21
Sobre la transmisión del conocimiento científico y otras pedagogías

En el año 1993 nació la revista Sustratum con la vocación, como indicaba el subtítulo, de tratar temas fundamentales en psicología y educación. Una de sus entusiastas editoras, Ana Teberosky, de la Universidad de Barcelona, me provocó para provocar. Hacía algún tiempo que iba dejando caer por ahí, en conferencias y debates, una afirmación que, desde luego, podría servir para iniciar un fuego cruzado de ideas, tal como pretendía la nueva publicación. La idea, basada también en el esquema de las tres formas de conocimiento, era más o menos ésta: a lo mejor resulta que la pedagogía no existe. El artículo se publicó en el número dos con cuatro encendidas réplicas a cargo de Carles Bidón Chanal de la Universidad de Barcelona, Daniel Gil, de la Universidad de Valencia, Juan Pozo, de la Universidad Autónoma de Madrid y José Rodríguez Illera de la Universidad de Barcelona. El conjunto acaba de aparecer también en la revista de la Universidad Nacional de Quilmes en Buenos Aires.

Partiendo de la idea de conocimiento científico se puede llegar a la conclusión de que la pedagogía no existe como conocimiento general, es decir, la pedagogía no existe como conjunto de teorías y técnicas que sirve para transmitir cualquier tipo de conocimiento. Existen, a lo sumo, dos principios pedagógicos fundamentales para orientar, en cada caso, al propio científico (o al propio artista) encargado de conseguir el transvase de conocimiento. El pedagogo así, sin más, sencillamente no existe.

El conocimiento

El conocimiento es una representación mental de la realidad. La idea de conocimiento requiere, pues, dos conceptos previos, el de realidad y el de mente. Nada que objetar, de momento, a la existencia de ambas cosas. Parece lógico pensar, además, que la realidad es mucho más antigua que la mente. Las mentes, al menos todas las que nosotros conocemos, tienen un soporte material. (O bien, digamos que nos referimos sólo a aquellas mentes ligadas a la materia). La materia soporte de una mente no puede ser de cualquier tipo, sino de una clase, muy rara en el cosmos, llamada materia viva. También parece sensato asegurar que no toda materia viva sirve para alojar una mente: se necesita una calidad, una complejidad mínima. Y atención, tampoco esta calidad ha existido siempre. Todas las fronteras son difusas, y por lo tanto de difícil demarcación. Pero no parece demasiado aventurado decir que una mente no cabe en un alga cianofícea y sí cabe, en cambio, en cualquier homínido empeñado en hacer honores a sus muertos. Más de tres mil millones de años separan ambos extremos y constituyen un margen disparatadamente amplio, pero pensar en tal distancia es suficiente para creer que el conocimiento es un logro de la evolución biológica. La afirmación es importante porque permite hablar del conocimiento en términos de la evolución de la materia. Volveremos a ello.

Hagamos ahora una nueva hipótesis más que aceptable y que supone, de hecho, ir muy poco más allá del «cogito, ergo sum» de Descartes. Aceptar la máxima del incrédulo pensador equivale a admitir la pluralidad de las mentes (al menos han existido dos: la mía y la de Descartes). Luego, y ésta es la hipótesis, no se descarta que la comunicación entre dos mentes distintas también sea posible.

Sigamos. Si admitimos que el conocimiento se crea y se transmite, entonces la presencia de cierto conocimiento en una mente puede explicarse de dos maneras: o bien se ha creado por voluntad expresa de la mente propietaria, o no.

Lo último, a su vez, puede llevarse también a cabo de dos formas: por vía genética, o no.

