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Primero conocer, luego todo lo demás

Mi amigo Jean-Marc Lévy-Leblond me llama por teléfono para pedirme un texto para su heroica revista Alliage. Es físico, fue el gran animador de un museo científico en Niza, es profesor universitario, fundó y dirige una colección de pensamiento científico en Le Seuil, fundó y dirige la revista Alliage, es un atento consumidor de arte, es un gran humanista, es un provocador intelectual, me lo encuentro con mucha frecuencia en los foros europeos… Todo en él me es enormemente próximo.

Nací, como tantos españoles, en 1948: todavía quedaban veintisiete años de aburrimiento. En aquella época éramos muchos los que creíamos que el cosmos se dividía en dos partes: España y el resto del universo. Curiosa partición del espacio-tiempo por cierto, pues el tiempo sólo parecía correr fuera del país. Aquí la historia se había detenido. La vida cotidiana era espantosamente previsible en todos los aspectos. Un reloj o un calendario nos parecían artilugios llenos de sarcasmo que se reían de nosotros mientras medían con exactitud y fidelidad un tiempo sin cambio.

Vale la pena detenerse en el porqué y en las consecuencias de aquella atmósfera de tedio colectivo, no vaya a ser que todavía la estemos respirando, que vuelva, que nunca se haya ido…, no vaya a ser que aún cubra la mayor parte del planeta.

Ya lo hemos dicho: en la ignorancia ciudadana del conocimiento científico y, sobre todo, en la ignorancia del llamado método científico se hunde una de las raíces más trágicas y patéticas de la condición humana.

Intentaré convencer de ello en tres brevísimos capítulos.

Capítulo primero

El conocimiento es sin duda la aportación más clara del hombre a la evolución biológica, y al desarrollo de tal función debe el hombre su «éxito» en el planeta. ¿Qué es conocimiento? Partamos de dos fuertes hipótesis de trabajo iniciales:

(1) Existe la realidad

(2) Existe(n) la(s) mente(s)

entonces Conocimiento es todo aquello que

(1) Es una representación mental (más o menos fiel) de la realidad.

(2) Es posible su transmisión (más o menos fiel) a otras mentes por vía no genética.

El método empleado para construir conocimiento define las distintas clases de conocimiento. Hay, pues, en principio, un número indefinido de tipos de conocimiento. En Ideas sobre la complejidad del mundo (Tusquets Editores, Barcelona, 1985) intenté demostrar que, de hecho, sólo se dan tres formas relevantes. O equivalentemente: cualquier conocimiento es el resultado de la combinación ponderada de la utilización de tres métodos, digamos, puros:

1. El conocimiento científico, basado en la exigencia del máximo grado posible de tres incómodos principios: (a) objetividad, (b) inteligibilidad y (c) dialéctica experimental. El conocimiento científico sirve para prever el paso de un cometa, para construir una herradura…

2. El conocimiento artístico, basado en el asombroso único principio de que ciertas complejidades infinitas, no necesariamente inteligibles, son transmisibles a través de una representación finita (una partitura, un cuadro, una mueca).

3. El conocimiento revelado, basado en dos eficaces principios: (a) existe un ente propietario del conocimiento de toda la realidad y (b) tal ente tiene a bien (a veces) revelarnos (parte de) su conocimiento. Es la religión, esa rara inspiración, la superstición…

A modo de ilustración informal digamos que el llamado conocimiento político se mueve cerca del plano 1-3, es decir, en la región científico-divina (con las autarquías fascinadas por el eje 3 y las democracias buscando el 1 como pueden; no es casual que muchos dictadores acaben creyéndose enviados por la divinidad y que divina es su misión entre los mortales: «por la gracia de Dios» gustaba de escribir Franco en sellos y monedas). Digamos también que Picasso y Darwin solían merodear por el plano 2-1, es decir, por las inmediaciones de la región artístico-científica, y que Van Gogh o Kafka sufrieron no muy lejos del plano artístico-divino 2-3. Digamos que los tres métodos han sido consagrados por la historia y que los tres son, así en abstracto, lícitos y útiles, pero digamos también que, una vez definido el objetivo de un cierto conocimiento particular, algunas «recetas» resultan altamente sospechosas (administradores públicos demasiado divinos), inquietantes (constructores de puentes demasiado artistas) o turbadoras (amantes demasiado científicos).

