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Sobre lo común y lo diverso

Un rincón perdido del desierto del Antiatlas, jueves 16 de enero de 1997. Paseo con mi amiga Aicha Oujaa, de la Dirección del Patrimonio Cultural del Reino de Marruecos, por entre rocas finamente pulidas por el viento del desierto. Una víbora cornuda me da un susto de muerte, pero la temperatura todavía es baja para que el animal se active; todo lo que hace es absorber al máximo los sesgados rayos del sol de invierno. Parece lo único vivo sobre las piedras. Lo demás son grabados neolíticos, gacelas, rinocerontes, jirafas, zorros… y algunos símbolos. Se diría que son vulvas femeninas, quizás una invocación a la fecundidad, aunque aquí los lugareños han decidido que se trata de pececitos. Y, de repente, un descubrimiento que me conmueve el alma. Una enorme roca, que ha caído por una especie de terraplén, tiene grabados dos símbolos uno al lado del otro: una vulva y una gran espiral. Un animal reconocible, la presunta vulva y la espiral pura y perfecta significan para mí tres fases sucesivas del grado de abstracción. De aquí a la escritura. ¿Por qué una vulva y una espiral juntas en el mismo grabado? Ambos dibujos comparten el mismo trazo profundo y la misma pátina típica de milenios de intemperie en el desierto. ¿Será la «piedra roseta» de la fecundidad o de la eternidad?

Figura 1. Espiral en el desierto del Antiatlas (Marruecos).

Santafé de Bogotá, viernes 4 de abril de 1997. He dado dos conferencias diarias durante una semana a los responsables del proyecto Maloka, el inminente centro científico de Bogotá. Su incombustible directora, Nohora Elisabeth Hoyos, me ha facilitado, por fin, ayer jueves la visita al célebre Museo del Oro. Dos cosas me han quedado claras, las raíces de Botero y la inevitabilidad de las espirales. He visto espirales por todas partes, en colgantes, en pendientes, en diademas y coronas, en brazaletes, en la cerámica, en todo tipo de objetos rituales… He tenido pesadillas espirales. ¿Qué significan aquí las espirales? Hoy me he levantado con una espiral en cada ojo dispuesto a disfrutar de mi último día en la ciudad. Recorro algunas librerías y compro cualquier libro por pequeña que sea su referencia al concepto espiral. Me acompaña mi querida amiga Alicia Fingerhut, que a estas alturas también ve el universo entero poblado de espirales. Entramos en un pequeño museo instalado en una antigua vivienda con un delicioso patio central. Es el Museo de Arqueología del Fondo de Promoción de la Cultura del Banco Popular. Recorremos las salas solos y en silencio. Espirales y más espirales. De repente a Alicia se le escapa un grito. Y empezamos a dar vueltas y más vueltas en torno a una pequeña vitrina. La pieza tiene forma de mano en cuya palma se observa una hermosa espiral. El dorso de la mano tiene un pomo para agarrar la pieza en forma de miembro viril. ¡Es un sello para estampar espirales! ¡Una pintadera! Pertenece a la cultura Tumaco y está catalogada con la referencia T-0048. Cinco minutos después, el director del museo, Pedro Lamus Peña, me escucha con exquisita paciencia.

Figura 2. Espiral en un sello Tumaco. (Fondo de Promoción de la Cultura, Museo Arqueológico Casa del Marqués de San Jorge, Santafé de Bogotá).

Barcelona, un día de julio de 1997. Llega la revista Panorama de la Fundació «la Caixa», que anuncia una próxima gran exposición sobre los iberos. La fotografía elegida para la portada es un colgante de oro trufado de espirales.

Figura 3. Colgante de oro ibero.

Barcelona, 28 de enero de 1998. La exposición sobre los iberos todavía no se ha abierto al público, son las once de la mañana y la recorro sin salir de mi asombro. Bellísima. Nunca antes había visto nada igual en el local del Centro Cultural. Espirales y más espirales. No hay una sola pieza de cerámica que no muestre espirales y más espirales.

