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La percepción de lo improbable
o La dulce armonía del oro suavemente tostado

Se ha escrito más música tonal que música atonal. No se conocen canciones infantiles dodecafónicas. Podría ser de otro modo. Pero no lo es. ¿Por qué? Quizá porque el placer de la armonía hunde sus raíces en la misma materia inerte. Cuando vibra una cuerda o una columna de aire, el tímpano no puede evitar resonar al mismo tiempo que ciertos armónicos propios del timbre. El oído está ancestralmente habituado a asociar unas notas a ciertas otras y no tanto a cualquier otra. La consonancia es el gozo de lo previsible. En eso Bruno Walter tiene razón. Pero la modulación y la disonancia son placer, incluso mayor, si la mente se arriesga a romper la referencia. Por eso Arnold Schoenberg también tiene razón.

¿A quién le amarga un dulce? El azúcar precedió, con mucho, a lo dulce. El apego a lo dulce arranca de lo más remoto de la historia de la materia viva. La fotosíntesis convierte la luz del sol en glucosa desde varios miles de millones de años antes de la aparición del néctar y del concepto papila. Digamos que es más fácil seducir a un niño con un dulce que con un café. En las páginas amarillas se encuentran muchas dulcerías y ninguna amarguería. Lo dulce es probable. Lo amargo es un contrapunto cultural, una pirueta para el paladar.

No hay tacto sin contacto. Y lo primero que toca un mamífero es la piel de la mama materna: la más suave de las suavidades. Lo suave es al tacto lo que el dulce al sabor. En francés, lengua sensual donde las haya, dulce es suave y suave es dulce.

El olor es el sentido más fácil de ofender. Retrocedemos ante el olor a podrido por una asociación ancestral que nos protege de los alimentos en mal estado. En cambio, apretamos el paso con ilusión tras el rastro de un aroma tostado o ahumado. Quizá sea la reliquia de una época en la que la búsqueda del fuego era una obsesión de vida o muerte. Con fuego se puede pernoctar seguro en medio de la sabana, la dieta se multiplica… Lo tostado, eso sí, ha de ser suave para no convertirse en olor a quemado, un olor que provoca la estampida de toda clase de criaturas. Para un carroñero vocacional lo putrefacto es probable y por lo tanto delicioso, para nosotros una rareza, como ciertas recetas, exquisitas e inconfesables, de la gastronomía sofisticada.

La vista percibe forma y color. Sobre el color: el amor por lo dorado nace con la civilización misma. El sol es a la vez probable y deseable. ¿Cuantas culturas han adorado al sol primero y al oro o al ámbar después? Sobre la forma: desde Pitágoras admiramos las llamadas reglas de oro que recomiendan ciertas proporciones armónicas (por ejemplo: la razón entre los dos lados de una tarjeta de crédito). En castellano y en francés, adorar es sinónimo de gustar mucho.

He aquí unos pocos gozos fundamentales arraigados en diferentes fases de la acelerada e irrepetible aventura de la materia: la armonía en la materia inerte, el dulce en la materia viva, la suavidad en la idea de mamífero, el tostado en la materia inteligente y lo dorado en la materia civilizada. Hay otros sentidos con solera cósmica, como la visión térmica de algunas serpientes o el sonar de algunos mamíferos. (Por cierto: ¿cuáles son las delicias ultrasónicas favoritas de un murciélago? ¿Qué clase de emoción infrarroja hace que una boa constrictor ponga los ojos en blanco?)

Hoy, cuando creamos un mueble, una camisa, una canción, un perfume, una comida o una obra de arte, combinamos lo probable con lo improbable para tensar nuestro cerebro. No es un lujo, lo necesitamos para vivir.