Capítulo segundo

Tras miles de millones de años de evolución biológica, la selección natural ha consagrado unas pocas e importantísimas funciones básicas como la alimentación, la respiración o la reproducción. ¿Cómo se las ha arreglado la evolución para que las criaturas de este mundo no se olviden de beber y de comer, de respirar o de dejar copias a tiempo para la continuidad de la especie? La cuestión no es en absoluto trivial. En efecto, como todo el mundo sabe, la materia, y la materia viva no es una excepción, es esencialmente perezosa y tiende siempre a las situaciones de mínima energía. Lo que ha ocurrido es que ciertos fuertes estímulos han sido seleccionados para garantizar esas importantes funciones: hambre y sed para la alimentación, potente requerimiento para la defecación, la micción o la respiración, y un no menos eficaz estímulo sexual para la reproducción. Dicho de otro modo, aquellas criaturas nacidas «inapetentes» en alguno de estos sentidos… hace ya tiempo que han desaparecido. Esos estímulos, a la vez urgentes y no exentos de ciertas promesas de goce, parecen condición necesaria para la continuidad de la vida. Pues bien, a nosotros, la especie humana, nos ha tocado vivir una auténtica efeméride transhistórica. Hemos, si no inventado, sí consagrado el conocimiento como una función útil para la supervivencia. Gracias al conocimiento hemos conquistado el planeta a una velocidad de vértigo: no hace ni cien mil años que hemos accedido a él. Atención: cien mil años de conocimiento frente a cientos de millones de años de respiración aérea y frente a miles de millones de años de sexo y alimentación. ¿Qué ha ocurrido? Pues que la selección natural aún no ha tenido tiempo de trabajar a favor del conocimiento para consagrarlo con algún estímulo a la vez urgente y placentero. Hemos llegado al centro de la cuestión: todavía no se ha consolidado, a nivel de toda la especie humana, nada que merezca llamarse sed de conocimiento

Y así nos va. El momento es crítico a escala biológica. Nos hemos hecho adictos al conocimiento y la selección no nos ha regalado todavía un estímulo que lo consagre. Mientras eso ocurre, si es que ocurre algún día, sólo hay una solución: regalarnos a nosotros mismos estos estímulos.

Capítulo tercero

Es verdad, he exagerado. Basta revisar brevemente la historia de la humanidad para constatar que, curiosamente, las civilizaciones más remotas e independientes entre sí tienen creencias sobre el más allá, dioses, ritos y toda clase de objetos y representaciones artísticas, junto con armas, útiles y prácticas protocientíficas. Según ciertos autores, en los últimos sesenta mil años han emergido unas cien mil religiones. Maticemos entonces a la luz del capítulo primero. Existe, sí, cierto fuerte estímulo innato para con el conocimiento de tipo revelado. ¿Cómo si no resulta tan difícil encontrar rastros de un grupo humano que no exhiba un culto a cierta divinidad? Existe, también, un cierto, no tan fuerte, estímulo para con el arte. Esto permite situar la cuestión en su justa medida: lo que no existe es, sobre todo, un estímulo que favorezca la práctica espontánea del método científico.

Esta situación nada tiene de extraña. Si las funciones metabólicas tienen miles de millones de años de antigüedad, si el conocimiento en sus versiones artística y divina apenas data de unos cientos de miles de años, resulta, por otro lado, que el conocimiento científico, tal como hoy lo entendemos (¡el que más nos afecta a nivel individual y colectivo en nuestra vida cotidiana!), cuenta tan sólo con unos pocos siglos (!).

