamos varios días paseando juntos por delante de toda clase de vitrinas. Cada uno de nosotros tiene, claro, un ritmo y unos caprichos distintos en el detenerse y en el saltar de vitrina en vitrina. Ahora nos agrupamos, ahora nos dispersamos, ahora me adelanto, ahora me retraso, ahora escucho una broma de éste, ahora la repito con éxito a aquellos tres, ahora hago un elogio profesional, ahora escucho una crítica estética… La historia empieza cuando coincido con dos colegas en el acceso de la sala dedicada al origen del hombre. Entramos juntos. Ante nosotros, un gran diorama al estilo clásico, es decir, una combinación de objetos e imágenes que reproduce, tras una enorme ventana acristalada, una escena de la naturaleza. Los museos de Historia Natural, y éste no es una excepción, tienen buenos especialistas en estos montajes. Generalmente se usan animales disecados comportándose, como les es propio, en una vegetación artificial bien simulada que se prolonga, engañando al ojo, hasta el horizonte de un paisaje pintado en la pared del fondo. Al diorama sólo llega la vista, de acuerdo, pero se trata de que la vista lleve al cerebro un desafío que éste pueda aceptar, reimaginar, resolver o simplemente disfrutar. Es lo que podríamos llamar interactividad mental. Nuestras tres miradas perforan simultáneamente la gran vitrina. Yo tardo una décima de segundo en conmoverme hasta la médula de los huesos. Algo debo murmurar, porque mis colegas me miran con curiosidad, pero también como si temieran el inminente y excesivo discurso.
La escena corresponde a un glorioso descubrimiento de la recientemente fallecida Mary Leakey. La legendaria paleoantropóloga, esposa y madre de paleontólogos legendarios, encontró, en 1977, la primera prueba del bipedismo humanoide. Hacía pocas semanas que había oído hablar por primera vez del tema y, fruto de una apasionada discusión, acabé incluso publicando un articulito en La Vanguardia de Barcelona, reproducido aquí en la reflexión 33.
Un científico haciendo museología tiene más licencia para especular que un científico haciendo investigación académica. Reconozco que escribí el artículo con cariñoso despecho por el poco caso que había hecho Henri de Lumley a mi fantasía. Pero mi fantasía, como toda verdad científica vigente, es compatible con todos los datos experimentales disponibles. Quizá nunca llegue a tener pruebas suficientes para convencer a muchos paleontólogos, pero lo cierto es que, de momento, no hay tampoco ninguna prueba en contra. En una palabra, cuando llegué frente al diorama del Museo de Nueva York ya había decidido buscar la manera de exponer el caso de Laetoli como un reto a la inteligencia del visitante. Pero lo que estaba viendo en el interior de aquella vitrina era totalmente inadmisible. Estaba científica, estética, social, museológica y museográficamente furioso. Las huellas se habían obtenido directamente de un molde auténtico, bien; el paisaje era verosímil excepto quizá la ceniza del volcán, que más parecía nieve, pase; las figuras de Australopitecus adultos eran de un gran rigor científico, muy bien (menos perdonable era la ausencia de la cría); pero lo que me hizo tartamudear de rabia fue la postura de los dos adultos: ¡el macho ha echado el brazo por encima del hombro de la hembra y ambos caminan juntos (!) hacia un mundo mejor, según el más puro american way of life! También es una fantasía, pero no es una fantasía científica. Las huellas dicen A (las de ella dentro de las de él) y los pies dicen no A (los de ella junto a los de él). La vitrina expone A y no A a la vez, la vitrina es un homenaje a la incoherencia. Según un testigo reciente, y a pesar de que no desaprovecho una sola ocasión para comentar el caso a quien tenga un minuto para oírme, nada ha cambiado aún en esa vitrina. ¿Será por dinero? ¿Será por pereza? Bueno, pues hay una manera original y muy económica de arreglar la vitrina de Nueva York. Se trata de añadir una sola línea. Ésta: En esta vitrina hay una incoherencia científica ¿Puedes encontrarla? Pensar en esta pregunta obliga a enterarse de casi todo sobre las huellas de Laetoli. Lo que quería ilustrar ha quedado ilustrado: la capacidad que puede tener una vitrina de agitar el ánimo. Pero, además, ha quedado claro lo mucho que puede aportar un texto a una vitrina. Ilustremos también eso.
