Manaos, Amazonia, jueves 20 de agosto de 1992. Llegamos al Instituto Nacional de Pesquisas da Amazonia, el INPA, con la intención de ver los insectos de la colección. Imposible. Son más de un millón de pequeños cadáveres pulcramente etiquetados desde principios de siglo. Y hay trabajo para varios siglos más. Alguien ha calculado que sólo las especies se cuentan por decenas de millones… ¿Cuántas especies han existido? ¿Cuántas podrían llegar a existir?
El mayor número que se puede escribir con tres dígitos es 999, es decir, 9387 420 489; esto es, un uno seguido de unos trescientos setenta millones de ceros. A su lado, el total de las partículas (¡subatómicas!) de toda la materia del universo, que se estima en unas 1080, es una minucia. Más o menos como el número de partidas de ajedrez distintas que se pueden jugar: un uno seguido de tan sólo ciento veinte ceros (10120). En él se incluyen las partidas más tontas y absurdas, y se excluyen sólo aquellas en las que los jugadores se ponen de acuerdo para prolongar el encuentro hasta el máximo de los 5899 movimientos, que son los que puede alcanzar una misma partida sin violar el reglamento. Esta cantidad, modestamente descomunal, se divide en tres clases: ganan las blancas, ganan las negras, o tablas. Jugar es ir eligiendo entre lo posible. Ganar, una buena elección.
Algo similar ocurre con cualquier actividad humana creadora, ciencia, música, pintura, literatura… Crear es, en rigor, elegir una buena combinación de símbolos, de notas, de puntos, de letras. Pero el número de tales combinaciones, aunque enorme, es finito, por lo que, antes de que alguien los «cree», ya están en «alguna parte». Entre las enormidades también hay clases. Los poetas parecen tenerlo un poco mejor que los ajedrecistas. Un uno seguido de 415 ceros (10415) mide el número de sonetos libres distintos que se pueden llegar a componer, es decir, el número de maneras distintas que existen, en castellano, de ordenar seis palabras del total de las 85 000 de esta lengua en cada uno de los 14 versos. La inmensa mayoría de esos «sonetos» no tienen, claro, el menor sentido. Y de la inmensa minoría que sí tienen sentido, una inmensa mayoría serán malísimos. De modo que sólo una inmensa minoría, aún inmensa, de aquella minoría merece editor. Ahora bien, ni todos los seres humanos que quedan por nacer, metidos todos a genios del soneto con furia creadora de 24 horas al día, son suficientes para escribir una mínima parte del número de poemas geniales posibles, todavía no escritos. Salvados por la enormidad. Quevedo quizá no llegara a saberlo, ni falta que le hacía, pero sus sonetos ya estaban escritos en el mundo de lo realizable pero aún no realizado. Se pueden escribir 10354 918 novelas de 200 páginas a 360 palabras por página. Crear es una ilusión, aunque sea una ilusión tenaz. Sin embargo, estamos salvados. Crear es descubrir. O digámoslo un poco mejor. Crear es descubrir, desde el mundo real, algo de mérito entre la sideral quincalla del mundo de lo solamente realizable. Duchamp quizá no llegara a caer en la cuenta, o, justamente, quizá sí, pero su idea del ready made era una propuesta sublime. Todo es, en rigor, un ready made. Incluso la idea del ready made.
Y, para terminar, un número bestial: 10109. Se trata del número de seres humanos (?) diferentes que pueden llegar a existir. La identidad de un individuo humano está escrita en un texto genético de cuatro letras de una longitud determinada. Y un uno seguido de mil millones de ceros es el número de versiones distintas posibles para tales textos. Como en el caso de los sonetos, una gran parte de esa cifra corresponde a monstruos inviables, así que los más o menos diez mil millones de seres humanos que desde el principio de los tiempos han sido podemos presumir de habernos salvado de la no existencia. Más aún, nos salvamos incluso de volver a existir, de reencarnarnos o de toparnos, cualquier día, con una copia fastidiosamente exacta.