Y así nos va. Unos pocos individuos producen, a gran velocidad, cantidades ingentes de conocimiento científico que paga, sufre y disfruta la humanidad entera. Tal contradicción se agiganta a cada minuto por dos razones. La primera es obvia: ¿cómo puede influir en su futuro un ciudadano de una sociedad democrática marcada por la ciencia si su formación científica no equivale ni a la que regía durante la Edad Media? Necesita estímulos. La segunda no es tan obvia. El ciudadano moderno suele echar mano, ante cualquier complejidad, de los métodos tipo artístico y tipo divino, para los que sí tiene ciertos estímulos naturales. Su recetario está claramente incompleto. Pensemos, por ejemplo, en algo tan frecuente, y a la vez tan complejo, como comprender al prójimo (al familiar, al de familia ajena, al de otro barrio, otra ciudad, otra región, otro país, otro continente, otra cultura, otra religión, otra raza…). La historia de la humanidad es la historia de la intolerancia. Y lo que se necesita no es sólo tolerancia, sino la aceptación del prójimo. El método científico, que no los científicos, quizá pueda ayudar a ello. Éste método, que —insistamos— ni siquiera los científicos aplican fuera de su oficio, es el único que cambia la verdad cuando ésta ya no es compatible con la observación del mundo, el único para el que todo es revisable. Los estímulos científicos son, pues, doblemente necesarios, para la ciencia misma y para todo aquello que, aun sin ser ciencia, pueda beneficiarse del método científico.

Conclusión

Hemos empezado estas líneas con una cita de la larga dictadura en España. Por aquel entonces el aburrimiento y la miseria del conocimiento eran ciertamente agudos. Una dictadura, por ligera que parezca, castra gravemente la consecución de los dos pilares del conocimiento: hacerse una representación de la realidad del mundo con la propia mente y, caso de que eso se consiga, la posibilidad de transmitir esa representación a otras mentes. Liberado de aquel sistema, el país despertó y, para ilusión de tantos, recupera el tiempo perdido. Superada la patología aguda, acaso hayamos alcanzado ya el buen nivel «occidental» de patología crónica. Porque ahora compartimos la libertad para hacer y conocer ciencia con la misma falta de estímulos de todas las sociedades más desarrolladas y avanzadas. Los medios de comunicación no estimulan la creación de «opinión científica» quizá porque tal cosa no se produce ni siquiera en la comunidad científica.

He aquí la gran conclusión: el conocimiento de la ciencia y de su método es una necesidad que debe centrarse sobre todo en crear los estímulos que hasta ahora nos ha negado espontáneamente la naturaleza. Se trata de un buen criterio para probar por parte de los responsables de esos medios que, aunque por fortuna probablemente equivocados, existen.

Se trata de un buen criterio para los suplementos de ciencia de la prensa diaria, la ciencia en la información general, los programas de televisión o radio, los audiovisuales, el cine, las revistas de divulgación de todo nivel y alcance, las colecciones de textos de toda índole, los planes de estudio en escuelas y facultades (en particular las no científicas), las bibliotecas especializadas en ciencia general y, sobre todo, los centros no académicos dedicados a diversos temas científicos. Todas esas estructuras ya existen en España como en otros muchos países de Europa; muchas de ellas son incluso pioneras a nivel internacional; pero también de carácter internacional es el hecho de que muchas hayan empezado a degenerar sin haber intentado siquiera la transmisión de esos estímulos de conocimientos científicos. Los museos o centros de ciencia, que en su versión moderna tienen vocación de estimular científicamente al hombre de a pie, todavía son pocos y resisten con dificultad las tentaciones hacia el show bussiness. Y una idea para ese tipo de centros: además de exhibir los resultados (sobre todo los deslumbrantes) de la ciencia, no estaría de más hacer lo mismo con los detalles del método de la ciencia.

Mi reflexión final es de orden ideológico. Las desigualdades entre los hombres son descomunales y siempre se ha considerado que la solidaridad pasa primero por dar de comer y luego quizás, un día, por dar conocimiento, que puede llegar a ser, quizás otro día, incluso conocimiento científico. En fin…, se piensa con frecuencia que no todo el mundo está preparado para la libertad y para el conocimiento. A lo mejor se trata de un enorme error. A lo mejor el conocimiento y la libertad no son en absoluto aplazables ni a condición de nada previo. A lo mejor no es mala idea ensayar una (¿nueva?) hipótesis de trabajo. La izquierda en política está hoy un tanto confundida y desorientada, pero todavía responde, creo, a una definición genérica: el conjunto de aquellos que piensan que es prioritario conseguir el máximo de bien posible para el mayor número de gente posible. Tampoco parece disparatado entonces que la (¿nueva?) izquierda haga suya la idea de difundir el conocimiento científico y, sobre todo, la de prestigiar el hábito de la práctica del método científico a la hora, justamente, de inspirar la convivencia humana.