La escritura permite que las palabras accedan al cerebro con solo mirarlas. Y un texto puede ser también un notable aliado de la interactividad mental de una vitrina. O no. En muchas vitrinas las etiquetas sólo confirman lo que ya es notorio a una inocente inspección ocular (vasija de barro, cuchillo de bronce, figura sedente…), algo parecido a lo que ocurre con ciertos comentaristas de fútbol televisivo (el número 9 pierde la pelota y reclama falta, parece que el portero se ha hecho daño, el arbitro ya mira el reloj…), o los títulos que algunos artistas ponen a sus pinturas (arlequín, mujer con niño, amanecer en la ermita…). Se puede hacer más.
Cuentos, poemas y vitrinas
La última historia por hoy empieza en el verano de 1992 en plena selva amazónica, a veinte minutos de helicóptero de la ciudad de Manaos, y termina en una vitrina de la exposición «Amazonia, el último paraíso», abierta un año después en el Museu de la Ciència. ¡Qué fácil es transmitir emociones si uno las ha vivido primero! La vitrina llega hasta el suelo y su objeto central es un dardo de cerbatana que aparece, clavado a la altura de los ojos, en una de las paredes interiores. Los objetos hablan. Y según como se coloquen, según cual sea su relación mutua, según sea el gesto de los unos respecto de los otros, los objetos, además, dicen. Apoyado de pie en el suelo de la vitrina se puede ver un buen trozo de tronco de palmera con sus temibles y agudísimas espinas negras. Sobre el corte limpio del tronco descansa una enorme semilla de cuyo interior asoma una especie de algodón blanco. La cerbatana que «acaba de disparar el dardo» está hecha con un simple pedazo de caña y aparece a un lado junto a un diminuto carcaj, con munición de reserva, y una pequeña calabaza donde se guarda el temible curare. El visitante reconoce enseguida que la estrella de la vitrina, el dardo, procede de la palmera y de la semilla, y se ve mentalmente capaz de aplicar la idea en caso necesario. Pero eso no es todo. Hasta un veinte por ciento de los visitantes de los museos leen íntegramente los textos. Y en su honor se pueden hacer muchas cosas. Dos textos, que con un mucho de benevolencia podríamos nombrar como un poema y un cuento museográfico, se encargan de entretejer los objetos y la mente del visitante. Éste es el poema:
«LA SELECCIÓN NATURAL DE LAS IDEAS
»Una espina es un dardo; un diente, una cuchilla; una lengua, un raspador; una rama, un arpón; una hierba, un remedio; una semilla, un adorno; una hoja, un envoltorio; una calabaza, un recipiente; la diversidad, una industria y el indio, una dignidad científica».
Y éste es el cuento:
«LA VENGANZA DE LA PALMERA
»La altura de vértigo de la palmera no intimida a los superacróbatas de la selva, pero el paso desde el suelo está cerrado por una corona de espinas. El Azar ha propuesto las espinas duras y negras y la Selección lo ha aceptado como un buen descubrimiento: los monos se pinchan, se desaniman y la palmera conserva sus frutos, cuyas semillas trabajan con ventaja a favor de la propia especie y, por lo tanto, a favor del propio descubrimiento, que se propaga. Pero, de repente, otro descubrimiento acaba con el primero. Desde las ramas de un árbol vecino, sin frutos ni trampas, dos monos se columpian y roban la fruta prohibida entre alaridos de alegría. Nadie más come el fruto prohibido. Un mono come con dos manos; con las otras dos se aferra a las alturas; la cola, trenzada con una liana, es su última garantía. El otro vigila, mientras mordisquea el fruto, a su compañero de aventuras. Pero éste ha dejado de comer; en su cara, un súbito rictus de incomprensión cósmica… y se desploma. Está muerto. ¿Qué ha ocurrido? La evolución ha inventado al indio y el indio la cerbatana cuyo dardo acaba de hundirse, de abajo arriba, en la garganta del ladrón. El forastero toma el cuerpo inerte de las manos del cazador y extrae el proyectil. Y se estremece desde las cejas hasta la planta de los pies: ¡el proyectil está fabricado con una espina negra y dura de palmera!».