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El método científico como idea para la convivencia

Dos de las Ideas sobre la complejidad del mundo (Tusquets Editores, Barcelona, 1985), justamente las dos ideas centrales, no aparecían explícitamente en la primera edición del libro (1985). De hecho, me di cuenta de ello al releer el texto un año más tarde. En la segunda (1989) y tercera (1994) ediciones, así como en la edición francesa, L’âme de la meduse (1996), añadí un postscriptum para sacar tales conclusiones a la superficie. En los últimos diez años he comprobado que me han servido para mucho, que las he usado a modo de esquema conceptual para todo lo que tiene que ver con el conocimiento científico: para la investigación, para la museografía, para la docencia, para cualquier aproximación a otras formas de conocimiento como el arte, la filosofía, la religión o la política… En siete de las ocho reflexiones que siguen, y en alguna más de este libro, se parte de este esquema conceptual. He respetado la repetición de este punto de partida porque es una manera de darle peso, para no romper el ritmo propio de tales reflexiones y porque es también una manera de lucir su eficacia. Hay, pues, un trozo de este libro que es continuación del otro.

El conocimiento es una representación mental de la realidad. Resulta, además, que esa realidad está poblada por otras mentes, asimismo dedicadas a conocer. Resulta encima que la actividad de una mente no se limita sólo a conocer, también se comporta. Y no sólo eso. Una mente se comporta, justamente, según las sugerencias que le hace el conocimiento que haya podido adquirir. La convivencia humana es el resultado de esta intrincada red de conocimientos y comportamientos. Pero basta un vistazo a la historia de la convivencia humana para descubrir que algo va mal, que algo ha ido siempre mal. Algo ha ido siempre mal, por lo tanto, en el proceso de la construcción y la transmisión del conocimiento; por lo menos de aquella clase de conocimiento que sirve para compartir el mundo con nuestros vecinos.

Existe toda una métrica de la vecindad. El vecino más próximo está representado por ese importante concepto del uno mismo (distancia cero); continúa con la familia inmediata, la idea del ser querido (distancia corta); está luego eso que llamamos mi gente (distancia moderada) y aumenta rápidamente hasta alcanzar valores que ni siquiera sabemos estimar. El problema de la convivencia se plantea en todas las distancias y seguramente con no muy diferente frecuencia e intensidad relativa. Existe la esquizofrenia y la dificultad de soportarse a sí mismo, existe el crimen pasional y existe la guerra civil. Son tragedias indiscutibles, pero la historia de la infamia de la humanidad se ha escrito a mayores distancias, cuando las diferencias afectan a las raíces de la cultura, las tradiciones, las creencias y las ideologías. Sin embargo, la razón no está en aplicar lejos un conocimiento cultivado cerca. Adelantaré mi sospecha ahora mismo. El tipo de verdad que nos sopla el modo de relacionarnos con los demás pertenece a esa clase de conocimiento que bien podríamos denominar, genéricamente, conocimiento revelado. ¿Revelado por quién? Revelado, simplemente revelado. Lo relevante no es si el origen de la revelación está en la propia intuición, si está en nuestros mayores, en alguna clase de identificación colectiva o en alguna poderosa divinidad. Lo relevante es que el conocimiento revelado sólo suele ser alterado por el correspondiente ente revelador, y resulta que éste no parece ser sensible a los cambios que experimenta la realidad. Hay una afirmación que se suele utilizar para justificar ciertos lances de la historia y que cada vez me parece más escalofriante: «No olvidemos que hay que entender la época en que tal cosa ocurrió». Se dice tranquilamente de la Inquisición, se está empezando a decir ya del nazismo. En los buenos tiempos el conocimiento revelado puede ser, como máximo, interpretado. En los malos, tal margen se reduce a cero. Es el fundamentalismo. El conocimiento revelado es a la vez íntimo y atemorizante. Quizá por lo mismo: porque, siendo una representación de la realidad, resulta que es invulnerable a cualquiera de sus episodios. El conocimiento revelado es inevitable y, con frecuencia, también glorioso. No podríamos subsistir sin él. Además, al menos en principio, se trata del punto de partida de cualquier otro tipo de conocimiento. Pero tiene un grave inconveniente, su tendencia a inhabilitar las mentes en las que se ha instalado para que éstas apliquen a la convivencia humana —que no a otros menesteres— otros métodos de conocimiento. ¿Como cuál?

