27 de agosto de 1724: todo ha terminado…
Desde una cueva de arrecife de coral, a diez metros de profundidad, un huracán no se vive mal del todo. En el interior del abrigo se aprecia un cierto vaivén del agua, es verdad, pero no deja de ser confortable. La superficie del mar se ve agitada, eso sí, como si la atmósfera intentara profanar el fondo del mar. Pero el silencio apenas se altera aquí abajo. Hace tres días, cuando La Tolosa se estrellaba una y otra vez contra las rocas, llegaban hasta aquí inquietantes sonidos sordos. Pero nada comparable al estrépito espeluznante del exterior. Lo que vino a continuación no es fácil de olvidar. La oscura panza del navío aparecía y desaparecía allá arriba en un techo de nubes de espuma… hasta que, de repente, tras un último y más fuerte topetazo, surgió la masa del galeón vencido, descendiendo lentamente y soltando enormes torres de burbujas, hasta posarse justo ahí delante. Sólo la cofa del palo mayor ha quedado fuera a merced de la furia del huracán. El silencio desde entonces es sobrecogedor. Ni gritos, ni quejidos, ni blasfemias, ni promesas, ni crujidos, ni golpes. De vez en cuando algo se desmorona o se reajusta aquí o allá. Algunos objetos rezagados todavía descienden hasta apoyarse dulcemente en el fondo. Por ejemplo: una moneda de oro. Ya hace dos días que no pasa nada aquí abajo. Se diría que todo ha terminado.
9 de noviembre de 1724: todo está perdido
Ya nos vamos acostumbrando. La Tolosa se gana, poco a poco, un lugar en este paisaje submarino, un paisaje ciertamente no muy honroso para un galeón de la flota de azogues del rey. Los tiburones ya no merodean por aquí, pero muchas otras especies se acercan ilusionadas para instalarse entre los restos del galeón. Durante los primeros días aún se intuía cierta actividad fuera del agua. De vez en cuando, cerca del palo mayor, caían al agua cortezas de calabaza. La cosa duró unos treinta días. Todo acabó con una breve visita de una chalupa. Desde entonces nadie más había visitado el lugar. Hoy sí. Hoy, a media mañana, se ha presentado una balandra que, al llegar aquí, ha dejado caer un ancla y ésta ha hincado uno de sus dientes en una calva de arena. Casi inmediatamente han irrumpido tres chorros de burbujas plateadas en el azul turquesa de este espléndido día. Al menos dos de los buceadores parecían indios. Han inspeccionado la situación. El mercurio del rey es totalmente irrecuperable, de eso se han convencido enseguida. ¡Es tan poco el tiempo que pueden permanecer bajo el agua! Debe de ser terrible estar confinado en la atmósfera, sin poder salir prácticamente de ella, siempre fuertemente pegados a una superficie, sin poder subir, ni bajar, siempre arrastrándose penosamente por la tierra o por las olas del mar. Y cuando algo se les escapa de tan estrecho mundo, entonces tienen que acabar admitiendo eso, que todo está perdido. Ahí, semienterrada en la arena, una moneda de oro…
24 de agosto de 1849
Ya nadie se acuerda… Hace ciento veinticinco años muchas personas perdieron aquí la vida. Eran viajeros que, por una razón u otra, se aventuraban al otro lado del Atlántico. Los unos, simplemente, para intentar cambiar el rumbo de sus vidas. Los otros con la voluntad de cambiar el mundo. Algunos, siempre los hay, en busca de lo radicalmente nuevo. Otros, porque algún trabajo hay que tener. Otros pocos, empujados por no se sabe muy bien qué. Caballeros o damas de alto rango, marinos, soldados, clérigos, comerciantes, polizones…, en todos hay algo de heroico. Siempre hay una dosis de heroísmo en un viaje. Bajo el fondo de los mares (más de los mares que de los océanos, al parecer) duermen cientos, miles de testimonios de tales intentos. El tiempo pasa, pero los restos de los rastros de nuestros ancestros se acumulan, siglo tras siglo, bajo la arena o en el núcleo de nuevos crecimientos. El mar devora ocasionalmente a sus víctimas en un ataque de ira, pero la ira se le pasa pronto. Luego las digiere.
El agua, la sal, el oxígeno y toda clase de concreciones vivas transforman los objetos extraños hasta que parecen propios. La moneda de oro, sin embargo, permanece idéntica a sí misma. Ya nadie se acuerda de las gentes del Guadalupe y La Tolosa… De momento.
