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Sobre el alma de las medusas

Acuario de Nápoles, sábado 7 de marzo de 1998. Un pequeño local de paredes de ladrillo aloja el acuario más antiguo y exquisito de Europa. El agua se escapa, muy poco, de algunos de los tanques primorosamente cuidados. Invertebrados filtradores de agua como la ascidia (el visitante atento puede observar cómo las partículas en suspensión entran de repente por uno de los orificios y cómo, en otro repente, salen por el otro orificio; ¡pensar que es un genuino antepasado nuestro!); una escuadra de calamares translúcidos con inestables irisaciones (nadando contracorriente para no moverse); sepias atigradas (en la más perfectísima flotabilidad neutra); caballitos de mar junto a otra especie parecida a un pez trompeta que se diría es… ¡un caballito de mar antes de enrollarse sobre sí mismo! (de donde la regla de tres: un ortoceras es a un amonites lo que el pez trompeta a un hipocampo…); un cangrejo ermitaño que representa una cuádruple simbiosis (todo un miniecosistema ambulante);… nunca antes había visto tanta belleza. ¿O sí?

Sí. Acuario de Monterrey, Monterrey, California, la primera de varias veces a partir de 1988. Ante mí, un tanque oscuro atravesado por nítidos segmentos rectos de luz. De vez en cuando dos o tres medusas atraviesan uno, o dos, de los rayos de luz. Nunca antes había visto tanta belleza. Ahora sí.

Salíamos de la ciudad después de desayunar. Almorzábamos a medio camino (lo que el calenturiento Fiat Hispania celebraba con resoplidos de ballena) y llegábamos con tiempo sobrado para comprar y preparar la cena. De eso hace ya más de treinta años. El otro día invertí exactamente veintidós minutos para alcanzar la urbanización que ha engullido aquel pequeño pueblo, escenario de los interminables veranos de mi infancia. Supongo que en tiempos de Proust no era difícil buscar el tiempo perdido por el sencillo truco de encontrar lugares a la vez tan remotos y tan próximos. Pero el pasado ya no es lo que era. La calle central había desaparecido (o no era ya central), inútil preguntarse por los bosquecillos de pinos o por los caminos de carro o por los campos de melocotones (especie de piel morada, me temo que extinguida). La geología es más fiel que la biología o la cultura, así que recorrer el curso natural de las aguas no parecía mala idea. Tras cuatro mil metros de paseo, el corazón me dio un vuelco: las mismas aguas semiestancadas del arroyo, la misma tierra casi roja de la orilla, los mismos juncos, las mismas plantas acuáticas, las mismas libélulas, la misma higuera con su mismo hueco en el tronco, ¡el escondite en el que mi hermano y yo guardábamos nuestros secretos!, el mismo tufillo del limo, los mismos sonidos… Para alcanzar la perfección sólo sobraban dos cosas, un tendido de alta tensión que pasaba a unos trescientos metros y una granja de ladrillo para cerdos con su metálico silo de pienso brillando en una ladera cercana. Encontré una forzada posición que eliminaba ambas molestas novedades y entonces sí, entonces pude ver, emocionado, a aquellos mismos indomables aventureros de ocho y nueve años que acudían hasta aquel santuario con la siempre renovada ilusión de pescar una rana con un imperdible retorcido (el anzuelo) y una miga de pan (el cebo). El poder de evocación de aquel rincón era portentoso, pero atención, porque aquí empieza la reflexión.

En realidad, está más que claro que las moléculas de agua no eran las mismas, ni tampoco las moléculas de las plantas, ni las de las libélulas, ni las que estimulan los olores en la nariz y las texturas en la yema de nuestros dedos. ¡Ni las de nuestros dedos! Treinta años atrás los átomos y moléculas eran otros. Desde entonces la materia ha sido mil veces sustituida. ¿Qué es lo que permanece entonces? No son las partículas, sino sus relaciones mutuas, su orden…, es decir, una información. La esencia de las cosas está más en la forma que en la materia. Erwin Schrödinger cuenta algo parecido en algún lugar de sus memorias. Un ser vivo, cualquiera de nosotros, goza de un soporte material, pero, a diferencia de otras estructuras no vivas (como una casa, por ejemplo), nuestros «ladrillos» no permanecen. La calidad de vivo se mantiene, precisamente, a través del intercambio. Átomos antaño bien ordenados en el cuerpo vagan hoy ociosos por el universo… y viceversa. El lector de estas líneas apenas si conserva algunos átomos de su infancia, pero se resistirá a admitir que ya no es la misma persona cuando se evoca a sí mismo como el mismo individuo irrepetible. La identidad soporta muy bien el cambio de materia, pero muy mal el cambio de información. La identidad de un individuo vivo, lo esencial de sus caracteres físicos y psicológicos, sus filias y sus fobias, el potencial de sus prestaciones, todo eso está escrito en un texto genético que puede escribirse con materia, pero que es traducible, ¿por qué no?, a cualquier otro formato. ¿Cómo llamar a ese mínimo, no necesariamente material, que contiene la identidad de un individuo vivo? A la mayor parte de los seres vivos les hace mucha ilusión su propia existencia; algunos de ellos, inteligentes y caprichosos, incluso sueñan con la eternidad. Walt Disney hizo guardar su cuerpo en un congelador. Una solución más elegante pasa hoy por ir mirando cómo guardar la información del genoma en algún tipo de disco duro. Luchar contra el deterioro de la información es luchar contra el ruido. Longevidad significa entonces redundancia ¿Cómo llamar a esa identidad cuya existencia puede alargarse más allá de su eventual soporte material? Nada hay en contra de la resurrección de la carne si no se pierde el folleto completo de instrucciones ¿Cómo llamar al folleto de instrucciones? ¿Alma? Vale, aunque para ello haya que admitir que las medusas también tienen alma, y la sospecha de que podamos llegar a ser siempre los mismos sea una noticia fatigosa.