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La conmovedora historia del manatí huérfano Tamaury y de su noble antepasado Matum

Barcelona, 5 de julio de 1996. Por una inoportuna gripe de verano me pierdo el viaje a Santo Domingo en el que se presenta la exposición «Huracán, 1724», para la que he trabajado dos años con tantos amigos dominicanos. ¡Qué rabia! Días más tarde, postrado en la cama, recibo el diario El País con la columna sobre Tamaury. La nostalgia aumenta. Algún diario dominicano también la publica. Dejo de fumar para siempre.

El 28 de marzo de 1995, el patrón del Mago del Mar, fondeado frente al muelle de Barahona (República Dominicana), estaba a medio afeitar cuando descubrió, a través del improvisado espejo, un bulto gris brillante que flotaba hacia la proa. Se asomó con una mejilla enjabonada. Y se conmovió. Un bebé de manatí de pocos días, desorientado y deshidratado, gastaba sus últimas energías buscando un pezón materno en la panza de la barca. El pescador sabía muy bien que en todo el largo del perímetro costero apenas nadan hoy dos docenas de este pacífico mamífero acuático, el Trichechus manatus manatus.

Poco después, el animal ya tenía nombre: Tamaury (en honor de dos jóvenes biólogos, Tammy Domínguez y Amaury Villalba, muertos al caer la avioneta desde la que, justamente, preparaban el primer censo de manatíes en libertad). Tamaury figura en la portada de la última edición de la guía telefónica de la República, es el emblema del Acuario Nacional y se espera que pueda seguir unos veinticinco años como símbolo de la resistencia a la extinción. De momento, lo que más parece necesitar es afecto, continuas raciones de afecto. Durante las dos semanas que frecuenté el acuario, lo primero que hacía al llegar por la mañana era perderme para saludar a Tamaury. Un breve chapoteo con la mano en cualquier punto del tanque… y allí estaba el animal, loco de alegría por el detalle. El manatí es un sirenio, un término de, dicen, justificada etimología. Una larga travesía sin avistamientos de interés erótico, un poco de vino o ron y las clásicas mamas de mamífero escabulléndose entre la espuma de las olas dibujan un cuadro de alto riesgo alucinógeno pro concepto sirena. Es posible que la representación de la ninfa marina se haya reinventado varias veces durante la antigüedad. En biología, la «reinvención» —nótese por ejemplo el ojo de un pulpo versus el ojo humano— se llama convergencia. Una historia parecida a la del huérfano Tamaury ya se tenía por cierta casi cinco siglos antes, cuando los manatíes se contaban por millares en aquellas aguas. Es la historia del noble Matum.

En el libro VIII de la Tercera Década (compuesta en 1514 y 1515) del primer tomo de las Décadas del Nuevo Mundo, de Pedro Mártir de Anglería, primer cronista de Indias, se lee (traducción del latín de Agustín Millares, 1989):

«El reyezuelo de la región, llamado Caramatex, era muy aficionado a la pesca, y un día vino a caer en sus redes un cachorro de ese pez enorme que los indígenas nombran manatí, y que, a mi parecer, es una especie de monstruo desconocido en nuestros mares; trátese de un cuadrúpedo con forma de tortuga pero sin concha; su corambre es tan dura que desafía a las flechas y está armado de infinitas verrugas. Alimentó al animalito el reyezuelo durante unos días con pan de yuca y de otras raíces que comen los hombres. Todavía pequeño echólo en un lago cercano a su morada, como en un vivero… El pez anduvo libre en aquellas aguas durante 25 años y creció extraordinariamente… Habíanle puesto el nombre de Matum, que quiere decir “bizarro”, “noble”, y cuando algún familiar del reyezuelo, particularmente aquellos que el pez conocía, gritaba en la orilla de la laguna “matum, matum”, o sea noble, noble, acudía al que lo llamaba, recordando el beneficio recibido, alzando la cabeza y dejándose alimentar por la mano. Cuando alguno daba muestras de querer cruzar al otro lado, el animal, tendiendo el cuerpo, lo invitaba a hacerlo; y es cosa averiguada que en ocasiones se montaron hasta diez personas de una vez…».