Santa Cruz de Tenerife, 27 de febrero de 1998. Segunda reunión de los museos de ciencia españoles. Somos unas veinte personas. Discutimos, paseamos, planeamos, decidimos y paseamos. ¿Cuál es el papel de nuestros centros en la sociedad del futuro? Noche de carnaval. Casi todos los varones se disfrazan de viuda doliente, casi todas las mujeres de enfermera o de gata. Pasear es un espectáculo. ¿Cómo valorar la calidad de una exposición de ciencia? Visita a los telescopios del observatorio del Teide a 2300 metros de altura. Sopla un viento endiablado y en la puerta de uno de ellos, de estructura cilíndrica, se crea un violento efecto Venturi, una turbulencia que cierra físicamente el paso a todo aquel que no llega a los setenta y cinco kilos. Dos de nosotros, que superamos cómoda y vergonzosamente los cien kilos, ayudamos a los demás como si de cruzar un río se tratara. Y por la tarde, la apoteosis: el Sol se pone con el penúltimo eclipse total del milenio entre las rocas de un paisaje alucinógeno sumergido en una ultraseca calima dorada. Contemplamos estupefactos, a las 17.30, la culminación del fenómeno que, desde el mirador de Las Cañadas, es una sonrisa triste que invade el ochenta y cinco por ciento del rostro solar. La temperatura se desmorona en pocos minutos y se nos hielan los dedos. Decidimos que la singularidad es un valor a mimar en los museos de ciencia. Redactamos un agridulce comunicado que recoge la prensa del día siguiente. Otra noche de carnaval post final de los carnavales (?). Decenas de miles de disfraces en todas direcciones. Se baila por todas las direcciones y en todas las calles que llevan a la plaza de España. A las tres de la madrugada, la fiesta seguía subiendo… Termina la segunda reunión y nos despedimos hasta la cita de Granada. Paseo por una bellísima calle de La Laguna que recuerda la primera calle de América, la calle de las damas en Santo Domingo, un lujo de proporciones, colores y botánica urbana. Una espléndida casa del siglo XVI con patios plantados de dragos ha sido transformada con ánimo de servir como Museo de Historia. En la tienda de la primera planta veo un voluminoso libro ricamente ilustrado y titulado Los símbolos de la identidad canaria. En la portada y en el lomo hay dibujada una espiral levógira y, sólo por eso, compro el libro. En la página 31, la fotografía número 2 representa una espiral grabada en una cueva de La Palma que se me antoja idéntica a la de la piedra del desierto del Atlas y, sólo por eso, noto un vuelco del músculo cardíaco. Camino rezagado y hago equilibrios para ojear el enorme libro; compruebo con alegría silvestre que el capítulo 3 a partir de la página 189 está dedicado al concepto espiral. ¿Dirá algo por fin sobre qué significa, de una vez por todas, una espiral? Mi pulso se acelera al leer el título del último párrafo: «Significado»; leo ávidamente, con riesgo de mi integridad física, sólo para constatar, una vez más, que no, que no se conoce ningún significado. Mientras acelero el paso reviso mentalmente algunas convergencias. Una: las dos espirales, la del Atlas y la de La Palma, se parecen gráfica y físicamente. Dos: los nativos de la isla son, según una muy plausible teoría, una etnia del Atlas deportada por alguna otra etnia, quizá por los fenicios. Y tres: la espiral descubierta en el Continente estaba asociada a un claro símbolo de fecundidad, un sexo femenino; en la versión isleña, según el libro, las espirales aparecen con frecuencia junto a los manantiales de agua. Cuando alcanzo a mis colegas, pienso en la espiral como un símbolo de la continuidad, de la persistencia…

Figura 4. Motivos espirales en bloque suelto en la isla de la Palma (época aborigen). Cortesía de Juan Antonio Belmonte, Museo de la Ciencia y el Cosmos, Tenerife.

Figura 5. Espirales sobre una vasija egipcia. Roemer und Pelizaeus Museum (Hildesheim).

