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Ciencia, arte y revelación

En un congreso de física en Tbilisi, Georgia, conocí en 1981 a un, por aquel entonces tan joven como yo, colega austríaco. Era Erich Gnaiger y teníamos mutua referencia sólo a través de nuestras respectivas publicaciones científicas. En la primera excursión, nos tocó sentarnos juntos en el autocar. A los pocos minutos nos señalábamos el uno al otro con el dedo índice muertos de risa: ¿Wagensberg?… ¡Gnaiger! La conversación giró en torno de las conferencias que Erwin Schrödinger diera en Dublín después de la guerra y que acabaron siendo auténticas profecías del devenir de la ciencia. Gnaiger fue, trece años después, el encargado de organizar el cincuenta aniversario de las celebérrimas conferencias en su país natal. No había olvidado aquella magnífica excursión por las peladas montañas verdes georgianas y me invitó a Viena a hacer una aportación. Se publicó en el volumen 3 del Modern Trends in BioThermodynamics, Innsbruck University Press, 1994.

Erwin Schrödinger era un pensador de grandes intuiciones. Muchas de ellas, como es sabido, acabarían consolidándose como importantes descubrimientos, teorías e incluso nuevas disciplinas científicas. Lo que sigue procede también de las intuiciones de Schrödinger: propone una definición del propio método científico, de sus limitaciones y de la sospecha que clasifica las distintas formas relevantes del concepto general del conocimiento.

El estímulo del conocimiento

Supongamos una mente que percibe alguna parte del mundo, es decir, alguna complejidad. La simple percepción de una complejidad podría producir alguna perturbación de la mente. Esto es el estímulo inicial. Diremos que la mente produce conocimiento cuando crea una imagen de la complejidad. Ya tenemos una definición, y he aquí el primer corolario: el conocimiento es necesariamente finito mientras la complejidad, según cabe presumir, es infinita.

Ahora concentremos nuestro interés en el propio proceso de la construcción del conocimiento, en el hecho de proceder a crear imágenes, en el método. El camino a seguir depende en gran parte del grado de complejidad involucrado en cada caso determinado. No es preciso establecer una medición precisa de la complejidad para poder aceptar que existen distintos grados de complejidad. Una línea recta, una molécula, un cristal, una célula, un cerebro, una pasión y el espíritu son símbolos del lenguaje relacionados con acontecimientos de complejidad creciente. Por lo tanto, la ciencia se ocupa de los niveles más bajos de complejidad. Cuanto más sencillos son los objetos de conocimiento, más lejos van las distintas disciplinas científicas, más duras, más rigurosas, precisas y prestigiosas son. Por esta razón, la ciencia empezó considerando la complejidad como una excepción que ocultaba la verdadera regla: la sencillez. Desde este punto de vista, podríamos decir tal vez que cualquier otra forma de conocimiento es la alternativa a la impotencia del conocimiento científico, su continuación por otros medios. Mencionemos dos casos.

El arte es una forma de conocimiento porque pretende crear imágenes de acontecimientos del mundo; además, es una forma que acepta tratar una complejidad como, por ejemplo, la pasión amorosa. ¿Quién es capaz de determinar la biofísica-química-matemática del amor? El conocimiento de origen divino se dedica, por ejemplo, a las vicisitudes del espíritu. ¿Y quién se atreve a determinar la biofísica-química-matemática del espíritu? El objeto de este trabajo es expresar una fuerte sospecha referente a estas tres formas de conocimiento. Pero no nos precipitemos. De acuerdo con lo que entendemos por conocimiento, ahora definimos la esencia de las formas científica, artística y divina. En efecto, se trata de identificar los principios fundamentales que dichos métodos presuponen tácitamente.

La ciencia

Hoy en día, con toda la perspectiva histórica delante nuestro, a mí me parece que el método científico está basado en tres principios fundamentales, (1) el principio de la objetivación del mundo; (2) el principio de la inteligibilidad del mundo; y (3) el principio de la dialéctica entre las mentes y el mundo.