Cuando el conocimiento creado por una mente se transmite por vía no genética, podemos denominarlo tranquilamente cultura. La cuestión de si tal clase de conocimiento puede transmitirse también por vía genética no es fácilmente observable a escala humana y se inscribe, claro, junto a la compleja cuestión discutida en temas similares de la evolución biológica. En todo caso, de lo que no hay duda es de la transmisibilidad del conocimiento creado dentro y por la mente. La transmisibilidad de conocimiento se ha convertido, hoy en día, en materia propia de conocimiento, y solemos denominar pedagogía al conjunto de los modelos y técnicas que facilitan el trasvase de conocimiento de unas mentes a otras. Se han escrito ríos de tinta sobre esta disciplina en sus múltiples variantes según sea el tipo de conocimiento a transmitir y el tipo de las mentes destinatarias de tales conocimientos. De ello quiero ocuparme precisamente aquí, pero antes necesitaremos ponernos de acuerdo sobre algunos conceptos fundamentales que tienen que ver con una cuestión previa, la de la creación de conocimiento.

Cuando la mente crea conocimiento lo hace según un método. Y sólo existen, creo, tres métodos claramente diferenciados que producen otras tantas clases, digamos, puras de conocimiento: (a) el conocimiento científico, (b) el artístico y (c) el divino.

En realidad no hay mente que produzca conocimiento puro de una de estas tres clases. Digamos más bien que cualquier conocimiento es una mezcla ponderada de las citadas versiones puras. De profundizar en la primera surgen, con poca dificultad, unas buenas definiciones para las otras dos. Centrémonos, de todos modos, en el conocimiento científico.

El conocimiento científico

Aunque parezca frívolo, ciencia es lo que los científicos dicen que es ciencia. Pero un científico no es un creador de conocimiento cualquiera, ya que admite ciertas limitaciones en el proceso de la construcción de su conocimiento. No existen reglas escritas, pero basta una ojeada a toda la historia de la ciencia tal como hoy la entendemos para constatar que, al menos tácitamente, el científico acepta un conjunto de principios que bien podríamos llamar método científico. Existe, sin embargo, una cuestión previa.

¿Por qué hace ciencia el científico? ¿Cuál es su necesidad, si la hay? ¿Cuál es su estímulo? Este punto será, como veremos, esencial a la hora de volver sobre el tema de la transmisibilidad de conocimiento.

El estímulo

¿Qué es lo que mueve a un científico a investigar? No creo que haya que buscar razones éticas a esta pregunta. El científico no persigue ni el bien ni el mal de la humanidad. Es bastante más sencillo. El científico, como cualquier ciudadano, necesita producir conocimiento sobre el mundo para poder compartir al máximo su soledad cósmica. La ciencia se distingue de otras formas de conocimiento solamente por el método empleado para producir tal conocimiento: el método científico. ¿Hay algo en ese método que estimule la labor del investigador? El método científico tiene un protagonista: el experimento. Experimentar es un intento de diálogo con la naturaleza. No todas las preguntas son buenas, ni siquiera suele estar claro que deba hacerse pregunta alguna. Por ello no siempre hay respuesta o, al menos, no siempre hay una respuesta que sirva para producir conocimiento. Pero cuando la hay, cuando la naturaleza, de repente, responde con algo inteligible, entonces es la hora de la verdad del científico. Es el momento en el que se consuma la comunicación hombre-naturaleza, es la emoción del científico, comparable, por otro lado, con el momento de la emoción en arte, es decir, cuando el creador se comunica con cierto contemplador a través de una obra. Estas emociones son, creo, los verdaderos motores del conocimiento (científico o artístico). En un museo de la ciencia se intenta conducir al ciudadano hasta ese punto. Y la esperanza de este modelo de comunicación científica consiste en creer que la misma emoción que impulsa al científico a continuar investigando impulsará al ciudadano a seguir al científico.

La ciencia y la comprensión en ciencia

Ensayemos unas primeras definiciones:

CIENCIA: Es una forma de conocimiento: aquella que se obtiene mediante el método científico, donde el método científico tiene tres principios fundamentales que ahora formularemos así:

El principio de objetividad, según el cual el sujeto del conocimiento escoge la relación más independiente posible con respecto al objeto del conocimiento.

El principio de inteligibilidad, según el cual el sujeto del conocimiento asume, como hipótesis de trabajo, que el mundo es, en algún sentido, inteligible. Deben acordarse, por lo tanto, ciertos sentidos de inteligibilidad.

