32
Tarde calurosa del Oligoceno con brisa racheada meciendo dulcemente una exuberante botánica resinosa

Con sólo revisar mentalmente todo el arte, toda la ciencia y toda la mística de todos los tiempos y de todas las culturas, es posible descubrir la presencia tenaz de una misma cuestión. Ésta: ¿qué será de mí? La ciencia no disimula su ilusión por trabajarla ni, sobre todo, su método de trabajo: desviar la atención hacia una pregunta auxiliar algo distinta. Ésta otra: ¿cómo he llegado hasta aquí? Así es, no pocas disciplinas científicas basan su labor en restos de acontecimientos pasados que se van acumulando y duermen, en algún lugar del mundo, a disposición de cosmólogos, astrónomos, geólogos, paleontólogos, arqueólogos, historiadores, biógrafos, detectives, periodistas… La verdad científica es siempre provisional, finita su vigencia. Pero el objeto real, como el conjunto de los restos de los rastros de nuestros ancestros, permanece impasible durante una casi semieternidad como fuente y juez de verdades nuevas. Cualquiera de tales objetos, por modesto que sea, tiene mucho que ver con aquella pregunta esencial.

Tengo ante mí dos piezas de ámbar con inclusiones de insectos. La primera muestra el resultado de una inundación, ¡de una inundación de resina en una galería de un hormiguero! De este grupo de hormigas sólo sobrevive, cuarenta millones de años después, una especie muy parecida en Australia (Leptomyrmex). Un paseo microscópico por esta pieza, de apenas un centímetro cuadrado, recuerda algo parecido a los últimos días de Pompeya: obreras, larvas, ninfas, huevos… Se trata del jardín de infancia de una colonia capturada en pleno trajín cotidiano. Es un paseo de emociones fuertes. Mencionaré sólo esta escena: una obrera traslada una larva firmemente sujeta entre sus mandíbulas: está claro que fue sorprendida mientras cumplía con su deber de buscar un lugar más fresco para la futura ninfa. Conmovedor. Lo mismo hacen muchas hormigas actuales, aunque ninguna sea idéntica a la que nos ocupa. La evolución biológica es necesaria, pero no obligatoria. Cuarenta millones de años pueden no ser nada para una buena idea.

La otra pieza muestra una historia bien distinta. En ella se aprecia que la resina original era muy fluida. Debía hacer mucho calor en aquel momento. Todos los insectos atrapados son voladores o saltadores. Hay una gran diversidad de mosquitos de fantasiosas antenas peludas o plumosas. Son tan minúsculos que no tuvieron la menor opción cuando una caprichosa turbulencia los estrelló contra la resina. Uno de ellos ha quedado «fotografiado» en posición de alarma y mira a cámara con una expresión de, se diría, mayúscula sorpresa. Recorrer la pieza de ámbar con la lupa y toparse de repente con una mirada a los ojos desde el Oligoceno sobresalta un poco. Porque hace casi cuarenta millones de años faltaban todavía casi cuarenta millones de años para que algo parecido a un ser humano pudiera disfrutar del paisaje. Ninguna de aquellas especies es idéntica a las actuales; la vegetación que hoy conocemos no puede explicar, ni de lejos, la enorme cantidad de ámbar presente en las minas. La evolución biológica no será obligatoria, pero es necesaria. En sólo cuarenta millones de años el paisaje se ha hecho del todo irreconocible. Sin embargo, hay suficientes datos en esta pieza de ámbar para imaginar una tarde calurosa del Oligoceno con brisa racheada meciendo dulcemente una exuberante botánica resinosa.