Schrödinger escribió páginas brillantes en Mente y materia con referencia a los dos primeros principios. El principio de la objetivación es el principio de la separabilidad entre la mente y la materia, entre la entidad creadora de conocimiento y la entidad objeto de conocimiento, entre el sujeto y el objeto, entre el observador y lo observado, entre el pensador y el pensamiento. Según Schrödinger, se trata de un principio equivalente a la hipótesis del mundo real, y esto, a su vez, implica la siguiente simplificación: el pensador se aparta con su propio yo hasta lograr convertirse en una entidad exterior al mundo y, por tanto, no involucrada en él. La mente crea conocimiento objetivo y se relega a sí misma a la categoría de pura anécdota. A cambio de esta exclusión altruista del mundo que representa, la mente crea conocimientos universales, es decir, una imagen del problema de la complejidad que sea accesible a cualquier otra mente. En otras palabras, la mente es el creador del mundo material y del conocimiento científico, aunque dentro de este conocimiento, en el trabajo acabado, no es más que un accesorio marginado e insignificante que se puede eliminar sin que el efecto total pierda ni la más mínima parte del mérito. El principio de la objetivación legitima la suposición de que no queda nada del pensador en lo pensado, de que el hecho de pensar no afecta el estado de lo pensado: en definitiva, de que la ciencia es independiente de las vicisitudes de los científicos. Este principio no se deduce de planteamientos previos; el que sea verdad no es demostrable. Incluso puede que sea falso, y algunos proclaman su falsedad, haciendo alarde de otros principios. Por eso precisamente se trata de un principio que podemos o no asumir. La ciencia lo asume. Y no se puede decir que le haya ido mal. Este principio ha dado lugar a la ciencia acumulada hasta ahora, y nadie duda de su reputación, si bien de él se derivan algunas paradojas. Citemos un ejemplo de un pasaje espléndido de Galeno, en el que Demócrito enfrenta el intelecto y los sentidos en un debate sobre lo que es real. El intelecto dice: «Al parecer, el color, lo dulce, lo amargo, existen; en realidad, existen únicamente átomos y vacíos». Responden los sentidos: «Pobre intelecto, eres un desgraciado. Te hemos proporcionado pruebas de ti mismo, ¿y ahora quieres derrotarnos? Tu victoria es tu ruina».

Es muy posible que los tan astutos sentidos tengan razón. El error cometido por el intelecto consistió en llevar demasiado lejos el principio de la objetivación, esto es, a unos niveles de complejidad excesivamente elevados donde el sujeto y el objeto se entremezclan, donde la mente quiere saber cosas de sí misma.

El segundo principio del método científico es el principio de la inteligibilidad. Se trata del apoyo inicial del científico. Su fe principal necesita basarse en el hecho de que la naturaleza puede ser entendida, que el mundo es inteligible. Una discusión rigurosa sobre la idea de la inteligibilidad nos obligaría a diverger. Una complejidad es inteligible si es posible comprimirla dentro de una cierta eventualidad, en otras palabras, si la propia idea no es una representación del azar. En este sentido, como hemos dicho, la comprensión es la capacidad de compresión. Por ejemplo, un proyectil dentro de un campo de gravedad traza una parábola. Cien mil posiciones de dicho proyectil, cien mil observadores, podrán reducirse sencillamente a las leyes de Newton y algunas condiciones iniciales o, si se quiere, a la breve ecuación matemática de una parábola. Además, esta compresión, esta comprensión, nos permite predecir cualquiera de las posiciones del proyectil. El proceso es inteligible. (Curiosamente, cabe destacar que lo que sí es ininteligible son las propias leyes de Newton, esto es, el casualismo de la causalidad última). Por otra parte, los resultados de la liga de fútbol de cualquier domingo son ininteligibles. No hay reducción posible. El modo más compacto de dar los resultados son los propios resultados. Tampoco hay inducción capaz de realizar predicciones. Hay el azar, y no la ciencia. En la ciencia, si una empresa fracasa, si no logramos entender alguna complejidad, el principio de la inteligibilidad nos dice que la culpa es nuestra. No existe excusa alguna para no volver a intentarlo, para elegir otro camino, para inventar otra cosa. El principio —como cualquier principio— tampoco es demostrable; por este motivo tuvo que ser inventado primero y asumido a continuación. La ciencia es la única forma de conocimiento que declara que acepta este principio, no como otras formas que —tómese buena nota— incluso nos invitan a adoptar el principio opuesto: que existen ininteligibilidades, existe el misterio. El científico, en el fondo de su espíritu, en sus momentos de reflexión metacientífica, secretamente se permite dudar (bastante más en el caso del científico veterano que en el del investigador joven y agresivo), si bien una vez más adopta tal actitud para lograr ganar la dosis mínima de positivismo necesaria para poder abrir la puerta del laboratorio, biblioteca o aula. Sin embargo, es una actitud que tortura al científico sensible. ¿Por qué demonios todo tiene que ser inteligible? Nuestro corazón se encoge cuando acabamos de mirar a través de un telescopio astronómico. Al fin y al cabo, la mente humana no es más que un acontecimiento diminuto del mundo: ¿puede uno estar seguro de tener la facultad de conocer cualquier otro? Tenemos una sensación parecida cuando miramos a través del microscopio electrónico.

Los dos principios mencionados son precisos para poder construir conocimientos científicos, pero me temo que no sean suficientes. Hace falta un criterio de demarcación para delimitar la competencia de las cosas científicas, criterio que permite establecer un tercer principio, principio que se convierte a su vez en el motor del avance científico. Se trata del principio de la falsabilidad de Popper y del que podríamos llamar principio dialéctico.