El principio dialéctico, según el cual el sujeto somete el conocimiento al careo continuo con la experiencia.

COMPRENDER LA CIENCIA: Es la acción por la cual algo se nos antoja inteligible. En el segundo principio, el de inteligibilidad, converge el grueso de la discusión. Está claro que son muchas y muy distintas las comprensiones posible de un mismo fenómeno. Por ejemplo, «el vaso se ha roto» y pueden valer las explicaciones siguientes: por la atracción de la Tierra, porque era de vidrio, porque alguien lo ha lanzado, porque alguien se ha puesto nervioso, porque alguien quería ofender… ¿Qué hacer ante el requerimiento de una explicación? Según la hipótesis de trabajo de nuestro proyecto, comprender será para el ciudadano lo que comprender sea para el científico. Existen, acabamos de verlo, tres tipos de comprensión científica: la comprensión por compresión (a), por causalidad (b) y por estructura (c).

De una combinación de las tres, pero con especial peso de la tercera ha surgido recientemente la simulación, una tercera vía de aproximación a la Realidad.

La simulación

Cualquier objeto de este mundo puede considerarse en principio como un todo compuesto por ciertas partes en interacción. Un pedazo de materia es un todo compuesto por moléculas con una particular cohesión mutua. Una ciudad es un todo cuyas partes pueden ser los individuos, las familias, ciertos grupos o colectivos, etc. Cada partición define un conjunto distinto de interrelaciones y un modo distinto de comprender el todo. En otras palabras: la capacidad para relacionar estos tres elementos (el todo, las partes y sus mutuas interacciones) equivale también a cierta inteligibilidad científica, precisamente lo que hemos llamado inteligibilidad de estructura. Las prestaciones de los grandes ordenadores permiten relacionar el comportamiento de un todo (un complejo pedazo de bosque, por ejemplo) con el de sus partes (sus habitantes animales y vegetales) mediante la manipulación de las reglas de interacción individual (alimentación, movimiento, reproducción…) en muchos y muy complejos casos reales. Eso es la simulación: una nueva (tanto como los ordenadores) aproximación a la realidad que consiste en relacionar un todo con alguna de sus particiones. Algunos de tales casos son especialmente relevantes, pues difícilmente admiten una observación completa y detallada (¿cómo registrar todo lo que ocurre, en un instante dado, en un trozo de selva tropical o en una lejana galaxia?) o una descripción teórica (suponiendo que tales datos se puedan obtener, ¿cómo encontrar una ecuación más compacta que los propios datos?). La simulación sirve para explorar qué tipo de interacciones individuales son compatibles con un comportamiento conocido de un todo o, por el contrario, para, conocidas ciertas reglas de actuación de los elementos, aventurar ciertas predicciones sobre el comportamiento del todo.

