Tokyo, martes 5 de noviembre de 1996. Jean Enric Aubert, director de ciencia, tecnología e industria de la OECD, me ha invitado a este macrosimposio sobre la comprensión pública de la ciencia y la tecnología. Los japoneses están preocupados por la vocación científica de su juventud. Todos quieren, cada día más, ser hombres de negocios. La organización de la reunión es de una eficacia algebraica. Y la sala de conferencias impresionante, estilo art déco, de altísimas líneas verticales, imperialmente sobria. El millar largo de asistentes se divide en cuatro grupos. En la parte delantera y a la derecha del escenario se sientan los funcionarios internacionales; a la izquierda los políticos de la gestión cultural y científica; en el centro, en mesitas individuales, los científicos y pedagogos; en una franja inmediatamente detrás, la prensa; y en el resto de la sala, la audiencia. Han sido tres días de ponencias y debates y es la hora de las conclusiones. En el púlpito habla un ministro del gobierno japonés. Habla en japonés y son muchos los que se aprietan el auricular de la traducción simultánea al inglés. Dos mesitas delante de mí y tres a la izquierda, en línea visual con el orador, un antiguo conocido, físico y museólogo italiano, parece concentrarse más que nadie. Tiene el auricular en el oído derecho, cogido con las dos manos y la cabeza hundida entre ambas. Lo miro distraídamente. El siguiente orador es estadounidense, habla en inglés, pero mi amigo italiano continúa en su forzada postura. Pienso, divertido, que como viejo gladiador de reunión de organismo internacional se ha hecho una «cabañita» y se ha dormido. Me obsesiona su habilidad. No puedo apartar la mirada de su tensa figura natural. Me recuerda las posturas de los malos alumnos copiando en los exámenes. Pero… ¡cuidado! La mano derecha se ha soltado, se ha relajado y, aunque muy muy lentamente, todo él está deslizándose hacia el lado derecho. ¿Qué pasará una vez finalizado el recorrido, es decir, dentro de unos veinte centímetros? La escena es apasionante. Pero no pasa nada: ¡qué decepción! Como si tuviera un sensor especialmente montado para ello, resulta que en el último milímetro ha restituido, y sin despertarse, su posición inicial… ¡Cuidado! ¿Otra vez? Pero tampoco pasa nada. La técnica es perfecta. No parece que vaya a pasar nada, así que recupero el hilo de las conclusiones. Pasan los organizadores y pronto les tocará a los científicos. Y ya estaba repasando mis notas cuando un pequeño estruendo sobresalta nuestra zona. Pues sí. ¡Al final se ha caído! El durmiente se sopla las gafas mientras inspecciona las patas de su silla en busca de un defecto imperdonable. Mientras me dirigía al estrado tragándome una sonrisa, recordé un caso algo más grave. El escultor Aulestia, a quien conocí allá por los años setenta, también se durmió una noche en una conferencia. Pero si los asistentes a dicha conferencia acabaron todos desorientados y mirándose los unos a los otros fue porque el conferenciante no era otro que él mismo, el propio Aulestia. Al llegar al atril ya había decidido añadir una breve introducción: «La transmisión de conocimiento, empecé diciendo, siempre es un acto entre dos mentes, una que emite y otra que recibe. Son dos, ¡dos!, las mentes que deben abrirse, la mente emisora y la mente receptora. ¿Cómo conseguir tal cosa? Creemos que, independientemente de cuál sea el contenido del conocimiento y de cuál sea la forma o el medio de la transmisión, la predisposición de las mentes siempre necesita renovar sus estímulos. ¿Cuáles son los estímulos de la mente? Quizá sea eso que llamamos emoción…» Es una buena pista, que vale la pena explotar, pensé. Mientras tanto, mi amigo italiano asentía con solemnidad y vehemencia desde la segunda fila de mesitas…
La materia viva tiende a la pereza. Entre hacer y no hacer, mejor no hacer. Hacer no sólo significa gastar una energía muy difícil de ganar, también supone un alto riesgo de ser víctima de las necesidades energéticas ajenas. Para vivir hay que resolver la pereza inherente a ciertas funciones fundamentales: respirar, comer, beber, procrear, cuidar de uno mismo, cuidar de la prole, aprender… ¿Cómo se consigue tal cosa? ¿Por qué tengo que abandonar mi confortable guarida para salir por ese mundo incierto en busca de comida, bebida, remedios para la salud, o incluso de una pareja a la que convencer de una vida en común? ¿Por qué justamente ahora y no luego? ¿Por qué desvivirnos por unos descendientes en lugar de comérnoslos, lo cual sería, por partida doble, más económico? Un truco para que la materia venza su pereza intrínseca es recurrir al estímulo. El hambre (acuciante), la sed (monstruosa), el dolor (insoportable), la atracción sexual (urgente), la pasión amorosa (obsesiva) o la ternura (turbadora) que transmiten las inocentes crías, son estímulos para garantizar otras tantas funciones vitales. Los estímulos pueden ser burlados, no así las funciones que protegen. Nadie se muere de hambre, sino de inanición; es decir, se muere, en todo caso, de falta de hambre. Las especies vivas inapetentes hace ya tiempo que no están vivas. Está claro: toda gran función vital (toda aquella función que ayuda a la materia viva a seguir siéndolo) debe consagrarse por medio de un gran estímulo.
El conocimiento es quizá la última gran función de la vida. Entre la primera célula procariota y Shakespeare han transcurrido nada menos que 3800 millones de años. El hambre, por ejemplo, fue en su día el estímulo de grandes progresos metabólicos: la fermentación, la fotosíntesis, la respiración aerobia, la mitocondria y la célula eucariota… Pero el conocimiento científico, otro ejemplo, sólo existe desde hace pocos miles de años, quizá sólo desde hace tres o cuatro siglos. Se trata sin duda de una gran función vital ya que, gracias a ella, el ser humano se considera a sí mismo como lo más notable de esta parte de la galaxia. El conocimiento ha pasado con notable alto el examen de la selección natural, pero es tan reciente que aún no ha habido tiempo para que se consagre nada que merezca llamarse sed de conocimiento. ¡Cielos: una función vital que anda suelta por ahí sin su correspondiente estímulo! El conocimiento ha permitido construir, muy rápidamente, una sociedad que depende cada día con más fuerza de la ciencia, pero sus miembros, fatigados y faltos de estímulos, se alejan, también cada día más, de los resultados y de los métodos de la ciencia. ¡Una ciudadanía científica de ciudadanos acientíficos! La cuestión alcanza al mismísimo concepto de democracia: ¿cómo pretender participar en el futuro de una comunidad científica sin opinión científica? La convivencia humana se ha esculpido a golpe de conocimiento, una gran función vital desprovista aún de grandes estímulos. Está claro que no podemos esperar a que la evolución biológica nos los seleccione. A lo mejor la historia de la infamia humana es la historia del escamoteo de tal clase de estímulos. A lo mejor resulta que el conocimiento no es aplazable ante nada, ni siquiera ante la disponibilidad de energía, de alimento… A lo mejor aplazar en este caso incluso es la razón, justamente, de tales carencias… A lo mejor la pedagogía es sólo eso: el arte de la creación y transmisión de estímulos para el conocimiento.