El indeterminismo es una actitud científica compatible con el progreso en el conocimiento del mundo. Y el determinismo es una actitud científica compatible con la descripción del mundo.

El indeterminismo es la actitud del científico creador, es decir, el científico que se fija el objetivo de hacer inteligible un número finito de acontecimientos a partir de cualquier teoría (esto es, considerando el conjunto en principio abierto e infinito de todos los conocimientos posibles). El creador trabaja mientras algo sea ininteligible y entra en crisis cuando todo es inteligible. Esta última afirmación es la única definitivamente enunciable, dado un conjunto finito de acontecimientos y el conjunto infinito de conocimientos.

El determinismo es la actitud del científico aplicador, es decir, el científico que se fija el objetivo de hacer inteligible cualquier acontecimiento, equipado con un patrimonio finito de conocimientos (aquellos facilitados por el creador, por ejemplo). El aplicador trabaja mientras todo sea inteligible y entra en crisis cuando algo resulta ininteligible. Aquí, esta última afirmación es la única definitivamente enunciable en un mundo de conocimientos finitos y acontecimientos infinitos.

Se trata, por lo tanto, de dos proyectos de investigación semiuniversales que se resuelven mutuamente en los momentos de crisis. La dialéctica creación-aplicación nos permite hablar de un proyecto de investigación universal como consecuencia del cual los conocimientos pueden avanzar.

Arte

Me llama la atención una preocupación referente a una complejidad tan enorme que cualquier proyecto de representación científica es impensable. Por ejemplo, una pasión amorosa. Quisiera considerar esta preocupación, darle forma, proyectarla, hacer una imagen de ella. He aquí algunas alternativas: empiezo a correr, aumento mi velocidad, hago una asombrosa voltereta doble y aterrizo con los brazos extendidos y una gran sonrisa, o canto, bailo, recito, escribo, pinto o fabrico algún objeto… por tanto, no existe una solución única. Y la vía que elijo para representar mi particular complejidad depende sencillamente de mis habilidades mayores o menores.

¿Qué pretendo conseguir con esta manera tan extraña de tratar la complejidad? ¿Qué finalidad tiene este extraño conocimiento? Tal vez sea más fácil empezar por lo que no pretendo conseguir. No pretendo diseñar una teoría capaz de predecir una nueva situación de enamoramiento ni explicarla a partir de algunos datos. Quiero, es bien cierto, crear una imagen del acontecimiento, pero no sostengo que esta imagen sea independiente de mis mecanismos mentales ni quiero enunciar proposiciones. Su inteligibilidad no me preocupa. Tampoco es mi intención estudiar las observaciones de forma pormenorizada ni acumular experiencias. Casi al contrario, me gusta que mi mente sea la protagonista del conocimiento que voy a hacer. La ininteligibilidad y la complejidad del acontecimiento objeto de mi interés constituye la garantía de que mi proyecto no sea frustrado por otro (científico-filosófico) como el comentado anteriormente. Además, aprecio el frescor de la información bruta que me invade de manera espontánea, y en principio la considero suficiente. Si no, me niego a comprometerme con otros programas de observación. Mi proyecto no empieza con método alguno. No impongo limitaciones iniciales en la manera en que capto la complejidad; al contrario, me lanzo directamente sobre ella para componer una imagen finita de su infinidad, para obtener una proyección sencilla desde la que esta complejidad sea reducible, cuando conviene. De esta manera llegamos a lo que realmente pretendo conseguir con este segundo procedimiento. Ahora no se trata de que la complejidad sea inteligible, sino sólo aproximadamente recuperable. ¿Recuperable para quién? Evidentemente los términos reducible y recuperable se refieren a mí mismo. La misión de este conocimiento finito es activar, tal como una señal, mis mecanismos internos que gritan una vez más la complejidad original. Se trata, por tanto, en principio y fundamentalmente, de la autocomunicación: he creado una imagen mediante la cual mi mente comunica consigo misma. Ahora la cuestión es: ¿sirve esta representación para comunicar a otras mentes mi particular complejidad? Dada una imagen construida por una mente, ¿no existe por lo menos otra que —ante su contemplación— sea capaz de deducir la complejidad original? Y es aquí precisamente, en esta creencia, donde reside la única hipótesis de trabajo de este segundo procedimiento. ¿Por qué no lo llamamos arte? El arte es una forma de conocimiento cuyo método se basa en un único principio: el principio de la comunicabilidad de complejidades ininteligibles.

Esta creencia, pues, sería la hipótesis fundamental del arte. El arte es una forma de conocimiento (tal vez la más afanosa y animosa en función de la complejidad del mundo) que se refiere a dos mentes. El acto artístico es esencialmente un acto binario, y su consumación, para un científico, es un extraño milagro, porque una punta claramente insuficiente es capaz de arrastrar una infinitud. No es menos así por el simple desplazamiento de una inteligibilidad, si bien facilita aligerar la inquietud. Una mente aprende, mediante el arte, que no está sola en relación con una determinada complejidad. Entonces, la emoción y la complicidad son grandes.