El panorama de la investigación científica de vanguardia se ha visto conmocionado por los simuladores. Y, hay que admitirlo, han conseguido introducir ciertos elementos de confusión. En los congresos y las revistas científicas, los resultados provenientes de simulaciones son cada vez más frecuentes, pero unas veces se presentan como sustituto de experiencias irrealizables o peligrosas y otras veces pretenden ser el sucedáneo de teorías ultracomplejas. ¿Cuál es entonces su verdadero valor o mérito? Hay dos extremos que interesa comentar. El primero se refiere a aquellas teorías que tienen pocas posibilidades de llegar a ser contrastadas con la realidad. Es el caso, por ejemplo, de ciertas teorías cosmológicas. Para muchos físicos, una teoría sin posibilidad de comprobación experimental no pasa de ser una ficción de mayor o menor mérito, es decir, «pura literatura». Nada impide, sin embargo, hacer simulaciones para «apoyar» tales teorías. Apoyar significa aquí que la simulación es compatible con una teoría, pudiendo, claro, no serlo; es decir, si apareciese una contradicción entre ambas, habría que revisar una de las dos: o la teoría o la simulación. Hay un riesgo y un compromiso (en el sentido popperiano de tales términos). La simulación en este caso no es experiencia, pero se utiliza en su lugar. La simulación no es tan legitimadora de una teoría como un experimento, pero es mejor que nada. El otro extremo se refiere a observaciones o experimentos que se nos antojan incompresibles, es decir, incomprensibles, esto es, tales que no puede encontrarse nada más compacto que la observación misma. Eso es lo que ocurre, por ejemplo, con sistemas de gran complejidad o de gran ingrediente azarosa. Para muchos científicos tales experimentos nada aportan en favor de la inteligibilidad de la realidad, no van más allá de la propia realidad, es decir, son sólo una «buena cocina». ¿Para qué sirve una observación cuando la teoría más corta que puede dar cuenta de ella es, de hecho, mucho más larga que los propios datos? La simulación también ha acudido en socorro de estos desolados experimentadores. Un experimento que converja con cierta simulación tiene más valor científico que un experimento que no converja con nada en absoluto. Aquí la simulación no es teoría, pero la sustituye en el sentido de que confiere cierta inteligibilidad a cierta realidad. En qué quedamos: ¿es la simulación una especie de teoría o una especie de experiencia? ¿Es la simulación sólo una herramienta de cálculo o es algo más? En mi opinión la simulación no es teoría, ni experiencia ni un mero útil de cálculo, sino una genuina tercera forma de aproximación a la realidad que está revolucionando el mismísimo método científico y que, sorprendentemente, todavía no ha conseguido despertar el interés de los pensadores de la ciencia.

La simulación quizás esté a punto de afectar seriamente a uno de los principios fundamentales del método científico, el de la dialéctica entre la teoría y la experiencia, que ahora habrá que ampliar a un diálogo a tres bandas entre teoría, experiencia y simulación. La teoría es el resultado de una construcción mental, es una imagen del mundo, un modelo. Es, si se quiere, una ficción. Es conocimiento. La experiencia es, por otro lado, el resultado de la observación. Es el comportamiento de la realidad tal como la percibimos (y siempre, en último término, a través de los sentidos). Hacer ciencia consiste en proponer ficciones a la naturaleza por si ésta tiene a bien encajar en aquéllas. El conocimiento científico se distingue de otros conocimientos, entre otras cosas, porque exige una dialéctica continua entre la mente y los sentidos, para enfrentar sin descanso la teoría y la experiencia. Otros conocimientos, como el artístico o el revelado, pueden asumir ocasionalmente tal enfrentamiento, pero nunca como una exigencia necesaria. Tras unos pocos siglos de hacer ciencia, puede decirse que ya hemos acordado con suficiente claridad el cómo debe ser la interacción entre teoría y experiencia. Los científicos la han ido consolidando con el uso, bajo la mirada severa de los filósofos y epistemólogos. ¿En qué consiste?

La interacción entre la teoría y la experiencia tiene dos sentidos: el que va de la experiencia a la teoría y el inverso. La experiencia afecta a la teoría encendiendo la alarma bien de (a) una incompatibilidad (paradoja de contradicción: ocurre cuando una observación desmiente un modelo determinado) bien de (b) una incompletitud (vacío que permite que no haya modelo para cierta observación: es la ausencia de teoría). Esto es lo que la experiencia ofrece a la teoría: corregirla a golpe de incompatibilidad o ampliarla a golpe de incompletitud. El sentido inverso es el que va de la teoría a la experiencia. La teoría, por su parte, ofrece inteligibilidad a la experiencia. Un modelo hace que la realidad sea, en algún sentido, comprensible (según, por ejemplo, los sentidos de inteligibilidad comentados antes). En resumen, éste ha sido el motor del quehacer científico desde el principio de la ciencia tal y como hoy la entendemos: incompatibilidad e incompletitud «versus» inteligibilidad en constante colisión. Por ello se puede decir que tres siglos nos contemplan ya tanto en el arte de valorar teorías experimentalmente como en el de modelar experimentos teóricamente. La simulación es mucho más reciente, pero ya ha afectado al método científico. La simulación no es teoría ni experiencia, sino una tercera cosa que juega el papel de teoría para la experiencia y el de experiencia para la teoría. Esto hace que el principio dialéctico se haya enriquecido de un salto, puesto que si otorgamos a la recién llegada simulación el mismo rango epistemológico que la vieja teoría y el antiquísimo experimento, entonces la dialéctica es a tres bandas con sus dobles sentidos. Los filósofos de la ciencia han estado siglos debatiendo la doble relación teoría-experiencia. Pues bien, ahora hay una triple relación teoría-experiencia-simulación en la que profundizar. Hay trabajo para unos siglos más.