27 de junio de 1977
Nunca hay nada del todo perdido. Ha transcurrido más de un cuarto de milenio. Pero todo se parece aquí a cualquier día de hace mil años, o dos mil años. O más. La misma cueva, las mismas especies. Los arriesgados pescadores de unas grandes caracolas de carne muy apreciadas en el país (el lambí) son los únicos que frecuentan estas profundidades. Un bote impulsado por una modesta vela arrastra a un buceador que peina el fondo en busca de su sustento. Respira por un tubo conectado a un frágil compresor manejado por su socio del bote. Entre caracola y caracola, algo llamó la atención de uno de estos arriesgados pescadores, muy cerca de aquí. Oro. Del pescador a los pescadores, de los pescadores a las autoridades competentes y, de éstas, a los oídos de Tracy Bowden, capitán de un pequeño barco, el Hickory, equipado para buscar tesoros.
Hoy han bajado el capitán Tracy Bowden y también Jonathan Blair, el célebre fotógrafo del National Geographic. Han llegado con el corazón al galope. Empiezan los trabajos. Participan descubridores de tesoros, marinos, arqueólogos, fotógrafos submarinos, historiadores, museólogos y ciudadanos ilusionados por reconstruir la vida cotidiana de hace dos siglos y medio: nunca hay nada del todo perdido. La moneda de oro ha desaparecido.
13 de agosto de 1995: el tiempo pasa
Durante los siglos XVII y XVIII existían pequeñas flotas de salvamento que, ancladas en los puertos de La Habana, Veracruz y Panamá, esperaban noticias o rumores de naufragios para zarpar de inmediato a su rescate. Se les veía pasar de vez en cuando en busca de las riquezas de naufragios recientes con sus cubiertas principales asomando fuera del agua o a poca profundidad. No era mal negocio. Pero el pesado mercurio aprisionado en el fondo de las bodegas del Guadalupe y La Tolosa desanimó a los más optimistas. El tiempo pasa. Ya hace casi veinte años que se rescatan objetos de estos barcos, objetos que hablan de otros siglos y que alimentan nuevos museos en la isla. El Hickory, un viejo y cansado barco de hierro de 130 pies de eslora y 24 pies de manga, ha llegado al fin de su vida y ha sido hundido para la delicia de la fauna marina y de los buceadores que buscan emociones fuertes. Otro barco, el Dolphin, ha ocupado su lugar en las mismas tareas. Todavía surgen, de vez en cuando, objetos repletos de tiempo y, por lo tanto, también de emoción. Sólo la moneda no necesita de ningún tratamiento especial.
Este año han llegado nuevos personajes a la zona para sumarse a las investigaciones. Se trata de una curiosa combinación de jóvenes ingenieros navales españoles interesados en estudiar la arquitectura naval de los galeones, y científicos y museólogos del Museu de la Ciència de Barcelona, entusiasmados no se sabe muy bien por qué ni para qué. Ya se verá. El tiempo siempre acaba pasando. Es sólo cuestión de tiempo.
27 de agosto de 1995: la inversión del tiempo
Fortaleza de Ozama de Santo Domingo, laboratorio de la Comisión de Rescate Arqueológico Submarino. Son las nueve de la mañana. El laboratorio está en plena actividad. Unos acaban de llegar del mar con nuevos restos, otros preclasifican, otros clasifican y otros rescatan o recuperan. Los objetos proceden sobre todo de la flota de azogues, el Guadalupe y La Tolosa, y de otro galeón hundido casi un siglo antes, en 1641, el Nuestra Señora de la Concepción. La excitación hoy es máxima aquí, porque Francis, uno de los responsables del centro (y al mismo tiempo uno de los infatigables e inmareables buceadores de la Comisión), ha encontrado un auténtico tesoro: el cofre de un comerciante con una botonadura completa de camisa y dos broches de diamantes montados en oro. Después de más de 250 años del naufragio y de cientos de rescates de todas las épocas, el Concepción todavía guarda tesoros con los que premiar la paciencia, tesón y riesgo de los buceadores. Pero el buen ambiente no es sólo por las insólitas y bellísimas joyas. Su propietario original las había guardado con esmero junto a un enigmático bote cilíndrico de plomo, herméticamente cerrado y repleto de una muy extraña pasta oleaginosa ¿Qué es esto? ¿Por qué es tan valioso? Todos bromean. Alguna droga secreta, algún exquisito manjar, algún refinado cosmético… Uno de los visitantes de Barcelona, intrigado, pide unos gramos para analizar.
El agua del mar, con los siglos, transforma los objetos; la ciencia, en pocos meses, intenta recuperarlos. La naturaleza deja fluir el tiempo, el científico lo retuerce y le da la vuelta. El agua invierte un tiempo, el laboratorio invierte el tiempo. Entre otros objetos recuperados, la moneda de oro brilla en una vitrina… como el primer día.