¿Qué relación hay entre las espirales de las distintas culturas? ¿Nacen así, espontáneamente, como setas? El conocimiento científico se dedica más a buscar lo común oculto en lo aparente diverso que lo diverso oculto en lo aparente común. En diciembre de 1997 recibo una carta involuntariamente provocadora de un lector anónimo que precipita, entre otras cosas, largas conversaciones con mi hermano Mauricio. Durante una semana, hablamos más por teléfono que durante los últimos cinco años. El resultado se publica en el diario El País el 11 de marzo de 1998. A las once de la mañana de ese mismo día recibo un fax que empieza así: «Hola. Leyendo su artículo de hoy, casi me desmayo. Soy el lector anónimo de la gentil carta. ¡Gracias por dedicarme sus líneas!… (firmado, Josep Camps)». Son éstas:

Toda la materia del universo tuvo un origen común allá por la gran explosión inicial. La materia viva conocida procede, parece, de una sola célula. Nada impide que la emergencia de grandes eventos sea múltiple, incluso convergente. Pero se diría que el tiempo, a la larga, favorece aquello que arranca de un tronco común. Y el tiempo, como se sabe, siempre acaba siendo a la larga. Es sólo cuestión de tiempo. La humanidad, descendiente también toda ella de una sola madre (hubo otras madres antes, claro, aunque sin herederos vigentes) es, a su vez, el origen común de unas cien mil religiones verdaderas y de quizás otras tantas lenguas todas ellas razonablemente eficaces. La variación siempre es más aparente que la uniformidad, lo que separa siempre es más visible que lo que une. Buscar lo común oculto en lo aparente diverso es la ilusión de todo científico. Eso es, de hecho, una buena definición de la llamada inteligibilidad científica. ¿Dónde buscar lo común de las religiones y las lenguas? Pues, para empezar, en su soporte necesario, esto es, en la física, la fisiología y la psicología del ser humano. Arriesgaba, no hace mucho, en esta misma página, que la universal atracción humana por el oro quizás estuviera relacionada con la presencia tenaz del Sol durante toda la evolución de la percepción. La luz solar está ancestralmente asociada a que todo vaya bien. El culto al Sol es, ya en la remota antigüedad, una convergencia persistente. Y algo de ello debe quedar en las palabras y en las creencias. La relación entre las palabras oro y luz está muy clara, por ejemplo, en hebreo, una lengua de fiar para este tipo de análisis, ya que apenas se ha movido durante milenios. La raíz de la palabra oro está compuesta por las letras sain y hei, combinación que representa «lo que brilla o refleja la luz.» Se pronuncia sahav. Y la raíz de la palabra luz, en hebreo, es el par de letras alef y resh, que representa la línea recta. Se lee or (!) y significa, además de «luz», «instruir, la vida, la alegría, la felicidad y la gracia». Con la unión de las dos raíces se construye zohar, literalmente «esplendor», que designa, además, un célebre libro de literatura cabalística.

Establecida la relación entre oro y luz, queda ahora la relación de éstos con la divinidad, es decir, con las palabras orar o adorar. Para los conceptos basta visitar algunos museos, como el Museo del Oro, interesantísimo, en Bogotá. Para las palabras, quizás ayude la Biblia. El primer sacerdote del Eterno fue, por orden de Él mismo, el hermano de Moisés. Su nombre tiene la mismísima raíz que la palabra luz (or): Aarón. Su principal misión era, en la época nómada anterior al templo, la de custodiar el arca de la alianza. Moisés se enfadó mucho por el episodio del becerro de oro, pero desde luego no porque fuera de oro. En Éxodo 25,10 el Eterno le dice a Moisés cómo debe construir el arca que guarde la Ley: «Y construirás un arca de madera de acacia, de dos codos y medio de ancho y un codo y medio de altura. Y la revestirás de oro puro, por dentro y por fuera, y la circundarás con una moldura de oro. Y fundirás para el arca cuatro anillos de oro…». Quedan todavía algunos detalles turbadores, la palabra hebrea que designa el arca: arón; y la que designa su contenido, la ley: Tora. Y Moisés venía de la tierra de los faraones, tres de cuyos cinco títulos oficiales parecen compartir la raíz, lo divino y la evocación solar: Horus, Horus de oro e Hijo de Ra.

Sol, oro y adorar. Su relación mutua significaría otro punto de soldadura entre la biología humana, ciertas lenguas y ciertas religiones. Un lector anónimo me advierte en gentil carta privada, y con toda razón, que cualquier latinista lanzaría una andanada de tomates maduros ante la mera insinuación de emparentar aurum (oro) con ad-orare (adorar). Estas líneas han sido en su honor.