Pero reagrupemos fuerzas. Sobre el conocimiento científico hemos analizado tres aspectos claramente generalizables a cualquier tipo de conocimiento:

El conocimiento es un logro de la evolución biológica, pero es transmisible por vía no genética.

El conocimiento se crea a partir de unos estímulos. El conocimiento se elabora mediante un método.

Lo que caracteriza a cada tipo de conocimiento es el tipo de estímulos y la clase de método. De aquí pueden extraerse, creo, ciertas conclusiones muy generales sobre eso que llamamos pedagogía.

La pedagogía, me temo, no existe

El hombre ha aportado una forma muy potente y elaborada de conocimiento a la evolución biológica, y es evidente que en el conocimiento se basa su organización social e incluso su evolución a largo plazo, tanto que acaso pueda afirmarse que la propia evolución biológica ha terminado ya para el Homo sapiens. En efecto, los cambios futuros significativos se pueden deber ya sólo a la evolución cultural. Aquí surge la primera dificultad. El hombre ha descubierto el conocimiento científico y confía en él para todo, para alimentarse, para regular el ambiente inmediato, para predecir y evitar las grandes catástrofes, para regular la convivencia con los vecinos, etc. La cuestión es que el conocimiento se crea en una mente o grupo de mentes muy especiales: las estimuladas, las de los científicos. Luego, más tarde, todo ese conocimiento, o una parte sustancial de él, debe transmitirse al resto de las mentes. Eso en el supuesto de que tal cosa convenga. ¿Conviene? Aunque eso es tema de otra discusión, creo que en las llamadas sociedades democráticas modernas sería fácil ponerse de acuerdo sobre tal conveniencia. Llamamos pedagogía al conjunto de conocimientos destinados a favorecer la transmisión del conocimiento.

¿Dónde está la dificultad? Hay una primera dificultad fundamental y ancestral que invalida, creo, la mayor parte de las teorías y técnicas pedagógicas al uso. Es una dificultad de carácter casi biológico. La tendencia de cualquier pedazo de materia es hacia el estado de mínima energía. Y ni la materia viva ni la materia inteligente constituyen una excepción. En el transcurso de la evolución biológica la selección natural se ha mostrado muy efectiva consolidando ciertos estímulos: el hambre, que asegura la lucha por la alimentación (¿quién se molestaría en luchar por comer si no?), la sed, la pulsión sexual que garantiza la reproducción (¿por qué molestarse en buscar pareja si no?), la urgencia por respirar, etc. Bien, pues resulta que el hombre ha aportado el conocimiento a la evolución, pero recientísimamente, y acaso aún no haya habido tiempo de que la selección «invente» algo parecido a lo que podríamos llamar la sed de conocimiento. Tales estímulos existen, es verdad, pero en una versión débil y mal repartida. Y existen más en relación al conocimiento de tipo artístico y divino que en relación al conocimiento científico. Pienso que buena parte de las tragedias de la humanidad debidas a la condición humana, sobre todo las derivadas de la intolerancia de los hombre con sus vecinos, tienen su origen en un escaso hábito del método científico en contraste con el artístico y, sobre todo, con el divino. El contrasentido es descomunal. La vida del hombre se basa cada día más en el conocimiento científico, precisamente el conocimiento por el que el hombre tiene también menos estímulos. ¿Cuáles son tales estímulos? ¿La diversión? ¿El juego? ¿El beneficio del resultado? ¿Alguna clase de premio? ¿El miedo a un castigo o a alguna consecuencia negativa? Hemos mencionado antes cuáles son los estímulos del científico, aquel que, por oficio, ha elaborado el conocimiento en cuestión. Los estímulos del científico ya han servido para algo: para hacer ciencia. A lo mejor también sirven para transmitirla:

I. Los estímulos que favorecen la creación de un conocimiento son los mismos que favorecen su transmisión

Ésta es la primera hipótesis fundamental que ofrezco para la transmisión del conocimiento científico. Así lo he probado, con aceptables resultados en toda clase de intentos: textos, conferencias, en el museo de la ciencia, etc. Tengo la fuerte sensación, además, de que tal principio se puede generalizar a cualquier otra forma de conocimiento. Sólo puede transmitir el estímulo científico el que lo ha sentido, y lo mismo puede decirse respecto del arte o de cualquier tipo de mística.

Segunda cuestión. Ya hemos conseguido transmitir los estímulos y el destinatario ya tiene sed de ciencia. ¿Con qué método transmitimos el conocimiento? ¿Cómo lo hacemos inteligible? He aquí la segunda y última hipótesis fundamental:

II. El método que favorece la transmisión de un conocimiento es el mismo que ha favorecido su creación.

Donde me he permitido, de nuevo, elevar una convicción sobre el conocimiento científico a una categoría del todo general. Pero volvamos a la ciencia. Existen ciertas clases de inteligibilidad que ya han servido para hacer ciencia (hemos comentado seis clases y sus respectivos méritos) y existen actualmente al menos dos procedimientos (la experiencia y la simulación) para construir conocimiento científico. A lo mejor todo eso también sirve para la transmisión. Y, en efecto, esta idea permite distinguir, por ejemplo, un texto, una imagen o una propuesta museística, como de carácter científicamente pedagógico o simplemente espectacular o divertido. Se puede usar la analogía, la metáfora, el juego…, pero, y esto no es tautología, no hay más inteligibilidad científica que la inteligibilidad científica. No hay ninguna necesidad de hacer trampas, de disfrazar, de añadir… Todo conocimiento científico, por riguroso y complejo que sea, es transmisible usando el propio método científico, con las mismas dudas, los mismos errores y las mismas inquietudes. Y ello es además independiente de la edad y formación de los destinatarios del conocimiento. Los museos, los audiovisuales y los textos de divulgación científica (incluso los de enseñanza elemental y media) están preñados de trucos superfluos y de insinuaciones que desvirtúan la cantidad y calidad de conocimiento transmitido. Son, digamos, medios de ciencia «fricción». La ciencia ya es de por sí lo bastante libre y rica en métodos para recibir y agitar ideas.

La conclusión que me atrevería a ofrecer es que no existe un método de la pedagogía. Existe el de la ciencia o, si se quiere, el de la biología, de la física, de la economía, de la psicología, de la pintura, de la música… Y no existe porque no existe el método pedagógico. Y no existe el método pedagógico porque la pedagogía no es un conocimiento, es un aspecto de cualquier tipo de conocimiento, un aspecto que se deriva de la transmisibilidad no genética del concepto conocimiento, una transmisibilidad íntima e indisolublemente ligada a su creabilidad. Las dos hipótesis fundamentales propuestas para una presunta pedagogía podrían resumirse en una sola máxima:

La idea fundamental para la transmisión de conocimiento consiste en la tendencia a poner al destinatario de la transmisión literalmente en la piel de quien lo ha elaborado.

Esta hipótesis no es más que una hipótesis de trabajo. Los principios fundamentales no se demuestran, sino que son validados por la viabilidad, completitud y coherencia de los resultados que de ellos surgen. Por eso la ofrezco como orientación teórica y como criterio práctico. Cualquier inconsistencia o ambigüedad puede recomendar su revisión. A mí todavía me sirve.