No se puede comprender el cambio sin inventar el tiempo, ni inventar el tiempo sin introducir algo de la idea de cambio. Por ello, lo primero que se asume es el tiempo uniforme y reversible de los relojes, un fluir de referencia que no robe protagonismo a las cosas de este mundo. Es un tiempo para describir sucesos ultrasimples, un tiempo sin pasado ni futuro: es el tiempo mecánico. Cuando las cosas no son tan simples, como una gota de tinta roja diluyéndose en el agua, el tiempo no sólo fluye, sino que lo hace del pasado hacia el futuro (ni el físico más optimista se sentará a esperar el espectáculo de una solución rosada separándose espontáneamente en agua clara y una gota de tinta roja): es el tiempo termodinámico. Un ser vivo tiene metabolismo y, por lo tanto, un tiempo propio a contrastar con el que percibe del exterior, el de los planetas y calendarios. Resultado: el tiempo no sólo fluye del pasado hacia el futuro, sino que ¡también se acelera! Por eso, entre otras cosas, los veranos de la infancia se nos antojan más largos: es el tiempo fisiológico. Pero sigamos, porque cuando las cosas se complican aún más, cuando un ser vivo accede al conocimiento, entonces resulta que puede llegar a darse cuenta de que él mismo es un producto de la historia, una historia descrita por un tiempo que no sólo se acelera del pasado hacia el futuro, sino que se bifurca en distintas ramas. Es un tiempo de estructura arbórea cuya frondosidad crece del pasado hacia el futuro: es el tiempo histórico, es el tiempo de la geología, la biología y la psicología, el tiempo del arte y la civilización, el que se intuía antes de inventar la física…, es, en fin, el tiempo de toda la vida.
(En otro tiempo, cuando las semanas parecían tener más días y las noches más horas, solía frecuentar la casa de un amigo músico para oír y comentar grabaciones de los grandes violinistas. Las veladas acabaron… hasta ayer, porque Susana, la hija de mi amigo, que entonces aprendía a caminar, vuelve hoy de su curso de virtuosismo en Holanda; mañana habrá reencuentro. El escenario es el mismo…, incluso hemos ocupado los mismos lugares de entonces en sillones y taburetes. Creo que estábamos diciendo aquello de que «Hei-fetz-es-El-vio-lín-y-no-dis-cu-ta-mos-más» cuando, de repente, por la derecha del rectángulo de la puerta abierta al fondo del estudio, caminando de espaldas con pasos muy cortos y los brazos extendidos, apareció Susana. «Ya nos vamos a dormiiiiiir, ¡di buenas noches, abuela!» Los brazos de la joven tiraban de los de la abuela que caminaba de frente, insegura, la joven con un guiño cómplice, la abuela con una sonrisa dulcísima, un poco desorientada. No dejaron de mirarnos hasta que ambas desaparecieron por la izquierda de la escena. «¡Adiós, adiós!», respondimos todos a una. A los pocos segundos Susana se reunía con nosotros. Somos exactamente los mismos de entonces, pero sólo yo me he quedado petrificado. Porque veinte años antes, sentado en el mismo sillón:… «Ya nos vamos a dormiiiiiir, ¡di buenas noches, Susi!» Era la guapa abuela tirando de las manitas de una niña que caminaba a trompicones, sin dejar de sonreír a la galería, feliz y desconcertada, apareciendo por la izquierda y desapareciendo por la derecha del mismo escenario. «¡Adiós, adiós…!» Al poco rato, la abuela se incorporaba a la velada.)
Este tiempo, capaz de repetirse irreversiblemente, es el tiempo de siempre, pero la física apenas si ha empezado a querer aprehenderlo.