Revelación

La ciencia me permite conocer complejidades sencillas y, a cambio de esta limitación, el conocimiento científico me sirve para guiar mi interacción con el mundo. El arte me permite conocer complejidades superiores y, a cambio de esta gratificación, acepto que este conocimiento no me sirve de mucho para guiar mi interacción con el mundo, mi comportamiento. ¿Hay una forma de conocimiento que se atreva a abordar grandes complejidades y que sea, a la vez, aplicable a nuestra vida diaria? Imaginemos una complejidad como la mente, la naturaleza humana o el espíritu. El conocimiento universalmente aplicable debe ser objetivo e inteligible, pero ¿dónde se sitúa la mente para verse objetivamente? ¿Cómo puede una complejidad ser inteligible para otra que es por lo menos igualmente compleja? ¿Existe una salida rápida y drástica que permite evitar ambas dificultades? Esto da paso a una tercera forma de conocimiento: el conocimiento divino, digamos, una nueva forma basada en tres principios: (1) la existencia de un ser externo al ser humano y para quien todo es objetivo, y (2) para quien todo es inteligible; (3) la suposición de que este ente quiere darnos (revelarnos) su conocimiento.

Existen la objetividad y la inteligibilidad, pero son de Dios: no son requisitos para el ser humano, hay un misterio. El ser humano acepta o no el principio, es o no es creyente, tiene fe o no la tiene. El criterio de demarcación de las cosas divinas plantea el universo en su totalidad y su historia, y así pierde su razón de ser. No existe dialéctica alguna que sea de interés para el progreso (¿?) del conocimiento divino. Ningún acontecimiento del mundo puede contradecir el conocimiento divino. Las religiones o las intuiciones son ejemplos del conocimiento divino.

La sospecha

Aunemos nuestras fuerzas. Tres formas de conocimiento han sido definidas por sus principios fundamentales respectivos. Y cada forma, debido a sus propios principios fundamentales, es una forma pura. En otras palabras, las tres formas son diferentes, disyuntivas e independientes. Sin embargo, evidentemente las regiones naturales mencionadas son habitadas por una continua profusión de otras complejidades que no pueden ser abordadas por alguna de las tres formas. La mente (y sus manifestaciones) representa una complejidad de localización poco clara. Por tanto, a mí me parece que ha llegado el momento de revelar mi sospecha: que no existe la cuarta forma de conocimiento puro. En otras palabras, cualquier forma de conocimiento es una combinación de estas tres formas puras.

Confirmar lo que sospecho sí implicaría que toda complejidad debe ser tratada por una combinación lineal de las tres únicas formas de conocimiento puro. El espacio (el método) de conocimiento tiene, de acuerdo con esta idea, tan sólo tres dimensiones, por lo que cada forma de conocimiento es representable en este espacio por un punto, cuyas coordenadas no son más que el peso aportado por cada una de las formas puras. Por ejemplo, cuando la filosofía anuncia que se ocupará de todo, se da permiso para pasear por todos los rincones de este espacio. Según el espacio que frecuenta, un pensador puede llegar a ser más científico, más artista y —quién lo diría— más iluminado. Y esto puede que esté muy bien, por ejemplo, si reflexiona sobre la materia, sobre la belleza, sobre el cielo. ¡Respectivamente! Algunos conceptos circulan de manera justa, indistinta y enriquecedora por todo el espacio de los conocimientos. Por último, la confirmación de la sospecha anunciada equivale, creo, a la conquista de un buen esquema crítico. Porque establecer un área determinada para las complejidades significa establecer una región determinada similar del espacio del conocimiento. La arquitectura o el diseño se debaten para no caer fuera de un determinado sector del plano científico-artístico; algunos escritos sagrados (como la Biblia) justamente ocupan un volumen independiente cerca del plano artístico-divino, rozando el eje divino. Y algunos sabios dedicados a la interpretación de sus antecesores (teólogos, talmudistas y cabalistas) intentan desplazar este volumen hacia la abscisa científica. A lo largo de su historia, la humanidad ha luchado por su salud corporal en el plano científico-divino, acercándose poco a poco al eje científico, sin confiar, por ejemplo, en una economía con componentes artísticos o en teorías científicas de la reencarnación. Cada complejidad organiza en territorios el espacio del método del conocimiento. Algunos serán ideales, otros supersticiosos, esperanzadores, fraudulentos, ingeniosos o audaces… Así, una vez percibida una inquietud y situada dentro de una complejidad, ¿qué parte del espacio del método debería abordarse? Ésa es la cuestión.