Por ejemplo, la ciencia. La ciencia tiene su prestigio, pero sólo por sus resultados, no por el método que se emplea para obtenerlos. La ciencia, hasta ahora, solo se ha empleado para hacer ciencia, casi nunca para tratar de comprender al vecino. Probemos la idea, aunque sea sólo como un ejercicio mental.

En un intento de que la realidad sea lo más común posible para todas las mentes que navegan en ella, la ciencia tiene como primer principio el de objetividad. En virtud de tal principio, el observador se excluye a sí mismo de la realidad que quiere observar: En otras palabras, lo observado debe ser lo más independiente posible del proceso mismo de observación. Un físico no altera la velocidad de una bola de billar por el hecho de medir esa velocidad. Un psicólogo tiene muchas maneras de observar a su paciente, pero la manera más científica de hacerlo es cuidando al máximo de que las preguntas no sugieran ni afecten a las respuestas. La política es el conocimiento de la convivencia. Estoy diciendo, sí, que el ciudadano, como político, debe excluirse a sí mismo (a sus seres queridos, a su gente…) durante el ejercicio de observar la realidad. Ya llegará, sin duda, el momento adecuado para reintroducir los intereses propios.

En un intento de que la realidad sea predecible, la ciencia tiene, como segundo principio, el de la inteligibilidad. Se trata de la reducción bien entendida. El conocimiento tiene que ser, en algún sentido, más compacto que la realidad que queremos conocer, cuanta más compresión más comprensión, más universal es el conocimiento, más profunda es su inteligibilidad. Las mismas leyes que explican el movimiento de los planetas explican también el de las bolas de billar. La inteligibilidad científica equivale, de algún modo, a buscar lo común oculto en lo aparentemente diverso. Con el psicoanálisis los resultados no son tan espectaculares, pero tal es nuestro intento y nuestra ilusión. Quiero decir también que si una norma de convivencia vale para trece, pues mejor que otra que vale para doce. Ya llegará el momento de defender los intereses propios, de nuestra familia o de nuestra gente. Pero ésa es una lucha que debe emprenderse con el conocimiento en la mano.

En un intento de que la realidad no se aleje de la idealidad, la ciencia exige como tercer principio el dialéctico. Según este principio, todas las verdades científicas deben renovar continuamente su vigencia frente a su último juez, la experiencia. Un cambio de verdad realizado por este procedimiento no es nunca una traición a nada, excepto quizás a los propios intereses. Pero tales intereses se negocian usando la nueva verdad, no para fabricarla. El deber diario de un científico no es adorar a su maestro, sino, con todos los respetos, derribarle. Un físico cambia su sarta de verdades con alegría, a un psicólogo le cuesta algo más, y un político incluso suele presumir de la antigüedad de sus afirmaciones.

Hay que admitir que la democracia es el sistema más científico de todos los sistemas políticos. De hecho, no es una casualidad que todos los dictadores acaben considerándose a sí mismos en misión divina para organizarnos la convivencia. Pero el método de la revelación puede con nosotros. Las enormes fotografías de los candidatos, sus símbolos y frases hechas trufando nuestra realidad durante cualquier campaña electoral, nada tienen que ver con la objetividad, la inteligibilidad y la dialéctica, sino con un intento descarado de revelarnos a quién debemos votar. He aquí una práctica común de sistemas políticos tan diversos como la China de Mao, el Irak de Sadam Hussein, la URSS en cualquier momento de su historia o los Estados Unidos durante cualquiera de sus carreras presidenciales. Un científico no es, en nada, más noble que un político. Pero hay algo que quizá no se nos haya ocurrido todavía: probar el método del científico para enriquecer la tarea del político. No se trata de acabar con las creencias, se trata de no privarlas de los principios del método científico. De hecho, la investigación científica también empieza siempre con creencias. De lo inverso, ya nos hemos percatado. Hacer ciencia es hacer política. Los logros científicos, sus riesgos y beneficios nunca estarán están exentos de responder a la ética, a las ideologías y a las tradiciones.

Son muchos los que se sonreirán pensando que el motor de la infamia humana nada tiene que ver con el conocimiento revelado, sino con otros asuntos que, al final, siempre se reducen a intereses de índole económica, y que la revelación no es más que un instrumento o una excusa. Bien, quizá sea así. Pero en ese caso, y seguramente solo en él, la sugerencia de aplicar el método científico a la convivencia ni siquiera es discutible.